4. Orígenes IV. Sta. B. Abbzug
Nada que ver con el Senador, decía siempre, lo que era, en su mayor parte, cierto. Su primer nombre era Bonnie y ella procedía del Bronx, no de Brooklyn. Aparte de eso, era una medio WASP (blanca, anglosajona, sexy y protestante); el nombre de soltera de su madre era McComb[10], y quizá por ello ella lucía una melena larga, rica, de reflejos cobrizos que le caía en abundancia desde la cima de la cabeza hasta derramarse por su espalda. Abbzug tenía veintiocho años. Bailarina de formación, vino por vez primera al sudoeste hacía siete años, como miembro de una trouppe universitaria. Se enamoró —al primer vistazo— de las montañas y del desierto, abandonó a la trouppe en Alburquerque, donde siguió con sus estudios universitarios, graduándose con honores y distinciones en el mundo de las oficinas de parados, de los cupones de comidas y de los apartamentos en los sótanos. Trabajó como camarera, como aprendiz de cajera en un banco, como go-go, como recepcionista en las consultas de unos médicos. Primero en la de un psiquiatra llamado Evilsizer, luego para un urólogo llamado Glasscock, y luego para un cirujano llamado Sarvis.
Sarvis era el mejor en aquel grupo lamentable. Se había quedado con él y después de tres años todavía realizaba para él múltiples tareas de ayudante de oficina, enfermera y chofer (él era incapaz de conducir un auto entre el tráfago urbano, pero se sentía en casa con el bisturí y las pinzas cuando tenía que extirparle la vesícula biliar a un hombre o quitarle a otro un bultito del interior de un párpado). Cuando murió la mujer del doctor en un accidente absurdo —accidente aéreo cuando despegaban de O’Hare Field— ella lo vio en la consulta y en el barrio dando tumbos como un sonámbulo durante ocho días hasta que se volvió hacia ella con una mirada interrogante a los ojos. Tenía veintiún años más que ella. Sus hijos ya se habían hecho grandes y se habían ido.
La señorita Abbzug le ofreció el consuelo que estaba a su alcance, que era mucho, pero rechazó su propuesta de matrimonio que le hizo cuando se cumplió el año del accidente.
Ella prefería (según decía) la relativa independencia (eso creía) de las hembras solteras. Aunque a menudo se quedaba en casa del doctor y le acompañaba en sus viajes, conservó sus propias habitaciones en la zona más pobre de Alburquerque. Sus «habitaciones» se encontraban en un hemisferio de poliuretano petrificado sostenido por un pedazo de barato aluminio geodésico, todo ello descansando como un hongo gigante y pálido en una parcela situada en el sector sudoeste —también llamado la parte mala— de la ciudad.
El interior de la cúpula de Abbzug brillaba como el corazón de una geoda, con plateados colgantes móviles y linternas eléctricas hechas de latas de hojalata perforada que colgaban del techo, y cristalinas hileras de espejos y bolas unidas al azar en el interior curvo. En los días soleados el translúcido muro arrojaba un resplandor unánime que llenaba su espacio interior de alegría. Junto a su cama de agua de tamaño principesco había una estantería llena con el habitual repertorio bibliográfico e intelectual de la época: las obras completas de J.R. Tolkien, Carlos Castañeda, Herman Hesse, Richard Brautigan, el Catálogo Completo de la Tierra, el I Ching, el Almanaque de los Antiguos Granjeros y el Libro tibetano de los muertos. Las arañas se arrastraban por la sabiduría de Fritz Perls y el profesor Ricard («Baba Ram Dass») Alpert, Ph.D. Solitarios gusanos exploraban los nudos irracionales de R.D. Laing, los xilófagos se abrían camino comiéndose los fríos lodos de R. Buckminster Fuller. Ella no volvió a abrir ninguno de esos libros nunca más.
La cosa más brillante en los dominios de Abbzug era su cerebro. Era lo bastante sabia como para no permanecer en una moda pasajera demasiado tiempo, aunque las hubiese probado todas. Con una inteligencia demasiado fina para ser violada por las ideas, había aprendido que no estaba buscando algo para transformarse a sí misma (se gustaba a sí misma) sino algo bueno que hacer.
El doctor Sarvis detestaba las cúpulas geodésicas. Demasiado territorio americano había sido ya enquistado con aquellas bolas de golf gigantes hundidas en el terreno. Las despreciaba como estructuras fungoides, abstractas, alienígenas e inorgánicas, síntoma y símbolo de la Plaga del Plástico, la Edad de la Chatarra. Pero a pesar de su habitáculo, amaba a Bonnie Abbzug. La libre y parcial relación que era todo lo que ella habría de darle, la aceptaba con gratitud. No sólo era mucho mejor que nada sino que en algunos aspectos era mejor que todo.
Eso mismo pensaba ella. El tejido, decía, de nuestra estructura social se está deshaciendo por la mucha gente desesperadamente interdependiente que hay. De acuerdo, dijo el doctor Sarvis; nuestra única esperanza es la catástrofe. Por eso estaban juntos, el pequeño desliz de una oscura niña arrogante y el enorme panzón rosado de oso de un hombre, semanas, meses, años… De vez en cuando él le repetía su propuesta matrimonial, tanto por mantener las formas como el amor. ¿Es éste más importante que las otras? Y de vez en cuando ella lo rechazaba, firme y tiernamente, con los brazos abiertos, con besos prolongados, con su suave y moderado amor…
Ámame un poco, ámame mucho…
Otros hombres no eran más que idiotas obscenos. El doctor era un adolescente con muchos años pero era amable y generoso y la necesitaba y cuando estaba con ella estaba realmente allí, con ella. Al menos la mayor parte del tiempo. Realmente le parecía a ella que nada lo distraía. Pero cuando estaba con ella.
Durante dos años ella había vivido y amado, entrando y saliendo, con el doctor Sarvis. Se trataba de la mera estrategia de dejarse llevar. Millones de personas lo hacían. Algo molestaba a Abbzug que, con su diplomatura en francés, las estupendas condiciones físicas de su joven cuerpo duro, su mente irritable e incansable, no estuviera desempeñando una función más exigente que la de un lacayo de oficina y amante a tiempo parcial de un viudo solitario. Y sin embargo, cuando pensaba en ello, ¿qué quería hacer de veras? ¿O ser? Había dejado de bailar —la danza— porque era demasiado exigente, porque requería una devoción casi total que ella no podía darle. El arte más cruel. Ella, ciertamente, no podría volver jamás al mundo nocturno del cabaret, con tantos detectives antivicio, tantos peritos tasadores, tantos chicos de la fraternidad sentados en la oscuridad, con sus vaqueros, sus cervezas, sus deseos tullidos, forzando la vista, arruinándose la vista con tal de conseguir echarle un buen vistazo a su entrepierna.
¿Entonces qué? El instinto maternal parecía no funcionarle, excepto cuando ejercía su rol de madre con el doctor. Jugaba a ser madre de un hombre lo suficientemente viejo como para ser su padre. ¿La brecha generacional, o viceversa? ¿El asalta cunas? ¿Quién de los dos era un asalta cunas? Yo soy la asalta cunas, él está pasando su segunda infancia.
Ella había levantado la mayor parte de su casa por sí sola, contratando especialistas sólo en lo referente a las tuberías y el cableado. La noche antes de mudarse a la cosa, realizó una ceremonia de consagración de la casa, una «epifanía». Ella y sus amigos formaron un círculo alrededor de una pequeña lámpara de aceite encendida. Doblaron sus largas y torpes piernas americanas con los tobillos haciéndole de asiento al culo, la postura del loto. Luego los seis universitarios de clase media sentados bajo la inflada melcocha de espuma plástica entonaron cánticos del Antiguo Oriente que habían sido hacía mucho tiempo olvidados por la gente culta de las naciones de las que procedían. OM, entonaron, Ommmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmm, OM mani padma, ommmmmmmmmmmmmmmmmmm.
O como solía decir Doc Sarvis, «Om sweet om[11]: aunque sea muy humilde…» y en la pared curva colgó un bordado donde se leía: DIOS Bendiga Nuestra Choza Feliz.
Pero rara vez iba allí. Cuando ella no estaba con él, en su casa o en alguno de sus frecuentes viajes, vivía sola en su hongo. Sola con su gato, cuidando sus macetas, su tomatera, grabando cosas, quitándole el polvo a sus libros no leídos e ilegibles, cepillando su maravillosa melena, meditando, haciendo ejercicio, girada su preciosa cara hacia el inaudible canto del sol, se deslizaba a través del tiempo, a través del espacio, a través de todas las concatenadas células de su verdadero ser. ¿Adonde ahora, Abbzug? Tienes veintiocho y medio, Abbzug.
Sólo por divertirse se unió al buen doctor en su beatífico proyecto nocturno en las carreteras, al principio le ayudaba como conductora y vigilante. Cuando se cansaban del fuego, ella hacía prácticas para saber cómo posicionarse al extremo de una sierra de tronzar. Aprendió cómo manejar un hacha y cómo hacer las hendiduras en los sitios precisos para que cayera hacia el lado que quería que cayese.
Cuando el doctor adquirió una sierra ligera McCullosh, ella aprendió a operar con ella, cómo arrancarla, cómo engrasarla, cómo cargarla, cómo ajustar la sierra cuando empezaba a estar demasiado suelta o demasiado apretada. Con esta práctica herramienta estaban capacitados para terminar mucho más trabajo en mucho menos tiempo aunque se enfrentaban a la cuestión ecológica, sea lo que sea lo que eso signifique, ruido y polución del aire, excesivo consumo de metal y energía. Ramificaciones sin fin.
—No —dijo el doctor—. Olvídate de eso. Nuestro deber es destruir las carteleras.
Y procedían, furtivas figuras en la noche, el siniestro Lincoln negro con el caduceo plateado sobre la matrícula, un auto grande aparcado con el motor en marcha en el lado oscuro de carreteras cercanas a las autopistas, el hombre gordo, la mujer pequeña, escalando vallas, arrastrando sus pies a través de la maleza cargando con su motosierra y su lata de gasolina. Se convirtieron en figuras familiares olfateando el aire como ardillas y ululando como lechuzas, un irritante enigma importante para las agencias de noticias y el equipo de investigaciones especiales del departamento del sheriff del Condado de Bernalillo.
Alguien tenía que hacerlo.
La prensa local al principio habló de vandalismo sin porqué. Más tarde, durante un tiempo, los informes sobre cada incidente fueron suprimidos porque darle publicidad hubiera envalentonado a los vándalos. Pero en cuanto los periodistas, las patrullas de las autopistas y los sheriffs del condado se dieron cuenta de la repetición de aquellos ataques en propiedades privadas y la singularidad de sus objetivos, los comentarios volvieron a levantar el vuelo.
Las fotos y los relatos empezaron a aparecer en el Journal de Alburquerque, el New Mexican de Santa Fe, el News de Taos, el Bugle de Belen. El sheriff del Condado de Bernalillo negó que hubiera asignado a tiempo completo a un detective para investigar el problema. Los reporteros de calle entrevistaban y citaban, hablando de «delincuentes comunes».
Cartas anónimas llegaron a los buzones oficiales de la ciudad y del condado, todos ellos reclamando la autoría de los delitos. Los relatos de los periódicos mencionaban «bandas organizadas de activistas del medio ambiente», una designación que pronto fue abreviada por la más práctica y más dramática de «eco-terroristas». Los fiscales del condado aseguraron que los perpetradores de aquellos actos ilegales, cuando fuesen capturados, serían imputados con toda la gravedad que permitiesen las leyes. Horribles cartas, a favor y en contra, aparecieron en las Cartas al Director de los periódicos.
Doc Sarvis reía dentro de su máscara, suturando el vientre amarillo de un desconocido. El chico sonreía mientras ella leía los periódicos al fuego de la tarde. Era como celebrar Halloween todo el año. Era algo que hacer. Por primera vez en años la señorita Abbzug sentía que su frío corazón del Bronx se llenaba de esa emoción llamada deleite. Estaba asimilando por vez primera la sólida satisfacción de un trabajo bien hecho.
Los encargados de las vallas publicitarias planeaban, medían costes, probaban nuevos diseños, encargaban nuevos materiales. Se habló de electrificar los montantes, de guardias armados, de pistolas, de recompensas para los vigilantes. Pero había carteleras en cientos de millas de autopista por todo Nuevo México. Dónde y cuándo iban a volver a atacar los criminales no podía saberse, se necesitaría un guarda en cada cartelera. Se aprobó que se hicieran cambios graduales para reforzar el acero de los postes. El coste extra, por supuesto, se podría cargar a los consumidores.
Una noche Bonnie y Doc fueron más allá del norte de la ciudad, a por un objetivo que habían elegido semanas antes. Dejaron el auto en un cruce, lejos del alcance de las miradas de la autopista, y caminaron media milla hacia su objetivo. Las precauciones de siempre. Como siempre llevaban la motosierra, ella iba en cabeza (tenía mejor vista nocturna). Avanzaron en la oscuridad sin necesidad de otra luz que la que les prestaban las estrellas, siguiendo el sendero señalado por las vallas. El silbido del tráfico de los cuatro carriles de la autopista les llegaba frenético y acelerado como siempre, creando un túnel de luz en medio de la oscuridad, olvidados de todo salvo de darse prisa para llegar a algún sitio, hacer algo, en algún lugar, donde sea.
Bonnie y Doc hacían caso omiso de esos motores fanáticos, ignoraban las mentes y los cuerpos de los humanos que iban en ellos, no les prestaban la menor atención, ¿por qué habrían de hacerlo? Estaban trabajando.
Llegaron a su objetivo. Parecía el mismo de antes.
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—Hermoso —dijo ella, apoyándose en el jadeante Doc.
—Hermoso —estuvo de acuerdo él. Después de descansar un momento, cogió la McCullosh, se arrodilló, dio al botón de encendido, tiró de la cuerda de arranque. El instantáneo y pequeño motor cobró vida, la cadena dentada empezó a correr. Doc se puso de pie, la máquina vibrante en sus manos, lista para la destrucción. Pulsó el botón del engrasador, aceleró el motor y se dirigió al más cercano poste del montante de la cartelera.
—Espera —dijo Bonnie. Estaba ahora apoyada en el poste central, dándole golpecitos con sus nudillos—. Espera un minuto.
Él no la escuchaba. Apretando el acelerador lo estaba dirigiendo hacia el poste. La sierra rebotó con un grito de acero, una melena de chispas. Doc quedó atónito por un instante, incapaz de aceptar lo que veía. Luego apagó el motor.
La bendita quietud de la noche. Rostros pálidos en el resplandor, mirándose el uno al otro.
—Doc —dijo ella—, te he dicho que esperaras.
—Acero —dijo él. Con asombro pasó una mano por el poste, luego lo golpeó con su gran puño.
—Eso es lo que es.
Esperaron. Pensaron.
Después de una pausa ella dijo:
—¿Sabes qué quiero para mi cumpleaños?
—¿Qué?
—Quiero un soplete de acetileno, con una visera de protección.
—¿Cuándo?
—Mañana.
—Mañana no es tu cumpleaños.
—¿Y?
La noche siguiente volvieron, mismo lugar, misma señal, pero esta vez equipados en condiciones. El soplete funcionaba a la perfección, la intensa llama azul lamiendo silenciosa y furiosamente el acero, creando una fea herida al rojo vivo. Pero en la oscuridad ese deslumbramiento parecía peligrosamente delator. Doc bajó el soplete a la base del poste central, que emergía del suelo pétreo del desierto, entre los chamizos y matojos. Incluso así la luz de la llama parecía demasiado peligrosa. Bonnie se agachó y se abrió la cazadora extendiendo los brazos, tratando de ocultar la llama a la vista de los conductores. Nadie parecía percatarse de nada. Nadie se detuvo. Los autos distraídos, los camiones que bramaban, todo lo que pasaba por allí con viciados silbidos de caucho, con loco rugido de motores, se incrustaba en el negro olvido de la noche. Quizá a nadie le importaba lo que estuvieran haciendo.
El soplete era definitivo pero lento. Las moléculas del acero se separaban unas de otras dolorosamente, oponiendo resistencia, sin intención de colaborar. La roja herida se abría de manera lenta, muy lenta, incluso si se diera el caso, como esperaban, de que el poste estuviese hueco por dentro.
El soplete era lento pero definitivo. Doc y la chica trabajaron sin parar, relevándose el uno al otro de vez en cuando. Paciencia, paciencia. La pesada aleación cedía al empuje de la llama. Cada vez era más visible el progreso de sus tareas. Obvio. Concluyente.
Doc apagó el soplete, se quitó la visera, se secó el sudor de la frente. La cómplice oscuridad los rodeaba.
Habían cortado el poste central por completo. Y habían cortado dos terceras partes de cada uno de los postes laterales. El gran cartel se sostenía prácticamente por su propio peso, balanceándose precariamente. Una suave brisa del sur bastaba para noquearlo. Hasta un niño podría tumbarlo. Dentro de su continuum espacio-tiempo, el destino del cartel estaba ya decidido, inapelablemente. El arco de su vuelta a la tierra podía haber sido computado con un margen de error de tres milímetros.
Ellos saboreaban el momento. Las virtudes intrínsecas de una empresa libre y digna. El espíritu de Sam Gompers les sonreía[12].
—Túmbalo —dijo él.
—No, hazlo tú, has hecho la mayor parte del trabajo —dijo ella.
—Es tu cumpleaños.
Bonnie colocó sus pequeñas manos morenas en el borde inferior del cartel, por encima de su cabeza, poniéndose de puntillas, y empujó. La cartelera —unas cinco toneladas de acero, madera, pintura, tornillos y tuercas— lanzó un leve gemido de protesta y empezó a inclinarse hacia el suelo. Una ventisca de aire, luego de la colisión del cartel con la tierra, el crujido del metal, levantó una tormenta de polvo, y nada más. El tráfico indiferente siguió corriendo, sin ver nada, sin que le importara nada, sin que nadie se parase.
Ellos lo celebraron en el Skyroom Grill.
—Quiero una cena de Acción de Gracias —dijo ella.
—No es Acción de Gracias.
—Si yo quiero una cena de Acción de Gracias es que tiene que ser Acción de Gracias.
—Tiene lógica.
—Llama al camarero.
—No va a creernos.
—Trata de convencerle.
Le convenció. Llegó la comida, y el vino. Comieron, él lloró, bebieron, la hora se deslizó hacia la eternidad. Doc habló.
—Abbzug —dijo el doctor—, te amo.
—¿Cuánto?
—Demasiado.
—Eso no es suficiente.
Charlie Ray o Ray Charles o alguien a las teclas de marfil, tocando «Love Gets in your eyes» pianísimo. La habitación circular, a diez historias del suelo, girando a 0,5 millas por hora. Toda la noche las luces del Gran Alburquerque, Nuevo México, unas 300.000 almas yaciendo allá abajo, en el reino del neón, los jardines eléctricos de un babilónico esplendor rodeados por el desolado, negro, incorregible desierto que nunca se dejaría dominar. Donde el hambriento coyote se escabullía, escapando de la extinción. La mofeta. La serpiente. La chinche. El gusano.
—Cásate conmigo —dijo él.
—¿Para qué?
—No lo sé. Me gusta la ceremonia.
—¿Por qué estropear una relación perfectamente idónea?
—Porque soy un viejo solitario matasanos de mediana edad. Porque necesito seguridad. Porque me gusta la idea de compromiso.
—Eso es lo que vuelve idiota a la gente. ¿Eres un idiota, Doc?
—No lo sé.
—Vámonos a la cama. Estoy cansada.
—¿Seguirás enamorada de mí cuando sea viejo? —preguntó, llenando su copa de nuevo con el rojo rubí de un La Tache—. ¿Me querrás cuando sea un viejo gordo, calvo e impotente?
—Ya eres viejo, gordo, calvo e impotente.
—Pero soy rico. No olvides eso. ¿Me querrías si fuera pobre?
—Difícilmente.
—En el naufragio de un borracho de whisky, que busca entre los contenedores de basura en la calle Primera Sur, ladrado por pequeños perros rabiosos, acosado por la pasma.
—No.
—¿No? —Él le cogió la mano, la izquierda, que ella había colocado tras la mesa. Un resplandor de plata y turquesa en su delgada muñeca. Les gustaba la joyería india. Se sonreían el uno al otro a la inconstante luz de unas velas en aquella habitación circular que daba vueltas lentamente sobre la ciudad sin mañana.
Viejo Doc bueno. A ella le resultaba familiar cada accidente de su bulbosa cabeza, cada una de las pecas en aquella cúpula tostada por el sol, cada una de las arrugas de aquel mapa que, todas juntas, habían ido diseñando el territorio conocido como cara de Doc Sarvis. Ella entendía su anhelo. Ella le ayudaría en todo lo que pudiese.
Fueron a casa, de vuelta a la vieja pila de Doc en la roca F.L. Wright en las colinas. Doc subió al piso de arriba, ella colocó una pila de discos (discos de ella) en la plataforma del tocadiscos cuadro-fónico (de él). Por los cuatro altavoces emergieron la potente batería, el latido electrónico, las estilizadas voces de cuatro jóvenes degenerados uniéndose en una canción: algunas bandas —los Konks, los Scarababs, los Hateful Dead, los Green Crotch— que habían recaudado dos millones en un año.
Doc bajó en albornoz.
—¿Estás oyendo esa maldita imitación de música negra otra vez?
—Me gusta.
—¿Esa música de esclavos?
—A alguna gente le gusta.
—¿A quién?
—A todo el que yo conozco menos a ti.
—Es mala para las plantas, sabes. Mata a los geranios.
—Oh, Dios, de acuerdo —ella gruñó y cambió su programa.
Se fueron a la cama. De abajo les llegaba el grato, discreto y melancólico sonido de Mozart.
—Eres demasiado mayor para ese ruido —le estaba diciendo él—. Eso es para pandillas de quinceañeros, esa música chiclosa. Ahora ya eres una chica crecidita.
—Pues me gusta.
—Pues la pones después de que me vaya a trabajar por la mañana, ¿vale? La puedes poner todo el día si quieres, ¿vale?
—Es tu casa, Doc.
—También es tuya. Pero tenemos que tener en cuenta la salud de las macetas.
A través de las puertas correderas de la habitación, a millas de distancia hasta la llanura inclinada del desierto, podían ver el brillo de la gran ciudad. Aviones que hacían lentos círculos, inaudibles, sobre el resplandor metropolitano, quietos como mariposas distantes. Altos reflectores acechaban en la aterciopelada oscuridad horadando las nubes.
Las manos de Doc sobre el cuerpo de ella. Ella se agitó en los brazos de él, esperando. «Hicieron» el amor durante un rato.
—Antes podía hacerlo sin parar toda la noche —dijo Doc— y ahora me lleva toda la noche tratar de hacerlo.
—Eres un poco lento —le dijo ella— pero al final lo consigues.
Descansaron durante un rato.
—¿Y qué tal un viaje por el río? —dijo él.
—Me lo llevas prometiendo meses.
—Esta vez es de verdad.
—¿Cuándo?
—Pronto.
—¿Qué tienes en mente?
—Oigo la llamada del río.
—Eso es el baño —dijo ella—. La válvula ha vuelto a atascarse.
También le gustaba caminar a la chica. Con botas con suelas de goma, camiseta del ejército, pantalones cortos y sombrero de guardabosques, caminaba y caminaba, sola, a través de las montañas de Alburquerque, el rojo parque de Sandia, o subiendo los volcanes del oeste de la ciudad. No tenía auto propio pero en su bicicleta de diez marchas a menudo pedaleaba hasta cincuenta millas en dirección norte a Santa Fe, la mochila en el estrecho asiento trasero, y desde allí hacia arriba, a las montañas de verdad, las montañas Sangre de Cristo, hasta el final de la carretera pavimentada, y subía a las cumbres —Baddy, Truchas, Wheeler— y acampaba sola durante dos o tres noches cada vez, con el oso negro resoplando cerca de su pequeña tienda de campaña y los pumas aullando.
Estaba buscando. Estaba a la caza. Ayunaba en los bordes de la meseta, esperando que la alcanzara una visión, y ayunaba más, y después de algún tiempo Dios se le aparecería reencarnado en un plato de pichones asados con papelitos blancos en sus pequeños muslos.
Doc seguía murmurando acerca del río. Acerca del Gran Cañón. Acerca de un lugar llamado Lee’s Ferry y de un tipo llamado Seldom S. Smith.
—Cuando quieras —dijo ella.
Mientras tanto segarían, quemarían, destrozarían, mutilarían carteleras.
—Juego de críos —se quejaba el doctor—. Nosotros estamos llamados a hacer cosas más grandes. ¿Sabías que tenemos la mina más grande de los Estados Unidos, cerca de Shiprock? Aquí, en Nuevo México, la Tierra del Hechizo. ¿Has pensado de dónde viene toda esa humareda que envuelve el valle del río Grande? ¿«El gran río» de Paul Horgan, canalizado, subsidiado, salinizado, goteando hacia los campos de algodón bajo los cielos de sulfuro de Nuevo México? ¿Sabías que hay un consorcio de empresas eléctricas y agencias gubernamentales que conspiran para abrir nuevas minas y construir más plantas de tratamiento del carbón en las cuatro esquinas de esa zona desde la que nos llega toda esa inmundicia? Todo eso más tendidos eléctricos, más carreteras, vías de ferrocarril, tuberías. Todo eso en lo que una vez fue un desierto casi virgen y aún es el paisaje más espectacular de los malditos cuarenta y ocho estados vecinos. ¿Lo sabías?
—Yo una vez fui casi virgen —dijo ella.
—¿Sabías que otras compañías de energía y las mismas agencias gubernamentales están planeando cosas más grandes aún para el área Wyoming-Montana? Minas más grandes que las que devastaron Appalachia. ¿Has pensado en las armas nucleares? ¿Reactores? ¿Estroncio? ¿Plutonio? ¿Sabías que las compañías petrolíferas se están preparando para horadar inmensas áreas de Utah y Colorado para recuperar el petróleo como esquisto? ¿Te das cuenta de lo que las grandes compañías están haciendo con nuestros parques nacionales? ¿O lo que el Cuerpo de Ingenieros y la Oficina de Recuperación están haciendo con nuestros ríos? ¿Vigilantes y empresarios del juego en nuestra vida salvaje? ¿Te das cuenta de lo que los promotores de suelo están haciendo con nuestros espacios abiertos? ¿Sabías que pronto Alburquerque-Santa Fe-Taos se convertirán en una sola gran ciudad? ¿Que lo mismo pasará con Tucson-Phoenix? ¿Seattle-Portland? ¿De San Diego a Santa Bárbara? ¿De Miami a Saint Agustine? ¿De Baltimore a Boston? ¿De Fort Worth a…?
—Van muy por delante de ti —dijo ella—. Que no te entre el pánico, Doc.
—¿Pánico? —dijo él—. ¿Pandemónium? Pan se volverá a levantar, querida. El gran dios Pan.
—Nietzsche dijo que Dios ha muerto.
—Yo estoy hablando de Pan. Mi Dios.
—Dios está muerto.
—Mi Dios está vivito y coleando. Lo siento por los tuyos.
—Me aburro —dijo ella—. Diviérteme.
—¿Qué tal un viaje por el río?
—¿Qué río?
—Por el río, a través del Barranco de Dios en un bote de goma con los guapos barqueros peludos y sudorosos que ansían tu mano y tu boca.
Bonnie se encogió de hombros:
—¿Y a qué estamos esperando?