12. El brazo del Kraken
Inspeccionando el objetivo, los cuatro magníficos se dirigieron desde el altiplano de Betatakin, más allá de los bosques de juníperos y de las dunas de arena, a la autopista que los llevaba al cruce con Black Mesa. La señorita Abbzug iba al volante: confiaba en que nadie más condujese la extravagante furgoneta Buick de 9955 dólares (menudo carro, Doc, le dijo Smith. Doc se encogió de hombros: es sólo un medio de transporte). Aparcaron en la cafetería del cruce —a pesar de las objeciones de Bonnie— para tomar café y refrescarse intelectualmente.
Abbzug pensaba que no era muy sensato dejarse ver en un lugar público que estaba tan cerca del escenario de su próximo objetivo.
—Somos criminales ahora —dijo—, y debemos empezar a comportarnos como criminales.
—Eso es verdad —dijo Doc, encendiendo el segundo puro del día—. Pero George necesita su sustento químico.
—Mierda —dijo Hayduke—. Lo principal es que hagamos el jodido trabajo y nos larguemos de una puta vez.
Bonnie se quedó mirándolo a través del humo de su cigarrillo. Estaba especialmente hermosa esa mañana: lucía fresca como una rosa, los grandes ojos violetas brillaban con exuberancia y buen humor, la melena fragante y rica tenía el tono de las castañas caramelizadas, proyectaba reflejos cobrizos de whisky escocés.
—¿Por qué? —dijo ella, dirigiéndose a Hayduke con severa indiferencia, con una de sus miradas láser—. ¿Por qué lo haces? —le arrojó un anillo de humo a la cara—. ¿Es que no puedes terminar una sola frase sin soltar una palabrota?
Smith se echó a reír.
Hayduke, bajo el pelo y la cara quemada por el sol, pareció contrariado. Tenía expresión de disgusto.
—Bueno, mierda —dijo—, joder, no lo sé, supongo… bueno, mierda, si no digo palabrotas no puedo hablar.
Una pausa.
—No puedo pensar en serio si no digo tacos.
—Eso es exactamente lo que creía —dijo Bonnie—. Eres un tullido verbal. Usas las obscenidades como muleta. La obscenidad es una muleta para los tullidos mentales.
—Joder —dijo Hayduke.
—Exactamente.
—Que te jodan.
—¿Lo ves?
—Vale, vale —dijo Doc—. Haya paz. Tenemos trabajo que hacer, amigos, y la mañana se nos marcha —llamó a la camarera, le trajeron la cuenta, buscó en su cartera y sacó la tarjeta de crédito.
—Metálico —murmuró Hayduke—, paga en metálico.
—Vale —dijo Doc.
Fuera, se abrieron paso entre manadas de ajetreados turistas genuinos y entre genuinos y nada ajetreados indios hacia el gran auto negro con matrícula de California. ¿California? Por la mañana temprano, Hayduke y Bonnie habían «tomado prestadas» las placas de las matrículas de automóviles de turistas en tres diferentes estados y las habían colocado —temporalmente— en sus propios vehículos. Asumiendo, por supuesto, que los que habían perdido las placas no lo notarían en cientos de millas.
Bonnie conducía, fueron por la carretera hasta el borde de Black Mesa. Desde un punto alto cercano a la carretera, con los binoculares, inspeccionaron el esquema del sistema de transmisión carbonífero.
Hacia el este, más allá de las crestas onduladas de la superficie de la meseta, se extendían en continua expansión las minas a cielo abierto de la Peabody Coal Company. Cuatro mil acres que antes fueron tierras de ovejas y de vacas, y que ahora habían sido evisceradas: otros cuarenta mil acres ya habían sido entregados en concesión. (Los había cedido la Nación Navajo, representada por el Departamento de Asuntos Indios bajo la jurisdicción del Gobierno de los Estados Unidos). El carbón era excavado con gigantescas palas eléctricas y máquinas dragadoras, la más grande de las cuales tenía una capacidad de 3600 pies cúbicos. Se cargaban camiones con el carbón extraído, los camiones recorrían una pequeña distancia hasta el depósito de procesado, de donde salía, lavado y empaquetado, una parte del cual iba hacia la central eléctrica que estaba cerca del lago Mohave, Nevada, y el resto se transportaba en un convoy a las torres de almacenaje de la empresa ferroviaria BM & LP, que a su vez se encargaba de llevar el carbón ochenta millas más allá, a la Central Navajo, cerca de la ciudad de Page.
Smith y Hayduke, Abbzug y Sarvis estaban especialmente interesados en el tren de mercancías, que parecía el eslabón más débil de todo el sistema. Había noventa millas desde la mina hasta el punto al que llegaba el ferrocarril. En la mayor parte de esa distancia, el convoy era vulnerable, corría pegado al suelo, apenas escondido por juníperos y pinos piñoneros, desprotegido. Desde el borde de la meseta descendía al nivel de la autopista donde se elevaba otra vez, sobre la autopista y hacia la cima de los cuatro silos de almacenamiento. La cinta corriendo sobre los rodillos, todo el aparataje accionado eléctricamente.
Se sentaron y contemplaron aquel potente motor en acción que transfería una media de 50.000 toneladas de carbón diarias haciéndolo atravesar la meseta, bajar a la llanura y subir a las torres. Cincuenta mil toneladas. Todos los días. Durante treinta, cuarenta, cincuenta años. Todo para alimentar la central eléctrica de Page.
—Me parece —dijo Doc— que ésta es gente seria.
—No es gente —dijo Smith—, sólo un animal mecánico.
—Ahora lo pillas —estuvo de acuerdo Doc—. No estamos luchando contra seres humanos. Estamos luchando contra megamáquinas. Una megalomaníaca megamáquina.
—No hay problemas —intervino Hayduke—. Todo está listo para nosotros. Usaremos ese puto convoy para hacer saltar las torres de carga. Nada puede ser más sencillo. Mira, es tan fácil que me pongo hasta nervioso. Dejaremos nuestra mierda en el bosque, cerca de la cinta. La ponemos en la cinta, encendemos la mecha, la cubrimos con un poco de carbón, y ella sola pasa por la autopista y entrará en la torre. Y kataplán.
—¿Y cómo haces para calcular el tiempo justo?
—Esa es la parte matemática. Tenemos que imaginar la velocidad de esa cosa, medir nuestra distancia hasta las torres, calcular cuánta mecha vamos a necesitar. Simple.
—Supón —dijo Doc— que hay alguien trabajando en esas torres de carga.
—Ese es un puto riesgo que tendremos que correr —dijo Hayduke.
—¿Tenemos que correrlo?
—Vale, no habrá nadie trabajando en esas torres pero de todos modos telefonearemos a la compañía, les damos diez minutos para que despejen el sitio. Es lo correcto.
Hubo un silencio. El más ligero de los céfiros acariciaba la hierba seca a sus pies. Había un olor en el aire, cierto olor… un fuerte aroma metálico.
—No lo tengo nada claro —dijo Smith.
—A mí tampoco me gusta —dijo Hayduke—. Yo me olvidaría del puto asunto y me iría volando a pescar a West Horse Creek. Olvidémonos de Black Mesa. Dejemos a la compañía de carbón que siga a lo suyo. ¿A quién cojones le importa si en cinco años se han cargado quince millas de Grand Canyon porque han jodido todo el aire con esa central hija-de-puta? Y en cualquier caso prefiero estar recogiendo aguileñas en las montañas sobre Telluride. ¿Por qué cojones iba a preocuparnos nada de esto?
—Ya lo sé, pero no me gusta nada que juguemos con los explosivos —dijo Smith—. Alguien puede resultar herido.
—Nadie va a resultar herido. Siempre y cuando no empiecen a dispararme.
—Volar las cosas es un delito y puede que sea un crimen federal, ¿me equivoco, Doc?
—Así es —confirmó Doc—. Por otra parte —no dejaba de dar chupadas a su largo Marsh Wheeling, y miraba a través de la nube de humo primero a Hayduke y después a Smith y otra vez a Hayduke—, es impopular. Malas relaciones públicas. La anarquía no es la respuesta.
—Doc tiene razón —dijo Smith.
—Maldito mormón —murmuró Hayduke—. ¿Por qué no te vuelves a tu casita? A tu puto LSD. Lameculos todo el Santo Día.
—Puedes insultar mi religión —dijo Smith, mosqueado—. Pero no hay modo de hacerlo. Lo que digo es que no creo que sea una buena idea, o sea, lo de usar dinamita, quiero decir.
—Es peligroso —dijo Doc—. Podemos matar a alguien. Podemos hasta matarnos nosotros. No son buenas relaciones públicas.
—Ellos lo intentaron todo —se impacientó Hayduke—. Lo intentaron por la vía legal, lo intentaron con putas grandes Campañas publicitarias, con políticos.
—¿Quiénes son ellos?
—Me refiero a los ancianos Hopi, los del Movimiento Indio Americano, el Comité de Defensa de Black Mesa, todos esos tipos de gran corazón.
—Para el carro —dijo Smith—. No estoy diciendo que lo dejemos. Sólo digo que no estoy muy seguro de que vaya a servirnos esa mierda que llevas bajo los sacos de dormir. Lo que digo es que podemos hacer descarrilar el convoy con unas cuñas de acero. Podemos cortar las alambradas y dejar que pasen los caballos y las ovejas y se queden sobre los raíles. Podemos coger la sierra McCulloch de Doc y segar todos los palos de la línea eléctrica a lo largo de la vía férrea. Con eso los pararemos. ¿Necesitan electricidad, verdad? Podemos cortar la electricidad de la mina a cielo abierto, y esas excavadoras también necesitan la electricidad. Podemos hacer agujeros en sus transformadores con la pistola del viejo George, y cargarnos sus acondicionadores de aire. Podemos pegar cepos en las cintas de rodadura del convoy y ver cómo se hacen mermelada. No me gusta la dinamita. No la necesitamos.
—Vamos a votar —dijo Hayduke—. ¿Qué dices, Doc?
—Nada de votaciones —dijo Doc—. No vamos a permitir la tiranía de las mayorías en esta organización. Procederemos según el principio de unanimidad. Lo que hagamos lo haremos porque todos lo queremos hacer o no lo haremos. Esta es una hermandad, no una asamblea legislativa.
Hayduke miró a Bonnie en busca de apoyo. Era su última esperanza. Sus ojos inmóviles resistieron su mirada, le dio una calada a su cigarrillo sin dejar de mirarle.
—No he dicho que esté absolutamente en contra, sólo que no estoy seguro —siguió Smith.
—Mierda —dijo Hayduke, volviéndose hacia Smith—. Lo que estás diciendo es que queremos cometer delitos pero no estás seguro de si lo haremos de forma correcta, eso es lo que estás diciendo, Seldom.
—No, George, lo que estoy diciendo es que tenemos que tener mucho cuidado con cómo hacemos lo que hacemos. No podemos hacer las cosas bien si las hacemos mal.
Hayduke se encogió de hombros, disgustado con el rumbo de la discusión. Oyeron el creciente rumor del convoy de carbón, el estruendo del tráfico en la autopista, el lejano clamor del ferrocarril eléctrico. Al este, a unas diez millas, el polvo de las minas se levantaba hacia el cielo oscureciendo el sol de la mañana con un inmenso velo de polvo de carbón y partículas marrones de tierra. La pausa amenazó con convertirse en parálisis. Así que Bonnie tomó la palabra.
—Hombres —empezó—, porque eso es lo que sois…
—Por-el-mismísimo-y-jodido-Cristo —aulló Hayduke.
—Eso es lo que sois, estamos en esto juntos, para lo bueno y para lo malo. Ya hemos hecho lo bastante como para que nos encierren de por vida si nos cogen. Así que lo que digo es: adelante. Utilicemos cualquier cosa que necesitemos y cualquier cosa que tengamos.
Smith sonrió, algo triste, a aquellas mejillas sonrosadas, ojos brillantes, pechuga deliciosa, perdida aquí, para siempre exiliada desde su lejano Bronx. Con los ajustados vaqueros que llevaba, aquellos pantalones desgastados que se amoldaban suavemente como una segunda piel a cada una de sus comestibles curvas. Demasiado. Las chicas, pensó Smith, oh las colegialas, un día ellas llevan miniblusas y muestran sus ingles y al día siguiente caderas bajas para mostrarte sus vientres. Maldita sea, demasiado para que un hombre pueda soportarlo. Mejor vuélvete a Bountiful. Cedar City. Green River. Vuelve allá adonde pertenecen tus cojones.
—Bonnie —dijo, escapando de sus imaginaciones—, ¿quieres decir dinamita?
Bonnie lo bendijo con una de sus dulces sonrisas.
—Lo que te venga bien a ti.
Smith, a punto de derretirse, dijo:
—Querida, yo estoy contigo en todo, estoy con Abbzug de la A a la Z.
—Vale, por los clavos de Cristo —dijo el impaciente Hayduke—. Ahora estamos hablando de negocios. ¿Doc?
—Amigos —dijo Doc—, no creo en la regla de las mayorías. Lo sabéis. Tampoco creo en que las minorías lleven razón. Estoy contra toda forma de gobierno, incluyendo el buen gobierno. Me quedo con el consenso de la comunidad. Sea cual sea. Y sea adonde sea adonde nos lleve. Eso sí, siempre que no quebrante nuestra regla cardinal: no violencia contra seres humanos. Mirad la Verbesina encelioides florecida allí, bajo el Juniperus osteosperma.
—¿Qué semilla es esa?
—¿Quieres decir J. monosperma, Doc? —dijo Smith—. Échale otro vistazo.
Doc Sarvis se bajó las gafas y echó otro vistazo:
—Claro, claro, monosperma, muy bien. El follaje no es tan arracimado. Las bayas grandes y marrones.
—Vamos a movernos —dijo Hayduke, dándole un toque en el hombro, no muy amistoso, a Bonnie.
Condujeron hacia el este por la maleza para observar las operaciones de la mina a cielo abierto. Rodaron por el cauce y fuera de él, cruzaron más terrazas llenas de matojos, pasaron los suburbios navajos donde estos estaban en sus puertas de entrada mirando al sol de la mañana, atravesaron un rebaño de ovejas dirigido por un chaval a caballo, y pusieron rumbo hacia la nube de polvo contra la luz que levantaba aquella danza macabra de las grandes máquinas.
Lo primero que vieron fue un montón de crestas de tierra volcada, bancos de despojos en perfecta formación paralela, hileras de roca y tierra sacada que no volvería a alimentar las raíces de los arbustos, de los árboles ni de la hierba (al menos durante el tiempo que durase la venta de la engañada y traicionada Nación Navajo).
Lo siguiente que vieron fue un removedor de tierra Euclides con el brazo mecánico de unos veinte pies de alto inclinado hacia ellos, las luces encendidas, echando bocanadas de diésel, la bocina bramando como un dinosaurio herido. Al volante, disfrutando de la dirección asistida, iba, mirándolos a través de sus opacas gafas de protección, con un sucio respirador colgado al cuello, un polvoriento granjero desarraigado de Oklahoma o el este de Texas. Bonnie sacó el gran auto fuera de la carretera a tiempo de salvar sus vidas. Aparcaron a la sombra, ocultándose entre unos pinos, y desde allí la banda se dirigió pie a una loma cercana, armados con prismáticos.
La vista desde la loma era difícil de describir en cualquier idioma terrícola conocido. Bonnie tuvo la impresión de que aquello era una invasión de marcianos, la Guerra de los Mundos. El capitán Smith se acordó de la mina a cielo abierto de Kennecott (la más grande del mundo), cerca de Magna, Utah. Doc Sarvis pensó en una llanura de fuego y en los oligarcas y los oligopolios que había detrás: la Peabody Coal era sólo un brazo de la Anaconda Copper, la Anaconda sólo una pierna de la United States Steel, la U.S. Steel mantenía una relación incestuosa con el Pentágono, la TVA, la Standard Oil, General Dynamics, Dutch Shell, las industrias Farben. Todo aquel conglomerado empresarial se esparcía por el planeta entero como un kraken global (el mítico monstruo marino de las costas noruegas), tentacular, mirada de piedra y discurso de loro, su cerebro un banco de computadores procesando datos, su sangre, el flujo del dinero, su corazón, una dinamo radiactiva, su idioma, el monólogo tecnotrónico de los números que se imprimían en las cintas magnéticas.
Pero George Washington Hayduke tuvo la visión más clara y la más simple: Hayduke pensó en Vietnam.
Mirando a través del polvo, a través del alboroto y el movimiento, pudieron ver un agujero de unos doscientos pies de profundidad, cuatrocientos de ancho, una milla de largo, uno de los lados amurallado por una pared de carbón, donde las palas mecánicas de diez pisos de altura, como decía Smith, estragaban la tierra, sacaban la roca fósil de su matriz de tierra y arena rocosa y echaban lo que extraían a los lechos de los remolques de los camiones. Más allá de la primera máquina, en un pozo más lejano, vieron la parte de arriba de otro monstruo, cables y polea de otro invasor alienígena en pleno trabajo, excavando todavía más hondo, casi fuera de su vista. Hacia el sur vieron una tercera máquina, más grande aun que las otras. No tenía ruedas como los camiones ni rodillos sin fin como los tractores, «caminaba» con un pie después del otro, hacia su objetivo. Los pies eran unas bases de acero que parecían pontones, cada uno de ellos tan grande como un barco, elevaba uno y luego el otro, con engranajes excéntricos que giraban hacia delante deslizando a la máquina, luego el otro, y luego el ciclo se repetía. Avanzando, como un pato, la enorme estructura eléctrica, con su cabina de control, su chasis, su superestructura, su cráneo, cables y su cubo de extracción de mineral. Como una industria andante. La máquina se alimentaba eléctricamente: un grupo de hombres fuera de ella se ocupaba de la línea de alimentación mediante un cable tan grueso como el muslo de un hombre a través del que palpitaba el voltaje que conectaba los motores con la sala de máquinas —jugo suficiente, según presumían sus constructores, para dar luz a 90.000 almas—. La tripulación del cable, cuatro hombres en un camión, lo mantenía en tensión y se ocupaba además de arrastrar, a la par que la excavadora, en un trineo de hierro, la unidad del transformador. Removedor de tierra gigante: la Gema de Arizona.
Somos demasiado pequeños. Ellos son demasiado grandes, pensó Bonnie.
—¿Qué tiene eso que ver? —masculló Hayduke, los colmillos blancos brillando a través del polvo.
¿Por qué tendrá tanta intuición este bruto?, pensó ella agradablemente sorprendida. Imaginación. Tiene intuición. ¿O es que lo he dicho en voz alta?
Volvieron a las vías de tren, a través de nubes de polvo por la bacheada carretera, siguiendo la serpiente inmóvil de intestino peristáltico —el sistema de transporte del carbón, la cinta sin fin—. Hayduke observaba cada recodo, cada curva, cada quebrada, cada barranco, cada bosquecillo de enebro, cada matorral a lo largo del curso, e hizo sus planes.
Doc iba pensando: todo este fantástico esfuerzo —máquinas gigantes, red de carreteras, minas al aire libre, cinta transportadora, chimeneas, torres de carga, raíles, tren eléctrico, planta de manufacturación de carbón de millones de dólares, diez mil millas de torres de alta tensión y centrales de alto voltaje, la devastación del paisaje, la destrucción del hogar de los indios y de los pastos de los rebaños de los indios, de los terrenos sagrados de los indios, de sus cementerios, el envenenamiento de las últimas reservas de aire limpio que quedaban en los cuarenta y ocho estados de la Unión, la exacerbación del precio de los suministros de agua, todo ello una tarea ciclópea, extremadamente cara y un insulto descarado al paisaje y al cielo y al corazón humano—, todo ello, ¿para qué? ¿Para qué todo? Para que las farolas de los suburbios de Phoenix que aún no se han construido tengan luz, para que funcione el aire acondicionado en San Diego y Los Ángeles, para iluminar a las dos de la mañana un montón de parkings de centros comerciales, para proveer las centrales de aluminio, las de magnesio, las fábricas de cloruro de vinilo y las fundiciones de cobre, para que se enciendan los tubos de neón que hacen que Las Vegas sea Las Vegas, y Alburquerque, Tucson, Salt Lake City, el amalgamado metrópoli del sur de California, para mantener vivas esas fosforescentes y putrefactas glorias (toda la gloria que queda) llamadas Down Town, Night Time, Wonderville, U.S.A.
Aparcaron un momento junto a la vía del tren. Los raíles se curvaban en un gran arco cruzando la tierra de los Navajo hasta perderse camino de la central de Page, setenta millas más allá del horizonte. Los raíles, sujetos a traviesas de cemento, se habían colocado sobre un lecho de piedra triturada… De arriba colgaba una especie de línea de tranvía de alta tensión sujeta a los postes de madera. Palas mecánicas, línea de transporte, ferrocarril: todo ello necesitaba de la electricidad. Ninguna maravilla (pensó Bonnie) tener que construir una nueva central eléctrica para alimentar de energía la central eléctrica que era la misma central eléctrica que la central eléctrica que la abastecía: ¡la magia de los ingenieros!
—¿Veis lo que digo? —dijo Hayduke—. Simple como la mierda. Colocamos una carga aquí, otra carga allí, desenrollamos unos cientos de yardas de cable, lo conectamos al detonador y ponemos las blancas manos de Bonnie sobre el émbolo.
—No hables de eso —le avisó Doc—. Hay sensores…
A solo media milla de distancia rugía una multitud de turistas veraniegos en sus caravanas de dos toneladas, en sus cruceros remolcados, en sus jeeps con llantas Mágnum, sus buggies, en sus Winnebagos en los que portaban sus motos Kawasaki, sus coches con botes en las bacas. El cuarteto los saludó. Mujeres de pelo azul con gafas de sol de monturas doradas respondieron al saludo mostrando el resplandor de sus sonrisas.
De vuelta al campamento en el Monumento Nacional Navajo, bajo los pinos agitados por la brisa, desplegaron el mapa sobre la mesa de picnic y comenzaron a hacer planes. La llama de unas ramas de junípero alimentaba el fuego que mantenía caliente el café. Dulce y sutil fragancia a bosque mezclado con el aroma del café y el olor a algo más: Hayduke volvía a oler a hierba.
Miró a Abbzug:
—Tira eso al fuego.
—Tú estás bebiendo cerveza.
—Siempre bebo cerveza. Tengo una jodida alta tolerancia a la cerveza. No me afecta al juicio. Además, es legal. Todo lo que necesitamos es que nos cojan por tu maría. Cada minuto pasa uno de esos ranger, y todos ellos pueden oler tu hierba a media milla de aquí.
Bonnie se encogió de hombros.
—Oye Doc, ¿es que no tienes ningún control sobre esta mujer? Dile que tire su maldita hierba al fuego.
—Ya vale, ya vale, vale ya. —Bonnie apagó su pequeño petardo en la madera de la mesa y escondió lo que quedaba en el tubito de un Tampax —tamaño pequeño—. Dios santo, estás neurótico, ¿qué demonios pasa contigo?
—No, ¿qué pasa contigo? —le dijo Hayduke.
Doc se quedó mirando pensativamente los árboles del atardecer. Smith inspeccionó sus uñas. Bonnie miraba hacia la mesa.
—Tengo miedo —dijo ella.
Un momento de embarazoso silencio.
—Bueno, joder, yo también tengo miedo —dijo Hayduke—. Por eso es por lo que tenemos que tener mucho mucho, mucho, cuidado.
—De acuerdo —dijo Doc Sarvis—. Ya es suficiente. Vamos a hacer planes para esta noche.
—El sol se está ocultando —dijo Smith—, y la vieja luna aparecerá a eso de medianoche.
—Esa es la señal —dijo Hayduke.
Suavemente empezó a cantar Doc una pieza de «The wearing of the Green».
Oh, te digo, Sean O’Farrell,
estate preparado rápido y pronto,
nuestras picas deben estar juntas
cuando aparezca la luna…
—Eso es. Voy a poner estas lentes azules en las linternas.
—¿Y eso para qué?
—Para que las luces de las linternas se mezclen con la de la luna. ¿No es evidente? Pásame el mapa, Doc.
De nuevo revisaron los posibles planes. Hayduke, queriendo tomar ventaja sobre todos los demás —sorpresa— urgió a que hicieran lo que denominaba un Grand Slam: cargarse las vías, el tren del carbón, las palas mecánicas, las torres de almacenamiento y el convoy todo de una vez, todo junto, cuando saliese la luna. Nunca iban a tener una oportunidad como aquella, argüía, de ahí en adelante todo el sistema iba a estar controlado y supervisado, hombres armados patrullarían los caminos, los helicópteros surcarían los cielos. Nunca tendrían una ocasión tan brillante. Los otros plantearon objeciones, sugirieron alternativas: Hayduke, despiadado, las aplastaba todas.
—Mirad —dijo—, es muy simple. Minamos el puente sobre Kaibito Canyon. Abbzug no tiene que sentarse allí por su cuenta toda la noche. Una mina de liberación: cuando la locomotora silbe su blooooooooeeeeee. De una sola carga derribamos el puente, las vías y el tren. Además de que también nos cargamos probablemente la línea eléctrica: si no, lo hacemos más tarde con la puta motosierra que Doc vio, como Seldom dijo. Eso por un lado, yo entretanto voy y pongo unas cuantas cargas en los motores de esas dragadoras y ¡ka-blaam!, fuera de servicio durante meses. Mientras yo hago eso, el viejo Doc y nuestros muchachos Abbzug y Smith meten en la cinta transportadora una carga de Red Cross Extra y en cinco minutos llega a las torres y ¡kataplum!, vuelta al campamento. Unos días de descanso, hacemos turismo, vemos Keet Seel, Betatakin. Luego nos vamos tranquilamente. Sin llamar la atención. Cuidado con los polis que van disfrazados de hippies Navajo. Manteneos limpios. Nada de hierba en el auto. Comportaos como turistas. Abbzug, ponte un vestidito por el amor de los cielos. Doc —bueno, no tenemos que preocuparnos por Doc, incluso aunque se pusiera un mono no llamaría la atención—. (Doc lo miró severamente). Deshaceos de la matrícula de California. Sonreíd amablemente al hermoso policía que os detenga. Tratad de recordar que ese policía es vuestro amigo. Sed correctos con el hijo-de-puta. Nos reuniremos todos de nuevo en un mes, después de que las aguas se hayan calmado. En la parte alta de la tierra de los cañones. Hay putas cosas importantes que hacer allí. ¿Alguna pregunta?
—Toda esa violencia —dijo Doc—. Nosotros somos respetuosos con la ley.
—¿Qué es más americano que la violencia? —quiso saber Hayduke—. La violencia es tan americana como la pizza rápida.
—El chop suey —dijo Bonnie.
—Chile con carne.
—Bagels de salmón.
—No me gusta andar con dinamita —dijo Smith—. ¿Quién va a llevar la carga para las torres de almacenaje mientras tú estás a diecinueve millas al este cargándote todas esas excavadoras?
—Yo fijaré la carga. Todo lo que tenéis que hacer Doc y tú es cargarla en la cinta y encender la mecha. Mientras, Abbzug vigila. Luego al auto y hasta luego. Estaréis a dos millas de allí cuando la cosa estalle, de vuelta al campamento. Sólo aseguraos de que la mecha se enciende.
Hayduke los miró. El fuego crepitaba en susurros. El crepúsculo de nuevo.
—George, te entusiasmas tanto que me asustas —dijo Doc.
Hayduke le ofreció su sonrisa de bárbaro, tomándolo como un cumplido.
—Me doy miedo hasta yo —dijo.
—Sí, pero no has pensado en todo —dijo Bonnie—. Porque, ¿qué hay de esto, Lawrence de Arabia, cuando…?
—Llámame Rudolf el Rojo…
—¿… cuando los trenes se muevan, Rudolf? ¿Cuánta gente habrá tripulándolos? ¿Qué pasa con ellos? Y si el tren estalla en ese puente antes de que nosotros llevemos a cabo el resto del plan, entonces ¿qué? Adiós a tu elemento sorpresa.
—He hecho mis deberes. Los trenes de carga dejan Black Mesa dos veces al día, a las 06:00 horas y a las 18:00 horas. Los que salen de Page lo hacen al amanecer y a medianoche, de donde cabe deducir que los trenes se cruzan en algún punto cada seis horas. El puente de Kaibito Canyon se encuentra a mitad de camino de las dos estaciones. Los trenes de carga se cruzan alrededor de las 08:00 y las 20:00 horas.
—Habla en cristiano.
—Las ocho de la mañana y las ocho de la tarde. Así que nos podemos sentar por allí a las ocho, ver cómo sale el tren de carga y plantar nuestra mina. Tenemos seis horas antes de que el tren de Page regrese de Page. Volvemos deprisa aquí, con todo ya listo, para que empiecen los fuegos artificiales a las dos de la mañana, justo el tiempo de que el tren vacío se estrelle en el cañón. Tres incidentes separados en ubicaciones muy distantes una de otra: los federales pensarán que han sido los indios. De hecho…
—Vamos a echarle la culpa a los indios —dijo Doc—. Todo el mundo ama a los indios, ahora que han sido domesticados. Así que daremos pistas aquí y allá. Botellas de Tokay. Cómics. Botellas de brandy de melocotón. Graffitis de Ya-ta-hay en el puente. Los medios de comunicación se encargarán de amplificarlo y media docena de organizaciones indias se apresurarán a reclamar su crédito.
—Pero no has respondido a todas mis preguntas —dijo Bonnie—. ¿Qué pasa con los hombres que vayan en el tren?
—De acuerdo —dijo Hayduke—, esa es la parte que más gustará a los pacifistas. Esos trenes de carbón son automáticos. No llevan tripulación. No hay nadie a bordo.
Una pausa.
—¿Estas completamente seguro de eso? —preguntó Doc.
—Leo los periódicos.
—¿Y has leído eso en un periódico?
—Oye, la compañía lleva un año jactándose de cómo funcionan sus trenes. Computerizados. Ni una mano humana en los controles. El primer tren automático cien por cien del mundo entero.
—¿No llevan ni un vigilante a bordo?
Hayduke se impacientaba.
—Puede que lo hubiera, un vigilante en la cabina del piloto —dijo—. Pero ya no. Llevan operando más de un año sin un solo altercado. Hasta que llegamos nosotros.
Una pausa.
—No me gusta —dijo Smith.
—Dios santo, es que tendremos que planearlo todo desde el principio otra vez.
Silencio.
Un chotacabras empezó a canturrear en la copa de un pino.
—Sabes lo que me gustaría —dijo Bonnie—. Me gustaría tener un cono de helado Baskins Robbins con doble extra de caramelo y nueces ahora mismo.
—¿Y sabes qué me gustaría a mí? —dijo Doc Sarvis—. Me gustaría…
—Ya, ya, lo sabemos —dijo Bonnie.
—Claro. Lo imagináis. Con brackets en sus dientes, agachándose a por la vainilla francesa, o por la frambuesa silvestre.
—Nada es más predecible que un libertino senil. Nada más fácil de reconocer. Siempre se olvidan de cerrarse la bragueta.
Una pausa significativa.
Tres hombres, en la oscuridad, bajo la mesa de picnic, tocándose furtivamente la parte delantera de sus pantalones. Después se oyó el sonido de una cremallera cerrándose.
De la plaza ocupada más cercana en el campamento —había otras tres vacías en medio— llegaba el sonido de un hacha ejercitándose. Y el canto del pájaro en el árbol.
—Una cosa más, machotes míos, y esta es seria —les dijo Bonnie—. Y la cosa es, ¿qué puto sentido puede tener, en el nombre de la santísima madre de nuestro jodidísimo señor Jesucristo, el hecho de volar un puente y cargarnos un tren de carbón si nosotros no estaremos allí para ver cómo sucede? ¿Eh? Respondedme alguno de vosotros, genios del valle.
—Bien dicho —dijo Doc Sarvis.