30. En el borde del Laberinto. Termina la persecución

Bueno, todo depende del cristal con que se mire, piensa Hayduke mientras camina bajo la lluvia hacia el último punto de observación de Lizard Rock. Si lo miras desde el punto de vista del águila ratonera, la lluvia es una lata. No hay visibilidad, no hay comida. Pero desde mi punto de vista, desde el punto de vista de la guerrilla…

Sólo le quedaba por andar una milla y media, alrededor de la parte alta de una ramificación de barrancos de arenisca: unos pequeños y oscuros cañones, más profundos que anchos, que comenzaban entonces a llevar agua, cargados de cieno marrón-rojizo, un líquido espumoso, esponjoso y burbujeante, demasiado espeso para beberlo y demasiado fino para caminar sobre él.

Se detuvo detrás de un arbusto (de purshias) enmarañado y húmedo para dejar que pasaran un par de jeeps, con sus faros ámbar ardiendo bajo el aguacero. Recuperó el aliento y la fuerza, tomó un nuevo impulso y continuó corriendo por el rastro embarrado que había dejado el jeep, rodeando el campamento donde estaba el helicóptero, y se acercó al lugar donde se encontraba el alijo secreto de víveres. Cuando se hicieron visibles a través de la lluvia la tienda, los vehículos y el helicóptero, se agachó sobre las rodillas y codos, gateó otras cincuenta yardas y se detuvo.

Entrecierra los ojos bajo la lluvia desde detrás de un montón de escombros que han caído desde los peñascos de Lizard Rock para estudiar el panorama. Dos hombres armados vestidos con ponchos se encuentran de pie junto a un fuego vigilando una cafetera. Otro asoma la cabeza desde la tienda de campaña militar verde oliva más cercana. El gran helicóptero gris —Departamento de Seguridad Pública, Estado de Utah— reposa sobre sus patines, inservible con tanta lluvia. Departamento de Seguridad Pública, ese es el nombre nuevo y encantador para la Policía Estatal, que suena mucho más a… bueno, a regimiento.

—¿Está listo el café?

—Casi.

—Vale, tráelo cuando esté listo.

La cabeza se mete en la tienda. Hayduke mira hacia la derecha: dos hombres con escopetas están fumando dentro de una de las furgonetas 4x4 del Departamento de Seguridad Pública. Los demás vehículos están vacíos. Mira hacia el talud de Lizard Rock, al revoltijo de broza —era cerca de ese enebro destartalado, ¿verdad?— donde escondieron las provisiones. Comida y agua. Kit de primeros auxilios. Calcetines limpios. Y munición, dos cajas llenas; eso se había encargado él de guardarlo para no correr riesgos.

Qué hacer, qué hacer… la misma pregunta de siempre. Ese alijo tan próximo y preciado estaba a su alcance, escondido solamente a unas cien yardas de las tiendas y la hoguera. ¿Qué hacer? Aquí hace falta una distracción. La lluvia repiqueteaba sobre su paciente cabeza, vertiéndose como una cascada por la visera de su gorra. Podía esperar, por supuesto, esperar a que ellos hicieran algo, a que se fueran y lo dejaran en paz. Pero obviamente ellos no se moverían con ese helicóptero hasta que amainara la lluvia. O podrían dejarlo sin vigilancia; pero así habían ya perdido demasiados helicópteros. Podía volver gateando, colocarse en otro lugar, disparar un par de tiros para atraer su atención, volver dando un rodeo hasta allí y abalanzarse sobre el que se hubiera quedado.

Vuelve arrastrándose sobre la barriga por encima de la arena mojada hasta que no puede vérsele desde el campamento, entonces sube por el talud que está a los pies del precipicio y se refugia bajo el hueco de un saliente. Se sienta allí entre polvo, huesos y cagadas de coyote e intenta pensar qué puede hacer. Debería haber hecho que Smith fuera con él. ¿Cómo? Debería haberse quedado con la mochila sobre la espalda, que es donde debe estar. Nunca debería haber tirado esa mochila. Pero tuvo que hacerlo. Pero no debería haberlo hecho. Pero tuvo que hacerlo. En ese momento parecía la opción correcta. Aunque, tampoco tuvieron oportunidad de volver. No termina de convencerse. Ni de eso ni de casi nada. El hambre en sus piernas y brazos huecos y la cueva con eco de su tripa hacen que todo lo demás parezca irreal, especulativo, relativamente sin importancia. Académico.

Tiene que comer. Provisionalmente se muerde los nudillos. Dios —piensa—, un hombre debería obtener un poco de alimento, algo, simplemente mordisqueándose los dedos. Siempre puedes arreglártelas con una mano si es necesario. Quizás. Con ayuda. Aunque aquí no. Allí abajo tampoco. Mira hacia el Laberinto y ve, a través de la cortina plateada de la lluvia, una desconcertante jungla de roca; cúpulas, lomos de elefante, pozas y cuencas, cortados y esculpidos, divididos por cañones, cañones laterales, afluentes de los cañones laterales, todos ellos serpenteantes como lombrices, con paredes verticales y sin fondo aparente. Qué lío —piensa—. Un hombre se podría perder ahí.

Por el momento está a salvo, aunque muerto de hambre y sin plan alguno. El desfallecido Hayduke se descuelga el rifle, coge el rollo de cuerda del hombro y se tumba a descansar unos minutos, otra vez. Se queda dormido al instante. Los sueños rápidos, irregulares y desagradables le despiertan. Dios, tengo que estar debilitándome —piensa—. No puedo mantenerme despierto. Vuelve a quedarse dormido.

Se despierta con el sonido de motores que aceleran. La lluvia ha amainado. Quizás eso sea lo que le ha despertado. Tranquilidad seguida de acción. Aturdido y vacilante, Hayduke recoge el rifle y se pone en pie balanceándose. El campamento de la policía se esconde tras la pared de Lizzard Rock. Baja dando tumbos por el talud de materiales sueltos, en el que casi se cae, y alcanza una posición desde donde tiene buena visibilidad.

Ahora puede divisarlos: los hombres, las tiendas, el fuego que arde lentamente, los vehículos y los rotores giratorios del helicóptero. Lo están calentando. Dos hombres están sentados con la puerta lateral de la máquina abierta, comprueban sus armas y fuman. Llevan trajes de camuflaje marrón verdoso, como los cazadores o los soldados de combate. Uno tiene unos prismáticos colgados del cuello. Ambos llevan cascos y, además, a juzgar por sus trajes rígidos y abultados, chalecos antibalas.

Hayduke los examina a través de la mira telescópica de su rifle, la cruz del punto de mira primero sobre uno, luego sobre el otro. Sobre sus rostros: uno necesita un afeitado, tiene los ojos rojos y parece cansado; el otro lleva un bigote espeso, tiene la nariz húmeda, labios finos, cejas pobladas y una mirada acechante e inquieta de cazador. En cualquier momento podría dirigir en esa dirección sus ojos de 5x50, el hijo de puta. Y si lo hace ahí lo tendrá, directo a la frente.

Hayduke baja la mira un poco para leer la etiqueta con el nombre que lleva en el pecho. Hoy en día todos llevan etiquetas con el nombre. Y todos los hombres poseen un número. El nombre es Jim Crumbo y la mano, que agarra lo que parece ser —Hayduke enfoca mejor— una escopeta Browning Mágnum de 3 pulgadas calibre 12 semiautomática (¡qué cabrón!), se mantiene firme como un pilar. Probablemente lleva el número en ese brazalete que tiene en la muñeca y en la insignia forrada de piel del bolsillo izquierdo con cremallera del pecho. Parece un puto oficial.

Oh, esto es de nuevo Vietnam, en todos los aspectos. No falta nada más que la maleza, Westmoreland, las putas y las banderas confederadas. Y yo, el último del Vietcong en la jungla. ¿O soy el primero? En la jungla de silencio y piedra. Despega, cerdo, ¿a qué estás esperando? Hayduke, impaciente, recorre el campamento con su ojo telescópico, el voyeur anarquista, en busca de algo a lo que disparar, de algo que comer.

Menos lluvia. Visibilidad hasta de cinco millas. El piloto aparece en la cabina. Crumbo y su compañero se meten en el helicóptero, cierran las puertas y la máquina se eleva rugiendo entre la llovizna gris-verdosa del aire. Hayduke se agacha entre las rocas mientras observa al piloto del helicóptero por el telescopio. Un rostro pálido detrás del plexiglás. Metálico, con casco, con el micrófono en la boca y una seria mirada de asombro tras el Polaroid antirreflejos. Sobre esa plataforma parece semihumano. Y no parece un amigo.

El helicóptero se funde con la neblina, en dirección sur hacia Las Aletas, y desaparece por el momento. Hayduke vuelve a poner toda su atención en el campamento.

Dos hombres se están yendo en una furgoneta 4x4, y se dirigen por el sendero viscoso hacia Candlestick Spire y Standing Rocks. ¿Se han ido todos? Examina el panorama con atención. Quedan dos vehículos, las tiendas de campaña y el fuego humeante. Parece que no hay humanos. Los demás, quizás se han marchado en una patrulla a pie.

Sin embargo espera, aunque el hambre voraz le pita en los oídos. ¡Dios! ¡Esa mantequilla de cacahuete! ¡Esa cecina! ¡Esas alubias! Espera durante media hora, o eso le parece a él. Nadie a la vista. Ya no puede aguantar más.

Portando el rifle, Hayduke baja por la pendiente del talud hacia el alijo escondido. Se oculta, cuando puede, detrás de piedras desprendidas o bajo los enebros, aunque no hay mucho donde esconderse.

Está a pocas yardas de su objetivo y a cien yardas del campamento cuando —¡Dios mío!— un perro sale dando saltos por la abertura de la tienda más próxima, ladrando como un poseso. Parece un cachorro airedale terrier, negro y canela, mediano. El cachorro divisa a Hayduke de inmediato y sale corriendo hacia él, entonces se detiene a medio camino, vacilante, ladrando y moviendo el muñón del rabo al mismo tiempo, cumpliendo con su deber. Hayduke se pone a maldecir —¡puto perro!— cuando dos hombres salen de la tienda de campaña con una taza de café en la mano, mirando a su alrededor. Lo ven. Lo han pillado en campo abierto, y Hayduke actúa instintivamente lanzando un disparo desde la cadera que hace añicos la ventana de la camioneta que tiene más cerca. Los hombres regresan al refugio inútil de la tienda de campaña. Donde están sus armas. Y la radio.

Hayduke se retira. El cachorro lo persigue a lo largo de otros cien pasos más y se detiene, mientras sigue ladrando y agitando su ridícula cola.

Hayduke corre hacia las cimas del Laberinto, el primer y único escondite que ve y que se le ocurre. Nunca ha estado ahí antes. No le importa. Malditos perros. Se los deberían comer los coyotes a todos, piensa, mientras corre con pies pesados. Para evitar la cima a la intemperie, corre a través de un grupo de enebros hacia una península de piedra que sobresale, como un índice que señala hacia el corazón del Laberinto. El dedo es largo, de dos millas de distancia, y la zona cubierta es escasa. A mitad de camino hacia el final de la roca vuelve a oír ese sonido, los rotores de un helicóptero que destrozan el aire. Mira hacia atrás, todavía no lo ve. Sigue corriendo, a pesar de que las costillas le crujen de dolor y la garganta le quema por la necesidad de más aire, más espacio, más energía, más amor y más de todo, de todo menos de eso.

Pero es eso, piensa con asombro mientras corre a toda velocidad por la roca brillante y un rayo de sol extraviado cae a través de un claro entre las inquietas nubes y lo sigue como si fuera el foco de Dios (¡por ahí va!), a través de la explanada de piedra, más allá del último árbol, a la izquierda del escenario, bajo las tribunas de los barrancos, hacia el teatro al aire libre del desierto. Hayduke al fin es el único protagonista del espectáculo, el mandamás, solo y desprotegido.

Corre por la roca de arenisca hasta la nariz, el extremo, la punta de la península. Cañones verticales lo rodean por ambos lados, a cien pies de distancia y a unos cuatrocientos o quinientos pies de profundidad, con paredes tan limpias, lisas y rectas como los laterales de lo que Bonnie llama el Vampire State Building.

¿Desesperado? Entonces no hay nada por lo que preocuparse, recuerda mientras jadea como un corredor de maratón en la recta final. Así es, lo he hecho, me dispararán como a un perro, no se puede salir de aquí, no hay salida, ya ni siquiera tengo mi cuerda —¡olvidé la cuerda!— y la situación es absolutamente desesperada y no hay ni una puta cosa por la que preocuparse y además me quedan seis disparos en el rifle, y cinco más veinte para la 357.

He aquí Hayduke y sus reflexiones, mientras un disparo estalla como un sarpullido de miliaria de altos decibelios en su trasero, mientras regresa el helicóptero, mientras una docena de hombres a pie y otra docena en coches patrulla equipados con radio se detienen, dan la vuelta y acuden hacia allá, y se reúnen todos ellos alrededor de un psicópata exhausto, famélico, aislado, solo, atrapado y acorralado.

Última hora de la tarde. El sol brilla por encima de la masa irregular de nubes de tormenta y los reflectores dorados más naturales actúan sobre la tierra de los cañones, mientras que Hayduke, a quien han visto desde el helicóptero, está desprevenido y tropieza en el extremo final de la roca, se tambalea en el borde y sacude los brazos para mantener el equilibrio.

Mira por encima del borde y ve, quinientos pies más abajo en vertical, una masa espumosa roja y semilíquida de lodo que cae como un torrente por el fondo del cañón, una inundación repentina qué se extiende de pared a pared y que toma la curva a toda velocidad, retumbando bajo el precipicio y rugiendo hacia el oculto río Verde a unas cinco o veinticinco millas (no tiene noción de la distancia). Los cantos rodados chocan y tabletean bajo la crecida, los troncos pasan flotando, los árboles arrancados se elevan entre las olas… Saltar a un río de lava no debe ser mucho peor.

El helicóptero se aproxima trazando un amplio círculo. Hayduke se resbala con una fisura del borde rocoso, una grieta dentada y curva, apenas lo bastante ancha como para que quepa su cuerpo y tan profunda y alabeada que no alcanza a ver el fondo. A un lado hay unas purshias, al otro un enebro joven. No hay nada donde apoyar los pies; se mete en la grieta, con la espalda contra una de las paredes y las rodillas contra la otra, como si fuera una chimenea. Está aprisionado entre la masa de la península y el bloque escindido, sólo los ojos, los brazos y el rifle sobresalen por encima del nivel del suelo. Espera el primer asalto.

¿Asustado? No, joder, no está asustado. Hayduke ha sobrepasado el límite del terror. Después de haberse cagado de miedo, purgado y purificado, está ya demasiado cansado para temer nada y demasiado exhausto para pensar en rendirse. El fétido hedor sube desde la culera de sus vaqueros y la masa tibia, suelta y estructuralmente imperfecta chorrea por la pierna derecha de su pantalón y apenas parece que la haya producido él. Hayduke ha encontrado un reino más simple que se centra en el ocular de su telescopio y que le reduce simplemente a la precisión coordinada entre índice y gatillo, ojo y punto de mira, boca del arma, desviación provocada por el viento y tiempo de espera. Su mente, ahora limpia como sus intestinos y aclarada por el ayuno, está atenta e impaciente.

El helicóptero hace ruido en busca de su presa. Sin pensar, como amaestrado, Hayduke envía su primer disparo hacia la ventana del piloto, y falla accidentalmente el tiro dirigido al rostro. El helicóptero se desvía rápidamente, con furia, y el disparo múltiple provocado por el artillero desde la puerta lateral sacude la arenisca a una distancia de unas diez o veinte yardas de donde está Hayduke. Con la cola del pájaro apuntando hacia él, dispara el segundo tiro hacia la caja de cambios del rotor de cola. El helicóptero, ofendido más que dañado, vuelve renqueando al campamento para llevar a cabo unas pequeñas reparaciones y que la tripulación haga un descanso y tome un café.

Hayduke espera. Los hombres que están en tierra mantienen una distancia de seguridad de seiscientas yardas a lo largo de la península de roca de arenisca y esperan a que lleguen refuerzos y órdenes de campo. Como ve que va a haber un ligero retraso técnico en el proceso, Hayduke encuentra un hueco más seguro en la grieta y se quita los pantalones apestosos. Cree estar dispuesto a morir ese mismo día, pero no está dispuesto a morir sobre su propia mierda. Después de quitárselos (con el rifle colocado sobre la roca frente a su barbilla), su primer pensamiento es tirar los pantalones junto con su suciedad por la pendiente hacia abajo. Pero entonces se le ocurre algo mejor. No tiene otra cosa que hacer en ese momento, de todas maneras. Rompe una pequeña rama de las purshias, con su flores de agradable perfume anaranjado a punto de producir semillas. La restriega para quitar la porquería de los pantalones. ¿Por qué? En esas circunstancias, ¿por qué, hermano? Bueno, piensa George Hayduke, es una cuestión de dignidad.

Deja que se sequen un rato los pantalones mientras espera el siguiente asalto. En el rifle quedan cuatro disparos: dos para la carga del siguiente helicóptero, dos para lo que quiera que venga después y la 357 cargada para lo último.

No debería durar mucho.

Sam Love llegó tarde a la primera parte de la acción, pero no a la parte divertida. En cualquier caso, no habría habido diferencia. Ya no estaba al mando de nada, ni siquiera de su curiosidad perpleja. Habían transcurrido veinticuatro horas desde que había enviado a su delirante hermano en helicóptero, asistido por Doc y Bonnie, directo a una cama en la Unidad de Cuidados Intensivos del hospital de Moab.

Sam ahora era un mero espectador, un transeúnte y un mirón, y se alegraba por ello. Él y un reportero de Salt Lake City se sentaron en un bloque de piedra y observaron la escena de la batalla. Iluminados por el sol del atardecer, el amplio y rosado proscenio del Laberinto se presentaba ante ellos como un gran escenario, con cumbres rojas, bóvedas púrpura y montañas azules que hacían de telón de fondo. En primer plano, en las candilejas, un chasquido de rifle, ligero pero firme, probaba que donde hay vida hay esperanza. Dos helicópteros y un avión de reconocimiento zumbaban entre bastidores inútilmente, desperdiciando gasoil.

—¿Cuál es el helicóptero que abatió? —preguntó Sam.

—Aquel grande de Seguridad Pública. El que llaman, según creo, un Huey civil. Aunque realmente no lo abatió. Sólo le hizo un rasguño al rotor de cola y agujereó una ventana. Nadie resultó herido, pero han tenido que llevarlo a tierra un rato.

—¿Y dónde esta él, exactamente?

—Allí en ese punto. —El periodista se acerca los prismáticos a los ojos; Sam hace lo mismo—. Está atrincherado en una fisura de la roca, entre esos dos arbustos. A unas quinientas o seiscientas yardas, creo.

Sam enfocó con los prismáticos. Veía las dos matas, casi sin hojas ni ramas, aparentemente despojadas por los disparos de rifle, pero no veía ninguna señal del fugitivo.

—¿Cómo sabe que sigue ahí?

—Disparó dos tiros hace una hora, cuando intentaron lanzarle granadas. Por un pelo no le da al piloto del otro helicóptero.

Ambos observaban; de cada lado, un poco más abajo y delante, de vez en cuando, salía un disparo de rifle que restallaba como un látigo.

—¿A qué están disparando esos hombres?

—A los arbustos, imagino. Quizás se piensen que con suerte un rebote pueda alcanzarlo. Es una forma de matar el tiempo.

Sin hacer daño a nadie, pensó Sam.

—¿Cuánto tiempo hace que lleva ahí?

El reportero miró su reloj.

—Seis putas horas y media.

—Probablemente se haya quedado sin cartuchos. Sería buena idea atacarle antes de que oscurezca.

El reportero sonrió.

—¿Quiere dirigir usted la ofensiva?

—No.

—Nadie quiere. En esa grieta se encuentra un francotirador respetable. Debe de haber guardado munición para los últimos disparos. Esperarán a que salga.

—Será mejor que no lo pierdan de vista —dijo Sam—. Ese Rudolf tiene un modo de desaparecer de las cimas de los cañones muy divertido. ¿Están seguros de que todavía no ha bajado al Laberinto?

—Han colocado a dos hombres en el cuello volcánico que hay allí, al otro lado del cañón. Está sobre una caída de quinientos pies prácticamente vertical. No es posible descender por esa arenisca tan lisa. Aunque si lo intentara, ellos le verían. Y si se cayera se toparía con la mayor riada que ha habido en Horse Canyon en cuarenta años, según el sheriff. Yo diría que su Rudolf está jodido.

—No es mío, gracias. Pero lleva una cuerda larga.

—Ya no. Han encontrado también su cuerda.

Los disparos de rifle continuaban, siempre desde el mismo bando.

—Apuesto a que está sin munición —dijo Sam—. Quizás se rinda.

—Quizás. Si él fuera un criminal corriente es lo que cabría esperar. Ya debe de tener bastante sed. Pero los chicos de Seguridad Pública dicen que se trata de un verdadero bicho raro.

—Eso no lo dudo.

Sam bajó los prismáticos. Mientras jugueteaba con ellos e imaginaba lo que estaría haciendo allí, oyó un grito cercano. A lo largo de toda la línea de fuego se desencadenó una ráfaga de tiros: una docena o más de rifles disparando a fuego rápido. La trayectoria de las balas convergía en un solo objetivo.

—Dios mío —farfulló Sam.

Se acercó los prismáticos de nuevo y buscó el objeto que concentraba tanto interés. Miró y rápidamente encontró el blanco en la punta, a unos pies de distancia del borde del precipicio, una figura semihumana rígida y torpe que se elevaba de cintura para arriba de lo que parecía ser, desde el ángulo de visión de Love, una masa sólida de roca. Vio la gorra con visera amarilla, una especie de cabeza peluda y enmarañada, los hombros, el pecho y el torso de algo vestido en tela vaquera azul desteñida, exactamente como recordaba la vestimenta que llevaba Rudolf en sus rápidos encuentros anteriores. Los brazos del hombre parecían estar agarrando, o tener atados a su alrededor, un rifle. A esa distancia tan grande, sin embargo, incluso aunque estuviera mirando con los prismáticos, Sam no podía estar seguro, no podía estar absolutamente convencido de su identificación, aunque era más que probable que tratara de la misma persona. Tenía que ser. Pero con una diferencia obvia e importante: estaban destrozándolo delante de sus ojos.

Sam Love había llevado una vida entre algodones en la que principalmente se había preocupado por sus negocios; nunca había sido testigo de la destrucción física de un ser humano. Horrorizado, asqueado y fascinado observó como la figura de Rudolf parecía arrastrarse o deslizarse de costado, la mitad dentro y la mitad fuera (por el amor de Dios, ¿por qué?) de la grieta. Vio como una tormenta de balas lo azotaba. Con el cuerpo rasgado y fragmentado, volaban astillas, harapos, escisiones, y trozos por los aires, los brazos le colgaban como si estuvieran fracturados, el rifle se cayó, la cabeza se hizo mil pedazos… los restos deshechos de lo que pudiera haber sido, segundos antes, un chico americano vivo, sonriente, cariñoso y viril.

Sam se quedó mirando fijamente. El cuerpo acribillado se agarraba al filo un momento antes del impacto de la lluvia de acero que, como una sucesión de martillazos, le empujó literalmente por el precipicio. Los restos de Rudolf el Rojo cayeron al abismo espumoso del cañón como una bolsa de basura, y desaparecieron para siempre de la vista de los hombres. Y de las mujeres también. (Pues, de hecho, nunca hallaron el cuerpo).

Sam se sintió enfermo. Durante unos cuantos minutos, mientras el reportero y todos los demás corrían hacia delante y gritaban, él pensó (como su hija decía) que iba a echar hasta la rabadilla. Pero no lo hizo; la repulsión visceral pasó, aunque el recuerdo de ese horror empañaría sus sueños durante meses y años. Bebió agua de su cantimplora, comió unas galletas saladas que llevaba en la fiambrera y un minuto después ya se encontraba lo suficientemente bien como para reunirse en el extremo de la roca con la policía, los sheriffs de tres condados y sus ayudantes, el superintendente adjunto de un Parque Nacional, dos guardas, tres periodistas y el residuo (cuatro miembros) del equipo de Búsqueda y Rescate de San Juan County.

No encontraron ningún resto de carne y hueso. Pero había un buen rastro de sangre a lo largo de la piedra, que conducía hasta el borde. Encontraron el rifle de Rudolf, las reliquias desvencijadas de lo que un día fue un hermoso Remington 30-06 con mira telescópica, con un cartucho intacto dentro de la cámara. Esto asombró a algunos, mientras que otros examinaban los vestigios destrozados por las balas del arbusto de purshias y del enebro que, durante aquella larga tarde, habían dado al forajido todo el cobijo que podían ofrecer hasta que levantó la cabeza para disparar.

Otros estudiaron la arenisca llena de señales de bala, las manchas parcheadas del fuego y la pólvora a cierta distancia, donde habían explotado las granadas, y tiraron de varias patadas ociosas algunas piedras por la grieta que dividía la parte principal de la punta y su extremo final. Las piedras repiquetearon entre las sombras y desaparecieron mientras golpeaban los escombros acumulados al fondo durante siglos.

El capitán de la compañía de la policía estatal se comunicó por radio con sus hombres, que estaban en el borde opuesto, y le confirmaron que Rudolf, claramente y sin duda alguna, había caído en el cañón. Dos hombres habían observado toda la trayectoria del cuerpo, lo habían visto hacer carambola contra un peñasco y desaparecer entre las aguas en movimiento de la riada. Además, habían contemplado como las extremidades, desmembradas del cuerpo y todavía vestidas con tela vaquera, subían a la superficie río abajo y desaparecían balanceándose tras la primera curva. El piloto de un helicóptero había intentado, aunque sin éxito, seguir el recorrido de los restos por las cascadas hasta el río.

El capitán recogió el rifle roto y los cartuchos usados. Todos los hombres caminaban despacio, pensativos, sin hablar mucho, hacia el campamento en Lizard Rock.

Todos excepto Sam Love. Fue el último en llegar a la escena de la muerte y también el último en marcharse. Se entretuvo, sin saber por qué, mirando hacia el ruidoso cañón. Perplejo por el sonido y algo asustado —porque sentía la inquietante atracción de las profundidades—, volvió atrás unos cuantos pasos, levantó los ojos y miró hacia las paredes, los cañones y las placas del Laberinto, ese enredo grotesco de piedra dorado bajo el brillo de la puesta de sol. Con el anhelo de distanciarse y un sentido de desapego, miró hacia el norte a las remotas Book Cliffs, a cincuenta millas en línea recta, y hacia el este, a los picos nevados de trece mil pies, más allá de Moab. Finalmente, Sam se dio la vuelta y miró el largo camino por el que él (y Rudolf) habían llegado, pasando Candlestick Spire y Lizard Rock hacia las inexploradas Aletas y las poco conocidas profundidades de las tierras de Standing Rock, todas ellas oscurecidas ahora por la gran sombra azul de Land’s End.

El sol se estaba ocultando. Era hora de marcharse. Sam se arrodilló para mirar una vez más dentro de la ranura profunda y oscura de la grieta en la roca. Intentó ver el fondo. Demasiado oscuro, demasiado.

—Rudolf —dijo— ¿estás ahí abajo?

Esperó. No hubo respuesta.

—No puedes engañar a todo el mundo, hijo. No siempre. —Pausa—. ¿Me oyes?

No hubo más respuesta que el silencio.

Sam esperó un rato más, luego se levantó y se apresuró para alcanzar a sus amigos y vecinos. Tenían un largo camino por delante, pesado y enrevesado, para volver a Blanding por Land’s End, Green River y Moab (la ruta más corta, pasando por Hite Marina a través del Colorado estaba cortada temporalmente por lo que el Departamento de Autopistas había identificado como «reparaciones rutinarias del puente»). Pero Sam se encontraba mejor, su estómago estaba más repuesto y sentía el regreso de un apetito casi normal para un hombre sano. Él y el altivo buitre, que se encontraba tan alto que era casi invisible, compartían una misma emoción: era la hora de comer.