22. George y Bonnie continúan
Advirtió el helicóptero de inmediato. No obstante, no le estaba siguiendo a él. Todavía. Media milla hacia el este, volando en círculos sobre algo que le interesaba en tierra, tenía puesta la atención en Bonnie Abbzug.
Se arrastró hasta la cima de una duna de arena y observó. Bonnie corría hacia una hendidura o barranco en las rocas de arenisca que comunicaba, por una especie de túnel sin techo, con un barranco más profundo y desde ahí con el cañón de Kaibito. Él comprendió cuál era su plan de huida.
El helicóptero aterrizó a cincuenta yardas del barranco en el área abierta disponible más cercana. El motor se apagó. Dos hombres saltaron de la cabina de mando de plexiglás, se agacharon bajo los brazos del rotor que se seguía moviendo y salieron corriendo tras Bonnie. Uno de ellos llevaba una carabina.
Pero Bonnie (¡buena chica!) ya se había ido, estaba fuera de su vista corriendo por el barranco erosionado, sin titubear, hacia el cañón. Uno de los dos hombres descendió al barranco. El otro, con la carabina, corría por el borde intentando alcanzarla. Hayduke lo vio tropezar, caerse de bruces y quedarse aturdido un momento, allí tumbado. Lentamente se puso en pie, recogió el arma y empezó de nuevo a correr. En unos minutos lo perdió de vista.
El helicóptero vacío esperaba tras ellos, con el gran rotor girando cada vez más despacio.
Hayduke desenfundó el revólver, abrió el tambor e introdujo el sexto cartucho en la cámara que, por seguridad, solía dejar vacía. Tras dejar la motosierra y las tenazas debajo de un enebro, escaló la duna, bajó de tres saltos por la falda de sotavento y echó a correr hacia el helicóptero.
Oyó a los hombres que gritaban a lo lejos, más allá de donde llegaba su vista. Corrió directo a su objetivo. Cuando lo alcanzó, cinco minutos más tarde, lo primero que hizo fue apoyar la punta de la pistola contra el radiotransmisor del helicóptero. Estaba a punto de apretar el gatillo, cuando lo reconsideró y eligió un instrumento menos ruidoso, un extintor. Lo arrancó del soporte y destrozó la radio. Quizás fuera una acción inútil, ya que otro helicóptero podría estar en camino en ese momento.
¿Qué otra opción le quedaba? Tenía que sacar a Bonnie de aquello. Hayduke miró alrededor en busca de un lugar para ocultarse. No había gran cosa. Desde luego ni dentro del helicóptero ni junto a él: una máquina esquelética con una cabina transparente para tres personas y sin fuselaje alguno, que se levantaba del suelo con sus patines de acero. Cerca estaban los habituales grupos de enebros; pero un enebro, aunque puede ocultar a un hombre de la visión aérea, no sirve para tapar a nivel terrestre en distancias cortas. Tiene el tronco demasiado pequeño, el follaje demasiado escaso y las ramas demasiado estrechas para esconderse. Sin bosque no hay emboscada. Como no le quedaba otra alternativa, descendió al mismo barranco que había tomado Bonnie, se metió a gatas bajo una cornisa, recogió un montón de matojos para camuflarse y esperó.
Polvo. Telas de araña. Los alergénicos cardos rusos delante de su cara. Bajo su barriga, el suelo estaba cubierto de una capa de ramitas de enebro y pedazos de cactus salpicados de cagarrutas. Alguna rata, años atrás, las habría dejado allí. Mientras esperaba impaciente, con las palmas de las manos sudorosas y el estómago encogido por el miedo, Hayduke observó cómo un par de hormigas subían por el cañón de su revólver. ¿De dónde habían salido? Las hormigas se encaramaron al punto de mira. Antes de que pudiera sacudirlas, se metieron por dentro y desaparecieron. Así que allí estaba su escondite. ¿Qué harían con las ranuras helicoidales y los abultamientos de plomo de la bala de punta hueca que bloqueaban el final del túnel?
Hayduke se secó las manos húmedas en la camisa de una en una para evitar el contacto del revólver con el suelo. Carraspeó, como si fuera a hablar, y empuñó firmemente el arma sólida y robusta, cuya presencia resultaba reconfortante.
Unas voces masculinas se aproximaron. Dio la vuelta al sucio pañuelo que llevaba en el cuello y se lo subió casi hasta los ojos. ¿Qué era lo que le gustaba siempre decir a Doc? A la pregunta de por qué podía a alguien gustarle el desierto, Doc siempre respondía: «Nos gusta el sabor de la libertad, compañeros. Nos gusta el olor del peligro». «Pero —pensó Hayduke—, ¿qué pasaba con el olor del miedo, viejo?». Enmascarado como un forajido en la frontera, lleno de pavor, esperaba la llegada del próximo gran momento.
Ahí estaban.
Los tres se aproximaban en fila por el estrecho barranco. Hayduke era capaz de oler su sudor a una distancia de cincuenta pies y sentir su cansancio. En la cabecera se encontraba el piloto del helicóptero, un hombre joven de cara colorada y gran bigote que llevaba ropa verde de estilo militar, una gorra de visera larga y unas botas de goma. Como los pilotos de combate, portaba una pistola debajo del brazo izquierdo dentro de una funda sujeta al hombro.
Al final, caminaba el hombre de la carabina, que ahora llevaba un brazo en cabestrillo. Vestía el uniforme de guardia de seguridad de Burns Agency: camisa estrecha con una insignia de latón y un parche en el hombro, sombrero de cowboy de paja, pantalones ajustados y botas puntiagudas estilo cowboy de tacón alto, no muy adecuadas para ejercicios en el desierto. Este parecía de más edad, más grande y más musculoso que el piloto, pero estaba igual de cansado. Cojeaba. Ambos estaban sudando a chorros. Bonnie les había hecho dar una buena carrera.
Entre los dos iba la prisionera, no muy orgullosa, con un aspecto huraño; asustada y hermosa. No llevaba el sombrero y la melena le colgaba sobre la mitad de la cara colorada por el calor. Tenía las manos sobre la barriga, con esposas en las muñecas.
Hayduke sólo tenía una leve idea de lo que podría pasar a continuación. ¿Deberíamos empezar a disparar? ¿Disparar a matar o disparar para inmovilizar? Con ese cañón que tenía en las manos sería difícil inmovilizar simplemente; un disparo cualquiera ocasionaría un daño importante. Ni Doc ni Smith ni Bonnie lo aprobarían. Bueno, ¿y qué? Los tenía a tiro. Tenía la sartén por el mango. ¿Debía detenerles inmediatamente o esperar hasta que comenzaran a trepar por las resbaladizas piedras de arenisca hacia la parte de arriba?
El trío se acercaba. El piloto fruncía el ceño.
—Está bien, niña —dijo buscando el camino para salir del barranco—, no tienes que decirle nada. Tu nombre, rango y medidas, eso es todo.
—Me importa una mierda cómo se llama —dijo el guarda—, pero tiene que enseñarme su identificación de sexo. Creo que sé cuales son mis derechos constitucionales. ¿Verdad, nena?
Atizó el trasero de la chica con dos dedos tiesos. Bonnie se apartó bruscamente.
—Quítame las manos de encima.
El guarda tropezó y se hizo daño en la pierna que cojeaba.
—¡Mierda! —gimió.
El piloto se detuvo y miró hacia atrás.
—Déjala tranquila. Déjala tranquila.
El guarda se sentó en el suelo para masajearse el tobillo.
—Dios, cómo duele. ¿Llevas una venda elástica en tu botiquín?
—Puede que sí y puede que no. Deja tranquila a la chica.
El piloto echó un vistazo a su alrededor: hacia la sombra oscura de la cornisa donde Hayduke permanecía agazapado veinte pies más allá, hacia el cauce seco que tenían enfrente, en el montículo redondo de arenisca que se alzaba sobre su cabeza.
—¿No es por aquí por dónde bajaste?
Las rocas de arenisca, bastante fáciles de bajar pero no tan fáciles de subir, se elevaban doce pies sobre el fondo del barranco.
—¿Y por ahí?
—No lo sé.
Ella miraba fijamente al suelo.
—Bueno, por ahí creo que está bien. No veo que haya otro sitio a no ser que volvamos donde «el gran amante»… —señaló al guarda con el pulgar— por donde él bajó.
Sonrisa forzada del guarda de la Burns.
El piloto lo intentó. La roca estaba inclinada hacia arriba en un ángulo de unos 30 grados. Había huecos lo bastante grandes como para poner las manos y los pies. Las suelas de cuero de sus botas no le proporcionaban mucho agarre pero él era ágil. Usando piernas y brazos, había conseguido escalar la mitad de la cara de la roca cuando oyó —todos oyeron— alto y claro, que alguien amartillaba un revólver. Un primer ¡clic! hasta la mitad; un segundo ¡clic! hasta el final.
El piloto, colgado de manera incómoda y apoyado sobre pies y manos, se detuvo y miró hacia abajo. El guarda de seguridad, aunque sorprendido, reaccionó alzando la mano para descolgar la carabina. Hayduke disparó un tiro por encima de su cabeza, más cerca de lo que pretendía. La bala rozó la copa del sombrero del guarda. Dos hormigas emprendieron un vuelo balístico hacia el ancho cielo.
La descarga provocó una terrible explosión que sobresaltó a todos, incluyendo a Hayduke, que estaba familiarizado con el rugido de una Mágnum 357. No hubo eco. En el aire del desierto, con una humedad del uno por ciento, el sonido desaparece casi tan rápido como la bala. Un golpe de martillo sobre el yunque y de nuevo el silencio.
Aunque todos miraron hacia la sombra oscura de la cornisa nadie se movió.
Hayduke trató de pensar qué era lo próximo que iba a hacer. El piloto, que hacía equilibrios en la roca, de momento estaba inmovilizado. Faltaba el hombre de la carabina.
—Bonnie —susurró.
Sonó como el crujido de una hoja seca. Se aclaró la garganta.
—Bonnie —dijo con voz ronca—, coge la carabina.
Bonnie miraba hacia aquella voz oculta.
—¿La carabina? —preguntó—. ¿La carabina?
El guarda estaba atento. Su mano furtiva empezó otra vez a moverse. Hayduke volvió a amartillar el revólver, firme y metódicamente. La mano se detuvo.
—Coge el arma de ese tipo —Hayduke ordenó.
Miró al piloto del helicóptero encaramado a la roca. Un par de ojos azul intenso lo fulminaba con la mirada a través de su oscuro escondite de matojos.
Bonnie se aproximó al hombro del guarda y extendió sus manos esposadas hacia el guardamanos de la carabina. Las manos del hombre, apoyadas en el suelo, hacían un nervioso movimiento con los dedos.
—No te sitúes entre él y yo.
Bonnie tragó saliva.
—De acuerdo.
Mientras se movía por detrás del guarda le pisó, no necesariamente adrede, la mano con la bota de suela de tacos.
—¡Dios!
—Perdón.
Le quitó el arma del hombro y retrocedió. El guardia frunció el ceño al ver la huella de sandwichera que se le había quedado grabada en el anverso de la mano.
Hayduke se deslizó por debajo de la cornisa, se puso de rodillas y apuntó con el revólver hacia la entrepierna del piloto.
—Muy bien. Ahora tú. Desabrocha la funda de la pistola.
—No puedo soltarme. Me voy a resbalar.
—Pues resbálate.
—Vale, vale. Espera un momento.
El piloto levantó una mano y trasteó con la hebilla torpemente.
—Amigo… —suspiró, mientras sus músculos se estremecían y las pantorrillas empezaban a temblarle de la tensión.
Funda, correa y arma se deslizaron por la roca. Hayduke se puso en pie tambaleándose, desenfundó la pistola y se la metió en el cinturón.
—Bo… eh… Gertrude, ponte aquí, detrás de mí.
Esperó. Ella le hizo caso.
—Muy bien. Ahora vuelve abajo.
Amenazó al piloto agitando hacia él la pistola. El piloto se dejó caer. Los dos hombres se encontraban frente a Hayduke. ¿Y ahora qué?
—Creo que os voy a matar a los dos —dijo.
—Espera un momento, amigo… —comenzó a decir el piloto.
—Está bromeando —intervino Bonnie, que parecía estar más asustada que los hombres.
—Bueno, maldita sea, no sé por qué no —respondió Hayduke.
La embriaguez de poder absoluto sobre la vida y la muerte se estaba apoderando de él. A pesar de haber pasado doce meses con los habitantes de las tierras altas de Vietnam, a pesar de su acreditación como especialista en demoliciones dentro de los Boinas Verdes y de las Fuerzas Especiales, George Hayduke nunca había matado a un hombre. Ni siquiera a un hombre vietnamita. Ni a una mujer vietnamita. Ni a un niño vietnamita. Al menos, no que él supiera.
La furia y la frustración de aquellos años le bullían como burbujas de biogás, como el metano maléfico, hacia la superficie de su conciencia. Y ahí tenía a su merced un piloto de helicóptero, el más despreciable de todos, un piloto de helicóptero de verdad, probablemente de Vietnam. La edad coincidía; parecía un veterano de guerra. ¿Por qué no matar a ese malvado hijo de puta? Hayduke, al igual que otros muchos hombres, sentía una añoranza no tan secreta por hacer al menos una muesca en la culata de su pistola. Él también deseaba tener un pasado trágico. A expensas de otro hombre.
Siempre y cuando, claro está, pudiera escapar. Siempre y cuando, por supuesto, fuera un «homicidio en defensa propia».
—¿Por qué no matar a este hijo de puta? —gritó.
—No vas a matarle —dijo su amada, sujetándolo por el brazo derecho.
Él no hizo caso al gesto restrictivo de las manos de Bonnie. Se cambió el revólver de mano, a la izquierda, sin dejar de apuntar al piloto.
—Tú, siéntate junto a tu amigo. Sí, muy bien. Siéntate ahí, en las rocas.
Cogió la carabina que tenía Bonnie y comprobó su funcionamiento. Una en la recámara y peine cargado. Como tenía las dos manos ocupadas, volvió a enfundar el revólver y niveló la carabina a la altura de la cadera, a quemarropa, hacia los dos seres humanos que estaban allí sentados, a veinte pies de distancia, vivos y coleando al aire libre, bajo la alegre luz del sol del gran suroeste americano. Un pájaro cantaba (un rascador pinto oscuro) en algún lugar del barranco, y la vida en general parecía ir bien. Era también un buen día para morir, sin duda, pero todos los allí presentes estaban dispuestos a dejar para mañana lo que no tenían que hacer hoy.
—Qué tal si… —comenzó a decir Bonnie.
—¿Por qué diablos no debería hacerlo? —Hayduke estaba bañado en sudor, con la pequeña carabina temblando en sus manos velludas de nudillos blancos.
—No seas chalado —respondió ella—, no me han hecho daño. Ahora quítame esta cosa.
Él reaccionó al ver las esposas: dos pulseras de plástico negro, unidas por una banda de doce pulgadas del mismo material.
—¿Dónde está la llave? —Giró la cara enmascarada y sus ojos rojos miraron desde la sombra de la visera del casco hacia el guardia de seguridad—. ¿Dónde está la llave? —gritó.
—No hay llave —murmuró el hombre—, tienes que cortarlas.
—Mentiroso …
—No, no, tiene razón. —Las manos de Bonnie le sujetaban de nuevo el brazo—. Son desechables de plástico. Saca el cuchillo.
—¿No ves que estoy ocupado?
—Por favor, saca el cuchillo.
Los dos hombres lo examinaron detenidamente. El piloto, de gran bigote colgante, esbozó una sonrisa nerviosa con sus ojos azules brillantes y alertas. Un chico guapo, típico de los carteles de reclutamiento. Es probable que tuviera una madre y una hermana pequeña en Homer City, Pensilvania. Daba igual que, en la febril imaginación de Hayduke, fuera además un asesino de masas, un calcinador de cabañas, un asador de niños.
—Vale, Leopold —dijo Hayduke levemente confundido—. Tú también, amigo; los dos, tumbaos. Boca abajo. Sí. Con las manos detrás de la cabeza. Muy bien. Quedaos así, no os mováis.
Hayduke se puso la carabina entre los muslos, sacó su navaja y cortó las esposas de Abbzug.
—Vámonos de aquí —susurró—. Rápido, antes de que mate a alguien.
—Dame la pistola.
—No.
—Dámela.
—No. Escala por allí. Te echaré una mano.
Bonnie se arrancó las esposas.
—De acuerdo.
Puso los labios cerca de la mugrienta oreja de Hayduke, mordió el lóbulo y le susurró:
—Te quiero, loco cabrón.
—Sube por ahí.
Ella trepó con facilidad por la pendiente de piedra, agarrándose a la superficie con sus suelas Vibram como si fueran almohadillas de lagarto.
Hayduke le pasó la carabina.
—Sigue cubriéndolos.
Sacó su revólver y lo amartilló.
—De acuerdo, muchachos, daos la vuelta. Así. Ahora quitaos las botas. Eso es. Ahora arrojádselas a… a Thelma. —Ellos obedecieron—. Muy bien.
Los dos hombres esperaban, observándolo atentamente, sin quitarle un ojo de encima; del mismo modo en que lo haría cualquiera que estuviera en su sano juicio y que se encontrara frente al oscuro agujero sin fondo, profundo como el olvido, de una Mágnum 357 empuñada por la mano temblorosa de un lunático.
—¿Los mato ahora o luego?
—Quitaos los pantalones.
Esta orden le acarreó protestas. El guarda, con una risa débil, quizás en un intento de frivolizar, dijo:
—Hay una dama delante.
Hayduke levantó la pistola y pegó un tiro que pasó dos pies por encima de la cabeza del guarda y levantó un trozo de piedra de la pared. Un dardo en llamas, el estrépito de ondas sísmicas rompiendo el aire. La bala invisible, como un asteroide de plomo destrozado, rebotó en la roca y zigzagueó barranco abajo. Una cascada de arenisca pulverizada golpeteó el ala del sombrero del guarda y el cuello de su camisa.
Hayduke volvió a amartillar el arma.
Skinner tenía razón; el refuerzo persuasivo funciona. Ambos se quitaron los pantalones, rápidos como el rayo. El piloto llevaba debajo un elegante slip morado que le hubiera gustado enseñar a Bonnie, que observaba desde lo alto. El guarda, de más edad y más conservador, probablemente republicano, llevaba los calzoncillos manchados de pis típicos del americano medio. Él sí tenía derecho a oponerse.
—De acuerdo —continuó Hayduke—, ahora sacad vuestras billeteras o lo que sea, quedáoslas, y lanzad los pantalones arriba.
Obedecieron, a pesar de que el guarda tuvo que tirar los pantalones dos veces para conseguir que se quedaran en el borde.
—Ahora tumbaos de nuevo, boca abajo, como antes, con las manos en la nuca. Bien. Quedaos así, por favor, u os envío a los dos, pareja de comepollas, directos a la eternidad.
La majestuosa frase le gustó tanto que la repitió:
—¡Comepollas, directos a la eternidad! —gritó.
Enfundó la pistola y escaló la pared de piedra.
En el borde del barranco mantuvieron un rápido debate. Luego, Hayduke se dirigió al helicóptero con el montón de pantalones y botas entre los brazos. Bonnie se quedó donde estaba, sosteniendo entre sus brazos esbeltos la carabina, mientras vigilaba a los prisioneros. Al sol, que surcaba el cielo en dirección oeste, sólo le quedaba una pulgada para alcanzar el horizonte.
Hayduke, junto al helicóptero, lanzó la ropa al interior de la cabina. Echó un vistazo a la radio destrozada y lamentó haberse precipitado. Estaría bien conocer los mensajes que estaban yendo y viniendo en ese momento a través de las ondas cortas. Examinó por un momento los controles de la máquina. «Me preguntó… No, no, no había tiempo para eso. Aunque podía volver, coger al piloto y hacer que él… ¡No! No hay tiempo suficiente; tenemos que largarnos de aquí. Rápido».
Se extrajo del cinturón el arma automática del piloto y disparó al tablero de mandos. Un desastre. Se volvió hacia la cabeza del rotor y disparó al plato oscilante, las bisagras de batimiento, las aspas del rotor y hacia los putos rodamientos. Sólo le quedaban tres o cuatro disparos y no quería desperdiciar su propia munición. Lanzó los dos últimos disparos a los depósitos de combustible, montados en placas cruzadas sobre el motor, cerca de la parte trasera de la cabina. La gasolina de aviación de alto octanaje se vertió sobre el mecanismo del aparato.
Encontró unos mapas de vuelo en la cabina, los estrujó, les prendió fuego con una cerilla y arrojó la bola de fuego a la arena bajo el motor. Se alejó. La bola de papel ardía y entonces, al derramarse los primeros hilos de combustible, se alzó en un chorro de llamas amarillo intenso.
Hayduke tiró la pistola del piloto a la fogata, se dio la vuelta y se marchó rápidamente, mientras el fuego se extendía sobre el motor y alcanzaba el depósito de combustible. Una explosión en forma de hongo sacudió el aire —¡buuum!— y el fuego se elevó, proyectó un violento resplandor sobre la puesta de sol, se detuvo en su punto álgido y volvió a hundirse sobre el helicóptero. Toda la máquina, desde la cabina al rotor de la cola, quedó envuelta en una capa de llamas pegajosas, invasivas y enérgicas.
Bueno —conjeturó Hayduke sintiéndose por fin satisfecho—, calculo que este ya no da para más. Está frito. Este cabrón hijo de puta se ha jodido.
Lleno de buena voluntad, se giró hacia dónde estaba Bonnie.
—Vamos.
—¿Y qué pasa con ellos?
—Pues dispárales, dales un beso, ¿qué más me da? —gritó alegremente—. Venga, vamos.
Bonnie miró a Hayduke y luego a los dos prisioneros. Dudó.
—Aquí tienes tu arma —dijo ella y la lanzó hacia la penumbra del barranco.
La pequeña y manejable arma de fuego (ejército estadounidense, calibre 30 semiautomática) cayó contra las rocas violentamente y se rompió.
—Lo siento. Tenemos que irnos ya. Podéis…
—¡Vamos! —bramó Hayduke, agitando el brazo.
—Podéis calentaros junto al fuego cuando nos vayamos.
Se marchó tras su amante.
Pasaron corriendo uno al lado del otro por delante del helicóptero derretido entre las sombras de los enebros.
—¿Dónde está la carabina?
—Se la he devuelto.
—¿Que quéeee?
—Era suya.
—Por el amor de Dios…
Hayduke paró para mirar hacia atrás. Todavía nadie había empezado a surgir de la grieta oscura de la roca de arenisca. Bonnie también se detuvo.
—Sigue tú. Yo luego te alcanzo.
Sacó su revólver y lanzó un disparo seco hacia el borde del barranco, para que el ambiente ahí abajo siguiera siendo de respeto y silencio. Nadie contestó. Siguieron corriendo. El sol se puso.
—¿Qué pasa con tus… huellas digitales? —dijo él, jadeando.
—¿Qué huellas digitales?
—Las que hay en la carabina.
—No les servirán… de mucho.
—¿Ah, no? Pueden… seguir el rastro de cualquiera… Por Dios.
—El mío no. —Bonnie corría, con su soberbia cabellera al viento, respirando de manera profunda y constante—. Nunca me han… tomado las huellas… en toda… mi vida.
Hayduke estaba impresionado. Bueno, me ha dejado planchado —pensó.
—¿Nunca? ¿Ni siquiera una vez?
—No, ni siquiera una vez.
Todo iba bien. El sol se había puesto, el repentino crepúsculo del desierto dio paso a la noche oscura. El cielo, como un colador violeta, dejaba pasar puntos de luz de las estrellas desde la esfera en llamas situada más allá. No apareció ningún avión. Hayduke recuperó las tenazas y la motosierra (propiedad Doc Sarvis). Caminaron en la noche de vuelta al jeep, que encontraron intacto bajo su red de camuflaje vietnamita después de varios intentos fallidos.
Mientras estaban quitando, doblando y guardando la red, oyeron las sirenas ya inútiles y vieron las tardías luces rojas giratorias de una furgoneta de la Policía Tribal Navaja, lanzándose autopista abajo hacia la fogata del helicóptero. Sentada en el capó del jeep mientras Hayduke guardaba las cosas, Bonnie vio como la furgoneta de la policía paró, dio media vuelta y pasó por una alambrada de púas a través de las dunas hacia el fuego. La furgoneta avanzó unas cien yardas antes de quedarse atascada en la arena. Vio, a pesar de la tenue luz de las estrellas, que la parte de atrás del vehículo se hundía cada vez más mientras el hombre que estaba al volante (el agente Nokai Begay) continuaba acelerando testarudamente a la vez que su ayudante (el agente Alvin T. Peshlakai) permanecía fuera agitando una linterna ante sus ojos y dando instrucciones a gritos. Las ruedas todavía seguían girando, el motor rugiendo y las voces chillando cuando Hayduke deslizó su auto en silencio, con las luces apagadas, hacia la autopista.
¿Estaría la autopista plagada de les flics[20]. Efectivamente. Hayduke mantuvo las luces apagadas y, cuando aparecieron los primeros faros en su camino, giraron hacia la carretera secundaria paralela a la autopista. Se detuvieron y esperaron. Pasó un auto de paisano de la policía, seguido inmediatamente por otro.
Volvieron a la autopista y continuaron por ella durante otras diez millas más con las luces apagadas. ¿Peligroso? Quizás. Pero no imposible. Hayduke no tenía mucha dificultad en seguir la carretera. Bonnie Abbzug se mordía los nudillos ansiosamente y daba gran cantidad de consejos no solicitados, como «Por Dios, enciende las luces. ¿Quieres que nos matemos?». Su única preocupación inmediata eran los caballos. Era muy difícil ver los caballos por la noche, aun con las luces encendidas.
Llegaron al camino de tierra que llevaba por el noreste hacia Shonto y Betatakin. Hayduke giró y, una vez que estuvieron bien lejos de la carretera estatal, encendió las luces. Se dieron bastante prisa y no pararon más que en un lugar solitario del desierto, entre dos enebros muertos plateados arrancados por el viento. Allí recogieron las cosas que, guardadas en pesadas bolsas de viaje de lona, la banda había escondido tras la operación del puente del ferrocarril. Había sido idea de Hayduke: quería que la dinamita estuviera en las bolsas por razones «de higiene» y para un posterior transporte más cómodo. Bonnie había recuperado las cajas vacías; esa había sido idea suya.
Cuando Hayduke llevó las dos bolsas abultadas a la parte de atrás, ella protestó otra vez:
—No voy a ir en el mismo auto que eso.
Pero, una vez más, fue desautorizada:
—¡Entonces ve andando!
Siguieron avanzando lentamente. Se estaban quedando sin gasolina. Hayduke paró cerca del conocido campamento Park Service, en Betatakin. Buscó a tientas bajo los asientos hasta que encontró su tarjeta de crédito de Oklahoma y un trozo de tubería de neopreno («Mi pequeña manguera de goma, señor», como la llamaba cariñosamente), y desapareció en la oscuridad con el sifón y dos latas de gasolina.
Bonnie esperó, repitiéndose una vez más las mismas preguntas tediosas sobre su propia cordura. Sin entrar en cuestiones relacionadas con su compañero, el guía fluvial jack mormon y polígamo o el pobre chiflado de Doc. Pero, ¿qué estoy haciendo aquí? Yo, una agradable chica judía, con una licenciatura en literatura clásica francesa (¡puaj!). Con una madre preocupada por mi y un padre que gana 40.000 al año. ¿Cuarenta mil qué? Cuarenta mil fajas de señora, y todo eso. Yo, Abbzug. Una mujer fornida y prudente con una keppela sobre los hombros, correteando con estos goyim locos por medio de Arabia. Nunca nos saldremos con la nuestra. Ellos tienen leyes.
Hayduke regresó con las dos latas llenas colgando de los brazos. Buscó de nuevo bajo los asientos —aprovechó para toquetear entre los muslos de Bonnie—, encontró el embudo y vertió diez galones en el depósito. Comenzó a alejarse otra vez con las latas vacías.
—¿Dónde vas ahora?
—Tengo que llenar el depósito auxiliar.
¡Dios! Se fue. Ella esperó, maldiciéndose a sí misma, queriendo dormir y casi sin poder, dando cabezadas y despertándose entre pesadillas.
Sonido y olor a gasolina. Estaban de nuevo en marcha, en medio de la noche, corriendo como más le gustaba a Hayduke, a tope. Con matrículas manipuladas tanto delante como detrás.
—Esta noche somos de Dakota del Sur —explicó él.
Bonnie gruñó.
—Relájate —dijo—, ya mismo cruzamos el río. Nos estamos alejando de este puto pueblo indio superdesarrollado e hipercivilizado. Volvemos a los cañones a los que pertenece la gente como nosotros. No nos encontrarán ni en un millón de años.
—Hay que llamar a Doc —murmuró ella.
—Lo llamaremos. Tan pronto como lleguemos a Kayenta. Pararemos en el Holiday Inn para tomar café y pastel.
Aquel pensamiento animó a Bonnie durante un momento. La imagen de las luces brillantes. Las mesas con tableros de formica, la calefacción central, los ciudadanos americanos de pleno derecho, reales y normales, ¡afeitados!, ¡y con el pelo cortado!, que comen solomillos de ternera acompañado de dos verduras, ensalada, panecillos calientes envueltos con un paño, media botella de vino —¡no!, ¡sí!— evocaban el hogar, la decencia, la esperanza.
La carretera atravesaba un túnel por debajo del ferrocarril de Black Mesa & Lake Powell. Hayduke paró.
—¿Ahora qué?
—Sólo será un minuto.
—No —gritó ella—, no, estoy cansada, tengo hambre, la policía está por todas partes de la reserva y estoy asustada.
—Sólo será un minuto.
Ella se puso las manos en la cara y lloró un poco, luego se adormeció. En sueños oía el chasquido de unas tenazas cortando una alambrada, el feroz rugido de algo parecido a un tigre en la jungla de la noche, hundiendo los dientes en carne indefensa. Le despertó un sonido estrepitoso, certero, y el tintineo cacofónico del alambre al caer.
Hayduke volvió apresurado, respirando con fuerza, frunciendo el ceño con placer mal reprimido. Se metió, pisó el acelerador y salió a toda pastilla, giró a la izquierda en la autopista y condujo dirección norte hacia Kayenta, Monument Valley, Mexican Hat, los cañones sin senderos de Utah: huida.
Al pasar por el cruce de Black Mesa en un pequeño atasco de turistas veraniegos, furgonetas de navajos y policía estatal, vieron que las luces del almacén de carga brillaban intensamente. Fuente de alimentación independiente. La cinta transportadora de carbón, que pasaba por encima de la autopista a cuarenta pies de sus cabezas, también se estaba moviendo. Tras aminorar la marcha del jeep, Hayduke miró fijamente hacia ese punto crítico del complejo eléctrico.
—Continúa —dijo ella.
—De acuerdo —respondió él—, por supuesto.
Pero una milla más adelante tuvo que parar. Se apartó a una carretera secundaria, apagó las luces y cortó el motor. Miró la cara pálida de Bonnie en la oscuridad.
—¿Ahora qué pasa? —preguntó, despertándose totalmente.
—Tengo que ir —murmuró él.
—¿Ir a qué?
—A hacer pis.
—¿Y qué más?
—A terminar el trabajo.
—Eso pensaba. Lo sabía. Bueno, escúchame, George Hayduke, no vas a ir.
—Tengo que terminar el trabajo.
—Pues yo no voy contigo. Estoy cansada. Necesito descansar. Ya he tenido suficientes explosiones, fuegos, demoliciones y pistolas. Estoy harta de todo eso. Harta. Harta. Simplemente, harta de todo.
—Lo sé.
Y cuando sacó su mochila y la llenó con la comida y el agua y las herramientas que iba a necesitar, dio a su chica las ordenes de trabajo. Ella seguiría conduciendo y le esperaría en el Holiday Inn en Keyenta, ¿quién podría imaginar un lugar más seguro? ¿Cuánto dinero tenía? Unos cuarenta dólares. Podía usar la tarjeta Gulf Oil de su padre, que valía para los Holiday Inns. Crédito y credibilidad. No importaba el riesgo. Ya era demasiado tarde. Date un baño caliente. Llama a Doc y a Smith, arregla un encuentro en la mina abandonada de Hidden Splendor, en Deer Fiat, cerca de Woodenshoe Butte. Si él, Hayduke, no llegaba a Kayenta en dos noches, ella tendría que dejar allí el jeep e irse a Hidden Splendor con Doc y Seldom. Dile a Doc que no se olvide del magnesio. Muy importante. ¿Qué más? Sacó una de las bolsas de lona del jeep, la motosierra, el afilador y la lata de combustible.
—Me gustaría que no lo hicieras —dijo ella—. Tú también necesitas descansar.
—No te preocupes, mañana me pondré debajo de un árbol en alguna parte y dormiré durante todo el día.
—No has comido nada decente desde mediodía.
—Tengo en la mochila barritas de cereales y cecina como para una semana. Además tenemos un alijo por aquí cerca. Vete.
—Dime lo qué vas a hacer.
—Mejor que no lo sepas. Ya lo verás en los periódicos.
Ella suspiró:
—Dame un beso.
Él le dio un beso impaciente.
—¿Me quieres? —preguntó ella.
Él dijo que sí.
—¿Cuánto? —quiso saber ella.
—¿Te vas a ir de aquí de una puta vez? —gritó él.
—Vale, vale, no hace falta que chilles.
Sentada ahora frente al volante del jeep, encendió el motor. Sus ojos húmedos brillaron con la tenue luz del salpicadero. A él le dio igual. Ella pasó el nudillo de su dedo índice por sus mejillas para eliminar los escapes preliminares. Se cambió el casco por el sombrero de cuero escarchado, pero él ni se dio cuenta. Ella encendió el motor.
—¿Me puedes prestar atención un momento?
—¿Sí?
Hayduke se estaba poniendo los guantes y miraba hacia las luces brillantes de las torres de carga.
—Sólo quiero decirte una cosa, Hayduke, antes de irme. Por si no te vuelvo a ver.
Él miraba hacia todas partes menos a ella.
—Intenta que sea rápido.
—Cabrón. Hijo de perra. Lo que quería decirte es que te quiero, asqueroso hijo de perra.
—Muy bien.
—¿Me has oído?
—Sí.
—¿Qué he dicho?
—Que me quieres, y yo me alegro. Ahora lárgate de aquí.
—Adiós.
—¡Adiós!
Condujo con los ojos borrosos. Bonnie Abbzug reincidió en el dulce lujo del llanto, sola, zumbando por el camino de asfalto hasta Kayenta, con el corazón en un puño y los pistones subiendo y bajando como locos. Era difícil ver la carretera. Encendió los limpiaparabrisas, pero no sirvieron de mucho.
Solo, por fin (Dios mío, qué alivio), Hayduke se desabrochó los botones de la bragueta, hurgó dentro y vació con orgullo, como un semental, las latas de cerveza y las botellas de refrescos, el aluminio aplastado y los cristales rotos, los paquetes de plástico de seis envases y las jarras de Navajoland, USA. (Dios mío, qué alivio más grande). Mientras meaba vio imágenes de partículas de estrellas a cientos de miles de años luz de nuestro sistema solar que parpadeaban sin pausa pero sin prisa en los espejos temblorosos de su rocío dorado. Caviló durante un momento sobre la unidad oceánica de las cosas. Como dicen los hechiceros, todos somos uno. ¿Un qué? ¿Qué más da?
La grandiosidad de estas reflexiones le sirvió de consuelo mientras se inclinaba para continuar con sus tareas solitarias y mal recompensadas. Ya restablecido, con la motosierra en una mano, la bolsa de lona cargada en la otra mano y la mochila de ochenta libras de peso sobre su ancha espalda, George W. Hayduke marchó pesadamente —con una fuerza incondicional e implacable— hacia la maquinaria ruidosa, hacia los ojos rojos e impenetrables, hacia las mandíbulas acorazadas, hacia las altas torres iluminadas y desvergonzadas de… del Enemigo. ¿Su Enemigo? ¿El Enemigo de quién? El Enemigo.