19. Extraños en la noche

Hayduke ocultó el jeep entre los pinos, cerca del área de explotación y situó a Bonnie sobre el capó con instrucciones de tener los ojos bien abiertos y de aguzar el oído. Ella asintió impaciente.

Se puso el casco, el mono, la pistola con el cinturón, los guantes de trabajo, cogió una pequeña linterna y las otras herramientas y se alejó de donde estaba Bonnie hacia el interior del terreno deforestado, desvaneciéndose como una sombra entre las máquinas gigantescas. Ella quiso leer, pero ya estaba demasiado oscuro. Se puso a cantar canciones durante un rato, en voz baja, y escuchó los chillidos de unos pájaros, desconocidos e invisibles, allá en el bosque, que regresaban a sus nidos para pasar la noche con la cabeza acurrucada bajo el pliegue del ala, y sumergirse así en los sueños sencillos e inocentes de las aves (los pájaros no tienen cerebro).

El bosque parecía eterno. El viento había cesado hacía tiempo y la quietud, una vez que los pájaros se habían callado, se hizo más sutil y profunda. Bonnie era consciente de los altos seres de su alrededor: los cavilantes pinos amarillos, las personalidades greñudas y sombrías de las píceas de Engelmann, sus altas copas como agujas de catedrales, apuntando en ángulos divergentes (todo lo que se eleva debe divergir) hacia esa espléndida bola de fuego dividida en estrellas de primera magnitud que adornan al iluminar, lo mejor que pueden, el inmenso interior de nuestro universo en expansión. Bonnie creyó haber visto eso antes. Se lió un porro y lo encendió.

Mientras tanto, bajo las tripas de una bulldozer, George W. Hayduke tiraba de una enorme llave inglesa intentando abrir el tapón de drenaje del cárter de una Allis-Chalmers HD-41, el tractor más grande que fabrica Allis-Chalmers. La llave era de tres pies de largo —la había sacado de la caja de herramientas del tractor— pero no conseguía girar aquella tuerca cuadrada. Cogió su llave tubular, un tubo de acero de una longitud de tres pies, la ajustó como una funda al final del mango de la llave y tiró de nuevo. Esta vez la tuerca cuadrada cedió una fracción de milímetro. Justo lo que necesitaba; Hayduke volvió a tirar y la tuerca comenzó a girar.

Hasta aquí no había hecho nada espectacular, simplemente seguir procedimientos rutinarios. En la medida de lo posible, como en el caso de esa HD-41, decidió vaciar el aceite del cárter con la idea de encender el motor justo antes de marcharse (el factor de ruido). No tenía las llaves, pero supuso que encontraría lo necesario forzando la caseta de obra.

Otro giro de tuerca más y el aceite comenzaría a verterse. Hayduke se retiró con cuidado y volvió a agarrar la llave tubular. Entonces, se quedó helado.

—¿Qué tal, amigo? —dijo la voz de un hombre, lentamente, a no más de veinte pies de distancia.

Hayduke se echó la mano al arma.

—No, no hagas eso. —El hombre apretó un botón y dirigió directamente el haz de luz de una potente linterna hacia los ojos de Hayduke—. Tengo esto —aclaró, empujando hacia la luz el cañón de lo que parecía una escopeta de calibre doce, para que Hayduke pudiera verla—. Sí, está cargada —añadió—, está amartillada y es sensible como una serpiente de cascabel.

El hombre se detuvo. Hayduke esperó.

—De acuerdo —continuó—, sigue y termina con lo que estás haciendo ahí abajo.

—¿Qué termine?

—Vamos, sigue.

—Estaba buscando una cosa —replicó Hayduke.

El hombre se echó a reír, con una risa cómoda, agradable, pero amenazadora.

—¿Es eso cierto? —preguntó—. ¿Y qué diablos estás buscando bajo el cárter de una maldita bulldozer en la oscuridad?

Hayduke meditó. Sí que era una buena pregunta.

—Bueno —dijo. Y dudó.

—Piénsatelo, tómate tu tiempo.

—Bueno…

—Debe de ser algo bastante bueno.

—Sí. Bueno, estaba buscando… en fin, estoy escribiendo un libro sobre bulldozers y he pensado que debería ver cómo son. Por debajo.

—Eso no suena muy bien. ¿Y cómo son?

—Grasientas.

—Te diría, amigo, que te ahorres todo ese rollo. ¿Para qué es esa llave de tres pies de largo que tienes en las manos? ¿Con eso es con lo que escribes tus libros?

Hayduke no dijo nada.

—Vale —siguió el hombre—, continúa, termina tu trabajo.

Hayduke vaciló.

—En serio. Quita ese tapón. Deja que salga el aceite.

Hayduke hizo lo que le ordenó. Después de todo, la escopeta estaba apuntando hacia su cara, igual que la linterna. Una escopeta a una distancia corta es un argumento poderoso. Procedió a aflojar el tapón, el aceite comenzó a fluir libremente, brillante y profuso, sobre la tierra removida.

—Ahora —dijo el hombre—, suelta la llave inglesa, ponte las manos detrás de la cabeza y sal de ahí arrastrándote sobre la espalda.

Hayduke obedeció. No era fácil avanzar serpenteando por debajo de un tractor sin usar las manos. Pero lo hizo.

—Ahora ponte boca abajo.

De nuevo le hizo caso. El hombre, que estaba en cuclillas, se puso de pie, se acercó más, desenfundó la pistola de Hayduke, retrocedió y se volvió a agachar.

—Muy bien —indicó—, ya puedes darte la vuelta y sentarte.

Examinó el arma de Hayduke.

—Ruger 375 Mágnum. Poderosa, sí señor.

Hayduke se puso frente a él.

—No hace falta que me apuntes a los ojos con la luz.

—Tienes razón, amigo. —El desconocido la apagó—. Lo siento.

Estaban frente a frente, en la repentina oscuridad, quizás preguntándose cuál de los dos tendría la visión nocturna más rápida y mejor. Pero el desconocido mantenía el índice en el gatillo de su escopeta. Con la luz de las estrellas de la elevada meseta podían verse lo suficientemente bien. Durante unos instantes, ninguno de los dos se movió.

El desconocido carraspeó.

—Sí que trabajas despacio —protestó—, llevo observándote alrededor de una hora.

Hayduke continuó callado.

—Pero veo que has hecho un buen trabajo. Meticuloso. Me gusta.

El hombre escupió en el suelo.

—No como algunos de los chapuceros que he visto en Powder River. O como los muchachos de Tucson. O los que descarrilaron… ¿Cómo te llamas?

Hayduke abrió la boca. ¿Henry Lightcap? —pensó—, ¿Joe Smith? Tal vez…

—Da igual —espetó—, no quiero saberlo.

Hayduke miró atentamente el rostro que se encontraba frente a él, a diez pies de distancia bajo la luz de las estrellas, que cada vez veía de una manera más nítida. Vio que el desconocido llevaba una máscara. No era un pasamontañas negro hasta los ojos, sino simplemente un pañuelo puesto sobre la nariz, la boca y las mejillas, al estilo de los bandidos. Sobre el pañuelo se le veía el ojo derecho oscuro, ligeramente brillante, que le miraba desde debajo del ala inclinada de un sombrero negro. El otro ojo permanecía cerrado en una especie de guiño permanente. Hayduke por fin se dio cuenta de que el globo ocular izquierdo del hombre no estaba ahí desde hacía tiempo, que lo habría perdido y olvidado en alguna antigua pelea de bar o en alguna guerra legendaria.

—¿Quién eres? —preguntó Hayduke.

El hombre enmascarado habló con un tono entre sorprendido y molesto:

—No quieras saberlo. Esa pregunta no es muy amable.

Silencio. Se miraron fijamente. El desconocido soltó una carcajada.

—Apuesto a que creías que era el vigilante nocturno, ¿verdad? Te he hecho sudar un poco, ¿eh?

—¿Dónde está el vigilante?

—Allí dentro.

El desconocido sacudió el pulgar hacia una caseta de obra cercana, donde estaba aparcada una camioneta con pegatinas de la compañía en las puertas.

—¿Qué está haciendo?

—Nada, lo tengo atado y amordazado. Está bien. Estará así hasta el lunes por la mañana, que volverán los leñadores y lo soltarán.

—El lunes por la mañana es mañana por la mañana.

—Sí, parece que debería irme largando de aquí.

—¿Cómo has venido?

—Me gusta usar el caballo para trabajos de este tipo. Quizás no sea muy rápido, pero es más silencioso.

Otra pausa.

—¿A qué te refieres —preguntó Hayduke— con «trabajos de este tipo»?

—Lo mismo que haces tú. Cuántas preguntas haces. ¿Quieres ver mi caballo?

—No, quiero que me devuelvas la pistola.

—De acuerdo. —El desconocido se la devolvió—. Mejor será que la próxima vez te mantengas cerca de tu vigía.

—¿Dónde está? —Hayduke enfundó la pistola.

—En el mismo jeep donde la dejaste, dándole caladas a uno de esos cigarritos de maría. O así estaba antes.

El desconocido hizo una pausa para observar la oscuridad circundante y luego volvió a girarse hacia Hayduke.

—También hay algo más que quieres —añadió rebuscando en sus bolsillos, y sacó un manojo de llaves—. Ahora puedes encender el motor y griparlo bien.

Hayduke agitó las llaves y miró hacia la caseta de obra.

—¿Seguro que el vigilante está bien atado?

—Lo tengo esposado, atado de pies y manos, amordazado, borracho como una cuba y encerrado.

—¿Borracho como una cuba?

—Estaba medio borracho cuando llegué. Cuando ya le tenía le hice terminarse la pinta de bourbon que se estaba tomando. Cayó inconsciente, asustado y contento.

—Por eso nadie gritó cuando golpeé la puerta. —Hayduke miró al desconocido enmascarado, que arrastraba los pies, aparentemente listo para marcharse.

Una voz aguda, crispada y aterrorizada salió de la oscuridad.

—George, ¿estás bien?

—Estoy bien —gritó—. Quédate ahí, Natalie. Sigue vigilando. Además, me llamo Leopold.

—Vale, Leopold.

Hayduke hizo sonar las llaves, mirando la mole de tractor que estaba a su lado.

—No estoy seguro de saber cómo ponerlo en marcha —declaró.

El hombre enmascarado le respondió:

—Te echaré una mano. Tampoco tengo tanta prisa.

Fuera, en algún lugar del bosque, un caballo se revolvía, pisoteando y relinchando. El hombre escuchó mientras giraba la cabeza en aquella dirección.

—Tranquila, Rosie. Voy a por ti en un minuto. —Se volvió hacia Hayduke—. Vamos.

Treparon hasta el asiento del conductor del enorme tractor. El desconocido volvió a tomar las llaves, eligió una de ellas y abrió la tapa de detrás de los pedales de freno en el suelo de la cabina. Mostró a Hayduke la llave maestra y la puso en marcha. A diferencia de la anticuada Caterpillar de Hite Marina, esta máquina se ponía en funcionamiento mediante la energía de una serie de baterías.

—De acuerdo —dijo el tuerto—, ahora pulsa el botoncito que está junto al selector de velocidad.

Hayduke apretó el botón. El selenoide puso en contacto el piñón del motor de arranque con la corona del volante de inercia; los doce cilindros de cuatro tiempos del Cummins diésel comenzaron a sonar: 1710 pulgadas cúbicas de energía de pistón acumulada. Hayduke estaba encantado. Retiró la palanca del acelerador y el motor se revolucionó con suavidad, listo para trabajar (aunque se calentaría rápido).

—Voy a hacer algo con esta máquina —comentó al extraño.

—Sí, ¿qué?

—Me refiero a que voy a mover cosas por aquí.

—Entonces date prisa. Sólo aguantará unos minutos.

El desconocido echó un vistazo al tablero de mandos: presión de aceite a cero, temperatura del motor subiendo. Ahora se oía un ruido extraño y poco saludable, como el aullido de un perro enfermo.

Hayduke quitó la palanca de bloqueo y apretó la palanca de velocidad. El tractor arremetió con la pala inferior, y empujó una tonelada de barro y dos tocones de pino amarillo hacia el lado de la caseta de Georgia-Pacific.

—¡Hacia allá no! —gritó el desconocido—, hay un hombre ahí dentro.

—De acuerdo.

Hayduke paró la maquina, y dejó la carga apilada junto a la pared de la caseta. Puso marcha atrás y el tractor chocó contra la camioneta de Georgia-Pacific, que se reventó como una lata de cerveza. Hizo girar la bulldozer hacia ella mientras aplastaba los escombros contra el estiércol.

¿Lo siguiente? Hayduke miró alrededor bajo la luz de las estrellas buscando otro objetivo.

—Veamos qué se puede hacer con esa cargadora Clark nueva que está ahí —sugirió el hombre enmascarado.

—Mira.

Hayduke elevó la pala, giró el tractor y cargó a toda velocidad (cinco millas por hora) contra la maquina. Esta se abolló emitiendo un gratificante crujido de acero y hierro. Pivotó el tractor 200 grados y lo dirigió hacia un camión cisterna lleno de gasoil.

Alguien le estaba gritando. Algo le estaba gritando.

Pisó a fondo. El tractor dio unas cuantas sacudidas al girar las ruedas dentadas y se detuvo. El bloque del motor se partió. Un chorro de vapor salía disparado, pitando con urgencia. El motor luchaba por sobrevivir. Algo explotó dentro del colector y un borbotón de llamas azules comenzó a brotar de la chimenea exhausta, y empezó a lanzar chispas abrasadoras hacia las estrellas. Encasquillados dentro de sus cámaras, los doce pistones se hicieron una sola pieza, unidos para siempre a los cilindros y el bloque. Una inamovible masa molecular unificada, entrópica, caldeada y blanca. Todo era uno. Los gritos continuaban. Cincuenta y una toneladas de tractor gritando en la noche.

—Se va a pique —explicó el hombre enmascarado—. Ya no hay nada que hacer.

Descendió por la parte de atrás, bajo las ocho toneladas destripadas.

—Vámonos —gritó—. ¡Alguien viene!

Y se escabulló en la oscuridad.

Hayduke se calmó y bajó del tractor. Todavía oía que alguien le gritaba. Bonnie.

Ella le tiró de la manga, señalando hacia el bosque.

—¿Es que no lo ves? —chilló—. ¡Luces! ¡Luces! ¿Qué te pasa?

Hayduke miró y agarró a Bonnie por el brazo.

—¡Por aquí!

Corrieron a través del claro entre los tocones de los árboles hacia el abrigo del bosque, mientras un camión se acercaba ruidosamente hacia el área abierta. Los faros resplandecían, un foco barrió el terreno y por muy poco los descubre.

Pero no. Ahora estaban en el bosque, entre los aliados árboles. A tientas a través de la oscuridad, en la dirección que él creía que era la correcta para llegar al jeep, Hayduke oyó el tronar de unos cascos. Alguien a caballo galopaba a toda prisa. Del camión, que se había parado junto a la bulldozer que seguía silbando, comenzaron a salir varios hombres: uno, dos, tres…, imposible contarlos en la oscuridad. Hayduke y Abbzug vieron que un foco rastreaba el claro y los árboles, en busca del caballo.

Demasiado tarde, una vez más: cuando vislumbraron al jinete ya había desaparecido por el bosque hacia la carretera, cabalgando en la madrugada. Una pistola aulló inútilmente a modo de queja una vez, dos veces y luego cesó. El ruido de cascos se desvaneció. Los hombres del camión acudieron para ayudar a alguien que estaba dentro de la caseta de obra y que daba patadas a las paredes. Tardarían un buen rato en sacarle con esa montaña de escombros que estaba colocada atascando la puerta.

Bonnie y George se montaron en el jeep.

—Por Dios santo, ¿quién era ese? —preguntó Bonnie.

—El vigilante, creo.

—No, quiero decir el hombre del caballo.

—No lo sé.

—Pues estabas con él.

—No sé nada de él. Cierra la puerta y larguémonos de aquí.

—Nos van a oír.

—No, con los bramidos de la bulldozer no podrán.

Condujo fuera de la arboleda con las estrellas como única luz, lentamente, por la carretera principal del bosque, regresando hacia la autopista y North Rim. Cuando tuvo la impresión de que ya había recorrido una distancia suficiente, encendió las luces y pisó el acelerador. El jeep, que estaba puesto a punto, ronroneó suavemente.

—¿De verdad no sabes quién era ese hombre?

—No lo sé, cielo. Lo único que sé es lo que ya te he dicho. Llámalo «Kemosabe».

—¿Qué nombre es ese?

—Es una palabra paiute.

—¿Y qué significa?

—«Idiota».

—Eso lo explica. Encaja. Tengo hambre. Dame algo de comer.

—Espera hasta que nos hayamos alejado unas cuantas millas más del terreno talado.

—¿Quién estaba en el camión?

—Ni lo sé ni he querido quedarme por allí para averiguarlo. ¿Tú sí? —Decidió darle un poco de caña—. ¿Tú sí, mi maravillosa vigilante?

—Mira —respondió ella—, no me des la tabarra con eso. Querías que me quedara en el jeep y eso es lo que he hecho. Estaba vigilando la carretera, como tú querías.

—De acuerdo —dijo.

—Así que cierra el pico.

—De acuerdo.

—Y entretenme, me aburro.

—Está bien. Este va por ti. Un acertijo de verdad. ¿Cuál es la diferencia entre el Llanero Solitario y Dios?

Bonnie lo estuvo pensando mientras el jeep les zarandeaba a través del bosque. Lió un cigarrillo y siguió dándole vueltas.

Al final, concluyó:

—Vaya mierda de acertijo. Me rindo.

—Los llaneros solitarios existen de verdad —dijo Hayduke.

—No lo entiendo.

Se estiró, la agarró y la apretó contra él.

—Olvídalo.