15. Descanso y relax

El amable ranger tenía unas cuantas preguntas.

—Amigos, ¿disfrutan de su estancia en el Monumento Nacional Navajo?

La hoguera alumbraba su honesta, atractiva cara juvenil, perfectamente afeitada. Parecía lo que debe parecer un guardia de parque: alto, delgado, capaz y no demasiado listo.

—Excelente —dijo Doc Sarvis—. Excelente.

—¿De dónde son, si es que puedo preguntarles?

Doc pensó raudo:

—California.

—Tenemos un montón de gente de California últimamente. ¿De qué parte de California?

—De la parte sur —dijo Bonnie.

—¿Le apetece un trago? —dijo Doc.

—Gracias señor, pero no puedo beber de servicio. Es muy amable de su parte ofrecérmelo. Me he dado cuenta de que su auto tiene matrícula de Nuevo México, y por eso les pregunto. Fui a la escuela en Nuevo México.

—¿De veras? —dijo Bonnie—. Mi marido y yo vivimos allí ahora.

—¿Su marido es doctor?

—Así es, sí, eso es —dijo Bonnie.

—He visto el caduceo en el auto. Yo quise hacer bioquímica pero era demasiado para mí, así que me tuve que dedicar al negocio de la naturaleza y ahora, ya me ven, de guardia del parque.

—Eso está bien —dijo Doc—, hay un sitio para cada uno, por humilde que sea, en el orden de las cosas.

—¿De qué parte de Nuevo México?

—De la parte sur.

—Pensé que habían dicho de la parte sur de California, perdónenme.

—Dije que éramos de California. Aquí mi abuelo —Doc frunció el ceño—, es de California. Mi marido es de Nuevo México.

—¿Es mexicano?

—Es de Nuevo México. No nos gustan los términos racistas. Podemos llamarlos hispanos, americanos con nombres españoles o hablantes de español, pero mexicano es un insulto en Nuevo México.

—Es gente orgullosa y sensible —dijo Sarvis—, con mucha tradición y una gloriosa historia detrás.

—Bastante atrás —dijo Bonnie.

—Su marido debe ser el joven con las barbas. Conduce un jeep azul con cabrestante y matrícula de Idaho.

Otra breve pausa.

—Ese es mi hermano —dijo Bonnie.

—¿Lo han visto hoy?

—Va de camino a la Baja California. Puede que ya vaya por Caborca.

El guarda jugueteó con el filo bañado en hierro del ala de su sombrero de guardabosques.

—Caborca, por lo general, se encuentra en el estado de Sonora.

Sonrió dulcemente, tenía los dientes muy blancos, las encías rosas y saludables. La parpadeante luz del fuego bailaba en su corbata firmemente anudada, su insignia de bronce, su placa de guardabosques bañada en oro, el pin con su nombre colocado en el bolsillo de su pecho: Edwin P. Abbot, Jr.

Doc Sarvis empezó a cantar, suavemente, esa canción de «Vente conmigo a St. Louis, Luis», «Vente conmigo a Caborca, Lorca…».

—¿Qué pasó con su otro amigo? —dijo el ranger, dirigiéndose a Bonnie.

—¿Qué otro amigo?

—El propietario de aquel vehículo de allí —apuntó hacia la camioneta de Smith situada en la oscuridad cercana, apenas visible por el resplandor de la hoguera. Por supuesto las placas de la matrícula no estaban. El gran Seldom Seen, dónde se habría metido. ¿De vuelta al más allá? ¿Afuera en las afueras? ¿Entregado y ocupado con sus esposas?

—De veras que no puedo decirle —dijo Doc.

—¿No puede decirme?

—Quiere decir que no sabemos exactamente dónde para —dijo Bonnie—. Dijo que se iba a dar una caminata hacia algún sitio y que estaría de vuelta en cinco días.

—¿Cómo se llama?

Un momento de vacilación.

—Smith —dijo Bonnie—, Joe Smith.

El ranger volvió a sonreír.

—Claro. Joe Smith. ¿Les gusta Page?

—¿Page?

—¿Black Mesa?

—¿Black qué?

—¿Han oído las noticias de esta noche?

—Algo.

—¿Y qué opinan de la crisis energética?

—Estoy cansado —dijo Doc—, creo que me voy a acostar.

—Estamos en contra —dijo Bonnie.

—Yo a favor —dijo Doc después de pensarlo un momento.

—¿Dónde estaban la noche pasada?

—No puedo decirle —dijo Doc.

—Estábamos aquí, justo ante esta hoguera… ¿Dónde estaba usted?

—Se fueron pronto esta mañana.

—Eso es cierto —dijo Bonnie—. Y qué. Mi hermano quería salir temprano y nosotros lo acompañamos y despedimos, eso es todo. ¿Hay alguna ley contra eso?

—Vale, vale —dijo Doc.

—Lo siento, señorita —dijo el ranger—, no quiero entrometerme en sus asuntos. Es sólo curiosidad. ¿Les importa que le eche un vistazo al interior de su auto?

No hubo respuesta.

—¿Qué opinan de las noticias? —preguntó el ranger.

Bonnie y Doc permanecieron en silencio, mirando el fuego. El joven ranger, todavía de pie, todavía dándole vueltas a su sombrero con sus dedos, los miraba a ellos.

—Me refiero al tren, claro —dijo el ranger.

Doc suspiró tristemente y cambió su Marsh-Wheeling al otro lado de la boca.

—Bueno —dijo.

—Lo hemos oído —dijo Bonnie— y nos parece deplorable.

—Lo he dicho antes y lo volveré a decir —dijo Doc—: La anarquía no es la respuesta.

—¿La respuesta a qué? —dijo el ranger.

—¿Señor?

—¿La respuesta a qué?

—¿Cuál es la pregunta?

—Oímos que es un tren automatizado —dijo Bonnie—, así que al menos no ha habido víctimas, supongo.

—Automatizado, claro que sí —dijo el ranger—, pero había un operario a bordo. Ha tenido suerte.

—¿Qué sucedió?

—Según las noticias hubo algún tipo de accidente en el puente de Kaibito Canyon. —El ranger los miró. No hubo respuesta—. Pero desde luego ya han oído las noticias.

—Yo solía comer en un restaurante todo automatizado —dijo Doc Sarvis—. Era demasiado arriesgado. Recuerdo un Autómata en Amsterdam con la 114 cuando yo era estudiante en Columbia. Cucarachas automáticas. Grandes, listas, agresivas Blatella germanica. Criaturas aterradoras.

—¿Qué le pasó al operario? —preguntó Bonnie.

—¿No lo ha oído?

—No exactamente.

—Bueno, al parecer una parte del tren cruzó el puente antes de que el puente se viniera abajo. El operario tuvo tiempo para saltar de la locomotora antes de que ésta se fuese al fondo del cañón arrastrada por la carga que caía. Dicen las noticias que el tren entero, locomotora y ochenta vagones de carbón, acabaron al fondo del Cañón Kaibito.

—¿Y por qué el operario o el ingeniero o quien sea que estuviera a los mandos no piso a fondo o revolucionó el motor o lo que sea para sacarlo de allí?

—No había corriente —dijo el ranger—, se trata de un tren eléctrico, cuando el puente se vino abajo toda la línea eléctrica se fue al garete.

—Deplorable.

—Electrocutaron a algunas ovejas antes de que cortaran la corriente. Esos indios están locos.

—¿A quién?

—¿A quién? A quienquiera que cortase la alambrada.

Una pausa. La madera de junípero se abrasaba procurando un hermoso fuego. El frío de la noche se hacía más profundo. Las estrellas brillaban en el cielo. Bonnie se puso la capucha de su parka. Doc masticó la punta de su cigarro apagado. El ranger esperó, dado que nadie decía nada siguió.

—Desde luego que deben haber sido los indios los que cortaron la alambrada.

—Es gente irresponsable —dijo Doc.

—Según la radio los daños causados en el ferrocarril se elevan a dos millones de dólares. La central tendrá que cerrar durante semanas.

—¿Semanas?

—Eso es lo que dice la radio. Hasta que hayan reparado el puente. Por supuesto que la planta tiene un stock suficiente de carbón a mano. ¿Puedo registrar su auto?

—Sólo unas semanas —murmuró Bonnie, mirando las llamas.

—Adelante, joven, adelante —dijo el doctor.

—Gracias señor.

Bonnie despertó de su ensueño:

—¡Qué! Un momento, enséñeme su orden de registro, compañero, tenemos derechos.

—Desde luego —dijo el ranger—, sólo estoy echando un vistazo —añadió suavemente—. Si prefiere que no vea lo que tenga usted ahí…

—Necesita una orden de registro. Firmada por un juez.

—Parece muy familiarizada con estos tecnicismos legales, señorita.

—Señora para ti, colega.

—Señora, perdón, ¿señora qué?

—Abbzug, ese es el qué.

—Lo siento, pensé que estaba casada con un mexicano.

—De Nuevo México, ya se lo he dicho.

—Pancho Abbzug —explicó Doc.

—Se lo puede creer —dijo Bonnie.

El ranger sacó un radioteléfono con batería portátil del estuche que llevaba en su cinturón, donde además llevaba su porra y una linterna de cinco celdas (no muy aconsejable para los riñones, pensó Doc).

—Si lo prefiere pido una orden de registro. Claro que entonces les tengo que mantener detenidos mientras esperamos —extendió la antena del aparato.

—¿Y dónde va a conseguir ahora una orden? —preguntó Doc.

—Dado que esto es propiedad del Gobierno de los Estados Unidos estamos bajo la jurisdicción de la más cercana corte federal, que resulta que está en Phoenix.

—¿Y va a despertar a un juez?

—Le pagamos cuarenta mil al año.

—Pensé que esto era un parque nacional —dijo Bonnie.

—Estrictamente es un monumento nacional. Como el Valle de la Muerte o Organ Pipe. Hay una diferencia técnica.

—Pero de todos modos es propiedad de todos los americanos —dijo Bonnie.

El ranger vaciló.

—Técnicamente hablando, eso es correcto.

—Así que —siguió Bonnie— el lugar es de veras un parque público. Y usted quiere registrarnos el auto en un parque público.

—No, no es un parque público, es un parque nacional.

—Debería avergonzarse de sí mismo.

El ranger resopló. Luego él añadió lamentándose:

—Lo siento mucho pero es mi obligación. Dado que no me dan permiso para registrar su auto me veo obligado a conseguir una orden de registro —llevó el walkie talkie a sus labios.

—Espere un momento —dijo Doc. El ranger esperó. Doc dijo—: ¿Cuánto tiempo puede tardar?

—¿Cuánto? —el ranger hizo algunos cálculos mentales—. Si traen la orden en auto tardarán unas ocho horas, si el juez está en casa. Un par de horas sólo si la traen en avión.

—¿Y tenemos que esperar todo ese tiempo?

—Si la traen esta noche. Pero lo más seguro es que tengan que esperar hasta mañana.

—¿Puedo preguntarle —dijo Doc— cuál es el propósito de este registro sin orden previa?

—Se trata sólo de una investigación rutinaria. No me llevará ni un minuto.

Doc Sarvis miró a Bonnie. Ella le devolvió la mirada:

—Bueno, Bonnie…

Ella parpadeó y se encogió de hombros.

—Vale —dijo Doc. Se llevó lo que quedaba de puro a la boca y suspiró profundo—. Adelante, registre el auto.

—Gracias.

El ranger apagó la radio, no apagó su linterna y se dirigió cautelosamente hacia el auto. Bonnie lo siguió. Doc se quedó sentado en su hamaca junto al fuego, sorbiendo su bourbon, con la mirada perdida.

Bonnie abrió la puerta trasera de la furgoneta. Una cascada de arena roja y de limo harinoso goteó en las botas brillantes del ranger.

—Hemos estado dando tumbos por las carreteras secundarias, ¿eh? —dijo. Bonnie guardó silencio. El ranger apuntó con su linterna para una comprobación más minuciosa en el montón de cajas que había apiladas en el compartimiento de carga. Cajas pesadas, enceradas de tamaño similar, perfectamente dispuestas. Leyó la etiqueta. Luego se acercó un poco más para leerla de nuevo. Era difícil confundir ese nombre famoso en su ovalada insignia. Difícil no recordar el famoso eslogan: «Las mejores cosas para vivir mejor». Difícil ignorar la pertinente y descriptiva composición en cada una de ellas: 50 libras… 60 por ciento de potencia, 1 ½ x 8, etc. etc. etc.

Era el turno para que el ranger suspirase. De nuevo sacó su pequeño Motorola mientras Bonnie lo miraba hoscamente.

Doc Sarvis se acabó su trago y se levantó de su sillón junto al fuego.

—¡Señor! —le gritó el ranger abruptamente. Doc se dirigía hacia la oscuridad de los árboles—. Eh, usted.

Doc se detuvo, miró al ranger:

—¿Sí?

—Quédese en su sillón, por favor. Sólo quédese donde estaba.

El ranger, como se ha dicho, estaba armado sólo con su porra, y el buen doctor estaba a cincuenta pies de él, fuera de su alcance. Pero la firme autoridad del tono del joven consiguió que un delincuente de mediana edad como Doc Sarvis no desease arriesgarse a tener una confrontación directa. Volvió a sentarse. Murmurando pero obediente.

El ranger, manteniendo vigilada con un ojo a la chica que estaba a su lado y con el otro al doctor Sarvis —ninguna hazaña pues el ranger estaba entre los dos—, habló tranquila pero claramente en el micro de su radio teléfono:

—JB-3, aquí JB-5.

Soltó el botón de transmisión y del aparato llegó la rápida respuesta:

—Aquí JB-3, adelante.

—Necesito ayuda en el Campo 10, el Viejo Campamento: 10-78, 10-78.

—10-4. Ed, estamos en camino. JB-3.

—JB-5, copiado.

El ranger se giró hacia Bonnie. Un tono completamente distinto al que había usado hasta ahora apareció en su voz.

—Muy bien, señorita.

—Señora.

—De acuerdo, señora.

Su tono se rebajaba ahora al gruñido. Sobre su labio superior, perfectamente afeitado, se dibujó un pliegue desagradable. Todo aquel metal y aquel cuero y la piel de castor en los ojos del ranger Abbott, en su corazón. Guarda del parque, pincho de cactus, esbirro de las plantas.

Puso la caja superior de la columna en el suelo.

—Abra esa caja.

—Dijo que sólo quería echar un vistazo dentro de la furgoneta.

—¡Abra esa caja!

—Protesto.

—Usted… abra… esa… caja.

Doc lo observaba todo desde el hosco resplandor que llegaba a su silla, la luz de la hoguera bailando en su nariz, en la calva corona de su cráneo inmenso. Volvió a sorber su vaso y esperó el desenmascaramiento.

Bonnie quitó la tapa de la cubierta. De nuevo vaciló.

—Ábrala.

Ella se encogió de hombros, la mandíbula tensa (unos rizos castaños se derramaron por la curva de su mejilla brillante, las largas pestañas y oscuras se cerraron) y sacó al fin la tapa de la caja.

El ranger miró dentro. Vio lo que parecían ser un montón de tapas de tarros y tarros. Raro. Sacó uno de los tarros y leyó en la etiqueta: Deaf Smith Brand, Mantequilla de Cacahuete clásica. Muy raro. Desenroscó la tapa. Dentro del tarro un líquido aceitoso. Olió, metió un dedo, lo sacó cubierto de una oleaginosa sustancia marrón.

—Mierda —murmuró sin dar crédito.

—No, mantequilla de cacahuete —dijo Bonnie.

Se limpió el dedo sobre la caja.

—Pruébelo —dijo Bonnie—, le va a gustar.

Cerró el tarro y embistió de nuevo.

—Abra la siguiente caja.

Bonnie la abrió, tomándose su tiempo. Y la siguiente. Dos rangers más llegaron. Abrió todas las cajas mientras el ranger Abbott y sus refuerzos la vigilaban, serios y en silencio. Ella les mostró la mantequilla de cacahuetes, las judías enlatadas, los copos de maíz Green Giant Sweet, el dulce Aunt Jemima, el atún en lata, las almejas, las ostras en lata, las latas de conservas, las bolsas de azúcar y de harina, el sirope Karo, los utensilios de cocina y los de baño, sus libros de jardinería, los libros de cocina y el ejemplar autografiado, de incalculable valor, de la primera edición de Solipsismo Desierto, sus preciosos bikinis y los calcetines de Doc, etc., etc… todo perfectamente empaquetado y almacenado en aquellas cajas compactas, duras, resistentes de dinamita.

—¿Dónde consiguió estas cajas? —preguntó el jefe de los ranger.

—Déjenla en paz —dijo Doc desde el fuego, débilmente.

—Cállese. ¿Dónde consiguió estas cajas?

—Las encontramos en vuestros contenedores de basura —dijo Bonnie—, allí —y apuntó vagamente, con una mano incierta, hacia alguna de las zonas vacías del campamento cercano.

Los rangers se miraron los unos a los otros, conjeturando.

—Fueron ellos —dijo el jefe y chasqueó los dedos—. Esos malditos indios «chochones».

—Querrá decir shoshoni.

—Shoshoni, eso es, esos bastardos de melenas. Vámonos de aquí. Ed, llama al sheriff y nosotros daremos parte al Departamento de Seguridad.

Los tres hombres se sumergieron en la noche camino de sus vehículos de patrulla, hablando rápido y bajo, diciendo algo sobre el MIA, el Movimiento de los Indios Americanos, los Perros Locos, la tribu de los «chochones» y la reconstituida Iglesia de los Nativos Americanos de la Cabeza de Shinolá de los Últimos Días.

—Poder rojo —gritó Bonnie tras ello, levantando el dedo corazón de una de sus manos por encima de la mantequilla de cacahuete, pero los rangers, desplegándose ya en todas direcciones, no la oyeron.

Una pausa.

Dos tipos ásperos salieron de las sombras con las ropas cubiertas de polvo, sonrisas tímidas en las caras, sosteniendo cada cual una lata de cerveza.

—¿Se han ido? —dijo Seldom Seen.

—Se fueron —dijo Bonnie.

—Te has tomado tu tiempo —dijo Hayduke.