9. «Búsqueda y Rescate» entran en acción

Riéndose Hayduke y Smith se daban palmadas en el hombro y se abrazaban jocosos, y abrieron un paquete de seis frío. ¡Ah el resplandor del hielo! ¡Oh el crujiente sonido de la lengüeta de la lata!

—Ah —rugió Hayduke, saboreando el primer trago hundiéndose en su sangre—. ¡La puta, si que ha sido hermoso! —Pegó un salto y se puso a bailar una especie de tarantela, una suerte de danza del peyote de los Sioux Hunkpapa, dándole vueltas a la furgona. Smith hizo por seguirlo pero antes, por precaución, salió de la cabina y se subió al techo para echar un vistazo a los alrededores. Quién podría sospechar qué estaba planeando el enemigo en aquellos mismos momentos.

Y tenía razón.

—George —dijo—, para de bailar un momento y pásame los binoculares japoneses.

Hayduke le pasó los binoculares. Smith estudió largamente y con atención el escenario que se extendía de este a norte y de norte a este, sobre las jorobadas rocas, tras aquel bonito puente que se alzaba, como un arco de plata, como un arco iris de hierro. Sobre Narrow Canyon y el temporalmente seco Colorado. Hayduke, en tanto, oía los sonidos de la tarde que caía. Parecía no pasar nada. Una calma tensa prevalecía. Incluso el pájaro, el único pájaro que vivía en Narrow Canyon, había interrumpido su cántico.

—Sí, es él, el muy gilipollas vuelve —dijo Smith.

—¿Quién dices?

—Me refiero a mi colega, el reverendo Love. El bueno del viejo J. Dudley. Él y su equipo de Búsqueda y Rescate.

—¿Y qué están haciendo? —con un poco más de sobriedad que antes, Hayduke hizo saltar la lengüeta de otra lata de Schlitz.

—Están hablando en el puente con el tipo de la camioneta amarilla.

—¿Y qué estarán tramando esos capullos?

—No puedo leer en sus labios, pero puedo suponerlo.

—¿Y?

—El reverendo Love le estará diciendo al otro que no ha visto ninguna pick up verde con el techo gris por la autopista. Y el otro le está diciendo al reverendo que jura por todos los demonios que esa pick up no ha podido cruzarse con él, así que el reverendo le dice que deben haber girado en aquel sendero de arena, y eso es lo que van a ir a ver, si hay huellas, por lo que nosotros tendríamos que habernos borrado de aquí hace cinco minutos.

Smith se bajó del techo de su camioneta y volvió a su asiento.

—Vamos George.

Hayduke estaba pensando: «Debería haberme traído un rifle».

—Entra.

Entró. Rumbo al norte, al bosque de piedra arenisca, a la máxima velocidad que el piso les permitía, veinte millas por hora.

—Oye —le dijo Hayduke—, ellos llevan esos Chevy Blazers. No hay que alarmarse, pero seguro como la mierda que nos van a pillar. Si es que no llaman primero al 104. Y vienen con napalm.

—Ya lo sé —dijo Smith—. ¿Tienes alguna brillante idea?

—Por supuesto. Primero los detendremos. Le tenderemos una trampa. ¿Qué hay más adelante? ¿Hay algún pequeño puente de madera al que podamos pegarle fuego? ¿Quizá un desfiladero que podamos taponar con un buen pedrusco?

—Ni idea.

—Hay que pensar rápido, Seldom. ¿Qué tal si les disparo a esas vacas y las espanto hasta colocarlas en la carretera para bloquearla? Eso puede que los detenga un minuto.

—Tú eres el boina verde, George, así que piensa en algo. Tenemos sólo unos cinco minutos de ventaja sobre ellos. Y me temo que no vamos a encontrarnos ni con pequeños puentes de madera ni con desfiladeros en las próximas diez millas. Y tú no vas a dispararle a ninguna vaca.

La camioneta de Smith se bamboleaba y sacudía sobre el terreno pedregoso, saliendo y entrando en la pista, el angosto sendero, frenando ahora, reduciendo la marcha para esquivar un barranco, acelerándola cuando se encontraba con un trozo llano, para encontrarse de nuevo con las rocas, y otro barranco. Todo lo que había en la parte trasera —y eso incluía cacerolas, nevera, palas, llantas de ruedas, un motor fuera borda, un horno holandés, cantimploras, cadena de remolque, comida enlatada— danzaba y temblaba, reforzando el estruendo que el camión le arrancaba al suelo. Le seguía una espléndida cola de polvo alzándose hacia la tarde, suspendido en la luz solar, cada mota, cada grano, cada partícula levantada del desierto era aureolada por el sol, subrayada por la capacidad reflectante de las paredes de la meseta. Visibles desde millas de distancia. Un pilar de polvo durante el día, una fogata durante la noche. Una pista involuntaria: pero el polvo también servía para esconderse.

La carretera era imposible, y ahora venía lo peor. Smith se vio obligado a parar y salir de la camioneta para inspeccionar la tracción de su vehículo. Hayduke se apeó también. Estudió el terreno. A unas dos millas de distancia vio las señales de los que les perseguían: eran tres Blazers y una camioneta amarilla que avanzaban sin problemas, listos para entrar en acción, preparados para matar (por así decirlo). ¿Cómo salimos de esta? ¿Qué brillante idea nos va a librar ahora?

En el este unas dunas de arenisca como lomos de elefante, que se deslizaban hacia un barranco oculto, al oeste los acantilados de dos mil pies de altura, por delante, una estrecha terraza ante ellos, en la que serpeaba un camino rumbo al norte. En toda aquella arena de polvo rojo no crecían más que matorrales de un pie de alto, esqueletos de enebro y unas cuantas yucas en las dunas. No había sitio para esconder la camioneta.

—Vamos, vamos —dijo Smith regresando al asiento del conductor.

Ni siquiera un cañón secundario a la vista. Y si lo hubiera y ellos consiguieran alcanzarlo, sería un callejón sin salida, estarían atrapados. A cualquier sitio al que se dirigiesen, a menos que pudiesen alcanzar la pendiente de rocas, dejarían un rastro en la arena, aplastando matorrales, dispersando piedras. El desierto puro y duro no es buen sitio para esconder secretos.

Smith arrancó.

—Vamos George.

Hayduke subió. Tomaron el camino central, lleno de erizados matojos llenos de espinas que arañaron la grasienta entrepierna General Motors de su camioneta.

—George —dijo Smith—. Ya lo tengo. Tras la próxima curva hay un vallado. La carretera llega hasta un viejo establo de madera para el ganado. Podemos meterle fuego.

—Yo vierto y tú enciendes.

—Vale.

Apareció el vallado, se extendía en ángulo recto con respecto a su trayectoria desde el acantilado al cañón. Había un parapeto en la entrada de la carretera, formado por una hilera de bastidores de dos por cuatro que descansaba sobre un par de traviesas de ferrocarril. Para guardar el ganado. Las ruedas podían traspasarla, las patas de los caballos, las ovejas y las vacas, no. Había un portalón cerrado tras el parapeto a través del cual se conducía al ganado, pero, como gran parte del vallado, se había solidificado por años de amaranto empujado por el viento. Desde lejos el vallado parecía un seto oscuro y enmarañado.

La camioneta pasó la hilera de bastidores. Smith pisó el pedal del freno. Antes incluso de que se detuviese el vehículo, Hayduke ya estaba fuera, inmerso en el polvo, buscando a tientas una lata de gasolina que estaba atrás. Abriéndola salió corriendo hacia la valla, roció generosamente la vieja madera, impregnando los travesaños y los postes, arrojando gasolina a diestro y siniestro, empapando el amaranto solidificado. Mientras corría de vuelta a la camioneta oyó un whoooooooom y el snap y el crack y el pop de la madera cubierta de amaranto prendiéndose. Llegó Smith entonces, corría también, una oscura y sudada silueta dibujada contra la barricada de llamas, bajo un hongo de humo negro maligno y abundante.

—Vámonos de aquí —dijo.

Ya se oía el sonido de los perseguidores.

Smith condujo, Hayduke miró atrás. Vio las llamas, amarillo claro contra el sol, color mandarina contra las sombras del acantilado, y una cortina púrpura de humo de semillas subiendo al cielo. Allá a lo lejos llegaban los cuatro vehículos de los perseguidores. Ralentizaban la marcha, sin duda se detendrían, pues ¿quién iba a estar tan loco como para atravesar una pared de fuego y seguir la pista de unos malhechores contra los que de momento no tenían más que pruebas circunstanciales, quién arriesgaría aquellos nuevos Blazer de 6500 dólares equipados con todos los extras (barra anti-vuelco-embrague de alta resistencia-depósito auxiliar de gas-cinta de acero-cubre radiales doble-repuestos-focos-altímetro-tacómetro-inclinómetro-radio estéreo-aire acondicionado)? ¿Quién?

El reverendo Love. Él sí. J. Dudley Love, el obispo de Blanding, el capitán de la escuadra de Búsqueda y Rescate.

Ahí va ese hijo-de-su-puta-madre cruzando la pared de fuego con su brillante Blazer aparentemente ileso. Pero el chorro de chispas que salió de un pedazo de madera ardiendo, fue suficiente para detener al segundo conductor del grupo de perseguidores un instante. Siguió el recorrido del vallado hacia el este para flanquear el fuego, seguido por los otros vehículos.

—Ahí siguen.

—Ya lo veo —Smith pisó a fondo el acelerador pero el piso era lo suficientemente irregular como para que su camioneta alcanzase más velocidad—. ¿Hemos ganado algo de terreno?

—Estamos como al principio.

—¿Y entonces?

—Mira, Seldom, me bajo, déjame en aquellas rocas de allá delante. Les disparo con mis balas de punta hueca a las ruedas y echo a correr como un loco y esta noche nos vemos en Hanksville o en cualquier otro sitio sexy.

—Déjame pensar.

—¿Otra cerveza?

—Estoy tratando de pensar, George. Escúchame. Hay un camino que sube a la antigua mina, que lleva al oeste, y que tal vez se abre en la meseta. No estoy seguro de que sea así. Si no, no tenemos salida. Pero si sí, entonces será fácil que nos pierdan de vista en el bosque. Aunque si no, no tendremos salida.

Hayduke miró adelante.

—Estamos perdiendo mucho terreno, así que si no lo probamos tampoco vamos a tener salida —abrió otra lata de cerveza.

—Pues probemos.

Superaron la curva siguiente, trazada ya en la pared rocosa, y siguieron adelante, seguros de que habría una bifurcación, a la derecha todo roca y ramajes, agujeros de agua y piedra erosionada —la carretera principal, la gran arteria— y al otro lado algo todavía peor y más abandonado.

—Allá vamos —dijo Smith tomando el camino de la izquierda.

Hayduke se llevó la lata de cerveza a la boca.

—Mire, capitán Smith, yo lamento haberle metido en este lío en esta jornada que se nos presentaba tranquila y apacible, así que si para este cacharro y me deja bajarme un minuto, puedo arreglar el asunto con ese querido obispo amigo suyo —dijo Hayduke sacando su Mágnum.

—Ten cuidado que las carga el diablo, George. Ya tenemos bastantes problemas.

—En eso tienes toda la razón —dijo Hayduke deslizando el revólver de vuelta a su bolsillo.

El camión de Smith seguía trotando a pocas revoluciones por ese camino de cabras que llevaba al oeste, un camino casi tan antiguo como la Ley Federal de Minas de 1872. El camino zigzagueaba por la ladera del talud, entre revoltijos de rocas y cantos rodados, al pie de la amurallada meseta. El paisaje era soberbio sin duda, pero dada su precaria situación difícilmente podían disfrutarlo. El enemigo les acechaba, a pocas millas de distancia, no estaban al alcance de su vista aún, pero iban reduciendo la brecha, empujados por el vigor extra que les había reportado la humillación de que les quemaran los bajos de sus vehículos, y a la vuelta de cualquier curva esperaban verlos —Hayduke and Smith, Inc—. trepando aquel inverosímil sendero como un escarabajo lento.

Y el camino se hacía aún más duro. Smith tuvo que hacer uso de la marcha más baja. La camioneta trepaba a dos millas por hora en pos del refugio salvador —si es que el camino llegaba lo suficientemente lejos—. Excavada en la roca a base de décadas de dinamita, la carretera se deslizaba en pendiente hacia abajo y hacia el exterior —el camino equivocado—. La camioneta siguió, peligrosamente, balanceándose sobre el alambre, al borde del abismo. Hayduke, en la parte de atrás, no hubiera tenido ninguna posibilidad de salvarse si la camioneta derrapaba.

—Oye, Seldom, para este cacharro, me quiero bajar.

—¿Para qué?

—Para hacer algo que va a ralentizar la marcha de esos capullos de la escuadra de Búsqueda y Rescate.

Smith le preguntó:

—¿Se les ve ya?

—No, pero se ve la columna de humo y polvo. El reverendo está en camino.

Smith detuvo la camioneta. Hayduke se apeó de un salto, recuperó su mochila y sacó de ella una palanca de hierro. Se dirigió entonces a la ventana de Smith.

Smith le dijo:

—¿Cuál es tu plan?

—Voy a soltar unos cuantos cascotes en la carretera. Me esperas en la cima. O tan lejos como puedas llegar. Pásame ese juguetito que hay en el bolsillo trasero de mi mochila.

—Vale. Te espero arriba. O no más de un par de millas delante. ¿Que te pase qué?

—La pistola. La pistola. No, no pares, sigue lo que puedas, el sol se pondrá enseguida, tengo fuerzas para hacer veinte millas con un tiempo tan fresco. La pistola y la cantimplora. Y deja mi mochila arriba.

—Nada de armas.

—Si esos capullos del Rescate y la Búsqueda empiezan a dispararme tengo que responderles.

—No, George, no podemos hacer eso. Sabes cuáles son las reglas.

—Escucha, yo sin esa pistola estoy desnudo como un bebé. —Trató de alcanzarla pero Smith le sostuvo el brazo.

—Nanay. Aquí tienes la cantimplora George.

—Vale, por Dios del cielo. Vete ya, ya llegan. Te veo en un rato.

Smith aceleró. Hayduke cogió su palanca de hierro y se fue a trabajar a la roca más cercana. Más abajo, a unas dos millas de distancia, los cuatro vehículos que los perseguían llegaban a la bifurcación. Se convirtieron en insectos: hombres buscando huellas de ruedas. Dieron con la elección de Hayduke en un segundo. Smith en su camioneta encaraba las cuestas más empinadas, el motor quejándose al máximo de revoluciones, la carga chocándose en su lecho de acero. El ruido fluía en ondas concéntricas hacia los perseguidores que iban a encarar la pared. No había sitio para esconderse.

Hayduke, sin camisa, trataba de arrancar una piedra arenisca haciendo palanca. La roca se deslizó un poco hasta quedar en el centro del camino.

Hay que intentarlo con algo más grande. Dirigió su palanca hacia un bloque gigantesco desprendido del acantilado. Después de unos minutos de lucha tuvo éxito: el bloque se había movido, se había desprendido, había rodado y rodado llevándose en su caída muchos cascotes.

Hayduke se deslizó por el barranco, saliéndose del camino. El bloque de piedra rodó hasta el sendero de jeeps, lo cruzó, llegó al borde y volvió a deslizarse por la pendiente, saltando de obstáculo en obstáculo, como una liebre buscando una madriguera donde descansar.

Caras pálidas en las sombras de allá abajo miraban lo que pasaba arriba. Pero Hayduke, triunfal, ya estaba buscando un nuevo misil que lanzarles. Que vengan. Que vengan aquí, los iba a bombardear con metralla de piedras. La primera roca se había detenido, hecha escombros, al pie de la pendiente. Buscaría otras.

El equipo estaba llegando. Los cuatro vehículos en movimiento, optando por el camino de la izquierda, el sendero que rara vez usaba nadie, siguiendo a Hayduke y Smith. Hayduke se empleó a fondo en dos rocas más grandes aún, y ascendió por el terreno, con la cantimplora en una mano y la palanca de hierro en la otra, el corazón palpitando acelerado, su ancha espalda de color marrón y cubierta de pelo brillando bajo una película de sudor. Trabajo duro: su forma física no estaba en su mejor momento. Menos aún para estar en un campo de tiro. Entre sus omóplatos se le estremecieron unas células con un viejo temblor conocido. Siguió adelante, buscando rocas que desprender. Encontró dos más y se detuvo a arrancarlas desde la base para hacerlas rodar hasta el sendero.

El sol se hundía por fin más allá del borde de la meseta. Una sombra gigantesca como el estado de Connecticut cubría la cálida tierra de piedra, el corazón de la tierra de los cañones. Toda acción parece ralentizar sus engranajes: Smith está a unas dos millas más arriba, preocupado, angustiado, tratando de ponerse a salvo; Hayduke está en medio, con su palanca de hierro, arrancando pedruscos que tira abajo; el reverendo Love y su equipo, además del operario de la Caterpillar con su pick up amarilla, se siguen acercando. Ninguno de los pedruscos de Hayduke ha conseguido detener al equipo, el hombre de la Caterpillar también lleva una palanca.

La persecución continúa, más arriba, en lentos movimientos, sin disparos, algunos gritos, nada significativo, hasta que Hayduke alcanza una posición estratégica tres curvas en zigzag más arriba de sus perseguidores: allí estaba lo que estaba buscando.

Se trataba de un bloque compacto de piedra Navajo, forma y tamaño como un sarcófago, hermosamente balanceado sobre un pedestal natural. Respirando hondo y sudando como un caballo, Hayduke lo alcanzó, buscó el mejor punto de apoyo, cuando lo encontró metió la palanca allí, puso todo su peso en el extremo libre de la palanca, probó. La piedra se movió, lista para rodar pendiente abajo. Hayduke esperó.

Arriba, pero fuera de su vista, oía la camioneta de Smith trepando la ladera; a unos miles de pies por debajo y a tres curvas de distancia de donde se encontraba, el primero de los Blazer que lo perseguían llegando a una nueva esquina para seguir subiendo. Era el mismísimo reverendo. El objetivo no tardaría en estar a su alcance.

Avistó a los tres Blazers, que gruñían en la ladera, seguidos por la pick up amarilla. Hayduke se preparó. El bloque de piedra crujió, tembló un momento, empezó a darse la vuelta y a rodar. Aunque sabía que lo que debía hacer era correr, Hayduke decidió quedarse a mirar.

El pedrusco rodó por el talud, sobre una masa de desechos, un objeto deforme pero formidable. No ganó mucha velocidad —la línea de caída no estaba alisada, la fricción y las interferencias con los accidentes del terreno eran demasiadas—, pero siguió descendiendo, poderoso y tozudo, como una apisonadora, arrancando otras rocas, adquiriendo seguidores en su caída, satélites, acólitos, escoltas, resultando que no fue una sola piedra sino una red de ellas las que se echaron encima y encontraron a la patrulla de Búsqueda y Rescate del Condado de San Juan (El equipo, por cierto, estaba ya fuera de su jurisdicción, dado que habían traspasado la frontera de su condado justo al cruzar el puente sobre Cañón Narrow).

Los hombres de abajo, detenidos por otro obstáculo en el camino, miraron aquel repentino alud de piedras. Algunos fueron a esconderse debajo de sus vehículos, otros se quedaron paralizados. La mayor parte de los pedruscos pasaron sin golpear a nadie. Pero la roca grande, el peñasco de Hayduke, sí que acertó a machacar la parte delantera del vehículo que encabezaba la persecución: el del reverendo Love. Se produjo un angustioso estruendo de acero, el Blazer chorreó sus jugos vitales internos en todas las direcciones —gasolina, grasa, aceite, refrigerantes, líquidos de frenos— y quedó despachurrado por aquel impacto inexplicable, aplastado contra el suelo como un bicho pisoteado, las ruedas salieron despedidas cada cual hacia donde pudo. La roca se mantuvo en su lugar una vez cazada su presa. En reposo.

La persecución tuvo que interrumpirse: el peñasco y el Blazer despanzurrado del reverendo bloqueaban el camino a los demás. Hayduke, encantado, observaba a través de una gasa de polvo lo que acontecía abajo, vio el resplandor metálico de unas armas, el fogonazo de unos prismáticos, el movimiento de los hombres a pie.

Huir era lo apropiado. Se agachó para meterse en la parte interna de la carretera, y luego corrió hacia arriba, arrastrando su palanca, hacia el ruido del motor de la camioneta de Smith, sin parar de reírse hasta que alcanzó la cima donde Smith le estaba esperando.

Se sentaron en el borde, las piernas colgando sobre un abismo escarpado de 150 pies, y supervisaron la retirada de la patrulla de Búsqueda y Rescate. Cuando por fin desaparecieron celebraron la victoria con una pinta de Jim Beam que Smith, un mormón reprobable, guardaba para las grandes ocasiones en un compartimiento secreto de su mochila. Luego se hicieron una cena de beicon y guisantes.

Cuando oscureció del todo siguieron su camino guiados por la luz de las estrellas (con los faros apagados para escabullirse de la vigilancia aérea) por los bordes de Orange Cliffs, hacia Happy Canyon, pasado Last’s End, y luego hacia el cruce con la carretera de Hanksville.

A medianoche llegaron a Hanksville, una hora y media después Henry Mountains. En algún punto del bosque, decidieron quedarse a pasar la noche y dormir el sueño de los justos. Justo el de los que están simplemente satisfechos.

Se produjo un angustioso estruendo de acero, el Blazer chorreó sus jugos vitales internos en todas las direcciones… y quedó despachurrado por aquel impacto inexplicable, aplastado contra el suelo como un bicho pisoteado.