5. La conspiración del zueco

Aquel pobre tipo en la playa.

Con mucho pelo por todas partes, bajo, ancho, maléfico, con el carro cargado de armas peligrosas: aquel pobre tipo. No hacía nada, no decía nada, sólo miraba.

Ellos lo ignoraban.

El ayudante de Smith no apareció. Nunca aparecía. Smith llevó su bote solo, masticando cecina. Envió a su amiga a Page para que recogiera a los clientes que llegaban esa mañana por aire.

Aquel holgazán miraba. (En cuanto el trabajo estuviese terminado probablemente preguntaría si había trabajo para él).

El vuelo 96 se retrasó como de costumbre. Finalmente emergió de un cúmulo de nubes, elevó el morro, se inclinó y aterrizó contra el viento en la pista de Page, estrictamente limitada —limitada en un extremo por una planta eléctrica de alta tensión y en el otro por una colina de trescientos pies—. El avión era un bimotor con aspecto anticuado, podía haber sido fabricado en 1929 (el año del crash) y se diría que lo habían repintado muchas veces desde entonces, a la manera de los coches usados que se vuelven a poner a la venta. (Square Deal Andy’s. Topo Dollar Johnnys). Alguien lo había pintado recientemente con una gruesa capa de amarillo que, sin embargo, no era lo suficientemente potente como para ocultar del todo la anterior capa verde. Pequeños círculos de vidrio se alineaban en los lados del aparato y a través de ellos podía verse las caras blancas de los pasajeros mirando afuera, santiguándose, moviendo los labios.

El avión recorrió la pista para aproximarse a la zona de desembarco. Los motores echaban humo quejumbrosos, pero aún conservaban el poder suficiente como para empujar al avión hacia el final del viaje.

Los motores se apagaron y el avión se detuvo. El que vendía billetes, controlador aéreo, responsable del aeropuerto y encargado de los equipajes se quitó los cascos de los oídos y bajó de la torre de control a cielo abierto, corriendo la cremallera.

Negras emanaciones salían alrededor del motor de estribor. Hubo ruiditos en el interior del avión, una manivela de puerta, la trampilla deslizándose al suelo para transformarse en una pasarela, la auxiliar de vuelo que aparece, y despide a dos pasajeros.

La primera en apearse fue una mujer joven, guapa, con aspecto arrogante, pelo oscuro y brillante que se derramaba más allá de su cintura. Se había puesto cualquier cosa, una falda corta que revelaba unas excelentes piernas bronceadas. Con ojos hambrientos la siguieron vaqueros, indios, mormones, oficiales del gobierno y unos cuantos holgazanes que estaban allí en la Terminal mano sobre mano. La ciudad de Page, Arizona, con una población de 1400 hombres, tenía unos 800 hombres y sólo de vez en cuando tres o cuatro mujeres guapas.

Tras la mujer joven salió el hombre, mediana edad, aunque su barba poblada y sus gafas de montura de acero le hacían parecer mucho mayor de lo que era realmente. La nariz, irregular, demasiado grande, resplandecía como un tomate brillante bajo la luz fuerte y blanca del sol del desierto. Llevaba un puro entre los dientes. Iba bien vestido, como un profesor. Parpadeando, se calzó un sombrero de paja, que le hizo sentirse mejor, y junto a la mujer se dirigió caminando a la puerta de la Terminal.

A pesar de que caminaban uno al lado del otro, todos los allí presentes, mujeres incluidas, dedicaban toda su atención a la chica. No había duda de que con aquel sombrero de ala ancha, las grandes gafas negras de cristales opacos, ella se parecía a Greta Garbo. La vieja Garbo. La Garbo joven.

La amiga de Smith les recibió. El hombre grandote le estrechó la mano que desapareció dentro de su pata enorme. La tenía bien agarrada, era un saludo preciso, firme y tierno. De cirujano.

—Muy bien —dijo—, soy el doctor Sarvis. Esta es Bonnie.

Su voz parecía extrañamente baja, suave, melancólica, incoherente con un organismo tan grande (o tan grueso) como el suyo.

—¿Miss Abbzug?

—Miz Abbzug.

—Llámela Bonnie.

Fueron a la furgoneta, echaron al fondo los petates, los sacos de dormir. Se fueron enseguida de Page después de pasar por delante de las trece iglesias de Jesús, por las casas prefabricadas de los obreros de la construcción, por las chabolas oficiales, y ya en las afueras del pueblo, por los tradicionales barrios de pastores de la tierra de los Navajos.

Caballos enfermos vagabundeaban por la carretera buscando algo que comer, hojas de periódico, pañuelos, latas de cerveza, cosas más o menos degradables. El doctor hablaba con la conductora, Abbzug parecía abstraída, permaneció callada la mayor parte del tiempo, aunque en su momento dijo:

—Qué espanto de lugar, ¿quién vive aquí?

—Los indios —dijo Doc.

—Demasiado bueno para ellos.

Pasaron el Desfiladero de la Dinamita y el Manantial Amargo hasta Marble Canyon y bajo las raras almenas nudosas de la era jurásica a Lee’s Ferry, hacia el olor del cálido lodo y los verdosos sauces del río. Del cielo tan azul como el manto de la Virgen caía un sol de justicia que enfatizaba con su luz extravagante la cruel perfección de los acantilados, del río triunfal, anunciando los preparativos de una gran travesía.

Llegó la hora de una segunda ronda de presentaciones.

—Doctor Sarvis, Miz Abbzug, Seldom Seen Smith…

—Encantado de conocerle, señor, encantado madam. Ese de detrás del arbusto es George Hayduke. Es el número 2 de este viaje. Dinos algo George.

El tipo que se parapetaba en aquella barba densa gruñó algo ininteligible. Aplastó una lata de cerveza con la mano, y la lanzó a la basura: falló. Hayduke llevaba unos pantalones cortos harapientos y un sombrero de cuero. Tenía los ojos enrojecidos. Olía a sudor, a sal, a lodo, a cerveza vieja. El doctor Sarvis, erguido y digno, con la barba bien recortada, dedicaba una mirada dubitativa a Hayduke. Era la gente como Hayduke la que conseguía que las barbas estuvieran desprestigiadas.

Con una sonrisa alegre, Smith los contemplaba a todos. Parecía satisfecho de su tripulación y de sus pasajeros. Estaba especialmente feliz con Miz Abbzug, a quien hacía todo lo posible para no mirar fijamente. Porque era una chica increíble, increíble. Smith estaba sintiendo, dentro, en lo hondo, esa picazón, esos pellizcos débiles pero inconfundibles que erizan el vello del escroto y ciertamente significa el preludio del amor. Tan carnales como una carta de amor, no podían ser traducidos de otra manera.

Los demás pasajeros no tardaron en llegar en sus coches: eran dos secretarias de San Diego, viejas conocidas de Smith que habían viajado ya antes por el río con él. El grupo se completó. Después de un almuerzo a base de latas, queso, galletas, cerveza y soda, se pusieron en marcha. Todavía no se había presentado el segundo de a bordo titular, así que Hayduke consiguió el trabajo.

Hosco y callado, Hayduke enrolló la bolina con estilo náutico, empujó la embarcación desde la orilla y saltó a bordo. La embarcación fue transportada por la corriente del río. La embarcación no era más que tres grandes balsas neumáticas bien atadas cada una a las otras. Un aparejo triple, un navío raro, pero perfecto para esquivar las rocas y aprovechar los rápidos, Hayduke y Smith a los remos, de pie o sentados cada uno a un lado. La conductora contratada por Smith les dijo adiós desde la orilla, parecía anhelante. No volverían a verla hasta dentro de dos semanas.

Los remos de madera crujieron en los escálamos, la embarcación avanzaba con la corriente, que seguiría empujándolos a un promedio de seis a ocho millas por hora durante casi todo el recorrido, multiplicando la velocidad en los rápidos. No remaban como en un bote de remos, sino hacia delante, como gondoleros, empujando con los remos, no sacudiéndolos; así se enfrentaron Hayduke y Smith al río reluciente, al clamor de una corriente rápida que les esperaba tras el primer recodo. Smith se metió un trozo de cecina en la boca.

El sol de la tarde les pegaba en la espalda, como metal amartillado brillaban las aguas veloces, casi broncíneas, y cada una de las caras reflejaba como un espejo el resplandor del cielo. Allá, en el este, por encima de las paredes del cañón, colgando en un firmamento del color del vino tinto, silenciosa brillaba la luna creciente como una especie de respuesta antifonal a la gloria del sol. Delante la luna creciente, la iluminación del sol detrás. Un pájaro cantó en los sauces.

¡Río abajo!

Hayduke lo ignoraba todo acerca de la corriente del río. Y Smith sabía que no tenía la más mínima idea. No importaba en absoluto, siempre y cuando los pasajeros no se diesen cuenta. Lo que sí le importaba a Smith era la dimensión de la ancha y poderosa espalda de Hayduke, sus brazos de gorila y sus cortas pero fuertes piernas. Seguro que el tipo iba a aprender lo necesario con la rapidez suficiente.

Se acercaban a los bancos de arena del Paria, bajo la escarpada ribera donde vivían los guardas. Desde el nuevo camping metalizado de la colina, los turistas se asomaron a observarles. Smith detuvo un instante la travesía para mejor observar los peñascos que se acercaban, las aguas tumultuosas que estaban esperándoles. No había nada que temer, un pequeño rápido de grado 1 en la escala del barquero. El río verde serpenteando entre unos cuantos colmillos de piedra caliza, y el resplandor de aguas calmas formando remolinos de espuma. Un ruido atonal, lo que los que saben de acústica denominan «ruido blanco», vibraba en el aire.

Tal y como habían acordado, Hayduke y Smith giraron 90 grados la posición del bote para cargar de costado contra la cristalina puerta de entrada del rápido (la absurda embarcación era más ancha que larga). Se deslizaron por el rápido casi sin salpicar. Hacia el final de las turbulencias maniobraron en dirección a la confluencia donde el Paria (lleno) combinaba sus aguas grises y escurridizas de bentonita con el verde claro del río Colorado salido de la Presa. De 19 millas hora redujeron su velocidad nuevamente a seis u ocho.

Hayduke, relajado, sonreía complaciente. Secó el agua de su barba y sus cejas. Y qué cojones, pensó, esto no es nada. Va a ser que soy por naturaleza un hombre de río.

Pasaron bajo el puente de Marble Canyon. Desde arriba la altura no parecía gran cosa, no tenían escala para determinarla. Pero desde el río, mirar arriba era darse cuenta de lo que significa una vertical de cuatrocientos pies: unas treinta y cinco plantas de rascacielos. El auto que avanzaba por el puente parecía un juguete, los turistas que estaban parados en las pasarelas del puente tenían el tamaño de un insecto.

El puente pareció moverse con ellos durante un rato, hasta que desapareció tras un recodo del cañón. Ahora ya estaban dentro de Marble Gorge, también conocido como Marble Canyon, 97 kilómetros de río a 914 metros bajo el nivel de la tierra que conducía del Gran Cañón a la desembocadura del río Pequeño Colorado.

Seldom Seen Smith sintió que regresaba al pasado. Recordaba el río Colorado auténtico, antes de que lo condenaran, cuando podía correr libremente saltándose el cauce cada vez que los potentes diluvios de mayo y junio, o la nieve derretida, aumentaban su volumen. A su paso hacía crujir las grandes rocas, y el agua retumbaba en la piedra, y algunos trozos caían al agua y eran conducidos por el cauce, y sonaba como el rechinar de muelas de la mandíbula de un gigante. Eso era un río.

Pero no todo estaba perdido, a pesar de todo. La luz bordada de la tarde que caía tras el cañón doraba las rocas y los árboles con una pátina de whisky, y el silencio bendito que caía del cielo era milagroso, una vez liberado el paisaje del imperio solar. Una pausa, y luego otra luz, pálida, de luna nueva, fantasma bondadoso, reina de las hadas, vigilándolos.

Y otra vez el rugido de las aguas vertiginosas. Se acercaban a otro rápido. Seldom les dio a sus compañeros de viaje orden de que se abrocharan los salvavidas. Tomaron una curva y el ruido se multiplicó de forma inquietante, y al mirar abajo todos pudieron ver los salientes de las rocas como dientes que emergían de los bordes de espuma blanca. El río corría en ese punto por debajo de la tierra, desde la balsa no podían ver nada más que el propio rápido por el que avanzaban.

—Badger Crack Rapids —les anunció Smith. Se puso de pie de nuevo. Clase 3, nada grave. Sea como fuere prefería precaverse antes de meterse de lleno. De pie como iba ahora analizaba el río como otros leen las notas de una partitura, puntitos en un radar o los símbolos que desvelan la presencia de una borrasca lejana en un parte meteorológico. Fijó su atención en el remolino grande que escondía un colmillo de piedra, en un ramo picado de pequeñas olas que delataban la presencia de rocas y aguas poco profundas, la sombra en el río de una barrera de grava de seis pulgadas oculta bajo la superficie, los ganchos de troncos sumergidos que podrían desgarrar los fondos de caucho de sus balsas. Leyó con la mirada las motas de espuma que sin parar manaban suavemente bajo la corriente principal, las leves ondas, los pequeños remolinos casi invisibles en las orillas del río.

Smith examinaba el río, y las mujeres lo examinaban a él. No era consciente de ostentar un aspecto cómico y heroico, el hombre del Colorado, alto y delgado y moreno, como el río era antes, inclinado hacia delante con su remo, entornando los ojos hacia la luz, los dientes fuertes e inmaculados brillando en la sonrisa de siempre, el bulto viril tras la cremallera de los viejos Levi’s, las orejas grandes atendiendo alertas. Los rápidos ya estaban aquí.

—Todo el mundo al suelo —ordenó Smith—, agarrados a la cuerda.

Un frenético clamor de agua revolcada, la masa del río estrellándose contra los escombros rocosos de la boca del cañón secundario, Badger. Una vibración honda y átona por todas partes, una bruma de rocío flotando en el aire, pequeños arco-iris suspendidos en la luz solar.

De nuevo viran la nave. Smith empuja con fuerza el remo, toma la proa, dirige el barco directamente a la lengua de los rápidos, la oleada lisa como aceite de la corriente principal que se vierte torrencial hacia el corazón del tumulto. No hay por qué engañar a nadie con esto: es un rápido menor. Pero él va a entusiasmar a sus clientes, para lo que han pagado, van a sentirse más que satisfechos.

Una ola de dos metros se cierne sobre Smith, agachado en la proa. Pero la ola se detiene, espera, no se mueve. En el río, a diferencia de lo que ocurre en el mar, el agua se mueve, pero las olas permanecen. La parte delantera del barco escala la ola empujado por la propulsión de los remeros y el peso apilado atrás. Smith se aferra a los cabos. El barco de tres partes está a punto de replegarse sobre sí mismo, pero después se desliza por la ola y desciende por su espalda, las otras dos partes hacen lo mismo luego. Enseguida, frente a ellos, una roca mojada y reluciente se interpone en su curso. La balsa pasa ante ella. Un montón de agua pega contra la roca, retrocede y se estrella contra la nave. Todos los viajeros quedan empapados al instante. Las mujeres sueltan gritos de alegría, hasta Doc Sarvis se ríe. Smith tira el remo, el barco va ahora a toda velocidad empujado por las aguas de los rápidos, como en una montaña rusa, y se ralentiza en los tramos de agua calma. Smith mira atrás. Ha perdido un remero. Donde debía estar George Hayduke hay sólo un remo sin tripulante meciéndose libremente.

Ahí está. Hayduke, con su chaleco salvavidas anaranjado, es mecido por las olas, sonríe abiertamente con feroz determinación, en posición fetal, las rodillas bajo el mentón, usando pies y piernas como amortiguadores, rebotando de roca en roca. Es una reacción institiva y acertada. Ha perdido el sombrero. No emite sonido alguno.

Luego del rápido, en la tregua de agua calma, consiguen subirlo a bordo otra vez.

—¿Dónde te has metido? —le pregunta Smith.

Hayduke, sonriente y balbuciendo, mueve la cabeza, se sacude el agua de los oídos y daba la impresión a la vez de estar enfadado y avergonzado.

—Puto río —refunfuña.

—Tenías que agarrar un cabo —le dijo Smith.

—Estaba agarrado a la mierda de remo. Se me atascó en una roca y me pegó en el estómago. —Manoseaba nervioso su enmarañada mata de pelo que chorreaba. Su viejo sombrero Sonora de cuero flotaba entre las olas, a punto de hundirse por tercera vez. Pudieron recuperarlo con un remo.

El río les llevó con alma, a través de la meseta, en el manto Precámbrico de la tierra, hacia las tierras bajas, el delta y el Mar de Cortez, a setecientas millas de distancia.

—Lo próximo son los rápidos del Soap Crick —dijo Smith. Y con toda certeza ellos oían de nuevo el tumulto de la gresca entre el río y las rocas. En la siguiente curva.

—Esto es ridículo —le dijo por lo bajo Abbzug a Doc. Estaban sentados juntos, encorvados, cubiertos sus regazos y sus piernas por una manta mojada. Ella estaba radiante por la emoción. Desde el excesivo ala de su sombrero goteaba el agua. El puro del doctor ardía con coraje en medio de tanta humedad.

—Absolutamente ridículo —dijo—. ¿Te gustan nuestros remeros?

—Una pasada. El alto se parece a Ichabod Ignatz; el bajo parece uno de esos bandidos sacados de una de las viejas pelis de Mack Sennett.

—O Caronte o Cerbero —dijo Doc—. Pero trata de no reírte: nuestras vidas están ahora en sus inseguras manos —y volvieron a echarse a reír.

Todos juntos se dirigieron de nuevo a otro maelstrom, grado 4 en la escala del jinete de río. Volvían a oírse crujidos del río, olas potentes, el choque de los elementos, la pura e insensata furia de toneladas de agua combatiendo contra toneladas de inamovible limo. Sintieron el encontronazo, oyeron el estruendo, vieron la espuma y la vaharada de rocío y el arcoiris flotando en la niebla mientras ellos cabalgaban sobre el caos hacia la claridad. La adrenalina de la aventura, sin tiempo para el miedo, impulsados hacia las crestas de las olas.

Era el viaje número 45 que Smith hacía a través del Gran Cañón, y hasta donde él podía calibrarlo, su emoción nunca se había visto perjudicada por la repetición. Y es que no había habido dos viajes que se pareciesen. El río, el cañón, el mundo del desierto estaba en constante cambio, de un momento al siguiente, de un milagro al siguiente, dentro de la firme realidad de la madre tierra. El río, la piedra, el sol, la sangre, el hambre, las alas, el placer: eso es lo real, habría dicho Smith si hubiese querido. Si le diese la gana. Todo lo demás es teosofía andrógina. Todo lo demás es cienciología travestida transaccional transcendental o como quisiera llamarlo la moda del día, el no va más de la semana. Como Doc hubiera dicho, si Smith le hubiese preguntado. Pregúntale al halcón. Pregúntale al león hambriento que arremete contra el famélico antílope. Ellos lo saben.

Así razonaba Smith. Un modesto hombre de negocios, no otra cosa. Ni siquiera fue a la universidad.

En los periodos de calma entre los rápidos, lo que comprendía la mitad del río y la mayor parte del tiempo, Smith y Hayduke abandonaban los remos y dejaban que la canción del reyezuelo del cañón —un claro glissando de semicorcheas—: se mezclara con el goteo del agua, el murmullo de los remolinos, los aullidos de las garzas, el susurro de los lagartos en el polvo de la orilla. No había silencio entre los rápidos, pero sí quietud y música. Mientras las paredes del cañón se levantaban lentamente cada vez más altas, 1000, 1500, 2000 pies, y el río descendía, y las sombras se alargaban y el sol volvía a escabullirse.

Lentamente les fue invadiendo un pertinaz escalofrío.

—Ya es hora de acampar, muchachos —les anunció Smith mientras se acercaban a la orilla. Hayduke se puso manos a la obra. A medida que se arrimaron, vislumbraban, por el lado derecho, una montaña de arena rodeada de matorrales de sauces de color cobrizo y árboles de tamarisco con ramas de lavanda que se movían con la brisa. Otra vez Hayduke y Smith oyeron el canto del reyezuelo del cañón, un pequeño pájaro cantor de pico largo que procede del Norte. Un sonido muy melodioso. Y oyeron también, en la distancia, el clamor de otros rápidos que sonaban como el continuado aplauso de una inmensa multitud de gente incansable. El gruñido y el aliento de dos hombres a los remos. La charla parsimoniosa de los pasajeros de primera clase.

—Qué pasada de sitio, Doc.

—Déjate de jergas técnicas, por favor. Este es un lugar sagrado.

—Ya, pero dime ¿dónde hay una máquina de Coca-cola?

—Por favor, estoy meditando.

La proa chocó contra la arena. Hayduke, el chico para todo, con el agua por los tobillos y llevando una cuerda enrollada en una mano, ató el barco al tronco de un sauce. Todos desembarcaron. Hayduke y Seldom entregaban a cada uno de los pasajeros su equipaje embalado con una película de caucho, lo que les hacía parecer una pequeña caja de munición llena de artículos personales. Los pasajeros deambularon sin rumbo fijo. Doc y Bonnie tiraron para un sitio y las dos mujeres de San Diego para el lado contrario. Smith se había parado un momento para ver la figura de Miz Abbzug bajándose de la balsa.

—Mira, ¿no te parece especial? —dijo Smith—. ¿No te parece realmente especial? —Tenía cerrado un ojo, como si estuviese examinando el cañón de un rifle—. Esa chica es canela pura. Está para chuparse los dedos.

—Todos los coños son iguales —le dijo George Hayduke, un filósofo, sin molestarse en mirar a la muchacha—. ¿Lo desembarcamos todo ahora?

—Casi todo. Déjame que te enseñe.

Descendieron el equipaje pesado, los paquetes llenos de comida, la nevera de hielo, la caja de madera con cazos y sartenes, las hornillas, los cubiertos. Luego lo dispusieron todo sobre la playa. Smith delimitó un área en la arena para instalar la cocina: las hornillas, la mesa plegable, la despensa, la barra, las aceitunas negras y las almejas fritas. Rompió el hielo en pedazos pequeños para todos los que no tardarían en acercarse con sus tazas, y vertió un poco de ron para Hayduke y para sí. Los pasajeros aún estaban entre los arbustos, cambiándose de ropa para precaverse del frío de la noche.

—Aquí tienes, barquero —dijo Smith.

—¡Hoa binh! —dijo Hayduke.

Smith encendió un fuego de carbón vegetal, empezó a desenvolver el paquete del carnicero que contenía el plato principal de la noche —enormes filetes— y los colocó cerca de la parrilla. Hayduke preparó la ensalada y, mientras lo hacía, acompañó el ron con su décima lata de cerveza desde el almuerzo.

—Esa mierda te va a producir piedras en el riñón —dijo Smith.

—Pendejadas.

—Piedras en el riñón. Sé de lo que hablo.

—He bebido cerveza toda mi vida.

—¿Cuántos años tienes?

—Veinticinco.

—Piedras en el riñón —le dijo Smith—. En no más de diez años.

—Pendejadas.

Los pasajeros, secos y recompuestos, fueron llegando dispersos. El primero el doctor. Colocó su vaso de estaño en la barra, echó dentro la miniatura de un iceberg y lo regó con un pelotazo doble de su botella de Wild Turkey.

—Es una noche beatífica, calma y libre —se pronunció.

—Gran verdad —dijo Smith.

—El tiempo sagrado es más silencioso que una monja.

—Así se habla, doctor.

—Llámame Doc.

—Vale Doc.

—Salud.

—Lo mismo para ti, Doc.

Se habló algo sobre el ambiente. Luego sobre otras cosas. La chica llegó, Abbzug, con pantalones largos y un suéter ajustado. Se había quitado el gran sombrero pero a pesar de la luz crepuscular aún llevaba las gafas de sol. Le dio un vistazo a Marble Gorge mientras el doctor decía:

—La razón por la que hay demasiada gente en el río en estos días no es otra que hay demasiada gente en todas partes.

Bonnie se estremeció, buscando refugió en el hueco de su brazo izquierdo:

—¿Por qué no encendemos una hoguera? —dijo.

—El desierto le ofreció una vez a los hombres un modo de vida admirable —dijo el doctor—, pero ahora funciona como refugio psiquiátrico. Y pronto ya no habrá desierto —sorbió su bourbon con hielo—. Pronto no habrá lugar al que ir. Entonces se universalizará la locura. —Otro pensamiento—. Y el universo se volverá loco.

—La haremos —le dijo Smith a Abbzug— después de cenar.

—Llámame Bonnie.

—Miss Bonnie.

—Miz Bonnie —le corrigió.

—Por los clavos de Cristo —murmuró Hayduke que estaba cerca, escuchando sin querer. Abrió otra lata de cerveza. Abbzug lo miró a la cara fríamente, o a lo que podía verse de ella bajo el flequillo negro y entre la barba abundante. Pensó: un patán. Arthur Schopenhauer estaba convencido de que el pelo identifica a las bestias. Hayduke captó la mirada de la chica y puso cara de mosqueo. Ella se volvió hacia los demás.

—Nos tienen atrapados —seguía el doctor— con las maromas de hierro de un gigante tecnológico. Una máquina sin sentido, que en vez de corazón tiene un reactor nuclear.

—Así se habla, Doc —le dijo Seldom Seen Smith. Empezó a colocar cuidadosamente los bistecs en la parrilla, encima del carbón vegetal encendido.

—Una industrialización planetaria —deliró el doctor— se extiende como un cáncer. El crecimiento por el crecimiento. El poder por el poder. Me parece que voy a tener que echar más hielo aquí (¡Clank!). Pruébalo, capitán Smith, te alegra el corazón, te dora el hígado y florece en tus entrañas como una rosa bien abonada.

—No se preocupe por mí, Doc —pero Smith quería saber cómo puede crecer una máquina. Doc se lo explicó: no era fácil.

Entre los arbustos aparecieron sonrientes las dos viajeras de San Diego. Habían desenrollado el saco de dormir de Smith entre los suyos. La más joven llevaba una botella. Hay algo en una expedición por el río que invita siempre a promover el consumo de drogas líquidas. Aunque Abbzug apretaba entre los dedos nerviosos un pequeño cigarrillo enrollado a mano… El olor del cáñamo llenaba el aire que le rodeaba la cabeza (dale a una chica cuerda suficiente y ella se la fumará). Aquel olor le traía a Hayduke recuerdos de días oscuros, de oscuras noches. Murmuraba, ponía la mesa —estilo buffet la ensalada, el pan, el maíz y una pila de platos de papel—. Smith se ocupaba de darle la vuelta a los bistecs. Doc explicaba el mundo.

Había murciélagos con narices de cerdo aleteando en el aire de la noche con sus ruidos de radar, tragando insectos. Río abajo esperaban los rápidos, rechinando los dientes en un alboroto constante y hosco. Desde el borde del cañón resbaló una roca o algo se soltó y fue rebotando por los salientes de la pared en caída libre. La gravedad lo abrazó, borrándolo un momento, siguiendo la alquimia de la mutación, un mero fragmento de flujo universal, hasta que se estrelló como una bomba contra el agua del río. Doc detuvo su monólogo, todos se pararon a oír hasta que se apagaron las últimas reverberaciones del estallido.

—Cojan platos —les dijo Smith a sus clientes— y sírvanse. —Sin vacilación todos se fueron sirviendo. El último de la fila, y sin necesidad de platos, era Hayduke, que había sacado la taza de su cantimplora.

Smith colocó un bistec gigante encima de la taza, que quedó tapada, así como el antebrazo de Hayduke.

—Come —le dijo Smith.

—Bendito-hijo-de-puta —exclamó el remero con reverencia.

Ahora que los pasajeros y su ayudante estaban alimentándose, Smith prendió la fogata con madera que había llegado a la orilla. Cuando lo hizo le llegó el turno de servirse su propio plato. Todos se quedaron observando el fuego mientras la oscuridad aumentaba en el cañón. Pequeñas lenguas de azules y verdes lamían la madera del río, pedazos de pino que procedían de las zonas montañosas, a unas 150 millas de distancia, enebro, pino piñonero, álamos, palos brillantes de árboles de Judea, fresnos. Con la mirada siguieron las chispas que se elevaban y contemplaron el esplendor de las estrellas que giraban en secuencias sucesivas: esmeraldas, zafiros, rubíes, diamantes y ópalos derramados por el mantel del cielo, distribuidos misteriosamente, al azar. Más allá de aquellas galaxias galopantes, o quizá tan presente que era imposible verlo, les acechaba Dios. El gaseoso vertebrado.

Cuando terminaron de cenar, Smith sacó sus instrumentos musicales y tocó algo para la concurrencia. Tocó la armónica (lo que vulgarmente se llama «órgano de la boca»), el arpa judía, o lo que el B’nai B’rith denomina «arpa de la boca», y el kazoo: nada de ello aportó demasiado al acervo musical de nadie.

Smith y el doctor distribuyeron entonces el aguardiente. Abbzug, que no bebía casi nunca, abrió su botiquín, sacó un tubo de Tampax y un poco de maría, y se lió un pequeño cigarrillo marrón retorciendo el extremo para cerrarlo. Encendió el cigarrillo y lo hizo rular, pero a nadie le apetecía fumar salvo a Hayduke, un poco renuente porque aquello le traía recuerdos.

—¿Ya se terminó la revolución de la hierba? —preguntó.

—Está finiquitada —dijo Doc—. De todas formas, la marihuana nunca fue otra cosa que un placebo.

—Eso es una bobada.

—No más que un chupete para adolescentes con cólico.

—Eso es una tontería.

(La conversación degeneró. Las mujeres de San Diego cantaron «Dead sunk in the Middle of the Road»). La diversión fue decayendo. La fatiga empezó a debilitar miembros y a hacer caer párpados. Se fueron borrando tal y como habían llegado. Primero Abbzug, luego las mujeres de San Diego. Las damas primero. No porque fuesen el sexo débil —no lo eran—, sino sólo porque tenían más sentido común. Los hombres se sentían obligados a quedarse bebiendo hasta el bilioso y vil final, divagando, embarullados, en la niebla, deambulando a gatas hasta vomitar sobre la arena inocente, emporcando la tierra de Dios. Esa era la tradición entre los hombres.

Los tres hombres se encorvaron para arrimarse al fuego menguante. La noche fría trepaba por sus espaldas. Se pasaban la botella de Smith primero, y después circulaba la del doctor. Smith, Hayduke, Sarvis. El capitán, el holgazán y la sanguijuela. Los tres brujos corrían peligro. No tenían opciones. La astuta intimidad los alcanzaba.

—¿Saben señores lo que hay que hacer? —dijo el médico…

Hayduke se había quejado de la cantidad de tendido eléctrico que había visto en el desierto. Smith se apesadumbraba por el modo en que la presa había obstruido el cañón de Glen, había amputado el río, el río de su corazón.

—¿Saben señores lo que hay que hacer? —preguntó el doctor—. Hay que destruir el dique, mandarlo al carajo —(la mala lengua de Hayduke había contaminado al doctor).

—¿Cómo? —quiso saber Hayduke.

—Eso no es legal —dijo Smith.

—Dijiste que habías rezado porque hubiera un terremoto.

—Sí, pero porque no hay ninguna ley que prohíba los terremotos.

—Pero has rezado con intenciones malignas.

—Eso es verdad. Rezo así siempre.

—O sea, que eres un mal tipo que deseas la destrucción de propiedades del gobierno.

—Eso es verdad.

—Es ilegal.

—¿Muy ilegal?

—Es ilegal.

—¿Cómo? —quiso saber Hayduke.

—Cómo qué.

—¿Cómo mandamos al carajo el dique?

—¿Cuál de ellos?

—El que sea.

—Así se habla. Pero primero el Glen Canyon —dijo Smith.

—Ni idea, el experto en demoliciones eres tú —dijo Doc.

—Puedo destruir un puente si lo pides —dijo Hayduke—, si tengo dinamita suficiente. Pero no sé muy bien cómo se echa abajo un dique. Supongo que necesitaríamos una bomba atómica para hacerlo.

—He estado dándole vueltas al dique desde hace mucho —les dijo Smith—. Y creo que tengo un plan: necesitaríamos tres yates gigantes y unos cuantos delfines.

—¡Espérate! —dijo Doc, levantando una de sus grandes patas. Un momento de silencio. Miró alrededor, hacia la oscuridad que rodeaba la luz del fuego—. Nunca se sabe quién puede estar escuchando entre las sombras.

Buscaron. Las llamas de su pequeño fuego de acampada enviaban una amortiguada iluminación a los arbustos, la balsa medio enterrada en la arena de la playa, las piedras y guijarros, el pulso del río. No podían ver a las mujeres, todas ellas dormidas.

—No hay nadie aquí salvo nuestros bombarderos —dijo Smith.

—¿Quién puede estar seguro? El estado puede haber colocado sensores en cualquier sitio.

—Naaaaaaa —dijo Hayduke—. No espían en los cañones. Por lo menos no todavía. Pero ¿quién ha dicho que tenemos que empezar con las presas? Hay un montón de cosas que se pueden hacer.

—Buenas cosas, cosas constructivas y saludables —dijo el doctor.

—Odio esta presa —dijo Smith—. La presa que jodió el cañón más hermoso de este mundo.

—Lo sabemos —dijo Hayduke—. Sentimos lo mismo que tú. Pero tenemos que pensar en cosas más sencillas de hacer primero. A mí me gustaría cargarme algunos de los postes de electricidad que están por todo el desierto. Y esos nuevos puentes de estaño de Hite. Y la maldita carretera que están haciendo para cruzar todo el territorio del cañón. Podríamos hacerla buena sólo con cargarnos las putas bulldozers que utilizan.

—Oíd, oíd —dijo el doctor—, y no hay que olvidarse de las vallas publicitarias. Y de las minas. Y de las tuberías. Y de las vías del nuevo ferrocarril de Black Mesa a Page. Y de las plantas que queman carbón. Y las fundiciones de cobre. Y las minas de uranio. Y la planta nuclear. Y los centros de computación. Y las compañías de ganado vacuno. Y los envenenadores de la vida salvaje. Y la gente que lanza latas de cerveza en las carreteras.

—Yo tiro las latas de cerveza en la puta carretera —dijo Hayduke—. ¿Por qué no puedo tirar las latas de cerveza en la puta carretera?

—Vale, vale, no te pongas a la defensiva.

—Mierda —dijo Smith—. Yo también lo hago. Me trae al pairo cualquier carretera acerca de cuya construcción nadie me ha consultado. Es mi religión.

—Vale pues —dijo el doctor—. No lo había pensado así. Acopio de material de las carreteras. Lanzarlo por la ventana. Bueno… ¿por qué no?

—Doc —dijo Hayduke—, es una liberación.

La noche. Las estrellas. El río. El doctor Sarvis les habla a sus camaradas de un gran hombre inglés llamado Ned. Ned Ludd. Le tienen por un lunático pero él supo ver dónde está el enemigo claramente. Vio lo que estaba llegando y actuó directamente. Y les habló acerca de los zapatos de madera, les sabots. El palo atrancando la rueda. Chanchullos. La rebelión de los mansos. Las viejecitas con sus zuecos de roble.

—¿Sabemos lo que vamos a hacer y por qué?

—No.

—¿Nos importa?

—Lo resolveremos sobre la marcha. Iremos creando nuestra doctrina con la práctica, eso nos garantizará coherencia teórica.

El río en su sublimidad infinita corría suavemente, susurrando el paso del tiempo. Eso lo cura todo, dicen. Pero ¿lo cura? Las estrellas miraban hacia abajo dócilmente. Una mentira. La brisa entre los sauces les sugirió que se fueran a dormir. Pesadillas. Smith colocó más madera de pino en el fuego, y un escorpión, escondido en una grieta profunda de la madera, supo, demasiado tarde, que había llegado su hora. Nadie se fijó en su muda agonía. En la profundidad solemne del cañón, bajo las estrellas, siguió reinando la paz.

—Necesitamos un guía —dijo Doc.

—Me sé el territorio de memoria —dijo Smith.

—Lo que necesitamos es un asesino profesional.

—Ese soy yo —dijo Hayduke—. Matar es mi profesión.

—Cada cual tiene sus debilidades —una pausa—. La mía —añadió Doc— son las chicas de la heladería Bassin-Robbins.

—Un momento —dijo Smith—, creo que me he perdido.

—No hablamos de personas, capitán —dijo Doc—. Hablamos de bulldozers. De excavadoras. De dragas. De apisonadoras.

—Máquinas —repitió Hayduke.

Hubo otra pausa.

—¿Seguro que no habrá micrófonos ocultos aquí? —preguntó el médico—. Tengo el presentimiento de que alguien está escuchando cada una de nuestras palabras.

—Conozco esa sensación —dijo Hayduke—, pero ahora no me preocupa eso. Estoy dándole vueltas.

—¿A qué?

—A por qué razón vamos a confiar los unos en los otros. Nos hemos conocido hoy mismo.

Un silencio. Los tres hombres se quedaron contemplando el fuego. El voluminoso cirujano. El alto barquero. La bestia de los Boinas Verdes. Un suspiro. Se miraron. Uno pensó: qué cojones. Otro pensó: parecen buena gente. El otro pensó: los hombres no son nuestros enemigos. Ni las mujeres. Ni los jóvenes.

Los tres sonrieron, no sucesivamente sino al unísono. Cada uno de ellos a los otros dos. La botella dio la penúltima vuelta.

—Qué cojones —dijo Smith—. Sólo estamos hablando.