28. El ambiente se caldea: continúa la persecución
Este buitre planea sobre Las Aletas, la tierra de Standing Rocks. Planear es su vida, la muerte es su cena. Maligno carroñero de los muertos y moribundos, negro y nauseabundo, su cabeza roja calva y desplumada —la más apropiada para introducir su ansioso pico en las entrañas de su presa— se alimenta de putrefacción. Cathartes aura, su nombre en latín, deriva del griego katharsis, que significa «purificación», y de aura, palabra griega para aire, emanación o vapor. El purificador etéreo.
Ave del sol. El contemplativo. El único pájaro filósofo que se conoce, de ahí su serena e insufrible placidez. Mientras se mece con ligereza con sus alas negras como el carbón, observa una libélula metálica que rastrea una y otra vez, de manera metódica, Las Aletas, por encima de Standing Rocks, provocando un ruido inadecuado y violento.
El buitre vuela más alto trazando círculos e inclina su cabeza arrugada para observar con mayor interés, desde tres mil pies de altura, el movimiento de cuatro bípedos minúsculos sin alas que corretean, como ratones dentro de un laberinto sin techo, por un pasillo serpenteante entre altísimas paredes rojas de piedra. Sigilosamente, se cobijan de sombra en sombra, como si la arena estuviera demasiado caliente para sus pies, como si se escondieran de las llamaradas del sol o de otros ojos que rastrean desde el cielo.
Hay algo mustio y dubitativo en el modo de andar de dos de esas criaturas que le sugiere al buitre la idea de almuerzo, que le evoca el recuerdo de la carne. A pesar de que los cuatro parecen seguir vivos y activos, es una verdad bien sabida que donde hay vida hay también muerte, es decir, esperanza. Vuelve a dar círculos para ver mejor.
Pero ya se han ido.
—No sabía que pudieran volar con esas malditas máquinas por un cañón tan pequeño como este —dice—; es más, debería existir una ley que lo prohibiera. Es malo para el sistema nervioso. Me crispa los nervios.
—Tengo hambre —dice ella— y me duelen los pies.
—Como lo vuelvan a intentar los tumbo —dice Hayduke.
Sostiene el rifle con los brazos. Bendita arma. La culata de madera de nogal, brillante por el sudor, pulida a mano; la mira telescópica azul grisácea; el cerrojo, la recámara y el cañón que brillan con suavidad. Gatillo, guardamontes, empuñadura diamantada, la rigurosa precisión de acción al abrir el cerrojo; revisa la cámara de compresión, la cierra de golpe y aprieta el gatillo. ¡Clac! Cámara vacía; siete balas en la recámara.
—Tengo sed, hambre, me duelen los pies y me aburro. Esto ya no es divertido.
—Bueno, yo sólo espero que no hayan encontrado nuestro rastro. ¿Pueden bajar esa cosa hasta aquí?
Smith, que se ha quitado el sombrero y tiene el pelo aplastado por el sudor, mira desde debajo del saliente, desde la sombra, hacia el calor deslumbrante y la piedra quemada por el sol de las paredes rojas e inclinadas del desfiladero.
—Porque pienso que si pueden bajar tenemos que encontrar otro agujero con rapidez. Quizás con mucha rapidez. —Se seca la cara, brillante y sin afeitar, con un pañuelo rojo que está ya oscuro y grasiento por el sudor—. ¿Qué te parece, George?
—Por aquí no. Pero tal vez arriba del cañón, después de la curva. O debajo del cañón. Estos cabrones podrían estar ahora acercándose sigilosamente. Con sus escopetas cargadas con cartuchos de plomo.
—Si es que nos han visto.
—Nos vieron. Y si no, nos verán la próxima vez.
—¿Cuántos hombres caben dentro de eso?
—Tres, en ese modelo concreto.
—Nosotros somos cuatro.
Hayduke sonríe con amargura:
—Sí, cuatro. Con una pistola y un rifle. —Se vuelve hacia el somnoliento Doc Sarvis—. A menos que Doc lleve una pistola en su bolsa.
Doc gruñe, una respuesta vaga pero negativa.
—Quizás —añade Hayduke—, les podamos disparar con una de las agujas de Doc. Meterles a cada uno un pinchazo de Demerol en el culo.
Se frota los miembros magullados y los arañazos con las palmas de las manos laceradas.
—Tú eres el que necesita otro pinchazo —dice Bonnie.
—Ahora no —responde Hayduke—. Eso me atonta demasiado. Ahora tengo que estar despierto.
Pausa.
—De todas formas, qué os apostáis a que, si nos han visto, han avisado al equipo por radio. Todo el grupo al completo estará viniendo hacia acá en una hora.
Otra pausa.
—Tenemos que marcharnos de aquí. —Se pasa el arma del antebrazo a la mano derecha—. No podemos esperar a que se ponga el sol.
—Llevaré yo el rifle un rato —dice Smith.
—Lo sigo llevando yo.
—¿Cómo te encuentras? —pregunta Bonnie a Hayduke.
Hayduke murmura algo como respuesta. Mientras, la propia Bonnie parece estar al borde de la deshidratación. Tiene la cara roja, empapada en sudor, la mirada un poco perdida. Pero tiene mejor aspecto que el maltrecho Hayduke, con la ropa hecha jirones y los codos y rodillas vendados que hacen que parezca, cuando anda, un hombre prefabricado, el monstruo creado por el doctor Sarvis.
—George —dice ella—, deja que te pinche otra vez.
—No —dice modificando el gruñido—. Ahora no. Espera a que encontremos un agujero mejor. —Mira a Doc—. ¿Doc?
No responde; el doctor está tumbado boca arriba con los ojos cerrados en la esquina más profunda y fresca del hueco que hay bajo el precipicio.
—Deja que descanse —dice ella.
—Deberíamos irnos.
—Déjalo diez minutos más.
Hayduke mira a Smith. Smith asiente. Ambos levantan la vista hacia la estrecha franja azul entre las paredes del cañón. El sol llega al punto más alto del mediodía. Volutas y líneas de vapor cuelgan sobre la superficie caliente. Uno de estos días va a llover. Uno de estos día tiene que llover.
—No estoy dormido —dice Doc con los ojos cerrados—. Me levanto en un minuto. —Suspira—. Háblanos de la guerra, George.
—¿Qué guerra?
—La tuya.
—¿Esa guerra? —Hayduke sonríe—. No vais a querer oír todo eso. Seldom, ¿dónde estamos, de todas maneras?
—Bueno, no estoy seguro. Pero, si estamos en el cañón que creo, entonces nos encontramos en medio de lo que llaman Las Aletas.
—Pensaba que estábamos en el Laberinto —dice Bonnie.
—Todavía no. El Laberinto es diferente.
—¿Por qué?
—Es peor.
—Esa guerra —dice George Hayduke a nadie en particular y a todos en general— la quieren olvidar. Pero no voy a dejarles. Nunca voy a dejar que esos cabrones olviden la guerra.
Habla como alguien que sueña, un sonámbulo que no habla consigo mismo con el silencio pétreo del desierto.
—Nunca —repite.
Silencio.
—Nunca.
Los demás esperan. Cuando Hayduke deja de hablar, Bonnie pregunta a Smith:
—¿Crees que encontraremos agua? ¿Pronto?
—Bonnie, cielo, ahora no está demasiado lejos. Encontraremos agua en algunos lugares de ahí arriba. Y si no, la tenemos esperándonos en la parte sombría de Lizard Rock. Agua y comida.
—¿Qué distancia hay?
—¿Hasta dónde?
—¿Qué distancia hay hasta Lizard Rock?
—Bueno, si quieres saberlo en millas, es difícil de decir por la manera en que estos cañones serpentean. Además, no estoy totalmente seguro de que podamos salir de este cañón por el otro extremo porque a lo mejor está cortado. Puede que tengamos que dar un poco marcha atrás para intentar encontrar una salida por los laterales.
—¿Llegaremos esta noche?
—No —dice Hayduke, mirando fijamente a la arena entre sus rodillas gruesas y blancas, cubiertas por capas de gasa mugrienta—. Nunca. —Se rasca la entrepierna—. Nunca.
Smith está en silencio. Bonnie lo mira, esperando una respuesta. Él entorna los ojos, frunce el ceño, hace una mueca, se rasca el cuello quemado por el sol y alza los ojos hacia la pared del cañón.
—Pues… —dice. Se oye el piar de un pájaro.
—¿Qué?
—Que no quiero mentirte, Bonnie.
—Pues no lo hagas.
—No vamos a llegar esta noche.
—Ya veo.
—Quizás mañana por la noche.
—Pero, ¿encontraremos agua? Pronto, quiero decir. En este cañón.
Smith se relaja un poco.
—Muy probablemente —le ofrece su cantimplora—. Toma unos cuantos tragos de aquí. Queda mucha.
—No, gracias.
—Adelante.
Desenrosca el tapón y se la pone en las manos. Bonnie bebe y se la devuelve.
—Deberíamos de haber conservado las mochilas.
—Puede —dice Smith—. Y si lo hubiéramos hecho ahora podríamos estar también en la nevera del reverendo Love de Fry Canyon, esperando el furgón del sheriff. Y Love, ese loco hijo de perra, habría dado un paso más hacia la mansión del gobernador, como si ese hijo de puta que está ahora dentro y que está vendiendo el territorio ilegalmente lo más rápido que puede no hubiera hecho ya suficiente daño.
—¿A qué te refieres?
—A que esa gente como Love y el gobernador no tienen conciencia. Venderían a sus propias madres a Exxon & Peabody Coal si pensaran que pueden sacar dinero; entregarían a las pobres señoras a cambio de petróleo. Esos son la clase de tipos que tenemos dirigiendo este estado, cielo: cristianos, tíos como yo.
—Sólo que no les dejaremos —murmura Hayduke—, no les dejaré.
Smith se empieza a mover y coge su sombrero.
—Tenemos que levantarnos, amigos, y ponernos en marcha hacia el norte.
—Fui un prisionero de guerra —murmura Hayduke.
Doc abre los ojos un momento y suspira.
—Fui prisionero del Vietcong —Hayduke continúa—. Catorce meses en la jungla, siempre de aquí para allá. Me encadenaban a un árbol de noche excepto cuando veían aviones. Yo suponía mayor peligro para esos pequeños orientales que un corresponsal de prensa francés. Me alimentaba de arroz mohoso, serpientes, ratas, gatos, perros, lianas, brotes de bambú o de cualquier cosa que encontráramos. Era incluso peor de lo que ellos mismos comían. Catorce meses. Yo era la unidad médica de esos bastardos amarillos. Cuando venían los B-52 nos abrazábamos dentro de los búnkeres, encogidos unos sobre otros como si fuéramos unos putos gatitos. Parecía que servía para amortiguar los impactos. Siempre nos avisaban cuando venían pero nunca los oíamos de lo alto que volaban. Sólo las bombas. Nosotros estábamos a diez, a veces veinte pies de profundidad, pero luego siempre había chicos corriendo por allí con sangre que les salía por las orejas por la conmoción cerebral. Algunos se volvían locos. Niños, la mayoría de ellos. Adolescentes. Querían que los ayudara a planear sus ataques. Cargas explosivas y cosas por el estilo. Yo quería, pero no podía hacerlo. Eso no. Así que me hicieron encargado de primeros auxilios. Menudo encargado de primeros auxilios. Estaba enfermo la mitad del tiempo. Una vez vi cómo derribaban a un helicóptero con una de esas ballestas de acero de veinte pies que harían a partir de helicópteros abatidos. Todos vitorearon cuando el hijo de puta se estrelló. Yo quería animarme a mi mismo. Pero tampoco pude. Esa noche hicimos una fiesta, raciones C y Budweiser para mi y para todos los «Charlies». Las alubias con jamón les sentaron mal. Después de catorce meses me echaron: dijeron que era una carga para ellos. Esos robots comunistas enanos y desagradecidos. Dijeron que comía demasiado. Dijeron que añoraba mi casa. Y era verdad. Todas las noches me sentaba en aquella selva podrida y, mientras jugaba con mi cadena, en lo único que podía pensar era en mi hogar. Y no me refiero a Tucson. Tenía que pensar en algo limpio y decente o me volvía loco, así que pensaba en los cañones. Pensaba en el desierto de la Costa del Golfo. Pensaba en las montañas, desde Flagstaff hasta Wind Rivers. Entonces me soltaron. Después vinieron seis meses en salas del Psiquiátrico del ejército: Manila, Honolulú, Seattle. Mis padres necesitaron dos abogados y un senador para poder sacarme. El ejército pensaba que no estaba preparado para llevar una vida de civil. ¿Estoy loco, Doc?
—Totalmente —contesta Doc—. Un demente psicópata como no he visto otro igual.
—También recibo una pensión. Veinticinco por ciento de discapacidad. Chalado. Un loco de remate. En casa de mi viejo tienen que estar esperando a que regrese al menos una docena de cheques. En el ejército no querían dejar que me marchara. Decían que tenían que procesarme y rehabilitarme. Dijeron que no podía llevar la insignia de la bandera de Vietcong en mi boina verde. Al final lo pillé y dije lo que se suponía que debía decir, el senador movió hilos en el Pentágono y más o menos cuando estábamos listos para el juicio dejaron que me fuera. Me dieron el alta médica. Ellos querían juzgarme en un consejo de guerra pero mi madre no lo toleró. En cualquier caso, cuando por fin me liberaron de esos hospitales-cárceles y me enteré de que en el oeste estaban intentando hacer lo mismo que ya habían hecho en ese estado, me volví loco otra vez. —Hayduke sonríe como un león—. Así que aquí estoy.
Silencio. Un silencio absoluto. Demasiado claro, demasiado tranquilo, demasiado perfecto. Seldom Seen cambia su habitual posición en cuclillas y se pone de rodillas con la gran oreja pegada al suelo. Bonnie abre la boca; él levanta una mano como advertencia. Los demás esperan.
—¿Qué has oído?
—Nada… —Mira fijamente hacia arriba del cañón, al cielo—. Pero estoy seguro de que he sentido algo.
—¿Como qué?
—No lo sé. Algo, simplemente. Levantemos el campo y vayámonos de aquí.
Doc, que todavía está tumbado en la esquina más fresca de la sombra, suspira otra vez y dice:
—Oigo un koto. Un koto, una flauta de bambú y un tambor. Por allí, en el corazón del desierto. Bajo un enebro centenario. Los izum-kai están tocando haru-no-kyoku, no muy bien. —Se seca su amplia y sudorosa fisonomía con un pañuelo—. Pero con absoluta despreocupación. Es decir, como merecen la ocasión y el lugar.
—Doc está colapsado —explica Bonnie.
—Es el calor —dice Doc.
Smith mira hacia el cañón.
—Será mejor que caminemos, amigos.
Se cuelga la cantimplora de un hombro y la cuerda enrollada de Hayduke del otro.
Todos se levantan, el último Doc, con su preciada bolsa negra, y se ponen a caminar arrastrándose por la luz deslumbrante, en el mediodía abrasador, bajo el rugido implacable del sol. Smith va al frente en la subida por el cañón, caminando sobre piedra cuando es posible. Hay poca sombra, a pesar de que las paredes del cañón tienen cientos de pies de altura y a menudo presentan salientes. Demasiado árido para los álamos. Las únicas plantas que se ven son una mata de datura con flores marchitas, un pino piñonero muerto, algunos arbustos y líquenes sobre las rocas.
El cañón se curva hacia la derecha y asciende gradualmente hacia —eso esperan— un manantial escondido, una filtración desconocida por la que el agua rezume, fresca aunque alcalina, de los poros de la piedra de arenisca y que luego corra a través de jardines colgantes de hiedra, aquilegia, lycophita y mimulus hacia un lugar accesible. Hasta un pitorro de una lata de estaño, hasta la boca de una cantimplora. Anhelan el tintineo de las gotas de agua cuando caen, el sonido más dulce de todos en este pasillo sobrecalentado de paredes rojas gigantes.
Smith señala hacia un hueco en el muro del cañón, cincuenta pies por encima de sus cabezas. Se paran y lo miran con atención.
—Yo no veo nada —dice Bonnie.
—Cielo, ¿no ves esa pared con unas vigas que sobresalen y un agujerito cuadrado en medio?
—¿Es una ventana?
—Más bien una puerta. Una de esas puertas por las que para pasar tienes que ponerte a cuatro patas.
Están mirando los restos de una vivienda anasazi[28], abandonada hace setecientos años pero bien conservada en la aridez del desierto. Allí, en la cueva, esperan polvo y vasijas, mazorcas quemadas y techos ennegrecidos por el humo y huesos muy antiguos.
Los cuatro deambulan por los lechos inclinados de arenisca, a través de las rocas y la gravilla del cauce del río seco, a través de la arena infinita, a través del calor.
—Quizás allí es donde yo debería vivir —reflexiona Hayduke en voz alta—. Arriba, en esa cueva, con los fantasmas.
—No es mi estilo de vida —dice Smith.
Nadie responde. Todos siguen caminando con dificultad.
—Los granjeros nunca fueron necesarios —continúa Smith.
Camina y camina.
—Y eso incluye a los cultivadores de melones. Antes de que se inventaran las granjas éramos todos cazadores o ganaderos. Vivíamos al aire libre y cada hombre poseía al menos diez millas cuadradas. Luego inventaron la agricultura y la raza humana dio un gran paso hacia atrás. De cazadores y rancheros a granjeros, fue un enorme descenso. Y lo peor está por llegar. No es de extrañar que Caín matara a ese recolector de tomates que era Abel. Ese hijo de perra se la buscó por lo que hizo.
—Tonterías —refunfuña Doc, pero tiene demasiada sed y está demasiado cansado y demasiado resignado como para pronunciar su famoso discurso sobre la civilización y el nacimiento de la razón (¡oh, excepcionales y dulces flores de la historia!).
Ningún sonido salvo el de los ocho pies arrastrándose.
—Aquí hay arena húmeda —dice Smith—. Ahí arriba hay agua, en algún lugar.
Da una vuelta, al frente de la columna, por la arena reveladora y por encima de un montón de rocas, y pasa por delante de la boca de un cañón lateral.
Hayduke, a la retaguardia, se detiene para mirar dentro de la bifurcación lateral. Es estrecha y sinuosa, de suelo plano y arenoso desprovisto de cualquier tipo de vegetación y tiene paredes perpendiculares que se levantan quinientos pies hacia el cielo, parece el recibidor del laberinto del Minotauro. Arriba, el cielo se reduce a una franja estrecha azul nublada que termina cuando las paredes se curvan.
—¿Dónde va éste? —pregunta.
Smith se detiene y mira hacia atrás.
—A algún lugar de Las Aletas. Es todo lo que puedo decirte.
—¿No es allí dónde queremos ir?
—Sí, pero este cañón es mucho mayor, también debe conducir allí y no es tan probable que nos quedemos encajados en él. Si no me equivoco, ese pequeño barranco es un cajón, he visto unos pocos así. Una trampa sin salida, seguro. Si caminas doscientas yardas por él me apuesto lo que sea que llegas a una pendiente de cien pies.
Hayduke duda mientras mira el cañón lateral y el sofocante calor y los giros serpenteantes del cañón grande.
—A lo mejor en este también.
—A lo mejor —dice Smith—, pero este es más grande y además nos lleva al agua.
—¿Por qué estás tan seguro?
Seldom Seen alza su nariz aguileña hacia las corrientes de aire.
—Porque la huelo.
Señala de nuevo la suave extensión de arena húmeda cerca de la confluencia de los dos cañones.
—La mayor parte de esa filtración viene de esta parte.
—Podríamos cavar en busca del agua aquí mismo —sugiere Hayduke.
—De ahí sacarías muy poca. Quizás suficiente como para dar un trago. Pero te pasarías una hora cavando. Hay agua superficial en esta dirección. La huelo y la siento.
—Vamos, George —dice Bonnie—, si no conseguimos agua pronto creo que Doc va a desplomarse. Y yo con él.
Agua. En lo único que pueden pensar es en agua. Aunque están rodeados de ella. Gruesas nubes montañosas cargadas de lluvia en forma de vapor cuelgan por encima de sus cabezas. Cargamentos de agua. Sobre las llanuras de las mesetas a tres mil pies en Land’s End y por encima de toda la tierra de los cañones flotan nubes grandes y densas que arrastran serpentinas de lluvia, aunque es cierto que se evaporan antes de llegar a la tierra. Dos mil pies más abajo y tan sólo a unas cuantas millas de distancia, mientras un pájaro vuela por la zanja de Cataract Canyon, el río Verde y el Colorado vierten de manera común sus aguas en los rápidos, rugiendo a toneladas por segundo, suficiente agua para saciar toda la sed y para ahogar cualquier pesar. Si se pudiera alcanzar.
Hayduke cede ante Smith y ante la razón. La banda sigue hacia delante, por la roca y los guijarros, la arena y la grava, las terrazas de arenisca lisa y resbaladiza. Pasan por otra curva pronunciada del cañón. Smith se detiene para mirar. Los demás se apiñan detrás de él.
Trescientas yardas más adelante, en la siguiente curva del cañón, ven un montón de pedruscos, tan grandes como casas, amontonados en el suelo del cañón en un desorden caótico. En la otra parte de ese cúmulo de rocas, a un nivel más alto entre la penumbra (aquí las paredes son tan altas que cuando pasan dos horas del mediodía los rayos del sol no llegan al fondo), se encuentra un estupendo álamo de un verde suave que es evidente que está vivo. En este laberinto rojo ese es el árbol de la vida. Brotes de álamos, de sauces y de tamariscos, con sus penachos lavanda ocultan un curso de agua que se encuentra más adelante. Una tímida fragancia flota en el aire. La luz en el cañón, aunque indirecta, es dorada y cálida, reflejada y refractada desde la parte alta de las paredes monolíticas, donde revolotean las golondrinas más abajo del borde del precipicio.
—Los griegos —dice Doc Sarvis con voz ronca, de manera desesperada, con la garganta reseca y la lengua como un trapo— fueron los primeros en tener plena consciencia…
Intenta aclararse la garganta.
Smith levanta la mano.
—Doc —dice tan suavemente que los demás tienen que esforzarse para oírlo—, ¿oyes lo mismo que yo?
Todos escuchan. El cañón parece estar inmerso en una tranquilidad absoluta. Una inmaculada, cristalina y eterna perfección. Excepto por un leve defecto, que exagera el silencio y lo subraya sin contradecirlo. El sonido de alguien o de algo punteando la cuerda de una viola baja, mal tocada. Un croar rítmico.
—¿Qué es? —pregunta Bonnie.
Smith sonríe el fin.
—Eso de ahí es el sonido del agua, cielo. Arriba, en las rocas, detrás del álamo.
—Suena más como una rana.
—Donde hay ranas hay agua.
Todos admiran el maravilloso verde del árbol.
—Bueno, vamos —dice Bonnie—. ¿A qué estamos esperando?
Da un paso al frente. Doc se inclina hacia delante.
—Esperad —susurra Hayduke.
—¿Qué?
—No subáis allí.
Algo en su voz, su postura, deja congelados a los demás. De nuevo prestan atención. Ahora el silencio es completo. La rana, la viola baja ha cesado, e incluso las delicadas hojas del gran árbol han dejado de temblar.
—¿Qué oyes?
—Nada.
—¿Ves algo?
—No.
—Entonces, ¿por qué…?
—No me gusta —susurra Hayduke—. No va bien. Algo se ha movido allí. Creo que están detrás de la curva, viendo el manantial.
—¿Ellos?
—Los hombres del helicóptero. Alguien. Será mejor que volvamos.
Bonnie mira al álamo expectante, los tamariscos y los sauces amantes del agua, el firme reposo en tensión de las rocas, que esperan sin prisas las deliberaciones del tiempo y la geología, la próxima catástrofe. Gira la vista hacia Smith, que ahora está mirando el camino por el que han venido.
—¿Qué dices tú, Seldom?
—Algo ha asustado a esa rana. George tiene razón.
En la hermosa cara de Bonnie aparece un gesto de angustia.
—Pero estamos sedientos —gime, y aparece la primera lágrima.
—Es sólo una especie de retirada estratégica —dice Smith en voz baja mientras vuelve encabezando el grupo, por las rocas quemadas y blanqueadas del cauce del arroyo, que parece que no haya visto agua en setenta años—. Encontraremos agua, no te preocupes, cielo. Ahora aléjate de la arena. No podemos permitirnos dejar huellas aquí. Lo siento mucho, amigos, pero tengo la misma sensación que George tuvo cuando esa rana cerró el pico. Y no es sólo por la rana. Algo va mal allí, y que yo sepa no hay ninguna razón para que no pudieran haber aterrizado detrás de la siguiente curva.
Bonnie mira hacia atrás.
—¿Por qué no nos están persiguiendo?
—Quizás saben que no tienen que hacerlo.
—No lo pillo.
—Quizás ya hemos caído en la trampa.
—Oh. Oh, no.
Smith va por delante con paso enérgico, entre trotando y dando zancadas, con sus enormes pies (talla 46) dispuestos en líneas perfectamente paralelas, dando contragolpes sincronizados, sin desperdiciar ni un centímetro de distancia. Bonnie y Doc arrastran los pies tras él a ciegas, Bonnie sorbiéndose la nariz y Doc murmurando como un loco con voz monótona cosas sobre Pitágoras, las proporciones, la medida áurea, los quarterbacks griegos, los centros nerviosos y los puestos de perritos calientes de Coney Island, con la mente puesta en otro lugar, en cualquier lugar. Hayduke vigila la retaguardia con el rifle delante del cuerpo y se para cada pocos pasos para mirar hacia atrás y escuchar. Su gorra amarilla de CAT está oscura por el sudor.
Le damos la espalda al agua —piensa Bonnie. H2O líquida de verdad a menos de media manzana de distancia. He visto el árbol. Un árbol vivo. El primero que vemos en todo el día. Un árbol con hojitas verdes como los de los libros ilustrados. Con una rana verde en un estanque verde. Dios mío, se me está yendo la cabeza. ¿Es eso lo primero que ocurre? Mi lengua está como… tengo que decirlo, como si tuviera una rana en el estómago. Una rana llamada Pierre. Dios santo, me estoy volviendo loca. ¿Te imaginas que la lengua se te pone negra, como dicen? ¿O morada? Los dientes se te caen, los ojos se te hunden, los gusanos se arrastran por tu piel morada, etcétera, y estoy cansada de esta mierda y si no me dan un buen vaso de té helado ahora mismito, con hielo picado y una rodaja de limón, me pongo a gritar.
Pero no lo hace. Sólo el sol grita, a noventa y tres millones de millas de distancia, ese grito incesante y demencial del inferno de hidrógeno que nunca, nunca, nunca oímos porque —sueña Doc— hemos nacido con ese zumbido de horror en los oídos. Y cuando al final se detenga tampoco oiremos el silencio solar. Entonces estaremos… en otra parte. Nunca lo sabremos. ¿Qué es lo que sabemos? ¿Qué sabemos de verdad? Se pasa la lengua por los labios agrietados. Sabemos que tenemos esta apodíctica roca bajo nuestros pies. Ese sol dogmático sobre nuestras cabezas. El mundo de los sueños, la agonía del amor y el conocimiento previo de la muerte. Eso es todo lo que sabemos. ¿Y todo lo que necesitamos saber? Cuestiona esa afirmación. Yo cuestiono esa afirmación. ¿Con qué? No lo sé.
No me importa —piensa Hayduke—. Dejad que lo intenten. Dejad que esos cerdos cabrones intenten hacer algo. Sea lo que sea me llevo a siete de ellos conmigo al infierno, lo siento mucho, tíos, pero son las normas. —Acaricia la madera de nogal pulida de la empuñadura de la culata, que se adapta a su mano como un guante—. ¿Quién necesita su repugnante ley? ¿Quién necesita su agua contaminada y sucia? Beberé sangre si la necesito. Dejad que intenten algo, esos hijos de puta. Nunca dejaré que lo olviden. Nunca dejaré que hagan lo mismo aquí. Este es mi país. Mío, de Seldom y de Doc —vale, de ella también—. Dejad que lo intenten y que jodan a cualquiera de estos y tendrán un problema. Un problema de verdad, los hijos de puta. En algún momento hay que poner el límite y podríamos ponerlo en Comb Ridge, en Monument Upwarp y en Book Cliffs.
Mientras tanto Smith, concentrado en su cometido, piensa sobre todo en los tres inocentes que lo siguen y dependen de él para encontrar un camino a través del laberinto de Las Aletas, para encontrar agua, para encontrar una ruta hacia Lizard Rock, comida y víveres frescos, y para encontrar desde allí un camino hacia el laberinto del Laberinto, y seguridad, libertad y un final feliz.
Se detiene. De repente. Doc y Bonnie, con las cabezas gachas, y Hayduke, que va mirando hacia atrás, se chocan contra él como tres payasos en una película muda, como Los tres chiflados. Todos se paran de nuevo. Nadie habla.
Smith pasa por delante de la boca del cañón lateral de su derecha, y mira hacia la primera curva del cañón principal, a quinientos años de distancia. Escucha atentamente con la misma concentración de un ciervo en temporada de caza. El silencio, excepto por el canto burlón de un pajarillo que está posado en un punto alto de la pared, parece tan perfecto como antes, un equilibrio impecable que se mantiene en el calor paralizante y estancado.
Pero Smith vuelve a oír ese sonido. O, más bien, vuelve a sentirlo. Pies. Muchos pies. Muchos pies grandes que caminan por la roca y se arrastran por la arena. ¿Será el eco, quizás? ¿Será la respuesta al sonido de sus propias pisadas, retrasado por alguna propiedad acústica peculiar de ese lugar grotesco? No es probable.
—Todavía vienen —murmura.
—¿Quiénes?
—Los otros tíos.
—¿Qué?
—El equipo.
Mientras susurra, Smith señala la zona de arena firme oscurecida por la filtración que tienen delante.
—Observad lo que hago —dice— y haced todos lo mismo que yo.
Mira a Bonnie, que tiene la cara roja y los ojos preocupados, y le da un apretón en el hombro. Mira a Doc, que está intentando fijar la vista en algo que no es visual, y a Hayduke, que mira a su alrededor, tenso como un puma.
—¿Me habéis entendido?
Bonnie asiente. Doc también. Hayduke gruñe:
—Date prisa. —Y vuelve a mirar hacia atrás por encima de su hombro.
—Muy bien, pues ahí voy.
Smith se da la vuelta y camina hacia atrás, de frente a ellos, por encima del tramo de arena húmeda. En cada paso hace un esfuerzo añadido por presionar con el talón de la bota y lo hunde profundamente para que la huella parezca la de un hombre que camina de manera normal. Va hacia atrás trazando una curva a través de la arena hacia la boca del cañón lateral y luego regresa a la piedra. Allí se para y espera a los demás.
Los otros hacen lo mismo.
—Daos prisa —susurra Hayduke.
Doc camina arrastrando pesadamente, de espaldas, mirándose los pies. Bonnie le sigue e invierte sus huellas con esmero. El último es Hayduke, que se une a sus amigos. Los cuatro, de pie sobre la roca, admiran por un momento el rastro que han inventado. Se ve claramente que cuatro personas han salido del cañón lateral.
—¿Crees que un truco como este engañará a un grupo de hombres adultos? —pregunta Bonnie.
A Seldom se le escapa una sonrisa prudente.
—Bueno, cielo, si Love estuviera solo yo diría que no, a él no se le engaña tan fácilmente. Pero con el equipo es diferente. Un hombre solo a veces puede ser bastante tonto pero cuando hablamos de estupidez genuina y auténtica, no hay nada que iguale a la del trabajo en equipo. —Se calla y escucha de nuevo—. ¿Los oís? —susurra.
Ahora incluso Doc oye las pisadas de botas detrás de la curva, el sonido hueco de voces ininteligibles pero humanas que se acercan atravesando esa caja de resonancia de piedra.
—Son ellos —dice Smith—. Vamos a movernos, compañeros.
Se apresuran por la arenisca desnuda, entre sol y sombra, caminando con dificultad por una pesadilla de arena y pasando por encima de placas de piedra esquirladas. Siguen avanzando por el estéril cañón secundario, que se va elevando por una pendiente progresiva y se estrecha súbitamente en lo que parece un callejón sin salida. La trampa dentro de la trampa. Las paredes son lisas y verticales a ambos lados y presentan menos agujeros y puntos de apoyo para trepar que la fachada de un edificio de oficinas. En cada curva del cañón Smith examina las paredes buscando una salida, alguna manera de subir. Espera tener al menos diez minutos para encontrar un camino para huir, diez minutos antes de que Love y el equipo decidan dar una segunda ojeada a las huellas de zapato que salen de manera inexplicable de donde, por lógica, deberían entrar. Ni siquiera un hombre que quiere ser gobernador puede ser tan tonto.
El cañón gira y vuelve a girar, curvándose una y otra vez en meandros cerrados. En la parte exterior de las curvas las paredes se arquean por encima del suelo del cañón y forman unos huecos semicirculares más grandes que el Hollywood Bowl. En el interior de las curvas las paredes presentan una disposición opuesta: lisas y redondeadas, se alzan desde el suelo tan bruscamente que Smith no ve forma humana de plantarle cara a aquellas superficies pulidas y difíciles. Quizás un hombre mosca. Quizás un hombre Hayduke…
De repente, sin ningún indicio previo, llegan al final del pasillo. El precipicio previsible bloquea su avance: una almena de piedra erosionada de sesenta pies de alto se curva por encima de sus cabezas, con un pico o drenaje en el corte, por donde la siguiente inundación repentina, que todavía está preparándose en la meseta alta, bajará estrepitosamente con un esplendor turgente, lleno de polvo de arcilla, barro, pizarra, árboles arrancados, cantos rodados y láminas del barranco desmenuzadas. Para sortear este obstáculo un hombre tendría que ascender primero a 90 grados, luego agarrarse boca arriba por el saliente como una araña, con los pies y las manos adheridos a las facetas angulosas de la piedra, desafiando con el cuerpo no sólo a la gravedad, sino también a la realidad. Eso está hecho.
Hayduke evalúa la pendiente.
—Yo puedo subir por ahí —dice— pero necesitaré tiempo. Es complicado. Necesitaré ascendedores, escaleras de estribos, fisureros, anclajes, ganchos, martillo, burilador y pernos de expansión, todo cosas que no tenemos.
—¿Eso de ahí es agua? —pregunta Bonnie, con la cantimplora en la mano mientras se arrodilla al borde de una poza con forma de cuenco que se encuentra a los pies del barranco. La arena húmeda sobre la que se pone de rodillas es arena movediza que se va desplazando lentamente por debajo de ella, aunque todavía no se da cuenta. En el centro del cuenco hay una charca de dieciocho pulgadas de profundidad llena de algo que parece un caldo turbio y que huele a podrido. Unas cuantas moscas y pulgas merodean por encima de la sopa; algunos gusanos y larvas de mosquito culebrean en ella; en el fondo del pequeño cuenco, apenas visible, se encuentra el indefectible cadáver blanquecino de un ciempiés de ocho pulgadas de largo.
—¿Podemos beber esta cosa? —pregunta.
—Yo claro que puedo —dice Smith— es más, estoy seguro de que me la voy a beber. Vamos, llena tu cantimplora, cielo, y la filtraremos con la mía.
—Dios mío, hay un ciempiés muerto ahí dentro. Además, me estoy hundiendo en este fango. ¿Seldom…? —Las arenas movedizas tiemblan como gelatina, se escurren y borbotean—. ¿Qué es esto?
—No pasa nada —dice—, te ayudaremos a salir. Llena la cantimplora.
Mientras Bonnie llena la cantimplora, Hayduke coge la cuerda del hombro de Smith y se retira un poco hacia atrás por el camino por el que han llegado. Ha advertido una escisión en la pared, una grieta que se extiende hacia arriba lo suficiente como para hacer posible el acceso a la bóveda ligeramente curvada de más arriba, por donde la fricción de la suela de la bota puede bastar para seguir ascendiendo. A cien pies por encima de su cabeza el muro desaparece de su línea de visión. Lo que haya más arriba lo tendrá que averiguar cuando haya conseguido llegar hasta allí.
Se coloca el rollo de cuerda entre los hombros, deja caer el cinturón de la pistola y suelta el rifle para estudiar la roca. La pared es vertical en su base, pero la grieta es lo suficientemente ancha para que le quepan las manos, una sobre la otra, y la punta del pie girada de lado. Se sitúa oponiendo presión en la roca con los dedos, pues no hay nada de lo que agarrarse, e inserta la punta de su bota izquierda, con cuidado, dentro de la hendidura a la altura de su rodilla. Apretando lateralmente con las yemas de los dedos consigue tener suficiente agarre como para subir. El pie derecho le cuelga inútilmente, ya que no tiene dónde ponerlo. Desliza los dedos hacia arriba por el borde de la grieta, utilizando la fuerza lateral otra vez, saca el pie izquierdo, lo sitúa más alto y lo vuelve a insertar. Esto le permite ascender a una distancia de otros dos pies más. Una vez más desliza los dedos hacia arriba, primero uno, luego otro, mientras intuye un nuevo punto de agarre.
Debería haber desenrollado la cuerda y habérsela atado; el grueso rollo interfiere en sus movimientos y hace peligrar su equilibrio. Ya es demasiado tarde. Levanta la bota izquierda lo más alto que puede y la coloca dentro. Apenas hace suficiente presión como para soportar el peso de su cuerpo. Repite la técnica de los dedos y se estira. Una y otra vez.
Ahora está a unos quince pies del suelo y la arenisca comienza a redondearse una pizca, un grado cada vez, del plano vertical. Escala. Veinte pies. Treinta. La escisión llega a su fin más arriba y se desvanece hacia su matriz, la pared monolítica, pero el grado de curvatura favorable aumenta. Hayduke descubre que puede obtener un poco de apoyo con el pie derecho. Se atreve con dos deslizamientos más de manos por la grieta hasta que se estrecha tanto que no cabe siquiera la punta de un dedo.
Llega el momento de probar la parte abierta de la pared, que se curva hacia adentro como la cúpula de un capitolio, en un ángulo de unos cincuenta grados. No hay alternativa. Hayduke tantea hacia el exterior, con los dedos caminando sobre la piedra, buscando algo de dónde agarrarse, un bulto, una escisión, una fisura, un ángulo o el más minúsculo de los agujeros. Nada. Nada por ahí fuera salvo la indiferente pared áspera de textura granulada. Bueno, entonces esto va a consistir en rozamiento y nada más. Ojalá tuviera mis fisureros, un gancho, un empotrador con forma de chapa, un desatascador y un par de tetas grandes en los codos. Pero no los tienes. Tienes fe en el rozamiento. Llegó el momento de sacar el pie izquierdo de la grieta.
Hayduke duda. Naturalmente. Mira hacia abajo. Un error natural. Tres caras pálidas protegidas del sol por sombreros, tres pequeñas figuras lo miran con atención. Parecen estar muy abajo. Muy, muy, muy abajo. Llevan cantimploras, ahora llenas de agua turbia. Ninguno habla. Están esperando a que se resbale, se caiga, se golpee y se espachurre contra las piedras rotas de abajo. Ninguno habla; un solo suspiro podría hacer que se soltara. La palabra es exposición.
Durante un momento Hayduke siente ese pánico enfermizo del escalador que no está atado ni tiene ayuda. La nausea y el terror. Imposible continuar, imposible descender, imposible permanecer tal y como está. Los músculos de su pantorrilla izquierda están empezando a temblar y el sudor le cae, gota a gota, a través de las cejas hasta los ojos. Con la mejilla y la oreja pegada a los cimientos de la tierra de los cañones, oye y comparte el latido de un corazón macizo, un murmullo pesado enterrado bajo las montañas, tan antiguas como el mesozoico. Su propio corazón. Un sonido subterráneo, pesado, marcado y remoto. El miedo.
Doctor Sarvis —dice alguien, a años de distancia; una voz fantasmal, como el bramido del Minotauro alrededor de las numerosas curvas de los cañones que se hunden dentro de este laberinto de piedra roja—. Doctor…
Hayduke levanta la mano, inclina el cuerpo hacia fuera de la bóveda y deposita todo el peso únicamente sobre la bota con suela de tacos del pie derecho, que a su vez se apoya en la roca curvada. Suavemente saca el pie izquierdo, lo estira y lo coloca junto al otro, de manera que los dos pies, grandes y fuertes, se encuentran sobre la superficie del plano curvilíneo. Se pone derecho. El rozamiento funciona. Está yendo hacia arriba, hacia ninguna parte. Se oye el sonido de un helicóptero que se eleva —tucu, tucu, tucu, tucu— entre las paredes, las cimas, las aletas y los picos. Da igual. Eso puede esperar. Camina hacia arriba, paso a paso, mientras piensa: Vamos a vivir para siempre. O a saber la razón por la que no.
Ya está bien. Seguridad. Ahora necesitamos un punto de apoyo. Lo encuentra al instante: una cornisa estrecha pero sólida que se mete en la línea de descenso de la curva de la pared (en el sentido correcto) donde hace un siglo o dos un trozo cedió y se desprendió, para después caer en el montón de escombros sobre el que se encuentran ahora sus amigos. Mira hacia arriba. Allí le espera una gran pendiente de piedra cubierta por rocas con forma de hamburguesa sobre pedestales, algunos bancos de grava, unos cuantos arbustos: purshias, yucas, enebros nudosos y retorcidos, medio muertos aunque también medio vivos. El camino lleva hacia los misterios pétreos de Las Aletas, luego (eso espera) a Lizard Rock y finalmente al Laberinto.
—¡Siguiente! —grita Hayduke mientras se coloca un extremo de la cuerda alrededor de la cintura y arroja el otro al vacío, que llega hasta donde están los demás, noventa pies más abajo. Sobran treinta pies de cuerda.
Los neófitos se muestran algo reticentes, pero finalmente Smith y Bonnie consiguen intimidar a Doc para que haga el ascenso. Smith tensa la cuerda entre el gran pecho de Doc y la barriga, le cuelga el kit médico del cinturón y lo empuja hacia arriba para que de los primeros pasos. Doc está aterrorizado, por supuesto, pero también restablecido después de haber conseguido algo de agua, aunque sea caliente y nauseabunda, para su tejido celular esponjoso. Al principio intenta arrastrarse por la roca al estilo ameba, de pseudópodo en pseudópodo, pero resulta inútil. Lo convencen para que se incline hacia fuera y hacia atrás, en contra del más mínimo sentido común y del instinto, y para que camine por la pared permitiendo que Hayduke tire de él con todo el peso en la cuerda. Lo consigue, no se sabe cómo, se sienta a los pies de Hayduke y se seca la cara.
La siguiente es Bonnie, cargada con las cantimploras que gorgotean.
—Esto es ridículo —dice— totalmente ridículo, y si dejas que me caiga, George Hayduke, so cerdo, no te volveré a hablar en la vida.
Pálida y algo temblorosa, se sienta junto a Doc.
Suena un helicóptero que ronda por los alrededores entre las agujas, torrecillas, y cúpulas, buscando algo, cualquier cosa, aunque sea un sitio donde bajar para no encontrar nada más que un paisaje sobrenatural de rocas que se elevan e hileras paralelas de placas de piedra de trescientos pies de altura que disminuyen gradualmente colocadas de canto: Las Aletas. Pero al menos no es el Laberinto, piensa el piloto y piensa Hayduke, que tampoco está familiarizado con la región. Al menos él, Hayduke, tiene los dos pies sobre la tierra: piedra sólida. Además de un cordón umbilical resistente y flexible alrededor de las caderas que lo conectan con Seldom Seen Smith, que espera fuera de su ángulo de visión por debajo de la semiesfera de piedra.
—No te olvides mis armas —le grita Hayduke.
Doctor Sarvis —grita alguien con una voz megafónica parecida a la de un toro, grotescamente amplificada, que hace retumbar el cañón desde un lugar oculto, mucho más cerca que antes, y que se está aproximando—. Doctor, le necesitamos…
Doc, que está sentado al lado de Hayduke, se seca la frente, todavía pálido por el riesgo y el miedo, tirita como un caballo cojo. Con dedos temblorosos, intenta volverse a encender el cigarro, pero no atina. En su lugar, se quema los dedos.
—¡Dios santo!
Doctor Sarvis… señor… ¿dónde está?
Nadie presta mucha atención a la voz incorpórea. ¿Para qué? ¿Quién puede creerlo? Cada uno piensa para sí mismo que se está volviendo loco.
Bonnie enciende una cerilla y le da fuego al doctor.
—Pobre Doc.
Los dos acrófobos se apoyan el uno en el otro.
—Gracias, enfermera —masculla mientras recupera la firmeza—. Madre mía, qué lugar más extraño. —Mira a su alrededor—. Roca desnuda, nada más que roca desnuda, por todas partes. Un mundo onírico surrealista, ¿verdad, enfermera? Dalí. Tanguy. Sí, un paisaje de Yves Tanguy. ¿Qué está haciendo ahí George con esa cuerda? Como no tenga cuidado alguien va a tirar de ella y va a perder el equilibrio.
—Está esperando a Seldom, mi amor. Toma otro sorbo de agua.
—Smith —grita Hayduke—, ¿a qué coño estás esperando?
—Ya voy, ya voy. ¿Estoy asegurado?
—Asegurado, joder.
Hayduke está preparado y espera.
—Probando la cuerda.
Fuerte tirón. Hayduke se mantiene firme.
—Ténsala.
—Ahí va.
Smith sube caminando por la pared, agarrando la cuerda con ambas manos y con los pies pegados a la piedra, llega donde están los demás y se quita la cuerda. Respira con dificultad pero parece aliviado.
—¿Qué estabas haciendo ahí abajo? —pregunta Hayduke.
—Tenía que mear.
«DOCTOR SARVIS, POR FAVOR, DOCTOR SARVIS».
—¿Qué demonios es eso? —dice Hayduke.
—Suena como si fuera Dios —contesta Bonnie—, pero con acento del oeste americano. Justo lo que siempre he temido.
—Dame el rifle —dice Hayduke— y el cañón.
Smith se los da de mala gana.
—Los demás empezad a subir por la pendiente.
George se abrocha el cinturón con la pistola.
—Mira, George…
—¡Continuad!
«¡DOCTOR SARVIS!».
Nadie se mueve. Miran fijamente hacia abajo del cañón, hacia la dirección de la que proviene el potente llamamiento. Se oye el sonido de unas botas pesadas que caminan trabajosamente por la arena y la grava, y pisan sobre arbustos.
«¡EH, DOC SARVIS!».
—Alguien con un megáfono —farfulla Hayduke—. Algún truco de los del obispo.
—Sólo que no suena como el reverendo.
—Vigila detrás de nosotros. Nos están intentando engañar. Todos atrás.
Hayduke coge el rifle y apunta hacia abajo; nervioso, abre el cerrojo, inserta un cartucho en la cámara y cierra el cerrojo.
Esperan. Miran hacia la curvatura de la pared del cañón mientras las pisadas se van acercando. Aparece un hombre, grande, pesado, de doscientas libras de peso y seis pies de altura, sudando como un cerdo, sin afeitar, con la cara roja y aspecto preocupado. Con una gran cantimplora colgada del hombro. Se detiene, mientras agarra con una mano el megáfono a pilas y con la otra un palo del que cuelga una camiseta blanca sucia y mira fijamente el cajón cerrado del cañón, ajeno a la banda que está mirándolo a noventa pies de altura. El hombre se parece un poco al reverendo Love. Pero no tanto. No va armado.
—¿Qué quiere ese hijo de puta? —susurra Hayduke.
—Ese no es el reverendo —dice Smith—, es su hermano pequeño, Sam.
Sus susurros llegan hasta el hombre, que mira hacia arriba, primero a la izquierda, el lado incorrecto, ya que lo que oye no son los sonidos originales sino su eco. En esa parte sólo ve el techo del majestuoso hueco que se curva sobre su cabeza, a doscientos pies de altura.
—Estamos aquí arriba, Sam —dice Smith—. ¿Qué estás haciendo? ¿Estás perdido?
Sam los divisa y alza la sucia camiseta interior con un gesto cansado, bien de rendición, bien de parlamento. Parlamento: se acerca el megáfono a la boca.
Smith levanta la mano:
—Podemos oírte sin esa maldita cosa. ¿Qué te preocupa, Sam?
—Necesitamos al doctor —dice el hermano.
—Lo sabía —farfulla Hayduke ferozmente.
—¿Para qué? —dice Smith.
—Todo el tiempo he sabido que era una trampa. Vigila por detrás, Bonnie.
Bonnie le ignora.
—Al reverendo le ha dado un infarto. O algún otro tipo de ataque. No sé exactamente qué es, pero creo que es un ataque al corazón.
Doc levanta la cabeza con interés.
—Llamad a vuestro helicóptero —dice Smith—, llevadle al hospital.
—El helicóptero ha venido pero no puede aterrizar a menos de una milla de distancia y necesitamos al médico inmediatamente.
—Describe los síntomas —farfulla Doc, mientras trata de agarrar su bolsa negra.
Bonnie le pone una mano en el hombro.
—No, no lo hagas.
El hombre que está abajo se dirige directamente al doctor Sarvis:
—Doctor —grita—, ¿puede bajar de ahí? Le necesitamos de verdad.
—Por supuesto —masculla Doc parpadeando y buscando a tientas su bolsa.
La lleva atada por detrás y no logra soltarla.
—Voy para allá.
—¡No! —grita Bonnie—. Diles que no hace visitas a domicilio, sólo en la consulta —grita a Sam.
—Ahora vuelvo —murmura Doc, mientras busca con los pies un punto de apoyo. Se empuja la bolsa hacia un lado, ahora con los ojos más claros—. George, ¿la cuerda?
—Es una trampa —grita Hayduke, estupefacto.
—¿La cuerda, George?
Doc coge el extremo que cuelga y comienza a atársela alrededor de la cintura con un nudo llano. Las manos todavía le tiemblan. Da una calada a su cigarro.
—Bajo enseguida —murmura hacia el hombre que está abajo, que no le oye.
—¡Doc!
—Doctor Sarvis —chilla el hombre.
—Bajo enseguida. Que alguien se lo diga. George, échame una mano con esto. Necesitamos una sutura no corrediza, ¿no? No recuerdo cómo te hiciste tú la tuya.
—Dios —George se acerca, deshace el nudo llano y hace un nudo bolina—. Escúchame atentamente, Doc —comienza—, no pueden probar que tú estuvieras metido en esto.
—Por supuesto que no.
—No, escúchame —interrumpe Bonnie—. Esto no está bien. Te meterán en la cárcel. No voy a dejar que lo hagas. Lo que tenemos que hacer es —Bonnie señala frenéticamente hacia la roca silenciosa que está arriba y a los desagradables y amenazadores monumentos de piedra; la ciudad muerta, esa morgue jurásica— subir allí. Como sea. Luego ir al Laberinto. Seldom dice que nunca nos encontrarán una vez hayamos llegado allí.
—Bueno, bueno, Bonnie —dice mientras la abraza—. Tengo un buen abogado. Caro pero muy bueno. Nos reuniremos más tarde. De todos modos no puedo seguir mucho más así. Por otro lado está —«¡Bajo en un minuto!», grita al hombre que le está esperando—, ya sabes, mi juramento y toda esa porquería. No se puede ser un hipócrita hipocrático, ¿a que no? Estoy listo, George. Bájame.
—Está bien —dice Hayduke preparándose para aguantarle—, pero no cuentes nada a esos hijos de puta, Doc. No admitas absolutamente nada. Haz que lo demuestren.
—Sí, sí, claro. Siento que no haya tiempo para una apropiada, bueno, ya sabéis… —Doc dirige un movimiento de cabeza a Smith—. Hombre de bien, no dejes que estos imbéciles se metan en líos. Cuidaos, George, Bonnie…
—¡No te vas a ir!
Doc sonríe, cierra los ojos, se inclina hacia fuera y se pone de espaldas al borde. Baja la pared con dificultad, con la bolsa enganchada en el cinturón y agarrándose con las manos desesperadamente a la cuerda y con los nudillos blancos manteniendo los ojos cerrados mientras Hayduke repite las instrucciones rutinarias:
—Inclínate. Seldom, será mejor que me ayudes. Inclínate, Doc. Inclínate hacia atrás. Los pies pegados a la roca. No aprietes la puta cuerda así. Relájate. Disfruta. Eso es. Sigue. Sigue, Doc. Así.
Bonnie mira llena de asombro.
—Doc… —gime.
Doc llega al final de la pared (o, mejor dicho, lo bajan). Sam Love desata la bolsa médica, desata la cuerda de escalada y ayuda al doctor a bajar por los escombros hasta el suelo del cañón. Doc dice adiós con la mano a sus camaradas, luego zigzaguea por el cañón al lado de Sam, que lleva la bolsa.
—Te veremos pronto, Doc —grita Smith—. Ten cuidado, ocúpate del hijo de puta del reverendo y asegúrate de que te paga en efectivo. No admitas cheques.
Doc vuelve a saludar sin mirar atrás.
—Larguémonos de aquí. —Hayduke empieza a enrollar la cuerda, tirando de ella hacia arriba.
—Espera un momento —dice Bonnie—, yo también voy a bajar.
—¿Qué?
—Ya me has oído.
—Vaya. Mierda. Vaya, me cago en la puta.
—Sin groserías, por favor. Sólo sujétame bien.
—Vaya, mierda, espera a que suba la cuerda.
—No tienes que bajarme como si fuera un bebé. Bajaré haciendo rappel.
Bonnie se pone algo —un pañuelo doblado a modo de almohadilla— en el culo de los vaqueros y se coloca a horcajadas sobre la cuerda (esa cuerda afortunada, piensa Smith).
—Tú sujétame bien y cierra el pico.
Se pasa la cuerda entre las piernas, se la cruza por la espalda y por encima del hombro.
—Sujétame, caray.
—Así no puedes. No tienes la cuerda bien puesta. De todas maneras, ¿dónde coño te crees que vas?
—¿Dónde crees que voy?
—Ahora tú eres mi mujer —Hayduke suelta un gallo haciendo que su voz parezca el balido de un amante—. Mierda —gruñe, mientras se recupera con rapidez—, ¿qué coño te pasa?
Bonnie se gira hacia donde está Smith.
—Seldom —ordena—, sujétame.
Smith duda mientras Hayduke tira de la cuerda que ahora está enrollada alrededor de la frágil figura de Abbzug.
—Caray, Bonnie… —dice Smith, y carraspea.
—Bueno, bueno —dice Bonnie— menudo par de niñatos tiquismiquis blandengues estáis hechos, de verdad.
Bonnie se pone de espaldas al precipicio con la cuerda colocada correctamente en posición de rappel, todavía con un extremo alrededor de la cintura de Hayduke.
—Si no me sujetas bien haré que bajes conmigo.
—¡Joder! —resopla Hayduke, dando un paso atrás hacia la cornisa de apoyo y colocando las botas firmemente—. Un momento, ¡no lo hagas! —Le lanza una mirada fulminante.
—De verdad, no sé cómo vais a sobrevivir vosotros dos sin mi. O cómo voy a sobrevivir yo sin la brillante, refinada, tierna y elegante conversación de George. —Pausa —¡Patán! ¡Me voy con Doc!
—¡Ni lo sueñes! —tira de la cuerda.
—¡Claro que me voy! —retrocede.
—George —habla Smith—, deja que se vaya.
—Tú no te metas en esto.
—Deja que se vaya.
—No te metas, Seldom —dice Bonnie—, puedo ocuparme de este gamberro yo sola.
Tira de la cuerda.
—¡Comprobando sujeción!
—¡Sujeción lista! —contesta Hayduke, reanimándose automáticamente. La mitad de la cuerda está enrollada a sus pies.
Bonnie comienza a bajar por la cúpula de arenisca, con la cuerda que le raspa los vaqueros y la camiseta y que le aprieta tanto que llega a doler. Noventa pies de descenso. Ochenta. Setenta. Desde la posición de Hayduke sólo se le ve el sombrero, la cara y los hombros. Luego sólo el sombrero, Luego nada. Desaparece.
—¡Más cuerda! —se eleva una vocecilla aterrorizada.
Hayduke suelta más cuerda.
—Debería dejarla ahí colgada. Pequeña zorra testaruda. Nada más que problemas me ha traído. Joder, Seldom, ¿no dije al principio que no necesitábamos ninguna maldita niña en esta puta organización? ¿No lo dije? Claro que lo dije. Nada más que problemas y desgracias.
La cuerda vibra en su mano como la de un arco, una línea recta euclidiana que va desde el hueso de su cadera hasta el borde de la pared del cañón.
—¿Dónde estás ahora? —grita.
No hay respuesta.
—Seldom, ¿puedes ver lo que está haciendo esa furcia loca ahí abajo?
Un grito débil y lastimero suena desde abajo:
—Fin de la cuerda. Dame más cuerda, cabrón.
Smith se asoma al borde.
—Está cerca de todas formas, George. Deja que baje otros veinte pies.
—Dios —Hayduke continúa, con lágrimas que le caen por las mejillas hirsutas y que se deslizan como perlas derretidas por las aletas de su nariz hacia la maleza de su mandíbula—, piensa en todo lo que hemos hecho por ella, maldita sea, y justo cuando estamos a punto ella tiene que escabullirse así, sólo porque siente lástima de Doc. Que se vaya al infierno, es todo lo que puedo decir. Al infierno, Seldom, seguiremos sin ella, eso es todo. Al infierno con ella.
La cuerda se afloja entre sus manos pero él parece no darse cuenta.
—Ya está abajo, George —dice Smith—. Recoge la cuerda, ya se ha desatado. ¡Hasta pronto, cielo! —grita, mientras Bonnie camina hacia el suelo del centro del cañón, apresurándose para alcanzar al desaparecido Doc.
Bonnie se detiene y manda un beso a Seldom, con gran sonrisa triunfante en su preciosa cara. Está radiante. Con los ojos brillantes y el sol reflejándose en su pelo saluda a George con la mano.
—Adiós.
Él enrolla la cuerda, parece huraño. No le responde. Los psicópatas maniacodepresivos son difíciles de contentar. Ni siquiera la mira.
—A ti también, gilipollas —ella grita alegremente y envía a Hayduke un beso esperanzador.
Él se encoge de hombros y sigue recogiendo su preciada cuerda. Bonnie Abbzug se ríe, se da la vuelta y se aleja corriendo.
Silencio. Más silencio.
—Ahora recuerdo el tercer precepto —dice Smith sonriendo a un sombrío, apesadumbrado y mugriento Hayduke—. Nunca te acuestes con una tía que tenga más problemas que tú.
La cara de Hayduke se relaja con una sonrisa reticente pero amplia.
O con casi los mismos, añade Seldom para sus adentros.
¡Tucu, tucu, tucu, tucu!
El sol destella en el rotor que gira y se refleja en la burbuja de plexiglás, mientras que el helicóptero de reconocimiento pasa velozmente, como un pensamiento tardío, visible sólo por un momento, a través del trozo de cielo nublado entre dos altísimas paredes de un cañón, a una milla de distancia. Las vibraciones llegan hasta ellos, los círculos se van acercando y cerrando, un bucle vítreo desde el cielo.
Smith coge la cantimplora, Hayduke se cuelga el rifle. Suben gateando la pendiente pedregosa, diminutas figuras sobre un enorme rostro sin ojos de arenisca esculpida, dos pequeños seres humanos perdidos en un gigantesco reino de torres, paredes, calles vacías y metrópolis abandonadas de roca, más roca y nada más que roca, silenciosas y deshabitadas durante treinta millones de años. Se pueden oír sus voces en ese resto estéril de una alianza lejana, mientras encogen y menguan, abajo a lo lejos, como pequeños bichos metomentodo, desde el punto de vista del buitre.
George —dice una vocecita, increíblemente remota pero clara—, madre mía, George, sabes que no pensaba que pudieras hacerlo, cuando se trataba de ir al grano. Estaba seguro de que te arrugarías como una criadilla, que te doblarías con la cola gacha y te mearías encima como una serpiente enferma.
Vaya, Seldom Seen, mormón hijo de puta con cara de águila ratonera, puedo hacer lo que quiera si quiero, es más, lo haré, es más, ellos nunca, y digo nunca, nunca jamás van a cogerme. No. Nunca. Ni a ti, si puedo evitarlo.
Las microvoces se debilitan pero no desaparecen: el parloteo y la risa continúan, y continúan, y continúan durante millas…
El buitre sonríe con su sonrisa encorvada.
—Está detenido, doctor Sarvis. Supongo que debo decírselo antes de que vea a Dudley.
Doc. Se encoge de hombros y le devuelve la cantimplora a Sam.
—Por supuesto. ¿Dónde está el paciente?
—Lo tenemos debajo de ese álamo donde están aquellos hombres. Usted también, hermana.
¿Hermana? Bonnie reflexiona, aunque sólo un momento.
—No me llame hermana, hermano, a no ser que lo sea. Además, tengo sed, mucha hambre y solicito que respeten mis derechos legales como delincuente común y si no, no os causaré más que problemas.
—Tranquila.
—No descansaréis en absoluto.
—De acuerdo, de acuerdo.
—Sólo preocupaciones.
—Está bien. Aquí está, Doc.
El paciente está sentado contra el tronco de un árbol, un hombre grande y grueso de rostro cuadrado de apuesto ganadero anglosajón. J. Dudley Love, obispo de Blanding. Los ojos le relucen, su piel tiene un matiz de semicocida, parece entusiasmado, nervioso, un poco ausente.
—Hola, Doc. ¿Dónde demonios has estado? Sam —dice dirigiéndose a su hermano—, ¿qué te dije? Te dije que vendría. ¿Voy a ser gobernador del gran estado de Utah conocido como «la gran colmena», o no? Industria, doctor, ese es nuestro lema de estado, y nuestro símbolo de estado es la colmena de oro, una maldita colmena maciza de cuarenta quilates, y Dios sabe que nosotros somos pequeñas abejas laboriosas, ¿verdad, Sam? ¿Quién es esta chica? ¿Voy a ser gobernador o no?
—Vas a ser gobernador.
—¿Voy a ser el gobernador de este maldito estado o no?
—Seguro que sí, Dud.
—De acuerdo. ¿Y dónde están los demás muchachos? Los quiero a todos, en especial al veleta renegado de Smith. ¿Lo tenéis?
—Todavía no, Dudley. Pero estamos consiguiendo ayuda. Hemos contactado con el Departamento de Seguridad Pública, con la Oficina del Sheriff y con el FBI, y con todos aquellos que tienen competencias aquí, excepto con el Servicio de Parques.
—No, Sam. No quiero ayuda. Puedo atrapar a esos chicos yo solo. ¿Cuántas veces tengo que decírtelo?
El futuro gobernador de Utah mira absorto mientras Bonnie, con el estetoscopio colgando del cuello, le sube la manga y le abrocha la solapa de la manga del tensiómetro ajustándolo alrededor del brazo. Por los agujeros de la nariz del reverendo sale sangre. Doc pone a contraluz una reluciente jeringuilla hipodérmica y clava la aguja en una ampolla.
—Eres una joven muy bonita. ¿Eres también médico? ¿Cómo te llamas? Me duele el brazo izquierdo. Hasta los dedos. Y lo último que queremos es ver a los guardas del parque husmeando por aquí. Ni siquiera pertenecen a esto. Vamos a transferir todo este supuesto Parque Natural al estado tan pronto como yo esté ahí, ya verás, Sam. ¿Qué es lo que estáis mirando tan anonadados, amigos? Fuera de aquí. Encontrad a Smith; decidle que mejor será que aparezca en la próxima reunión de la Asociación para el Perfeccionamiento Mutuo o revisaremos su genealogía. Lo único peor que un gentil es un maldito jack mormon. ¿Eres tú una gentil, joven?
—Soy judía —murmura mientras se coloca los cuernos del estetoscopio en los oídos y comprueba el tensiómetro. Sístole, diástole, mercurio y milímetro—. Ciento sesenta sobre ochenta y cinco —dice a Doc.
Él asiente. Ella desabrocha la solapa.
—Aunque seas una gentil, no pareces judía. Te pareces a Liz Taylor. Quiero decir cuando era joven, como tú.
—Qué amable es usted, reverendo. Ahora relájese.
Doc se acerca con la aguja y extiende una mano grande firme y tranquilizadora sobre su frente húmeda.
—Esto va a doler un poco, gobernador.
—Todavía no soy gobernador, ahora soy sólo un obispo. Pero pronto lo seré. ¿Eres tú el (¡uf!)… el médico? Pareces médico. Sam, maldita sea, ¿no te dije que el doctor vendría? Ya no se encuentra a muchos así. Sam, me gusta esta chica. ¿Cómo te llamas, tesorito? ¿Abbzug? ¿Qué clase de nombre es ese? No suena americano, en cualquier caso. ¿Quién me ha robado el triciclo? Sam, sigue con la radio. Alarma en todos los puestos. Descripción: tez oscura, grasiento, grano en el culo, cicatriz en el testículo izquierdo. Pantalones caídos. Supuestamente armado y peligroso. Alias Rudolf el Rojo. Alias Herman Smith. ¿Smith? ¿Dónde está ese Seldom Seen? Buscado por robo, asalto a mano armada, secuestro, destrucción de la propiedad privada, sabotaje industrial, agresión, uso ilegal de explosivos, conspiración para interrumpir el comercio interestatal, vuelo a través de fronteras estatales para evitar la persecución por propósitos inmorales, robo de caballos y rodamiento de rocas. ¿Sam? ¿Estás ahí, Sam? Sam, por Moroni, Nefi, Mormón, Mosíah y Omni, ¿dónde estás? ¿Qué? ¿Qué decía, doctor?
—Cuente hacia atrás desde veinte.
—¿Desde qué?
—Desde veinte.
—¿Veinte? Veinte. Bien. Cuento hacia atrás desde veinte. Sí señor. Por qué no. Veinte. Diecinueve. Dieciocho… diecisiete… dieciséis…