23. En Hidden Splendor

Bonnie levantó su palo del carbón de enebro e inspeccionó la nube de golosina que había pinchado en la punta. La sacó con los dientes y se la tragó de un bocado, como una ostra quemada.

—Siempre pensé que sólo los niños pequeños comían cosas de esas —dijo Smith.

—Bueno, me gustan —dijo Bonnie—, y soy una vieja bruja de veintiocho años. Doc, pásame unas cuantas más.

Él le lanzó la bolsa entera y Bonnie puso otra golosina en el palo. El sol se estaba poniendo tras las montañas de Henry Mountains. Unas sombras frescas se extendían desde Elk Ridge. Más abajo, las rocas desnudas del Natural Bridges National Monument reflejaban un leve brillo dorado bajo la decreciente luz de la tarde, a mil pies de profundidad y a cinco millas hacia el sur en línea recta.

La espera.

Ella suspiró.

—Déjame ver esos periódicos.

Mientras seguía masticando las nubes negras y crujientes, leyó por cuarta vez —¿o era la décima?— la explicación, en la página once, de los últimos saqueos en el área de Black Mesa.

Las autoridades revelan que el sabotaje es generalizado. El tren del carbón descarrila por segunda vez. Se han encontrado cuñas de acero cerca de las vías. Una misteriosa explosión ha volado las torres de carga y almacenamiento. Un nombre garabateado en la arena: «Rudolf el Rojo, el Vengador Nativo». Continúan las investigaciones. La policía sospecha de una banda organizada a gran escala conocida como los «Perros Locos», un clan renegado de la tribu de Shoshoni. La cinta transportadora de carbón ha sido destruida mediante explosivos colocados en cuatro lugares diferentes. La Gema de Arizona, la excavadora dragalina más grande del mundo, ha quedado parcialmente destrozada por un incendio en la estructura del motor. Se estima que los daños ascienden a un millón y medio de dólares. La única pista: «Rudolf lo sabe». La línea eléctrica que llega a la mina se corta por segunda noche consecutiva. Un mensaje escrito en la arena: «Rudolf el Rojo lo sabe». Las aletas de refrigeración acribilladas por agujeros de bala; el transformador de 80.000 voltios ha quedado destrozado. Los instaladores de tuberías en huelga por tercera semana consecutiva. La línea de ferrocarril y las líneas eléctricas están siendo vigiladas por aviones. Los directivos de la compañía de carbón están desconcertados y enfadados ante la ola de vandalismo «obra de unos idiotas», como afirma el coordinador medioambiental de la Compañía de Servicio Público de Arizona. Se instala un aparato de vigilancia secreto en la cinta transportadora de carbón. El sindicato de instaladores de tuberías niega las acusaciones de sabotaje industrial. «Recuerden Fort Sumner; Rudolf». El Consejo Tribal promete que hará averiguaciones sobre el grupo secreto disidente navajo conocido como Ch’indy Begays (Hijos del Diablo). «Recuerden Wounded Knee; Rudolf el Rojo». El Movimiento Indio Americano niega haber tenido cualquier tipo de conocimiento sobre los incidentes de Black Mesa. El Departamento de Seguridad Pública de Arizona, la Policía Tribal Navaja y la Oficina del Sheriff de Coconino County solicitan la intervención del FBI.

Bonnie dobló el periódico con indignación.

—No sé por qué nos tienen que desterrar a las últimas páginas. Hemos trabajado duro. —Extendió la mano hacia Doc—. Déjame ver ese otro periódico. No, el antiguo, el de la semana pasada.

Abrió el periódico de la semana anterior (el Arizona Republic, de Phoenix) por la página diecisiete y miró de nuevo su foto, una «recreación artística» basada en las descripciones verbales del piloto de helicóptero y del guarda de seguridad de la Burns. «Un parecido bastante pobre» —pensó ella—. El pelo demasiado oscuro, el pecho bastante más prominente.

—¿Por qué tienen que hacer que me parezca a Liz Taylor? —protestó.

—¿Y qué tiene eso de malo? —contestó Doc.

—Que no es exacto, eso es lo que tiene de malo. Liz Taylor es una señora de mediana edad con sobrepeso y papada. Yo soy una joven pequeñita de belleza despampanante.

—Yo diría que el dibujo es una idealización.

—Pues dilo.

Ella miró la foto de Hayduke. El dibujo solamente mostraba la cabeza y los hombros fornidos de un hombre con un casco de trabajador de la construcción y un pañuelo que le tapaba toda la cara excepto los ojos.

Incendian un helicóptero. El saboteador y su acompañante femenina asaltaron y robaron al piloto y al guarda —vaya, acompañante femenina—. La chica salió huyendo al ser descubierta cerca del lugar del sabotaje de la línea eléctrica cuando intentaron acercarse para interrogarla. El piloto y el guarda de seguridad la capturaron y un trabajador de la construcción enmascarado con un pañuelo los secuestró a punta de pistola. Ambos están siendo buscados por las autoridades para ser interrogado. —¡Secuestrados!—. Van armados y son peligrosos. Los instaladores de tuberías niegan estar involucrados en el asunto. El Jefe Tribal Navajo afirma que Rudolf el Rojo no es indio. Rudolf el Rojo sí que es indio, insiste Jack «Nariz-Rota» Watahomagie, autoproclamado «jefe de guerra» de los Perros Locos de «Chochones». Proliferan las especulaciones. Sea indio o no, estos saqueos no son resultado del trabajo de un solo hombre, sino de una conspiración bien organizada y de gran escala, según han revelado en privado fuentes bien informadas. La compañía de carbón posee un largo historial de problemas laborales.

Bonnie volvió a doblar el periódico.

—Qué basura. —Hizo como si lo fuera a arrojar al fuego—. ¿Vamos a seguir necesitando esto?

—Guárdaselo a George —dijo Doc—, va a quedarse alucinado con él.

—No eches nada más al fuego —pidió Smith—. Ya se está haciendo muy de noche. Hay que dejar que el fuego se extinga. No queremos que el viejo J. Dudley Love nos vea desde allá abajo, ¿verdad?

—¿Nos está buscando a todos, eh? —dijo Doc.

—Bueno, como ellos dicen, «nos están buscando para ser interrogados».

—¿Cómo ha sabido mi nombre?

—Me imagino que lo habrá sacado de aquel piloto que te recogió en Fry Canyon aquella vez.

—Ese piloto es amigo mío.

—Sin comentarios.

Bonnie observó su reloj en la oscuridad.

—Este George —dijo—, lleva exactamente cuatro días y cinco horas de retraso.

Nadie dijo nada. Miraron el fuego que se iba apagando y cada uno se sumió en sus propios pensamientos. Y el pensamiento secreto de cada uno de ellos era el mismo: «Quizás nos hayamos pasado. Quizás George haya ido demasiado lejos. Quizás haya llegado el momento de parar». Pero sólo Doc confesó estas ideas.

—¿Sabéis lo que he estado pensando? —dijo.

Los demás esperaron. Dio una calada a su cigarro, saboreó el humo y lo expulsó en una estrecha bocanada azul. Los chotacabras piaban desde los robles. Los murciélagos se reunían y se dispersaban, cazando bajo el cielo azul y dorado.

—He estado pensando que después de acabar el trabajo del puente… —si George vuelve, pensó, aunque no lo dijo— quizás deberíamos, en fin, tomarnos unas vacaciones. Por lo menos varios meses. Sólo unos cuantos meses —añadió rápidamente al darse cuenta de que Bonnie parecía ponerse tensa—. Luego, cuando las cosas vuelvan a estar tranquilas y la zona no esté tan caldeada, podemos volver a hablarlo.

Hubo una pausa prolongada después de los comentarios de Doc Sarvis y consideraron la propuesta en silencio. Las ascuas de la hoguera seguían encendidas. La oleada de oscuridad se movía en dirección oeste hacia las mesetas. Los atajacaminos patrullaban en busca de su cena.

—No vamos a decidir nada hasta que llegue George —espetó Bonnie y se quedó mirando los restos del fuego con la barbilla firme y los labios apretados.

—Por supuesto —dijo Doc—. Pero los demás tenemos igualmente que establecer planes alternativos.

—Doc, ¿sabes lo que encontré ayer en las obras de la mina? —preguntó Smith—. ¿Ves ese depósito grande que está encima de la carretera, sobre un armazón de madera? Eso está medio lleno de combustible diésel. Sí, señor. Debe de haber unos quinientos galones de diésel dentro de esa cosa.

Doc rehusó contestar.

—Imagina lo que podríamos hacer con eso, Doc.

Doc lo imaginó.

—Ya veo. Pero déjame que te diga una cosa, Seldom Seen Smith. El tipo de casa flotante que quieres me costaría por lo menos cuarenta y cinco mil dólares. La semana pasada fui a la exposición náutica.

—Necesitamos cuatro. Cuatro de sesenta pies —añadió Smith.

—Eso son sólo ciento ochenta mil dólares —calculó Bonnie—. Doc puede permitirse esa cantidad, ¿verdad, Doc?

Doc sonrió levemente curvando sus labios alrededor del cigarro.

—De acuerdo, Doc —continuó Smith—, te voy a hacer ahorrar alrededor de ciento setenta y nueve mil seiscientos dólares, aquí y ahora.

Doc esperó en silencio.

—No tenemos que comprar ninguna casa flotante. Las alquilamos en Wahweap Marina por cien dólares al día. Las llevamos por Wahweap Bay más allá de Lone Rock, vaciamos las cabinas y las llenamos con nitrato de amonio. Se trata de un potente fertilizante, Doc. Tengo todo el que necesitamos en el rancho de sandías. Luego echamos el diésel, sellamos bien las ventanas y nuestro chico, George, dónde quiera que esté, pone la carga detonadora. Más tarde, por la noche, descendemos por la bahía, atravesamos el canal, cortamos el cable articulado a través del agua y entonces la presa ya es nuestra.

—Ya veo —dijo Doc—. Se supone que voy a la oficina del puerto deportivo y le digo al empleado: «Verás, chico, quiero alquilar cuatro casas flotantes durante un día; voy a llevarme esas grandes de ahí, cuatro, por favor, esa, esa, esa y esa». ¿Eso es lo que se supone que voy a hacer?

Seldom sonrió.

—Iremos todos contigo, Doc, los cuatro juntos, y tú puedes decir: «Necesito una casa flotante para mis amigos y otra para la chica, de las de sesenta pies, por favor». El hombre de la oficina se sorprenderá pero se sentirá agradecido. Esa gente hace cualquier cosa por dinero. Te sorprenderías. No son como nosotros, Doc. Son cristianos.

—Estáis locos los dos —dijo Bonnie.

—Bueno —continuó Smith—, podríamos ir a cuatro puertos deportivos diferentes, Wahweap, Bullfrog, Rainbow Bridge y Halls Crossing. Tardaremos unos cuantos días más, pero podríamos hacerlo de ese modo. Luego damos media vuelta y bajamos por el lago.

—Alquilar una casa flotante de cuarenta y cinco mil dólares no es tan simple como alquilar un auto —replicó Doc.

—Y entonces —concluyó Smith—, nos tomamos esas vacaciones. Podemos ir a Florida y ver los caimanes. Mi Susan siempre ha querido ver cómo son de escamosos esos cabrones. Por el camino pararíamos en Atlanta —Seldom sonrió de oreja a oreja—, y plantaríamos semillas de sandía sobre la tumba de Martin Luther King.

—Madre mía —refunfuñó Bonnie, levantando la cabeza hacia el cielo aterciopelado, la noche azul lavanda, las primeras estrellas apenas visibles—, ¿qué estoy haciendo aquí? —Miró el reloj.

—Intenta relajarte —dijo Doc—, bébete tu Ovaltine y deja de quejarte.

Hubo una pausa.

Bonnie se levantó.

—Me voy a dar un paseo.

—Date un paseo largo —dijo Doc.

—Justo eso es lo que creo que voy a hacer.

Y se fue.

Smith dijo:

—La pobre nenita está enamorada, Doc. Está muy preocupada, por eso está tan susceptible.

—Seldom, eres un atento observador de la naturaleza humana. Y yo, ¿por qué estoy yo tan susceptible?

—Tú eres el doctor, Doc.

Se quedaron mirando el fuego agonizante. Un pequeño lecho de carbón casi consumido, como las luces de una ciudad solitaria en el desierto después del anochecer, perdida entre los deshechos del gran suroeste. Doc pensó en Nuevo México, en su casa vacía. Smith pensó en Green River, Utah.

—Cambio de tema, doctor.

—Primero la construcción del puente —dijo Smith—, luego quizás la presa. Después lo dejamos por un tiempo. Da igual lo que George diga.

—¿Crees que podemos arreglar lo de las casas flotantes?

—Todo lo que necesitamos es hacerle una grieta, Doc. Una grieta en la presa y la naturaleza se ocupará del resto. La naturaleza y Dios.

—¿De parte de quién está Dios?

—Eso es algo que quiero averiguar.

Lejos de allí, más abajo, en la penumbra púrpura, un par de faros formaban una luz convergente en la oscuridad, delgada como el haz de una linterna lápiz: sin duda unos turistas que llegan tarde y buscan el camping. Observaron cómo la luz se movía despacio por un camino de curvas, desaparecía tras los árboles, reaparecía, se desvanecía de nuevo, hasta que se apagó definitivamente.

Al noreste, hacia arriba, en la ladera de North Woodenshoe Butte, un coyote ladraba al sol que se ocultaba. El último ladrido, modulado con elegancia, andante sostenuto, se convirtió en un arcaico y anárquico aullido. El lobo del desierto con su serenata, con su nocturno.

Esperaron.

Doc se quitó de los dientes el extremo masticado de su cigarro. Lo miró. El cigarro Conestoga, liado a mano en el asiento de la furgoneta con dirección oeste. Lo echó a las brasas.

—¿Crees que lo hará?

Smith le dio vueltas a la pregunta antes de responder. Después de las debidas consideraciones dijo:

—Lo hará. Nada puede parar a ese chico, salvo él mismo.

—Ahí es donde reside la dificultad. —Doc asintió.

Ese es el problema, pensaba ella. Algo carente en su instinto de supervivencia. Sin mí a su lado para aconsejarle es como un niño. Un niño impetuoso, chiflado y demasiado emocional. El típico hiperactivo. De manera subconsciente quiere autodestruirse y todo eso, lo de siempre. No me creo toda esa palabrería de la revista Psychology Today. Participantes de reuniones de grupo y fans de Esalen. Sí, te lo crees. No, no me lo creo.

Caminó entre las casuchas destruidas por el viento y comidas por el sol. Dos décadas atrás habían vivido allí los mineros de uranio, no se sabe cómo, en este banco carente de agua bajo la cresta de la montaña, sobre el ramaje arbóreo de los cañones. Bidones oxidados dispuestos contra los muros inclinados. Colchones del color de la carnotita, de la orina, del óxido de uranio, vaciados por las ratas, estropeados por las ardillas y los ratones, tirados en el suelo podrido. Jardines en bancales caducos en la parte trasera de las casas. Un viejo neumático de auto colgado de un cable de alambre de la rama de un pino piñonero, donde una vez jugaron los niños. Cubos de basura como si fueran residuos de la mina esparcidos por toda la cima de roca, en una enorme confusión de metal, plástico, contrachapado, placas de escayola, mallas de alambre, botes de ketchup, zapatos, botes de detergente Clorox enteros y llantas desgastadas.

Más abajo de la escarpada carretera de camiones por la que caminaba, bajo las laderas del barranco, antiguos cubos de almacenamiento, depósitos de agua, depósitos de combustible. Olor a azufre, a diésel, a madera podrida, a excrementos de murciélago, a vigas barnizadas y hierro oxidado. Desde las bocas negras de las galerías de las minas surgían nubes espectrales de gases desconocidos —¿radón?, ¿dióxido de carbono?— que emanaban como el humo pero sin ningún olor, más pesados que el aire, y se arrastraban por el suelo con languidez. Hidden Splendor. Un lugar precioso el que escogiste para una cita, George Hayduke. Con lo cerdo que eres. Sabandija. Sapo. Sapo cornudo. (Puede que tenga cuernos, George contestaría, pero no soy un sapo). Avanzó cautelosamente hacia las lenguas nebulosas, aquellos dedos deslizantes de gas, y siguió por la vía estrecha, oxidada y torcida que comunicaba las asquerosas fauces de la mina con los vertederos de desechos a través de la carretera.

Se sentó sobre la soldadura de acero de un auto de mina y miró fijamente hacia lo lejos, al sur, a través del velo del atardecer, navegando un centenar de millas con el pensamiento, sobre Owachomo Natural Bridge, sobre Grand Gulch, Muley Point y los meandros del río San Juan; pasando por Organ Rock, Monument Valley, el casco volcánico de Agathalan; sobre Monument Upwarp y más allá del límite del mundo visible, Kayenta, el Holiday Inn y el abollado jeep azul que seguía esperando.