27. A pie. Comienza la persecución.

Sí, abrojos. Armas medievales, de la Edad de la Fe. Doc Sarvis intenta explicar de qué está hablando a George Hayduke, pero desiste y se desliza hacia la parte trasera. Su cabeza desaparece; luego los hombros, el tronco, el culo ancho; las piernas, las botas. Oyen cómo hurga en la parte de atrás de la camioneta mientras el vehículo se sacude, se balancea, retumba y vibra por la carretera de tierra, justo detrás del jeep donde va Smith.

Una ojeada por el espejo. Hayduke ve al equipo de Búsqueda y Rescate al completo que les pisa los talones: ocho pares de faros resplandecientes a no más de media milla de distancia. Pisa con fuerza el acelerador pero, casi inmediatamente, tiene que disminuir la velocidad para evitar chocarse contra el jeep. Quizás debería empujarlo de alguna forma. Se arrima, pone el morro de la camioneta en la parte de atrás del jeep y acelera, venciendo la resistencia. Smith, en el jeep, siente la elevación del fondo, como si él se estuviera lanzando en marcha directa, extendiendo las alas, despegando.

La cabeza brillante de Doc reaparece a través del agujero de la cubierta de separación.

—Necesito una luz.

—Lo que quiera que sea eso mejor será que lo encuentre pronto —dice Hayduke mientras mira las luces largas deslumbrantes por el espejo.

—No te oye —dice Bonnie.

—Mantén el foco apuntando al auto que está justo detrás —dice Hayduke—. Deja ciegos a esos cabrones.

—Ya lo hago, pero de todas maneras siguen adelante.

Hayduke tiende su revólver a la chica.

—Si se acercan demasiado usa esto.

Ella lo coge.

—Pero no quiero matar a nadie. No creo que lo haga.

Le da la vuelta entre sus manos y mira dentro de la boca de la pistola.

—¿Está cargada?

—Claro que está cargada. ¿Para qué coño sirve una pistola si no está cargada? ¿Qué estás haciendo? ¡No hagas eso! Joder. Apunta hacia las luces. Dispara a las ruedas.

El jeep y la camioneta que lo empuja rebotan en las curvas, por los surcos y baches, por encima de las rocas, a través de las cañadas entre montones de arena fina. Los parachoques suenan, chocan, se enganchan y se bloquean. Hayduke se da cuenta rápidamente, con gran pesar, de que los dos vehículos ahora están unidos. Una pieza. Eso zanja la cuestión de dividirse en el Dirty Devil.

Sus perseguidores se están acercando, cada vez más, entre la niebla de polvo, por la pendiente prolongada antes del descenso a la garganta del Colorado.

Bonnie saca la pistola por su ventanilla, apunta más o menos hacia las montañas e intenta apretar el gatillo. No sucede nada. No puede apretarlo.

—¿Qué le pasa a esta pistola? —grita—. No funciona.

La mete dentro del auto de nuevo con el pesado cañón inclinado hacia la ingle de Hayduke.

—No le pasa nada y, por el amor de Dios, apunta hacia fuera.

—No puedo apretar el gatillo, ¿ves?

—Es de acción simple, joder. Primero tienes que echar el martillo hacia atrás.

—¿Martillo? ¿Qué martillo?

—Dame eso. —Hayduke le arrebata el arma—. Aquí, olvídate de esto, pasa por encima de mí. Tú conduces.

En ese momento la carretera de tierra termina y comienza el asfalto. Se están aproximando al puente del Colorado. De repente cesa el traqueteo, el ruido y los golpes producidos por el zarandeo de los equipos. Ya no hay polvo, no hay estrépito de máquinas… y no hay posibilidad de escapar.

—¡Date prisa! —ordena Hayduke.

—¡Ya voy!

—¡Espera!

Hayduke se da cuenta de que la puerta trasera está abierta y de que Doc, un bulto oscuro que contrasta con las luces del equipo, está lanzando puñados de algo que parecen piezas con forma de estrella de algún juego infantil. Parece un hombre que estuviera dando pan a las palomas en el parque. Cierra la puerta, pasa por encima del revoltijo caótico de equipamiento de todo tipo, remos de canoa, mantequilla de cacahuete, detonadores y asoma la cabeza hacia la cabina. Desde el ángulo de visión de Hayduke, el doctor aparece como si se tratara de una cabeza sin cuerpo, calva, sudorosa, barbuda y con dientes y gafas que destellan; una aparición que sólo la confianza hace que sea soportable.

—Creo que los he parado —dice.

Miran. Las luces todavía siguen ahí atrás y continúan acercándose.

—Pues no lo parece —dice Bonnie.

—Un momento. Ten paciencia.

Doc vuelve la cabeza para mirar a través de la ventana destrozada por la bala de la parte de atrás.

Enseguida, pasados unos segundos, se hace obvio que el equipo efectivamente se está quedando atrás. Las luces comienzan a tambalearse hacia los lados erráticamente, hacia el arcén. Hay una confusión de luces agrupadas —blancas, rojas, ámbar—, unidas en medio de la carretera. Es evidente que sus perseguidores se han detenido, y parece que se reúnen para discutir.

Hayduke y Smith, en la camioneta y en el jeep respectivamente, enganchados por los parachoques, van retumbando juntos sobre el asfalto como gemelos siameses entre los grandes arcos del puente central. No se paran, sino que continúan durante una milla más por el desvío en dirección norte, hacia el Laberinto y lo que haya por delante. A poca distancia fuera del asfalto, Hayduke para el camioneta, de modo que obliga a Smith a parar también. Apagan las luces, salen para darse relevo y observar, y miran la colección de faros detrás del puente, donde el equipo al completo se ha detenido por alguna razón.

—No pueden haberse quedado sin gasolina todos al mismo tiempo —dice Smith. Se gira hacia Hayduke con desconfianza—. ¿Has disparado tú a esos chicos, George?

—Pinchazos —dice el doctor—. Todos han pinchado.

—¿Qué?

—Ruedas pinchadas.

Doc desenvuelve un Marsh-Wheeling fresco y mira con satisfacción los estragos que ha causado.

—¿Quieres decir que todos han pinchado a la vez?

—Justamente. —Da una vuelta al puro que está en su boca, muerde la punta, escupe y lo enciende—. Puede que no todos.

—¿Cómo puede ser?

—Abrojos.

Doc se busca en el bolsillo y saca un objeto del tamaño de una pelota de golf con cuatro puntas salientes. Corona de espinas, estrella de mar. Se lo da a Smith.

—Un artefacto antiguo, tan viejo como la guerra. Un arma anticaballería. Tírala al suelo. Eso es. Os daréis cuenta de que, caiga del modo en que caiga, uno de los pinchos siempre apunta hacia arriba. Eso perfora cualquier tipo de neumático, aunque tenga más de diez capas, llantas de acero o lo que sea.

—¿De dónde los has sacado?

Doc sonríe.

—Se los encargué hacer a un amigo desalmado.

—Estacas punji —dice Hayduke—. Vamos a desenganchar estos putos parachoques, tíos, y nos largamos de aquí.

Bonnie y el doctor saltan sobre el parachoques del jeep mientras que Hayduke y Smith levantan el otro. Los vehículos son liberados de su unión antinatural. Hacen un cambio de conductores; Hayduke vuelve a tomar el control de su jeep, Smith vuelve a la camioneta para alivio de Sarvis, que le acompañará. Bonnie se monta con Hayduke.

—Ese chico a veces me pone nervioso —admite Doc dirigiéndose a Smith.

—George está un poco loco —coincide Smith—, de eso no cabe duda. Pero, a fin de cuentas, me alegra enormemente, ya que está de nuestra parte y no de la del reverendo. Aunque mirando este asunto desde un punto de vista eminentemente práctico, sería mejor alejarse de ambos lo máximo posible. Mejor abróchate el cinturón, Doc; el camino va a estar lleno de baches.

—Un exceso desesperado de… gallardía.

—Exacto, Doc. ¿A qué está esperando?

Smith mira hacia el puente. Dos pares de luces se han separado del grupo inmóvil y se acercan.

—Sal ya, George —dice Smith con suavidad mientras revoluciona el motor provocando un gran estruendo.

Hayduke pone el jeep en marcha. Sin luces, siguen la senda del camino pálido ayudados por la luz de las estrellas y los dos vehículos avanzan hacia el norte, despacio y con cautela por la oscuridad, por una carretera que hace que la anterior de tierra parezca un camino de rosas.

—¿Va a funcionar esto? ¿Por qué no encendemos las luces y vamos lo más rápido que podamos?

—Puede que funcione y es probable que no —responde Seldom—. El viejo Love parará, encontrará nuestras huellas en el desvío y lo tendremos pisándonos de nuevo los talones en cinco minutos. Pero de todos modos no se puede conducir por esta carretera mucho más deprisa de lo que vamos.

—¿Qué carretera? Yo no veo ninguna carretera.

—Bueno, ni yo, Doc, pero sé que está aquí.

—¿Has estado antes aquí?

—Unas cuantas veces. Hace sólo tres semanas, como recordarás, George y yo trajimos hasta aquí a nuestro amigo Love. Cuando George hizo rodar la roca sobre él y destrozó su Blazer, que se quedó más plano que una tabla. Por lo que he oído eso todavía le hierve la sangre a Love. Ese reverendo no tiene ningún sentido del humor. Es hostil como un perro guardián cuando pasas por su lado. ¡Cuidado!

Bajo la luz de las estrellas se ven unas nubes de polvo; Hayduke y su jeep han caído en un bache profundo de la carretera. Smith se ve obligado a pisar el pedal de freno un momento, lo que provoca una señal luminosa en la oscuridad. Hayduke apaga el motor para hablar.

—¿Se ha roto algo? —pregunta Smith.

—Creo que no. ¿Ves ya alguna luz detrás de nosotros?

—Todavía no. Love probablemente haya ido al puerto deportivo a buscar unos parches para las ruedas de sus chicos. Pero sabe que vamos por este camino. Es estúpido, pero no es ni de cerca tan estúpido como nosotros.

—¿Y si intentamos ir por esa vieja carretera de mina que cogimos la última vez?

—No, a menos que quieras pasar la mitad de la noche quitando de ella tus rocas. Además, tú querías esconderte en el Laberinto.

—Vale. De acuerdo. Pero, ¿cómo sabemos que el obispo no ha enviado a un pelotón de policías estatales y ayudantes del sheriff para buscarnos por Flint Trail? ¿O a una pareja de entusiastas guardas forestales desde Land’s End?

—No sabemos, George, pero es la opción que tenemos. Todos menos los del Servicio de Parques Nacionales tendrán que venir desde Green River o Hanksville, por lo que llegaremos antes que ellos al desvío del Laberinto, a menos que los muy hijos de puta vayan en sus malditos helicópteros. Además, el viejo Love es demasiado arrogante como para pedir ayuda; quiere atraparnos él solo, si no me equivoco y conozco a ese cabeza de chorlito como creo. ¿A qué estamos esperando?

—¿Dónde está la nevera portátil?

—¿Por qué?

—Necesito una cerveza. Necesito dos cervezas. ¿A qué distancia está el Laberinto?

—A unas treinta millas por aire y unas cuarenta y cinco por carretera.

—Veo luces —dice Bonnie.

—Yo también, cielo, y creo que eso mismo es lo que deberíamos usar para poder seguir el camino.

Hayduke comienza a avanzar. Enciende los faros y Smith sigue las luces traseras del jeep que parpadean, como dos ojos inyectados en sangre, cada vez que Hayduke pisa suavemente el freno.

A medida que avanzan, la carretera va siendo peor. Arena. Roca. Maleza. Agujero, zanja, cañada, badén, surco, rambla, barranco. ¿Cincuenta y cinco millas con todo esto? —piensa Doc—. Tras la fácil victoria de los abrojos, ahora siente que el cansancio se está adueñando de sus párpados, de sus células cerebrales y de su columna vertebral. Smith habla…

—¿Qué pasa? —pregunta Doc.

—Decía —contesta Seldom Seen—, que estuvo bien que pasáramos un día tranquilo a la sombra en Deer Fiat. ¿Qué hora calculas que será, Doc?

Doc consulta el reloj que lleva en la muñeca. Marca las 14:35, hora estándar de Rocky Mountain. Esto no puede estar bien. Se lo acerca al oído. Claro, ha vuelto a olvidarse de darle cuerda. Regalo de cumpleaños de Bonnie; la chica debe de haber ahorrado un mes de sueldo entero para comprar esta baratija. Le da cuerda.

—No lo sé —responde a Smith.

Smith asoma la cabeza por la ventanilla y mira el brillo de la luna que va a salir.

—Alrededor de medianoche —dice.

Mira hacia atrás.

—Esos tíos siguen ahí. ¿Tienes más abrojos de esos?

—No.

—Podríamos haber usado unos cuantos más…

Esto es de locos —piensa el doctor—. Un delirio, un sueño demente. Pellízcate, Doc. Soy yo, Sarvis, Doctor en Medicina, socio del Colegio Americano de Cirujanos. Miembro conocido, aunque no muy querido, de la comunidad médica. Residente tolerado aunque poco fiable del distrito veintidós de Duke City, Nuevo México. Un viudo de luto con dos hijos adultos e independientes. Ambos adinerados, disolutos y endiablados. Como su padre, «el viejo verde». Cuando sea viejo, calvo, gordo e impotente ¿me seguirás queriendo, cuchi-cuchi? Pero eso ya está claramente resuelto ¿verdad?

Doc mira la parte trasera cubierta de polvo del jeep de Hayduke que avanza con dificultad, con el chico y la chica ocultos por el montón de equipaje cubierto por una lona que lo ciñe. Mira hacia un lado, a través de la ventana y ve grupos furtivos de matorrales y matojos que pasan lentamente en medio de una oscura extensión de roca, polvo y arena. Mira hacia atrás y ve dos pares de faros, uno delante del otro, que brillan levemente como luciérnagas a través del polvo, lejos pero avanzando, sin ganar ni perder distancia.

¿Y qué? Se dice Doc a sí mismo. ¿De qué tengo miedo? Si la muerte fuera de verdad lo peor que puede pasarle a un hombre no habría nada que temer. Pero la muerte no es lo peor.

Se adormece, se despierta, se vuelve a adormecer y a despertar.

Siguen con el traqueteo, milla tras milla, por las piedras y los surcos. Su adversario los sigue a una distancia discreta, lejos pero sin que apenas lo pierdan de vista. Smith, al observar las luces persistentes por el espejo retrovisor dice:

—¿Sabes qué, Doc? Creo que esos tíos ahora no están intentando atraparnos. Creo que lo único que quieren es no perdernos de vista. Quizás tengan a alguien que viene a buscarnos desde Flint Trail. Lo que significa que no me sorprendería mucho que nos encontráramos con alguien más adelante cuando amanezca.

—Dijiste que llegaríamos antes que ellos al desvío del Laberinto.

—Eso es, pero ellos no creen que estemos yendo al Laberinto.

—¿Por qué no?

—Porque el Laberinto es un callejón sin salida, Doc. El final de la carretera. Un salto al vacío. Nunca va nadie al Laberinto.

—¿Y por eso vamos?

—Doc, lo has entendido.

—¿Y por qué nunca va nadie al Laberinto?

—Bueno, porque allí no hay gasolina ni carreteras ni gente ni comida, la mayoría de las veces tampoco hay agua y no tiene salida, por eso. Como te he dicho, es una callejón sin salida.

Precioso —piensa el doctor—. Y ahí es donde vamos a escondernos durante los próximos diez años.

—Pero tenemos algo de comida —continúa Smith—. Escondimos un poco de Lizard Rock y otro poco por Frenchy’s Spring. Estaremos bien si conseguimos llegar antes de que el equipo nos atrape. Podemos tener algún problema en encontrar agua inmediatamente, aunque si llueve esta noche o mañana (y huele a lluvia) estaremos bien durante unos cuantos días. Si el equipo no nos presiona mucho.

No está mal —pensó Doc—. Nada mal. Somos cuatro tontos totalmente aislados. Temo que esta noche nunca acabe. Temo que sí lo haga. Doc mira al este, hacia la luna que está saliendo, menguante, enferma, achatada y gibosa. No hay mucha esperanza allí. Ve una liebre por la carretera que se escabulle entre las luminosas columnas de polvo de los faros. Smith da un volantazo para esquivarla. Doc se da cuenta de que hace muchas millas que no ve ganado ni caballos. ¿Por qué? Pregunta.

—No hay agua —responde Smith.

—¿No hay agua? Pero el río Colorado está por allí, a nuestra derecha, en algún lugar. No puede estar a más de un par de millas hacia el este.

—Doc, el río está allá abajo pero a menos que fueras una mariposa o un águila ratonera no podrías llegar a él. A menos que te apetezca dar un salto de dos mil pies desde el borde del barranco.

—Ya. No hay ninguna manera de bajar.

—Casi ninguna, Doc. Conozco un viejo sendero que baja desde Lizard Rock hacia Spanish Bottom, pero nunca he encontrado ningún otro. —Smith mira por el espejo retrovisor de nuevo—. Aún nos pisan los talones. Estos tíos no abandonan con facilidad. Pienso que quizás deberíamos esconder los vehículos y continuar a pie.

Doc se gira sobre el asiento y echa una ojeada hacia la parte de atrás a través del agujero y de la ventana trasera destrozada por la bala. A una milla, quizás cinco —imposible calcular la distancia de noche— viene un par de faros, subiendo y bajando por la carretera rocosa. Está a punto de volverse hacia delante de nuevo cuando ve un relámpago de fuego verde que brilla arriba, cada vez más alto, alcanza un punto máximo y luego vuelve hacia la tierra trazando una estela de brasas fosforescentes que se van apagando lentamente.

—¿Has visto eso?

—Lo he visto, Doc. Están haciendo señales a alguien otra vez. Mejor que echemos un vistazo.

Smith hace parpadear sus luces. Hayduke para y apaga las luces, aunque no el motor. Smith hace lo mismo. Los cuatro se bajan.

—¿Qué pasa? —dice Abbzug.

—Están disparando bengalas otra vez.

—¿Pero dónde coño estamos? —pregunta Hayduke. Parece cansado y deprimido, con los ojos inyectados en sangre y las manos temblorosas—. Necesito una cerveza.

—Yo también estoy seco —dice Smith mientras mira hacia delante, a las oscuras paredes de la meseta y luego hacia atrás, a sus perseguidores. Las luces han parado por el momento—. Dame una también, George. —Mira el cielo poniéndose las manos por encima de los ojos, hacia el norte, noreste, este—. Ahí está. Olvida la cerveza, George, no tenemos tiempo.

—¿Qué has visto?

—Un avión, creo.

Siguen la línea hacia donde apuntan su brazo y su dedo. Una lucecita roja que parpadea en la noche morada pasa por el asa de la Osa Mayor. Atraviesa el cielo del noreste, todavía demasiado lejos para que se oiga.

—Es un helicóptero —dice Hayduke—. Siento sus vibraciones. Vendrá para acá en un minuto. Lo vais a oír.

—¿Entonces qué hacemos?

—Yo, tomarme una cerveza —dice Hayduke abriendo la parte trasera de la furgoneta.

Coge un paquete de seis latas tibias de la nevera. No hay hielo desde hace días.

—¿Alguien quiere?

Una segunda bengala se eleva hacia el cielo desde el enemigo en retaguardia a una distancia indeterminada, alcanza el cénit, titubea y se hunde en una elegante parábola de llama verde. Todos observan paralizados momentáneamente.

—¿Por qué bengalas? ¿Por qué no usan las radios?

—No sé, encanto. Tendrán frecuencias diferentes, quizás.

Suena la lata al abrirse. Una fuente de Schlitz templada se eleva encima de la camioneta, como imitando a la bengala, y salpica a Doc, Bonnie y Smith con un spray fino y difuso. Hayduke corta el chorro palpitante de cerveza poniendo la boca en el agujero de la lata. Suena la intensa succión.

—Bueno —dice Bonnie—, vamos a hacer algo. —Silencio—. Lo que sea.

—Se me ocurre… —comienza a decir Doc.

Tucu, tucu, tucu, tucu… Aspas rotatorias cortan el aire. Por ahí viene, camaradas.

—Será mejor que sigamos a pie —dice Smith.

Busca a tientas con los dos brazos entre el equipaje revuelto de la camioneta y saca mochilas, bolsas, paquetes, todo cargado con comida y equipamiento variado. Alguien pensó en eso (Abbzug); al menos esta vez ha hecho una cosa bien. Deja caer las cantimploras, media docena de ellas, prácticamente llenas. Encuentra una bota de escalar pequeña y se la lanza a Bonnie.

—Aquí está tu bota, encanto.

—Tengo dos pies.

—Aquí está la otra.

Hayduke se queda mirando boquiabierto cómo Bonnie se sienta para ponerse las botas, cómo Doc se pelea con su mochila de sesenta libras de peso y cómo Smith cierra el maletero de la camioneta. Hayduke agarra su lata espumosa de cerveza con una mano, mientras con la otra sostiene las otras cinco, unidas mediante un plástico. ¿Qué hacer? Para funcionar tiene que dejar la cerveza. Pero también para funcionar tiene que beberse la cerveza. Un cruel aprieto. Inclina la cerveza abierta hacia su boca, se la bebe entera de un trago e intenta meterse las cinco restantes en la parte de arriba de la mochila. No se puede. No caben. Las ata por fuera.

—Tenemos que esconder los vehículos —dice a Smith.

—Lo sé. Pero, ¿dónde?

Hayduke señala de manera indefinida hacia el golfo negro de Cataract Canyon.

—Por ahí.

Smith mira hacia el helicóptero que ahora traza un gran círculo en el cielo a unos minutos hacia el norte. Está buscando a alguien.

—No sé si tenemos tiempo, George.

—Pero tenemos que hacerlo. Con todas las mierdas que tenemos ahí: pistolas, dinamita, productos químicos, mantequilla de cacahuete… Necesitamos todo eso.

Smith mira otra vez hacia el helicóptero que da vueltas y desciende hacia la carretera a pocas millas hacia el norte y ve las luces que se aproximan desde la dirección opuesta, ahora a menos de dos o tres millas de distancia. Emboscada en preparación: las pinzas se cierran.

—Bueno, pongámoslos tan lejos de la carretera como podamos Por ese camino, por encima de la roca de arenisca para no dejar huellas. Quizás podamos encontrar un barranco profundo donde podamos meterlos.

—De acuerdo, vamos. —Hayduke estruja la lata de cerveza con la mano—. Tú y Bonnie esperad aquí —dice a Doc.

—Permaneceremos juntos —dice Bonnie.

Hayduke lanza la lata de cerveza abollada a la carretera, donde el reverendo Love puede recogerla con facilidad.

—Entonces vuelve a la camioneta, rápido.

—Que no cunda el pánico —dice Doc, que ya está sudando—, que no cunda el pánico.

Todos se vuelven a montar. Smith se pone delante con la camioneta, rodeando al jeep de Hayduke por fuera de la carretera, sobre las rocas y los macizos de arbustos, hacia la superficie abierta de arenisca. Hayduke lo sigue. Avanzan sin luces, conduciendo cuesta abajo hacia las simas oscuras más allá del borde del cañón. Bajo la tenue luz de la luna, la distancia y la profundidad se vuelven ambiguas, engañosas, y ofrecen sombras y oscuridad pero poco cobijo, poca seguridad.

No hay con qué cubrirse —piensa Hayduke mirando el helicóptero— estamos atrapados bajo el cielo abierto, otra vez. Ahora viene el napalm. Smith reduce la marcha para detenerse frente a él. Reticente a pisar el pedal de freno y lanzar una señal luminosa roja al enemigo, Hayduke acciona el freno de mano y deja que el jeep golpee con cuidado la parte trasera de la camioneta de Smith.

Smith se baja para examinar el terreno. Mira, vuelve, sigue conduciendo. Hayduke lo sigue de cerca, avanzando en primera con esfuerzo. Se arrastran hacia algún lugar donde esconderse. Al parecer, el helicóptero ha descendido a la carretera con las luces apagadas y ya no se le ve.

Bien —piensa Hayduke—. Nos están esperando allí arriba. Bien. Que esperen los hijos de puta. Con una sola mano abre otra lata de Schlitz. Cuando te quedes sin Schlitz, te quedaste sin Schlitz. Hay un largo y seco camino por delante y hay que fortalecer el cálculo renal, no podemos dejar que se disuelva en una mezcla de sudor y agua de charco.

¿Qué más? Hace un inventario rápido en su cabeza. Qué llevar: mochilas; la 357 con veinte balas en el cinturón de la pistola; la .30-06 con mira telescópica variable —para los ciervos, claro, (anticipándose así a la pregunta de Bonnie y a las objeciones de Doc)— colgada a la espalda debajo de la mochila Kelty; el cuchillo Buck Special en el cinturón; mosquetones, cuerda, fisureros… ¿Qué más? ¿Qué más? Y, sobre todo, no hay que olvidar algo esencial. La cuestión que ahora se avecina es la supervivencia. Sobrevivir con honor, por supuesto. El puto honor a toda costa. ¿Qué más?

Smith se detiene otra vez. De nuevo Hayduke acciona el freno de mano y golpea el parachoques. Deja el motor en punto muerto, se baja y camina hacia el brazo que se apoya en el lado del conductor de la camioneta. Seis ojos y un cigarro rojo le hacen frente desde el interior oscuro de la camioneta de Smith.

—¿Sí?

Smith señala.

—Por allí abajo, amigo.

Hayduke mira hacia donde le indica Seldom. Otro barranco divide la roca de arenisca, en esta ocasión puede que tenga diez o treinta pies de profundidad, difícil de decir bajo la luz de la luna. Suelo arenoso. Maleza abundante: matorrales, enebros y salvia. Una pared saliente en la parte de fuera de la curva, una pendiente redondeada en esta parte. Puede funcionar —piensa Hayduke—, puede que sí.

—¿Crees que podemos esconderlos allí abajo?

—Sí.

Pausa. En el silencio sólo oyen… más silencio. No se ven luces por ninguna parte. Todos los jeeps, Blazers, camionetas y helicópteros se han parado y han apagado las luces. Esta vez no será fácil superar la táctica del equipo. Allí en la oscuridad, en aquellas sombras bajo la pared de la meseta, los de Búsqueda y Rescate están esperando. O no esperan; puede que ya hayan enviado al grupo de exploración, hacia arriba y hacia debajo de la carretera, mirando, escuchando.

—Demasiada tranquilidad —dice Bonnie.

—Todavía están a una milla de distancia, por lo menos —dice Hayduke.

—O eso esperas.

—Eso espero.

—Eso esperamos —dice Doc, con su ojo rojo encendido.

—Muy bien —dice Hayduke—, bajémoslos por el barranco. ¿Quieres que te ayude a descender con el cabrestante?

—No —dice Smith— no podemos poner a funcionar ningún motor ahora, podrían oírnos. Lo bajaré frenando.

—Usa el freno de mano.

—Está demasiado empinado. No me fío.

—Las luces de freno se van a notar —añade Hayduke.

—Destrózalas.

Listo. Smith baja la camioneta cuidadosamente por un saliente de roca, veinte pasos hasta el fondo arenoso, y la hace avanzar poco a poco hacia las sombras bajo la maleza de robles y enebros. Hayduke va detrás con el jeep. La tenue luz de la luna cae por la parte más elevada de la pared, esa creciente curvatura de piedra manchada por óxido de manganeso y hierro, pero la parte de abajo, bajo el saliente, está totalmente oscura. Extienden la red de camuflaje, la estiran por encima de los árboles y la atan; de este modo la camioneta y el jeep quedan escondidos de la visión aérea. Hayduke guarda sus otras armas y las esconde en una gruta en la pared, más arriba de la línea de crecida del agua.

¿Inundaciones? La arena es polvo seco, los cimientos de la rambla son áridos como el hierro. Sin embargo, es un canal de drenaje.

—No vamos a estar de suerte si este puto sitio se inunda —dice Hayduke.

—Tendríamos algunas pérdidas —dice Smith—, y ojalá tuviéramos tiempo de encontrar un sitio mejor para escondernos. Segurísimo que va a llover.

—Está bastante despejado.

—Se está fraguando. ¿Ves ese aro alrededor de la luna? Mañana por la noche verás que está el cielo cubierto. Al día siguiente lloverá.

—¿Ese es el parte meteorológico? —pregunta Bonnie.

—Bueno —dice Smith para evitar contestar—, como ya os habréis dado cuenta hay dos cosas que no dependen de las personas. Una es el tiempo y la otra no voy a decir cuál es.

Tres ululatos de búho desde el puesto de vigilancia de Doc.

—Creo que será mejor que nos vayamos, George —sugiere Smith mientras se echa la mochila a la espalda y se abrocha la correa de la cintura.

Hayduke se cruza el rifle en la espalda y se pone la mochila encima de él. El rifle es ligero, un modelo recortado y deportivo, pero es una carga incómoda apretada entre sus clavículas y el armazón de la mochila. Podría colgárselo en el hombro, y después lo hará, pero ahora necesita las dos manos libres para trepar por la roca de arenisca. Piensa: Bueno, pues listo, supongo, si es que alguna vez un hombre está listo para algo.

Llegan los refuerzos para el equipo. Tres pares más de luces de color ámbar se mueven desde el sur entre el polvo. Ya han arreglado los pinchazos. Los demás vehículos permanecen callados, invisibles y sus tripulantes ocultos. Lo mismo sucede con el helicóptero.

—Yo diría que se están diseminando —dice Smith—. Mejor tomemos este barranco y luego giremos hacia el norte, en fila india si sois tan amables. Mantened los pies sobre roca para no dejar huellas y estaremos bien, al menos mientras se extienda esta roca de arenisca, que no será todo el camino, como es lógico. ¿Eh?

—Y yo digo —interviene Bonnie—, ¿a qué distancia está el Laberinto?

—No está lejos. Ten cuidado con esta chumbera, cielo.

—¿A qué distancia?

—Bueno, Bonnie, yo diría que estamos a unas dos millas solamente, tres millas como máximo, del desvío.

—¿Quieres decir del desvío hacia el Laberinto?

—Eso es.

—Vale. Entonces, ¿qué distancia hay desde el desvío hasta el Laberinto? En millas.

—Bueno, es una buena caminata, pero hace una noche estupenda.

—¿Qué distancia?

—El Laberinto es una superficie de terreno inmensa, Bonnie, y hay una diferencia considerable si nos referimos al límite más cercano o al extremo más alejado, sin contar las subidas y las bajadas.

—¿Las subidas y las bajadas por dónde?

—Por las paredes de los cañones. Las llamadas aletas.

—¿De qué estás hablando exactamente?

—Quiero decir que este terreno en su mayoría está formado por precipicios, cielo. Por algunos de ellos se puede pasar, pero casi todos son rectos, hacia arriba o hacia abajo. Es fácil quedarse encajado entre ellos o sin poder bajar. Lo que significa que rodearlo es el camino más corto. Normalmente el único.

—¿Qué distancia?

—Hay que caminar unas diez millas para avanzar una milla, no sé si sabes a qué me refiero.

—¿Distancia?

—Treinta y cinco millas hasta Lizard Rock, donde escondimos agua. Podríamos coger atajos si hubiera alguno. No hay ninguno, que yo sepa. Pero es un terreno complicado y nunca sabes lo que te vas a encontrar.

—¿Entonces no llegaremos allí esta noche?

—Ni siquiera lo intentaremos.

Hayduke, que está al final de la fila, se detiene para quitarse la mochila y volver a colgarse el rifle. En la mochila lleva comida, seis cuartos de galón de agua, munición y demasiadas cosas más. Además del rifle en el hombro, el cinturón con el revólver en su funda, el cuchillo envainado en la cadera. Un arsenal andante que duele; pero es demasiado obstinado para dejar atrás nada más.

Caminan con paso suave bajo la vaga luz de la luna, por la roca sólida mientras bordean el filo oscuro de la garganta de su derecha. Smith se para a menudo para ver y escuchar y luego continúa. No hay señal alguna de su enemigo; sin embargo el enemigo espera allá afuera en alguna parte, en aquellas sombras bajo los precipicios de mil quinientos pies, entre los enebros que respiran tranquilamente.

La cabeza de Bonnie está llena de preguntas. ¿Quién ha enviado el helicóptero: la Policía estatal, la Oficina del Sheriff, el Servicio de Parques u otro miembro del equipo de Búsqueda y Rescate? Si no llegamos al Laberinto esta noche, ¿qué hacemos cuando salga el sol? Además, tengo hambre van a empezar a dolerme los pies de un momento a otro y ¿quién ha puesto arrabio en mi mochila?

—Tengo hambre —dice.

Smith se detiene y la hace callar:

—Esos tíos están por ahí, Bonnie. Nos estamos acercando. Esperad aquí un minuto —susurra.

Deja la mochila y se desliza hacia la carretera como un fantasma, una sombra, un paiute, a través del mar ondulado de dunas petrificadas. Bonnie observa cómo su figura desgarbada se retira de la luz de la luna y se desvanece entre las sombras de manera paulatina. Ahora lo ves, ahora no. Seldom se convierte en Never Seen, «el Nunca Visto». Bonnie y los demás se quitan las mochilas. Ella abre la cremallera del bolsillo lateral y saca una bolsa llena de su mezcla personal de pasas, nueces, M&M’s y pipas de girasol. Doc mastica una tira de cecina. Hayduke permanece de pie y espera, mirando fijamente a Smith. Se descuelga el rifle, y apoya sobre su bota la culata de plástico.

—¿Por qué la pistola? —susurra Bonnie.

—¿Esto? —Hayduke la mira—. Es un rifle. —Sonríe—. Ésta sí que es mi pistola.

—No seas vulgar.

—Entonces no hagas preguntas tontas.

—¿Por qué has traído esa pistola?

Doc interviene como moderador:

—Bueno, bueno, bajemos la voz.

Durante más o menos un minuto se quedan en silencio, escuchando.

En el desierto, a una distancia indefinida, un búho reclama. Una vez. El gran búho cornudo. Oyen un segundo reclamo.

—¿Dos ululatos? —dice Bonnie—. ¿Qué significa eso? No me acuerdo.

—Espera…

De nuevo, desde lejos, o no tan lejos pero desde una dirección opuesta, llega el sonido de otro gran búho cornudo, que ulula con suavidad en la noche bajo la luz de la luna. El segundo búho reclama tres veces. Significa peligro, en guardia; significa socorro, problemas, necesito ayuda. O en el lenguaje de los búhos: eh, tú, pequeño conejito que se esconde tras los arbustos, sé que estás ahí, tú sabes que yo estoy aquí y ambos sabemos que tu culo es mío. Ven.

¿Qué reclamo es verdadero? ¿Cuál es falso? ¿Ninguno? ¿Ambos? No tenían planeado que hubiera ululatos reales.

Un rumor de pasos ligeros sobre la roca. Seldom Seen emerge de la luz. Con los ojos brillantes, dientes, orejas, piel, cabello, respirando ligeramente más fuerte de lo normal, dice en voz muy baja:

—Vámonos.

Suenan crujidos cuando se vuelven a poner las mochilas.

—¿Qué has visto? —pregunta Hayduke.

—Los de Búsqueda y Rescate están por todas partes y no van a esperar a que salga el sol para venir a encontrarnos. He visto a seis de ellos en la carretera y no sé cuántos más vienen en ese maldito helicóptero infernal de ahí arriba. Todos los hombres que he visto tienen una escopeta o una carabina y llevan pequeños walkie-talkies y se están desperdigando para formar una escaramuza. Como si batieran los arbustos en busca de conejos.

—Nosotros somos los conejos.

—Somos los conejos. No podemos volver a la carretera, así que vamos e encontrar un camino que atraviese este barranco. Seguidme.

Smith retrocede una corta distancia por el camino por el que habían venido, encuentra una pendiente en el barranco y desaparece. Los otros, con Hayduke en la retaguardia, descienden también y encuentran a Smith más adelante en la cañada de arena, que está dejando rastro. No se puede evitar. A cada uno de los lados las paredes son casi perpendiculares y tienen de veinte a cuarenta pies de alto. Dan trompicones entre las sombras siguiendo a ciegas a su guía.

Después de un rato Smith encuentra una abertura en la pared, el cauce de un afluente. Van cauce arriba por la arena seca y al cabo de cien yardas encuentran una salida, una colina inclinada de piedra en el interior de una curva. Trepan como monos, ayudados de pies y manos, Doc resoplando un poco, y llegan a una zona abierta iluminada por la luna. Smith toma dirección noreste, hacia el contorno nítidamente definido de unas lomas y picos. Camina como los hombres anteriores a la guerra y los indios de antaño que no iban en camioneta, corriendo con zancadas largas y constantes, con los pies apuntando hacia el frente, perfectamente paralelos. Los demás se apresuran para seguir el ritmo.

—¿Cuántos… cañoncitos más… quedan como este? —dice Bonnie jadeando—. Desde aquí y… o sea… ¿hacia dónde estamos yendo?

—Setenta y cinco, tal vez doscientos. Ahorra el aliento, cielo.

La larga caminata ya ha empezado. Cada cien pasos o así Smith se detiene a mirar, a oír, a comprobar las corrientes de aire, a sentir las vibraciones. Hayduke, al final de la fila, sigue su ritmo, alterna las paradas de Smith con las suyas y se detiene cuando los demás caminan para dar una ojeada extra a su alrededor. Está pensando en aquel helicóptero: qué buen golpe daría. Ojalá pudiera escabullirse media hora.

Hayduke se queda atrás al parar para vaciar la vejiga. Absorto y complacido, contempla con gusto el constante tamborileo sobre la piedra. La Schlitz purificada que brilla bajo la luna. Gracias a Dios que soy un hombre. La roca es plana. Se salpica las botas. Sacude para intentar que caiga esa última gota que inevitablemente le chorreará por la pierna de todas maneras. Está a punto de recoger y cerrar la cremallera cuando oye un sonido. Un ruido exterior, ajeno a la paz del desierto. Unos chasquidos metálicos.

Un potente rayo de luz barre la superficie de arenisca —¿desde un foco del helicóptero?— que atraviesa a Smith y a Abbzug. Por un momento se quedan helados, clavados con aquella lanza blanca, y empiezan a correr entre los enebros. El haz de luz los sigue, los atrapa, los pierde, atrapa a Doc Sarvis que se ha quedado rezagado.

Hayduke saca su revólver. Se arrodilla, se sujeta la mano del arma con la izquierda y apunta hacia la luz giratoria. Disparos. La ráfaga destructora de la boca de la pistola lo deja aturdido un segundo, como siempre. Objetivo fallido también, por supuesto. La luz incorpórea, como un gran ojo que deslumbra, vuelve en busca de Hayduke, que dispara y vuelve a fallar. Debería descolgarse el rifle, pero no tiene tiempo. Está a punto de disparar su tercer tiro cuando la luz desaparece. Quien quiera que la estuviera dirigiendo se ha dado cuenta de repente de que está muy cerca del objetivo. Que él es el objetivo.

Hayduke corre con torpeza detrás de los demás, con la enorme mochila sobre la espalda. De atrás viene el sonido de pasos que corren, gritos, un espasmo de disparos simbólicos. Hayduke de detiene el tiempo suficiente como para tirar tres veces más, sin apuntar hacia nada en particular; bajo la luz imprecisa y traicionera de la luna no ve que haya nada particular a lo que poder disparar, e incluso, si lo hubiera, no atinaría con ese cañón agitándose en su mano. Pero el ruido ralentiza a los perseguidores y les hace ser más prudentes. Los gritos se difuminan; el equipo está ocupado con sus radios. Las transmisiones codificadas atestan el aire, las voces nerviosas se contrarrestan entre ellas.

Hayduke corre con la incómoda carga sobre la espalda y alcanza a Doc, que resopla como un motor de vapor muy por detrás de Smith y Abbzug, que ahora son figuras borrosas que suben trotando por la pendiente. Hayduke ve que se han despojado de sus grandes mochilas. En la retaguardia se reanudan los gritos, las órdenes, las instrucciones, los golpes de las botas corriendo. El foco está en movimiento otra vez. Dos focos.

—Tenemos que… tirar las mochilas —le dice a Doc.

—¡Sí, sí!

—Aquí no, espera.

Alcanzan el borde de otro cañón incipiente, el típico tajo en la piedra de roca de arenisca con paredes sobresalientes y suelo inaccesible: una grieta demasiado ancha para saltarla y demasiado profunda para descenderla.

—Por aquí —dice Hayduke parándose.

Doc se detiene tras él, soplando como un caballo.

—Las arrojaremos por aquí —añade Hayduke— bajo esta pared. Más tarde regresaremos para cogerlas.

Se quita la mochila, saca una cuerda enrollada, luego busca más adentro la caja de munición del rifle. No la encuentra inmediatamente debido a las sesenta libras de peso de otros materiales que abarrotan el bolsillo. El sonido de la persecución se acerca, las pesadas botas están corriendo. Demasiado cerca. Hayduke baja la mochila y el armazón por el borde, allá van: caen desde quince pies de altura sobre algo duro. ¡Clone! Su preciosa Kelty nueva. Apego a los bienes materiales. ¡Sí! Se cuelga el rollo de cuerda cruzado por la espalda y lleva el rifle en la mano.

—Date prisa, Doc.

Doc Sarvis está luchando con algo de su mochila e intenta sacar una bolsa de piel negra que está atascada en el centro.

—Vamos, ¡vamos! ¿Qué estás haciendo?

—Un momento, George. Tengo que sacar mi… bolsa de aquí.

—¡Tírala!

—No puedo irme sin la bolsa, George.

—¿Pero qué coño es?

—Mi maletín médico.

—Por Dios santo, no necesitamos eso. Vamos.

—Un momento.

Doc saca por fin la cartera y arroja el resto de la mochila por el borde.

—Estoy listo.

Hayduke mira hacia atrás. Unas sombras corretean por la roca, revolotean entre los enebros, se aproximan con rapidez. ¿A qué distancia? ¿A cien, doscientas, trescientas yardas? Bajo la locura de la luz de la luna apenas se puede adivinar. Un foco portátil se mueve veloz con su haz brillante buscando su presa.

—Huye, Doc.

Corren pesadamente por el suelo pedregoso por donde vislumbraron por última vez a Bonnie y a Smith. Y los encuentran esperando al otro lado. Llevan consigo sólo un par de cantimploras.

—Están justo detrás —grita Hayduke entrecortadamente—, seguid.

Todos continúan sin decir ni una palabra. Smith se aparta para correr al lado de Hayduke.

—George —le dice—, usemos la cuerda… antes de que… quedemos… atrapados.

—De acuerdo.

Doc se retrasa de nuevo, respirando con dificultad, con la cartera que golpea su tobillo a cada paso. Bonnie la agarra y prosigue.

Corren a lo largo del filo del pequeño cañón. Hayduke busca un árbol, una mata, una roca, una protuberancia de piedra, cualquier clase de saliente por el que pasar la cuerda alrededor. Hora de descender en rappel, de nuevo. Pero no se ve nada que puedan utilizar. ¿Qué profundidad habrá? ¿Diez pies? ¿Treinta? ¿Cien?

Hayduke se para en un punto en el que la pared ni sobresale ni es vertical, sino que se abulta hacia fuera, inclinándose un poco, no mucho, hacia el fondo. Abajo hay oscuridad y silencio, apenas se perciben las formas de los arbustos y enebros.

—Por aquí.

Desenrolla la cuerda, la sacude y, cuando Doc y Bonnie se acercan, jadeando desesperadamente, con la cara colorada y brillante de sudor, los estrecha sin decir una palabra en un gran abrazo, mientras pasa un extremo de la cuerda alrededor de ellos y la ata de manera ceñida con un nudo bolina no corredizo.

—¿Y ahora qué? —pregunta Bonnie.

—Vamos a bajar el cañón. Doc y tú primero.

Bonnie mira por el borde.

—Tú estás loco.

—No te preocupes, estáis amarrados. No os pasará nada. Seldom, échame una mano. Muy bien, ahí vais. Bajad por el borde.

—Nos vamos a matar.

—No. Os tenemos sujetos. Bajad por el borde. Inclinaos hacia atrás. Inclinaos hacia atrás, maldita sea. Los dos. Mantened los pies pegados a la roca. Eso es, así está mejor. Ahora caminad hacia atrás, de espaldas. No intentéis arrastraros, no se puede. Y no agarréis la cuerda tan fuerte, eso no ayuda. Inclinaos. ¡Que os inclinéis, joder, que si no os mato! Pies pegados a la roca. Usad la cuerda sólo para mantener el equilibrio. Caminad hacia abajo. Fácil, ¿lo veis? Así está mejor. Seguid. Seguid. Me cago en la puta. Vale. Bien. ¿Dónde estáis? ¿Estáis abajo?

Quejidos apagados procedentes de las sombras de abajo. Chasquidos de arbustos, maraña de pies enzarzados.

Hayduke mira detenidamente hacia la penumbra.

—Desata el nudo, Bonnie. Deja la cuerda suelta. ¡Deprisa!

La cuerda se afloja. La sube.

—Muy bien, Seldom. Tu turno.

—¿Cómo vas a bajar tú, George? ¿Quién te va a agarrar?

—Bajaré, no te preocupes.

—¿Cómo?

Smith se prepara para descender colocando la cuerda doble entre las piernas, la pasa por un lateral y la cruza hacia el hombro opuesto.

—Ya lo verás.

Hayduke se descuelga el rifle.

—Bájame esto. Espera un momento.

Mira hacia el camino por el que han llegado para intentar localizar a sus perseguidores. La pálida luz de la luna se dispersa débilmente sobre la piedra y la arena, sobre enebros, yucas y arbustos, y sobre los precipicios que hay más allá, con una iluminación furtiva y engañosa. Se pueden oír voces de hombres y el ruido de grandes pisadas sobre la arenisca.

—¿Los ves, Seldom?

Smith mira en la misma dirección entrecerrando los ojos para protegerse de la luna.

—Veo a dos de ellos, George. Y detrás hay tres más.

—Debería hacer sonar otro disparo para ralentizarlos otra vez.

—No lo hagas, George.

—Sacarles a esos cristianos el santo que llevan dentro. Que sientan en sus entrañas el miedo a Rudolf Hayduke. Un disparo de rifle les haría pararse a pensar.

—Dame el rifle, George.

—Dispararé sobre las cabezas de esos hijos de puta.

—Sería más seguro si les apuntaras a ellos.

—Esos hijos de puta nos estaban disparando. Disparaban para matarnos o malherirnos.

Smith retira con cuidado el rifle de las manos de Hayduke y se lo cuelga del hombro que tiene libre.

—Sostenme, George.

Se pone de espaldas al borde.

—Comprueba la sujeción, George.

Hayduke tensa la cuerda, coloca los pies en el suelo y la cuerda alrededor de la cadera.

—De acuerdo. Estás asegurado.

Smith baja de espaldas por el borde y desaparece. Hayduke agarra la cuerda con ligereza mientras Smith baja rápidamente por la pendiente. El peso de Smith se transmite a través de la cuerda hacia la pelvis y las piernas de Hayduke, que lo soportan. En un momento siente que la cuerda se afloja; la voz de Smith se eleva desde la oscuridad de abajo.

—Vale, George, ya me he desatado.

Hayduke mira hacia atrás. El enemigo se está moviendo más cerca. Y ahora el foco portátil está encendido y el haz deslumbrante se dirige de repente hacia él. Pura mala suerte. No hay escapatoria.

No hay dónde ir. Nada más que aire por el que descender.

—¿Qué altura hay? —pregunta Hayduke con voz ronca.

—Unos treinta pies, creo —contesta Smith.

Hayduke deja que la cuerda, que ahora le resulta inútil, caiga por el cañón.

El haz de luz hace un barrido sobre él, pasa por delante. Una nueva ojeada por parte del deslumbrante ojo de Cíclope. El haz se detiene con brusquedad y se queda fijo sobre la figura en cuclillas de Hayduke, abrasándole los ojos, cegándolo.

—Eh, tú —grita alguien; una voz vagamente familiar, amplificada majestuosamente por un megáfono—. Quédate ahí. No hagas un solo movimiento, hijo.

Hayduke se tira al suelo boca abajo al borde de la roca. La luz sigue sobre él. Algo cruel, silencioso, veloz como un rayo, puntiagudo como una aguja y afilado como una serpiente azota la manga de su camisa, y hace que escueza la carne que hay debajo. Desenfunda la pistola; la luz se va. En ese mismo instante oye el estruendo de un segundo tiro de rifle. Y al este el estruendo del amanecer.

—¿Hay un enebro debajo de mí? —pregunta a los demás.

—Sí —responde la voz cálida y acogedora de Smith—, pero yo no lo intentaría si…

Sus palabras se debilitan por la duda.

Hayduke enfunda el revólver y se arrastra boca abajo por el borde, mirando hacia la pared y sintiendo la curvatura rígida y fresca de piedra contra su pecho y sus muslos. Por un momento se cuelga del último lugar donde es posible agarrarse. Descenso por fricción —piensa— lo que llaman un puto descenso por fricción. Mira hacia abajo y lo único que ve son sombras, pero no el fondo.

—Cambio de idea —dice desesperadamente, de manera inaudible (perdiendo el agarre), sin hablar a nadie en particular (y quién lo iba a oír)—. No voy a hacer esto. Es una locura.

Pero sus manos sudorosas son más sensatas. Lo dejan caer.

¡Abajo!, grita. Cree que grita. Las palabras no salen jamás de su boca.

—Estoy en ello.

Un potente rayo de luz barre la superficie de arenisca que atraviesa a Smith y a Abbzug. Por un momento se quedan helados, clavados con aquella lanza blanca, y empiezan a correr entre los enebros.