10. Doc y Bonnie de compras
G.B. Hartung and Sons, Suministros de Minas e Ingeniería. El más joven de los Hartung cargaba Du Pont normal y Du Pont Cruz Roja extra en la nueva furgoneta Buick de Doc. Eran diez cajas enceradas, selladas y lacradas. Detonadores, cables, fusibles de seguridad, mechas, cartuchos. Una carga con aspecto dramático. Estilo. Clase.
—¿Qué va a hacer con todo esto Doc? —quiso saber el chico.
—Fuegos artificiales —le dijo Doc, estampando su firma en el último de los documentos federales—. Lejos del rancho.
—¿En serio?
—Bastante en serio.
Abbzug resopló:
—Tenemos un encargo para explotar una mina —dijo.
—Oh —dijo el chico.
—Treinta encargos.
—He oído que el oro se pone a 180 dólares cuando va a Europa. ¿Piensan exportar sus encargos?
—Así es —dijo Doc—. Ahora métete esto en la boca… quiero decir, en el bolsillo.
El chico miró atentamente el billete.
—Hey, Doc, muchísimas gracias.
—No hay por qué darlas, chaval.
—Vuelve pronto, tan pronto como puedas.
—Lo haremos —dijo Bonnie—. Puto niñato de mierda —añadió cuando ya estuvieron en camino—, he estado a punto de reventarle la boca.
—Vamos, vamos, es sólo un chaval.
—¿Sólo un chaval? ¿Le has visto esa cara llena de granos? Apuesto a que ya tiene la sífilis.
—Eso es más que probable. La mitad de los chavales de este estado ya la tienen. Y la otra mitad tiene gonorrea. Deberíamos tatuar en todos los penes de adolescentes de Nuevo México: Muchachas, examínenlo cuidadosamente antes de introducirlo en la boca.
—No seas vulgar.
—Órganos de la boca —Doc siguió despotricando—. Espiroquetas, gonococos, Treponema palida. Consideremos «Syphilis, sive Morbos Gallicus», poema de Girolamo Frascatoro, de alrededor de 1530. El héroe de esta tragedia pastoral en verso era un pastor llamado —no estoy de coña— Syphilus. Como muchos pastores, cayó enfermo de pasión por una oveja de su rebaño, lamento no recordar ahora el nombre. Amo a esta oveja, decía Syphilus, agarrando bien sus patas traseras y colocándolas sobre sus borceguíes, e introduciendo luego su seudópodo en la raja de ella. Los chancros no se hicieron esperar, luego lesiones severas. Murió horriblemente treinta años después. Ese es el origen en la creencia común de cómo la sífilis explotó.
—Quiero un aumento de sueldo.
Doc empezó a cantar:
No necesito chancros que me recuerden,
que soy sólo un prisionero del amor.
—Suenas como si el chancro lo tuvieras en la laringe.
—Cáncer de garganta. Nada por lo que alarmarse. Cuando yo era chaval también quería dedicarme al pastoreo, pero descubrí que las chicas me gustaban más.
—Quiero una transferencia.
—Quiero un beso.
—Te costará caro.
—¿Cuánto?
—Un cono de helado Baskin Robbins con doble de fresa.
—¿Te apetece escuchar mi más perversa fantasía sexual secreta?
—No.
—Me gustaría darle por el culo a una chica Baskin Robbins. Mientras ella sirve la última paletada de chocolate con nueces caramelizadas. Antes del almuerzo.
—Doctor, necesitas un doctor.
—Necesito un trago. Un trago al día te aleja de la psiquiatría. ¿Qué es lo próximo en la lista?
—La tienes en el bolsillo de tu camisa.
—Oh claro, sí. —Doc Sarvis examinó el papel. Bonnie conducía el auto a través del cargado tráfico de Alburquerque. El humo de su puro salía en espirales a través de la ventana abierta de su lado, uniéndose al de la ciudad.
—Manillas de rotor —leyó—, Bosch and Eiseman, tres de cada.
—Las tenemos.
—Abrojos.
—Los tenemos.
—Aluminio en polvo, diez libras. Copos de óxido de hierro, diez libras, magnesio en polvo, peróxido de bario, limpiador Ajax, Tampax… para el alquimista.
—No conozco a ninguno.
—Al farmacéutico. Hay que tomar el Camino de Paracelso, cortar por la calle Fausto cerca de la glorieta Zósimos, para alcanzar la casa de Theofastro Bombastus von Hohenheim.
—Doc, habla en cristiano. Iremos a Walgreen’s.
—Donde le prenden fuego al pobre Bruno el día de Santa Cecilia.
—¿Mejor la droguería de Skagg?
Fueron a Skagg, donde el doctor se prescribió a sí mismo unos supositorios para las termitas, y luego a una ferretería donde compraron los metales en polvo y diez galones de keroseno. (Para el asunto de las vallas publicitarias de carretera). La camioneta estaba cargada hasta los topes de productos químicos («¡Química! ¡Química!», cantaba Hayduke). Doc adquirió una red de camuflaje de 20 por 30 pies en Bob’s Bargain Barn, además de otros artículos de la lista y de una montaña de cosas que ahora le parecían absolutamente indispensables, como un bastón para encender el fuego (en los días de lluvia), unos tirantes de color rojo fuego para sus pantalones, un sombrero de ala ancha de Guatemala para Bonnie, y regalos para Hayduke y Smith: un portalatas térmico y una armónica cromada Hohner. Doc cubrió toda la carga con la red de camuflaje. Luego se llegaron a un negocio de suministros mecánicos y a una copistería, donde compraron los mapas topográficos que les hacían falta.
—¿Ya está todo?
Revisó dos veces la lista.
—Sí. Santa Claus llegó a la ciudad.
Escaparon del calor resplandeciente de la tarde para refugiarse en la fresca y decadente atmósfera de un bar acolchado de vinilo Naugahyde. Hasta las paredes estaban recubiertas: era un encantador manicomio de los viejos tiempos. Velas temblando débilmente dentro de globos rojos. El encargado llevaba una chaqueta color rojo y una pajarita negra. A las cuatro de la tarde estaba lleno de abogados, arquitectos, políticos de la zona. Era exactamente el tipo de lugar que Bonnie detestaba.
—Vaya agujero deprimente —dijo Bonnie.
—Vamos, sólo un trago fresco y nos vamos a casa antes de hora punta.
—No puedes irte a casa. A las cinco tienes que estar en el Centro Médico.
—Exacto. Volvemos a la carnicería.
—Doctor Sarvis —protestó ella con indignación fingida.
—Bueno, querida, así es como me siento a veces —disculpándose—. A veces, querida niña, me pregunto…
—¿Sí? ¿Qué es lo que te preguntas?
Llegó la camarera, con una blusa casi transparente, como si no llevara nada, y una expresión en la cara como si no tuviera expresión. También ella estaba cansada de todo. Trajo las bebidas y se borró, Doc se quedó observando cómo se alejaba. Esos pálidos muslos que adoro.
—¿Sí?
Chocaron los vasos. Doc miró fijamente a los ojos a Bonnie.
—Te amo —mintió. En ese momento su mente estaba a veinte pies de allí. Estaba a miles de millas de allí.
—¿Y qué hay de nuevo en eso?
—Odio esas locuciones yiddish.
—Yo odio las declaraciones de amor falsas.
—¿Falsa?
—Y tanto. No estabas pensando en mí cuando lo has dicho. Seguro que estabas pensando en… Dios sabe en qué estarías pensando. En mí no, desde luego.
—Bueno —dijo él—, peleemos pues, es un modo muy delicioso de relajar los nervios antes de una pequeña meniscectomía.
—No sabes cómo me alegro de no ser una paciente tuya.
—Yo también —se tragó de un buche medio gin tonic—. De acuerdo, tienes razón. Lo he dicho de una manera demasiado formal, pero en cualquier caso es cierto, te amo, sin ti a mi lado, sería un hombre solo y desesperado.
—Lo has dicho correctamente: a tu lado. Alguien que se dedica a llevar tu agenda y a lavar tus apestosos calcetines. Alguien que se ocupa de que no te metas los pies en la boca y no metas la cabeza en una bolsa de plástico. Alguien que te hace de chofer por la ciudad y que mantiene limpita tu casa y hace una bonita figura luciéndose en la piscina.
—Casémonos —le dijo.
—Esa es tu solución para todo.
—¿Qué hay de malo en casarse?
—Estoy harta de ser tu criada. ¿Te parece que quiero que se haga oficial?
La última observación pareció hacer daño a Doc Sarvis. Se dedicó a sorber cautelosamente lo que quedaba de gin tonic.
—Vale, maldita sea, ¿qué quieres entonces?
—No lo sé.
—Eso me parecía —dijo—, así que mejor te callas.
—Pero sé lo que no quiero —agregó ella.
—Que sea un cerdo, madam.
—¿Qué hay de malo en los cerdos? Me gustan los cerdos.
—Me parece que te has enamorado de George.
—No ese tipo de cerdos. No gracias.
—¿Smith? El viejo Seldom Seen, así llamado.
—Bueno, eso es más plausible. Es un hombre dulce. Me gusta. Me parece que sabe tratar a las mujeres. Pero creo que ya está bastante casado.
—Sólo tres esposas. Podrías ser la Esposa Número Cuatro.
—Creo que podría tener cuatro maridos. Y visitarlos una vez al mes.
—Pues ya tienes tres amantes. Hayduke, Smith y el pobre Doc Sarvis. Sin mencionar a todos esos gatitos y pollos y todos los universitarios y hippies degenerados que van a verte a ese iglú de plástico que tienes en Sick City.
—Esos son mis amigos. No se parecen a eso que tú llamas mis amantes, aunque supongo que no podrías entenderlo.
—Si tienen las pollas tan poco rectas como sus espinas dorsales puedo entender porqué no se han ganado el estatuto de amantes.
—No sabes nada acerca de ellos.
—Pero los he visto. Todos queriendo ser diferentes de la misma manera. Los antropoides andróginos.
—Lo único que pretenden es tener un modo de seguir su propio estilo de vida. Lo único que pretenden es volver a algo que perdimos hace mucho.
—Porque te pongas un poncho no eres un indio. Que te parezcas a una semilla no te convierte en algo orgánico.
—No le hacen mal a nadie. Me parece que lo que tienes es envidia.
—Estoy cansado de la gente que no le hace mal a nadie. Estoy harto de esa suave pasividad de la gente que no hace nada, que no emprende nada. Excepto chiquillos.
—Suenas cansado, Doc.
Se encogió de hombros, aclaró la garganta e imitó la voz de George W. Hayduke:
—No me gusta nadie —graznó.
Bonnie sonrió sobre su vaso medio vacío.
—Larguémonos de aquí. Se te hace tarde.
—Vamos —él alargó el brazo, cogió el vaso de ella y se lo acabó. Se levantaron para irse.
—Una cosa más.
—¿Qué?
Doc se arrimó a ella.
—Te amo de todas formas.
—Eso es lo que me gusta de verdad —dijo—. Las ambivalentes declaraciones de amor.
—También soy ambidiestro —dijo Doc, y le hizo una demostración.
—Oh Doc, aquí no, por el amor de Dios.
—¿Cómo que aquí no? ¿Allí entonces?
—Vamos —ella lo empujó fuera de aquel enfermizo manicomio de paredes cubiertas de vinilo hacia el resplandor quemado del frenético tráfico rugiente de Alburquerque.
Hacia el este, más allá de las torres de acero y vidrio y aluminio, las montañas en pie, con su pared de roca desnuda seccionada ahora por un tranvía aéreo y coronada por las espinas de las torretas de televisión. Donde una vez había patrullado a solas el macho cabrío por las peñas, ahora iban y venían los turistas, los niños masticando y dejando el suelo perdido de chicles. Hacia el oeste en el horizonte sombrío, los tres volcanes inactivos, por el momento, se levantaban como verrugas, negras, arrugadas, contra de la bruma de la tarde.
En el parking él volvió a asaltarla contra la puerta del auto.
—Dios santo, sí que estás caliente hoy.
—Soy el verdadero unicornio del amor.
Ella lo metió en la camioneta, llena de cosas, maniobró para salir y enseguida estuvo en carretera. Una vez metidos en el tráfico, ella se dejó hacer, las caricias de sus manos grandes y dulces, que, según se había jactado, demostraron que era ambidiestro. Sin embargo cuando llegaron a la autovía, ella retiró la mano que más abajo había llegado —la tenía entre sus muslos— y pisó a fondo.
—Ahora no —dijo. Doc retiró la mano. Parecía herido.
—Vamos tarde —dijo Bonnie.
—Sólo se trata de una meniscectomía —dijo él—. No es un paro cardíaco. ¿Cómo va a interponerse un menisco entre dos amantes?
Ella se mantuvo en silencio.
—Porque ¿somos todavía amantes, verdad?
Ella no estaba muy segura. Una vaga opresión le nublaba la mente, una sensación de ausencia, de pérdida, de cosas que ya no iba a encontrar.
—Al menos éramos amantes anoche —le recordó él gentilmente.
—Sí, Doc —dijo ella por fin.
Él encendió otro puro. A través de la primera vaharada de humo, que se pegó a la cara interna del parabrisas y el tablero de mandos, contempló, sobriamente, cómo se alzaban, más allá del velo de calima que se extendía desde la ciudad, las murallas de las montañas. Bonnie colocó una mano en una de sus rodillas un instante, y la pellizcó, luego devolvió la mano al volante, para manejar el gran carro con destreza, metiéndolo y sacándolo en un carril o en otro, dependiendo de la gran corriente del tráfico, manteniendo siempre una distancia prudente entre el auto y el que fuera delante. Como diría Hayduke, estaba pensando. Doc no iba a llegar tarde, pero ella tenía mucha prisa. Tenía prisa por perder de vista un rato a Doc.
Pobre Doc: por un instante ella sintió un inmenso cariño por él. Ahora que lo estaba apartando de ella, dejándolo fuera.
No iba a estar mudo mucho tiempo.
—Mira este tráfico —dijo—. Míralos, rodando sobre sus neumáticos de caucho en cacharros que polucionan el aire que respiramos, violando la tierra para darle a sus indolentes culos americanos grasientos un viaje gratis. El seis por ciento de la población mundial consume el cuarenta por ciento del petróleo del mundo. ¡Cerdos! —gritó alzando una mano en la que sólo se veía el dedo corazón extendido, mostrado a los motoristas.
—¿Y qué me dices de nosotros? —preguntó ella.
—Es de lo que estoy hablando.
Lo dejó en el Centro Médico, ala de Neurocirugía, entrada de personal, y luego condujo por calles, rampas y autovía hasta el iglú de plástico en Sick City. Tendría que estar de vuelta para recoger al doctor en cinco horas. De verdad que debería regalarle a este tipo una bicicleta —pensó— pero por supuesto él nunca sabría dónde la había dejado aparcada, por no hablar de que pedalear por aquella ciudad no era algo muy seguro.
Cuando llegó a su casa estaba nerviosa por la tensión de tanto conducir. Entró en sus dominios y descansó un minuto contemplando todo. Todo parecía en orden, silencioso, en su sitio cada cosa, sereno. Om sweet om. Se le acercó su gato con un gemido y se frotó contra su pantorrilla, ronroneando. Lo acarició un rato, luego encendió una barra de incienso y puso algo de Ravi Shankar en el tocadiscos y se sentó sobre la alfombra, las piernas cruzadas en la postura del loto, contemplando el resplandeciente disco dando vueltas a treinta y tres revoluciones por minuto sin cansancio en el bamboleante plato. El sonido del sitar salía de los altavoces y se extendía por toda la estancia sin esquinas. Desde su posición en el suelo el interior de la estancia parecía espaciosa como un planetario; los trozos cristalinos brillaban en la bóveda como estrellas. En las paredes de poliuretano reflejaban la luz del sol de la tarde que caía, radiante e indirecta, llenando la casa con un resplandor de cocaína, suave y difuso.
Cerró los ojos, dejó que la luz radiante se extendiera por su mente. El gato se había tendido entre sus piernas. De fuera le llegaba, transmutado por las paredes, sólo un remoto rumor, el sonido de colmena de la ciudad. Gradualmente fue alejando ese rumor, concentrándose en su propia realidad interior.
La ciudad era ya algo irreal. Doc Sarvis la miraba aún, pero desde la periferia de su consciencia, como si estuviese detrás de una valla, con su nariz roja. Dejó de pensar en él, hasta que quedó convertido en algo nulo, insignificante, vacío. Las últimas vibraciones de la autovía murieron en sus terminaciones nerviosas. Paso a paso fue vaciando su mente, quitando una por una todas las imágenes obtenidas a lo largo del día —las compras, el adolescente lleno de granos, la carga en la camioneta de Doc, la larga mirada que Doc le echó a las piernas de la camarera, la conversación sin descanso, el viaje al hospital, su tremendo volumen desapareciendo al fin en aquellos corredores sin fin, el pelo del gato frotándose en sus piernas, el sonido del sitar de Shankar, el olor del incienso. Todo fue desvaneciéndose, cayendo hacia la nada mientras se concentraba en sí misma, en su secreto, en su privacidad, en su mantra (a 50 pavos la palabra).
Pero. Una mota, un irritante grano que crecía en una esquina de su consciencia sin esquinas. Los ojos cerrados, las terminaciones nerviosas calmadas, el cerebro en reposo, veía sin parar un atisbo de cabello soleado, un par de ojos verdes mormones y brillantes, un pico de buitre emitiendo hacia ella ondas telepáticas. Detrás del pico, a un lado, un patrón reticulado de puntos danzando que finalmente se resolvería en una imagen, transitoria, pero veraz, de un vagabundo barbudo con ojos como agujeros negros en un banco de nieve que la miraban fijamente.
Bonnie abrió los ojos. El gato se estiró perezosamente. Ella se quedó mirando el disco que seguía dando vueltas en el plato bamboleante —escuchó el mesmérico, lánguido, acentuado, murmurante tema de Ravi Shankar y su sitar hindú, acompañado por el golpeteo de pequeñas manos morenas en la tensada piel de vaca del tambor de un shakti-yoga del Advaita Yedanta. (Bueno, pobre hindú, lo hacía lo mejor que podía).
Bueno, mieeeeerda, pensó la señorita Abbzug. Por Jesús crucificado, pensó. Se levantó. El gato volvió a ronronear frotándose con sus piernas. Ella lo empujó, no muy fuerte, hacia un montón de cojines. La-madre-que-me-parió, pensó Bonnie, estoy aburrida, me aburro, me aburro, dijeron sus labios.
—Necesito acción —dijo suavemente en la serena estancia-útero.
No hubo inmediata respuesta.
En voz más alta, definitiva, desafiante, dijo:
—Ya es hora de un volver al puto trabajo.