2. Orígenes II. George W. Hayduke

George Washington Hayduke, Vietnam, Fuerzas Especiales, está resentido. Después de dos años en la selva entregando Montagnard Babies[6] y manejando helicópteros (para aquellos muchachos que tableteaban treinta balas por segundo contra cualquier cosa que se moviese: pollos, búfalos acuáticos, granjeros de arroz, corresponsales de prensa, americanos perdidos, médicos de los Boinas Verdes —cualquier cosa que respirase—) y un año como prisionero del Vietcong, volvió al sudoeste americano, que no había dejado de recordar, sólo para encontrarse con que no había nada de lo que recordaba, ya no el clásico y vacío desierto, incluso el translúcido cielo que él había habitado en sus sueños. Algo o alguien habían estado cambiando las cosas.

La ciudad de Tucson de la que procedía, y a la que volvió, estaba ahora cercada por un círculo de instalaciones del Titán ICBM. Toda vegetación, toda vida, en pleno desierto había sido arrasada por las gigantes bulldozers D-9 que le recordaban las apisonadoras que aplanaban Vietnam. El despilfarro maquinista devino en desarrollo real, una escuálida plaga de futuros barrios marginales de casas de dos por cuatro con paneles de fibra seca y techos prefabricados que volaban con el primer viento potente. Todo ello en el hogar de las criaturas libres: sapos astados, ratas del desierto y coyotes. Hasta el cielo, cuya cúpula de profundo azul pareció una vez fuera de todo alcance, empezó a cubrirse con un velo de basura gaseosa procedente de los hornos de fundición de cobre, la inmundicia que Kennecott, Anaconda, Phelps-Dodge y American Smelting & Refining Co arrojaban desde sus sedes al cielo público. Una mancha de aire envenenado cubrió su tierra.

Hayduke veía estúpido todo esto. El ardor de la amargura le calentaba el corazón y los nervios, el fuego lento de la ira le calentaba los huevos, le erizaba el vello. Hayduke se quemaba. Y no era un hombre paciente.

Después de un mes con sus padres, fue a buscar a una chica a Laguna Beach. La encontró, se peleó con ella y la perdió. Volvió al desierto, dirigiéndose al norte por el este del cañón, la franja de Arizona y las tierras salvajes de más allá. Había un lugar que había visto y en el que se quedaría hasta que por fin decidiera qué tenía que hacer.

Tenía en mente Lee’s Ferry, el río Colorado, el Gran Cañón.

Hayduke cubrió millas de asfalto a bordo de su jeep de segunda mano, un ojo puesto en la carretera y el otro controlando su alergia al chamizo, ese vegetal exótico de las estepas de Mongolia. Había comprado el jeep, un todoterreno azul metalizado, en San Diego, a un grupo de negociantes de coches llamado Square Deal Andy y Top Dollar Johnny. La bomba de gasolina se le rompió primero, cerca de Brawley, y en Yuma, cojeó por la autopista con un pinchazo, lo que le sirvió para descubrir que los de Square Deal le habían vendido (bien es cierto que por sólo 2795 dólares) un jeep sin gato. Problema menor: a él le gustaba aquella máquina, agradecía las barras estabilizadoras extra, el tanque auxiliar de gas, las llantas de gran rodadura de los neumáticos, el Warn y el cabrestante Warn con 150 pies de cableado, el soporte para la lata de cerveza atornillado al tablero de mandos, la pintura libre y natural.

El desierto calmó su vaga cólera. Cerca del polvoriento camino que se alejaba de la autopista y se internaba en el este diez millas hacia las rampas volcánicas de las Kofa Mountains, se detuvo, bien lejos del tráfico, para hacerse el almuerzo. Se sentó sobre una roca caliente al ardiente sol primaveral y comió escabeche y queso y jamón y aros de cebolla, bañándolo todo con cerveza, y sintió a través de los poros y las terminaciones nerviosas cómo se le contagiaba la quietud del desierto de Arizona. Miró alrededor y se dio cuenta de que aún recordaba los nombres de todos los pequeños árboles de la maleza: el mesquite (extraordinario combustible para la cocina y el fuego, frijol para los tiempos duros, sombra para la supervivencia), el paloverde, con sus tallos verdes sin hojas, (la clorofila corre por la corteza), el árbol de humo sutil que flota como un espejismo en el baño de arena.

Hayduke siguió adelante. La caliente furia del viento a 65 millas por hora silbaba al traspasar su ventana abierta, le sacudía la manga, le besaba en el oído mientras él seguía conduciendo más y más, al noroeste, hacia la tierra alta, hacia la buena tierra, hacia la tierra de Dios, la tierra que Dios le había dado a Hayduke. Y era mejor que siguiera así. O Dios tendría un problema.

De veinticinco años, Hayduke es un tipo bajo, corpulento, ancho, bien musculado, con apariencia de luchador. La cara barbuda, muy barbuda, con una boca amplia y buenos dientes, grandes pómulos y una espesa mata de pelo negro azulado. Dentro hay un poco de sangre Shawnee, quizás, en algún sitio, allá en el acervo genético. Sus manos son grandes y poderosas, de pálida blancura bajo el vello negro; se le nota que ha estado en la selva y luego en el hospital durante mucho tiempo.

Se bebió otra cerveza mientras seguía conduciendo. Dos paquetes y medio de seis cervezas hasta Lee’s Ferry. En pleno sudeste, él y sus amigos medían las distancias de carretera en porcentajes de paquetes de seis cervezas. De Los Angeles a Phoenix, cuatro paquetes de seis cervezas. De Tucson a Flagstaff, tres paquetes. De Phoenix a Nueva York, treinta y cinco paquetes. (El tiempo es relativo, dijo Heráclito hace mucho, y la distancia está en función de la velocidad. Tras los últimos avances del transporte la tecnología es la aniquilación del espacio, la compresión de todo ser en un solo punto, y eso se consigue con la ayuda de los paquetes de seis. La velocidad es la droga definitiva y a los cohetes los propulsa el alcohol. Hayduke había formulado esta teoría por sí mismo).

Sintió que el sol compartía su regocijo, el alcohol corriendo a través de la corriente de su sangre, la satisfacción de su jeep avanzando a fondo y bien, sin problemas, gambeteando hacia las rojas colinas de las tierras del cañón, las mesetas púrpuras, las rosadas laderas y los pájaros azules. Todas las lecturas de su complicado sistema nervioso avisaban problemas. Pero siempre lo hacían. Era feliz.

Había un campo especial de las Fuerzas Especiales. Había una señal especial que colgaba, junto a las banderas confederadas, en la puerta de entrada al campo especial. La señal decía:

Si matas por dinero eres un mercenario.

Si matas por placer eres un sádico.

Si matas por las dos cosas, eres un Boina Verde.

BIENVENIDO.

Hacia las tierras altas. Las montañas de Flagstaff se combaban al frente, los altos picos coronados de nieve. El vapor gris azulado de los aserradoras superaba la bruma de las verdes coníferas del Parque Natural de Coconino, el gran bosque que componía un cinturón verde al norte de Arizona. A través de la ventana abierta se colaban el aire resplandeciente, el aroma a resina, el olor del humo de la madera. El cielo, encumbrando las montañas, al que no manchaba una sola nube, era del profundo azul de los verdaderos deseos.

Haiduke sonrió, se dilataron las aletas de su nariz (yoga isométrico), abrió otra lata de Schlitz, dirigiéndose a Flag, 26.000 habitantes, 6900 pies sobre el nivel del mar, y recordó a un policía de Flagstaff al que siempre le había tenido ganas. Injusta detención, una noche en la trena con veinte navajos vomitando. Algo que se encona en una esquina de su mente durante tres años, una picazón que no podía rascarse.

Sólo por el placer de hacerlo, pensó ¿por qué no ahora? Era libre. No tenía nada mejor que hacer. ¿Por qué no ahora entonces? Se detuvo a repostar en una estación de autoservicio, llenó el tanque, revisó el aceite, y buscó en una guía telefónica y encontró el nombre y la dirección que buscaba. No tenía problema alguno para recordar el nombre: el nombre en la placa en la camisa, al igual que su tarjeta de identificación y las insignias en la solapa, se abrieron paso ante los ojos de la mente de Hayduke, tan vívidamente como si todo hubiese sucedido la noche antes.

Cenó en un café oscuro, luego se dirigió a la dirección que había anotado y aparcó su jeep a media manzana de distancia y luego esperó. Atardecía, el breve crepúsculo del sudoeste, las luces de las farolas encendiéndose. Esperó hasta que se hizo de noche, vigilando el portal de la casa. Esperó, pasando revista a su plan, inventariando las armas que tenía en el jeep, sin permiso para tenerlas pero dispuestas para su uso: un cuchillo Buck, el Especial, pulido hasta cobrar la agudeza de filo de una navaja, una pistola .357 Mágnum, cargada a excepción de la recámara vacía, una pequeña ballesta de acero CV con dardos Broadhead, fabricados con los restos de un helicóptero siniestrado, un recuerdo de Dak To (¡Hoa binh[7]!), una carabina Winchester modelo 94, el rifle clásico para matar ciervos, empaquetado en una funda de silla de montar, un AK 47 (otro souvenir) con dos presillas de plátano pegadas con cinta adhesiva, cargado, y la pieza principal, columna vertebral de su arsenal, un elemento básico para cualquier kit de la muerte bien equipado, el rifle Remington de repetición .30-06 con un alcance objetivo en la variable Bausch & Lomb de 3x-9x, lo suficientemente preciso para encargarse de cualquier Gook[8], de cualquier Greek[9] o del oído de tu hermano a quinientas yardas (alta velocidad, trayectoria plana). Para completar el kit, pólvora, balas, lo necesario. Como muchos americanos, Hayduke amaba las armas, el tacto del aceite, el olor acre de la pólvora quemada, el gusto del latón, las aleaciones de cobre, las monturas brillantes, todas las cosas bien hechas y letales.

Aunque seguía siendo un amante de las ardillas, los petirrojos y las niñas, le había cogido el gusto, como otros, a la destrucción metódica, completa y minuciosa. Unido, en su caso, con una pasión por la equidad (estadísticamente rara) y el instinto de conservación justo para no dejar las cosas como estaban, sino como deberían estar, (aún más raro) para dejarlas como eran.

(«¿Chicas?», había preguntado el sargento. «En la oscuridad todas son la misma. ¡A quién le importa un carajo las chicas; tendrías que ver mi colección de pistolas!». Algún sargento, como ese que después del accidente acababa torpemente metido en una bolsa negra, enviado a casa en un estuche de madera, como otros 55.000).

Sentado en la oscuridad, esperando, Hayduke deshojaba sus opciones. Primero, no matar; el castigo debía ajustarse al delito, y el delito en este caso era la injusticia. El oficial, de nombre Hall, le había arrestado y encarcelado por embriaguez pública, lo que constituía una prueba falsa: Hayduke no estaba borracho. Lo que había hecho, a las tres en punto de la mañana a una manzana de su hotel, fue pararse a ver cómo el policía Hall y un compañero no uniformado interrogaban a un transeúnte indio. Hall, no acostumbrado a que le interpelara un civil desconocido, cruzó la calle, irritado, nervioso, exigiendo inmediata identificación. Sus formas hicieron retroceder a Hayduke.

—¿Para qué? —dijo con las manos en los bolsillos.

—Saca las manos de los bolsillos —le exigió el policía.

—¿Para qué? —dijo Hayduke.

La mano de Hall tembló sobre la cacha de su revólver, era un policía joven, neurótico, inseguro. El otro hombre esperaba en el auto de policía, observándolo todo, una escopeta colocada verticalmente entre sus rodillas. Hayduke no se había dado cuenta de la escopeta. De mala gana, se sacó las manos vacías de los bolsillos. Hall lo agarró del cuello, y lo arrastró al otro lado de la calle, lo puso contra el auto, empezó a cachearlo, oliendo su aliento a cerveza. Las siguientes doce horas las pasó Hayduke en un banco de madera, en el barracón para borrachos de la ciudad, el único blanco en un coro de Navajos mareados. De algún modo se sintió molesto.

Por supuesto que no puedo matarle, pensó Hayduke. Todo lo que quiero es darle un par de tortas, para que su dentista tenga algo de trabajo. Partirle una costilla, quizá. Arruinarle la tarde, nada drástico ni irreparable. El problema es, ¿tendría que identificarme? ¿Tendría que recordarle nuestra breve relación de amistad? ¿O sería mejor dejarle en el suelo preguntándose por culpa de quién y por qué le había pasado todo aquello?

Sabía a ciencia cierta que Hall no sería capaz de reconocerle. ¿Cómo podría un policía que detenía todas las noches a una docena de borrachos, tirados y holgazanes, recordar al bajo, moreno, oscuro y corriente George Hayduke, que, desde entonces, había cambiado considerablemente de aspecto, y era ahora más fuerte, más grande y más peludo?

Un auto de la policía, de la Policía de Flagstaff, se acercó lentamente, las luces se apagaron y se detuvo frente a la casa de Hall. Bien. Un hombre en el auto. Muy bien. El hombre se apeó. Vestía de civil, no llevaba el uniforme. Hayduke lo contempló a través de la penumbra, a media manzana de distancia, sin estar seguro. El hombre se dirigió a la puerta de la casa y entró sin llamar. Tenía que ser Hall. O bien una visita. Más luces se encendieron en el interior de la casa.

Hayduke colocó el revólver en su cinturón, salió del jeep, se puso una cazadora para esconder la pistola y fue hasta la casa de Hall. Las cortinas estaban echadas y las persianas bajadas, no podía ver nada del interior. El motor del auto de policía estaba encendido. Hayduke comprobó la puerta del auto: abierta. Caminó hasta la esquina de la manzana, bajo los árboles y las farolas, se internó por un callejón de grava que había detrás de la hilera de casas. Los perros ladraban entre los cubos de basura, los tendederos, los columpios. Contando las puertas vio, a través de la ventana de una cocina, al hombre que estaba buscando. Aún joven, bastante guapo, irlandés, Hall, el policía, sostenía con una mano una taza de café y palmeaba la grupa de su esposa con la otra. Ella parecía feliz, él parecía distraído. Una típica escena doméstica. El corazón de hierro de Hayduke se derretía ligeramente por los bordes.

No tenía mucho tiempo. Encontró una parcela sin cercar entre las casas y corrió de vuelta a la calle. El auto de policía estaba aún allí, con el motor en marcha. En cualquier momento Hall se terminaría su taza de café y volvería, bastardo satisfecho. Hayduke se deslizó tras el volante del auto y sin encender los faros avanzó tranquilamente calle abajo hacia la primera esquina. El verde ojo único del Motorola del patrullero resplandecía en la oscuridad de la cabina, el altavoz transmitía un tráfico constante de calmas voces masculinas hablando de sangre, restos, desastre. Colisión frontal en Mountain Street. Mejor para Hayduke, la tragedia de la rutina quizá le otorgaría un minuto más antes de que Hall pudiera difundir la voz de alarma. Giró en la esquina y se dirigió al sur por la calle principal hacia los raíles del ferrocarril de Santa Fe, se preparó para el asalto. Hall, seguro, tenía un transmisor de radio de la policía en su casa. Mientras Hayduke hacía sus planes. Cosas que no debes hacer esta noche. Decidió primero que no iba a estrellar el auto de policía en el lobby del City Hall. Segundo…

Se cruzó con otro auto de policía que iba en dirección contraria. El oficial al volante le miró fugazmente y él le miró igualmente. Unos pocos transeúntes en la calle lo vieron avanzar. Se fijó en el espejo retrovisor. El otro auto de policía se había detenido en una intersección, esperando la luz del semáforo.

Hubo una pausa en la radio. Luego la voz de Hall: «A todas las unidades, 10-99, a todas las unidades, 10-99. Auto 12, 10-35, 10-35. Repito: a todas las unidades, 10-99. Auto doce, 10-35. Confirmación, por favor, KB-34».

Buen control, pensó Hayduke. ¿Cómo iba a olvidarse de esa voz? Ese bonito irlandés controlaba la histeria. ¡Buen Dios, pero ahora me odia! U odia a alguien en cualquier caso.

Hubo una amalgama de voces intentando responder a la vez en la radio. Luego silencio. Una voz se impuso entonces clara y alta:

—KB-5, KB-6.

—KB-5.

—Hemos visto al auto doce hace un minuto, se dirigía al sur de la Segunda entre Federal y Mountain.

—Diez-cuatro, KB-6. Todas las unidades móviles excepto auto cuatro diríjanse inmediatamente a esa área: 10-99,10-99, auto doce, Kb-34, Kb-5.

—KB-34, KB-5. Responda por favor.

—KB-34.

—¿Diez-nueve?

—¿Diez-dos?

—¿Diez-nueve?

—¿Qué?

—¿Dónde diablos está Hall?

—KB-34.

—¿Entonces, quién conduce el auto doce?

—No lo sé.

Hayduke cogió el micrófono, presionó el botón de transmisión y dijo:

—Soy yo, pedazos de mierda. Sólo quería divertirme un poco en vuestro pequeño pueblucho, ¿vale? KB-34, corto.

—Diez-cuatro —dijo la radio. Hubo una pausa—. ¿Quién está hablando?

Hayduke se lo pensó un momento.

—Rudolf —dijo—. Ese es el que habla.

Otra pausa.

—KB-5, aquí KB-6.

—Adelante.

—Tenemos al sujeto a la vista. Todavía se dirige al sur.

—Diez-cuatro. Preparado para interceptarlo.

—Diez-cuatro.

—Diez-cuatro los cojones —dijo Hayduke al micrófono de su aparato—. Primero tendréis que cogerme, jodidos cabeza de chorlito.

Lamentó, por un momento, que no hubiera ninguna manera de que pudiera recibir y escuchar sus propias emisiones. Desde luego se estarían grabando en cinta en la comisaría de policía. Pensó por un momento en algo denominado huellas de voz, la analogía en audio a las huellas digitales. Quizá él escucharía sus emisiones, después de todo, algún día. En una sala de juicios de Arizona. Con el solemne jurado reunido. Dios maldiga sus ojos.

La radio de nuevo: «Tenga en cuenta el sujeto que todas las emisiones de radio son controladas por la Comisión Federal de Comunicaciones y que el mal uso o abuso del sistema de transmisiones policiales es un delito federal».

—Que se joda la Comisión Federal de Comunicaciones. Jódete tu también, maricón de Flagstaff. Me meo en todos vosotros a una altura considerable.

El auto gemía en la oscuridad, avanzando tranquilamente a través de calles casi vacías, mientras Hayduke esperaba una respuesta. No hubo ninguna. Luego se dio cuenta de que todavía mantenía pulsado el botón de transmisión del micro, y eso era lo que impedía que hubiera más comunicaciones en el canal. Dejó el micro y se concentró en la conducción. Se reinició el tráfico de voces en la radio, el ininterrumpido intercambio de calmas, si bien, lacónicas voces masculinas. Diles que vamos a darles una pista, pensó. El ferrocarril de Santa Fe estaba a sólo una manzana. Las sirenas detrás, la destrucción delante.

Las luces rojas parpadeaban en el cruce. Sonó la campana de aviso. Hayduke aminoró el paso. El tren se aproximaba. Las barricadas de madera descendían para impedir el cruce. El auto pasó antes de que cayera del todo la primera, y Hayduke echó el freno dejando el auto en el centro del cruce. Miró a ambos lados y vio a través de la rugiente oscuridad el parpadeo de la luz brillante de la locomotora que se le venía encima, sintió el estruendo de las ruedas de hierro, oyó el rebuzno de la bocina de la máquina. En ese mismo instante escuchó el ulular de las sirenas, las luces intermitentes de color azul aproximándose, a menos de dos cuadras de distancia.

Hayduke dejó el auto de Hall allí, en la cruz del cruce. Antes de dejarlo, de todos modos, cogió una escopeta, un casco y una linterna de seis baterías, y se los llevó consigo en la oscuridad. Cuando se alejaba de la escena del crimen, con los brazos llenos y el corazón latiéndole con alegría, escuchó un chirrido de frenos, un bramido de cláxones, un sólido, metálico crash de lo más satisfactorio, intensamente prolongado.

Miró atrás sobre su hombro. La locomotora, haciendo gemir los frenos, con el respaldo de tres unidades de potencia extra y el peso y el impulso de un tren de carga de 125 coches, rodaba por los raíles empujando con su hocico de hierro el auto policía, hecho un amasijo de hierros que levantaba del suelo una lluvia de chispas. El auto dio una voltereta, se le rompió el tanque de gasolina y combustionó en una llamarada violeta y azafrán, una hoguera que, mientras avanzaba, iba iluminando una hilera de vagones que estaban en vía muerta, la parte de atrás del Hotel Moctezuma (habitaciones por 2 $ noche), algunos postes de telégrafo, una valla publicitaria (Bienvenidos a Flagstaff el corazón del Pintoresco Norte) y la obsoleta y anticuada torre del Depósito de Aguas de Flagstaff, Atchinson, Topeka y Santa Fe.

Triunfal, se escabulló por sucios callejones, esquivando el hierro, la ley, los sonidos de los coches policía que como un enjambre de avispas enloquecidas recorrían la ciudad. Alcanzó la seguridad de su jeep e, ileso, salió de la ciudad hacia la acogedora oscuridad.

Durmió bien esa noche, en los bosques de pinos cerca de Sunset Cráter, cómodamente metido en su ancho sarcófago, un saco de plumas de ganso, ligero como una pluma, caliente como el útero. Bajo el fulgor de diamante de Orion, el brillo de las Siete Hermanas, mientras las estrellas disparaban lánguidas flamas a través de la troposfera. La dulzura de aquello. La satisfacción del trabajo bien hecho. Cualquiera que fuese. Donde quiera que llevase. De un árbol más verde de lo que pudieras pensar en un cañón rojo como el hierro.

Se levantó antes que el sol, en el amanecer de plata azul, hizo café en el diminuto hornillo Primus. Cantaba, «¡química, química! ¡necesito química!», el mantra matinal de Hayduke. A través de los solitarios pinos vio un círculo de plasmático hidrógeno, demasiado brillante para mirarlo de frente, levantándose apresuradamente sobre las cordilleras escarpadas del desierto Pintado. Música de flauta encantadora flotaba desde ninguna parte: el tordo solitario.

A la carretera, George. Hacia el Norte. Llenó el tanque en su surtidor favorito, la factoría de la Montaña Sagrada, firmó algunas peticiones (Salvemos Black Mesa, Basta ya de minas) y compró una pegatina EL PODER ROJO CREE EN HOPI, que iba a colocar encima de la que llevaba el antiguo dueño de su auto:

QUE TENGAS UN BUEN DÍA CRETINO

Rodó montaña abajo, hacia el rosado amanecer, hacia la base del río Pequeño Colorado, hacia el rosa pastel y el marrón chocolate y el umbrío beige del desierto Pintado. La tierra petrificada. La tierra de los indios con glaucoma. La tierra de las alfombras de tejidos vegetales teñidos a mano, de los cinturones de concha plateada, de las sobrecargadas cargas sociales. La tierra de los antiguos dinosaurios. La tierra de los dinosaurios modernos. La tierra del cableado eléctrico manchando yardas y yardas a través de unos postes idénticos como patas de un ciempiés monstruoso del espacio exterior que hubiese sido depositado en la llanura del desierto.

Hayduke frunció el ceño mientras abría el primer paquete oficial de seis latas (una y media hasta el Lee’s Ferry). No recordaba tantos cables de alta tensión. Avanzaban hacia el horizonte en una hilera interminable, haciendo bucles entre sí al unir sus brillos a los cables de alta tensión que conducía la energía de la presa de Glen Canyon, de la Central Eléctrica Navajo, de las plantas de Tour Cornes y Shiprock, enlazando el sur y el oeste al próspero sudoeste y California; las ardientes megalópolis que devoraban a las indefensas ciudades del interior.

Lanzó su lata vacía por la ventana, y puso rumbo al norte a través de territorio indio. Una tierra arruinada, atravesada por nuevas líneas eléctricas, el cielo empañado con el humo de las plantas de energía, las montañas agujereadas de minas, el pastoreo condenado a muerte, la erosión que seguía imparable. Pueblos miserables con bloques de cemento unidos por una línea de alquitrán en cuyos bordes de vez en cuando aparecían chabolas: la tribu se extendía pletórica como caldo de cultivo: de 9500 en 1890 habían pasado a 125.000 hoy. ¡Fecundidad! ¡Prosperidad! Dulce vino envenenado, nosotros te adoramos.

El verdadero problema con los indios dejados de la mano de Dios, reflexionó Hayduke, es que ellos no son mejor que cualquiera de nosotros. El verdadero problema es que los indios son tan estúpidos y codiciosos y patéticos y cobardes como los blancos.

Dándole vueltas a eso abrió la segunda lata de cerveza. La factoría de Gray Mountain apareció ante él, con indios holgazanes descansando en la zona soleada de la pared. Una piel roja que llevaba la blusa de pana tradicional se puso en cuclillas entre los hombres, se subió su larga y voluminosa falda y meó sobre el polvo. Ella estaba sonriendo, los hombres se reían.

Nos acercamos al cruce de Grand Canyon.

El tráfico obstruye su avance impaciente. Frente a él una pequeña dama de pelo azul observa a través de su volante la carretera, su cabeza apenas asoma por encima del tablero de mandos. ¿Qué está haciendo esa mujer aquí? Hay un anciano pequeño junto a ella. Matrícula de Indiana en su Oldsmobile. La abuela y el abuelo han salido a ver el país. Conduce prudentemente a 45 por hora. Hayduke gruñe. Muévase, señora, o sálgase de la puta carretera. Dios mío, haces que te preguntes cómo pudieron salir del garaje y poner rumbo al oeste.

A dos millas está la factoría del Cruce. Se paró allí para una cerveza y por casualidad oyó al encargado decirle a un empleado, mientras le mostraba una manta tejida a mano, «Pagué cuarenta dólares por esta pieza, el piel roja se iba a Sing y quería llevarse algo de dinero; la venderemos a doscientos cincuenta».

La carretera se hundía ante él, bajando hacia el valle del río Pequeño Colorado y el desierto Pintado. De los siete mil pies en la cumbre del paso a los tres mil pies en el lecho del río. Le echó un vistazo al altímetro colocado en su salpicadero. El instrumento le dio la razón. Aquí estaba el desvío a South Rim, Grand Canyon. Incluso ahora, en mayo, el tráfico de turistas parecía abundante: una constante corriente de acero, plástico, vidrio y aluminio corriendo hacia el cruce, la mayoría de vuelta al sur hacia Flagstaff, pero una parte de ella se dirigiría al norte, a Utah y Colorado.

Mi dirección, pensó, van en mi dirección, y no pueden hacer eso. Tengo que borrar ese puente. Pronto. Sus puentes. Pronto. Todos ellos. Pronto. Llevan sus coches de hojalata a la tierra sagrada. No pueden hacerlo, no es legal. Hay una ley contra eso. La ley más alta.

Bueno, también tú lo estás haciendo, se reprochó a sí mismo. Sí, pero lo mío son asuntos importantes. Después de todo, soy un elitista. En cualquier caso, la carretera está aquí ahora, para ser utilizada. También he pagado mis impuestos, y sería un imbécil si me apeara y caminara y les dejara a ellos, los turistas, escupir sus gases contaminantes en mi jeta, ¿verdad? ¿No es cierto? Sí, sería un imbécil. Pero si quisiera ponerme a caminar —y lo haré cuando llegue el momento— qué entonces, caminaría todo el tiempo desde aquí a Hudson Bay y vuelta. Y lo haría sin problemas.

Hayduke pisó a fondo pasado el cruce, escape libre, dirección norte-noroeste pasado The Gap y Cedar Ridge (cobró de nuevo altura) hacia Ecco Cliffs, Ahinumo Altar, Marble Canyon, las Vermilion Cliffs y el río. El Colorado. El río. Hasta que, ascendiendo una pendiente larga, consiguió tener una vista —por fin— de todo el territorio al que se había dirigido, el corazón de la tierra de su corazón, extendida ante y detrás de él exactamente tal y como lo había soñado en los tres años en que anduvo perdido en la selva.

Procedió casi cautelosamente (para lo que solía) bajando la larga y empinada pendiente hacia el río, veinte millas de carretera y cuatro mil pies de descenso. Tenía que vivir al menos una hora más. Marble Canyon se abría a continuación, una grieta negra como la huella de un terremoto que zigzagueaba a través de las coloreadas dunas del desierto. Los acantilados del Eco oscilaban al noroeste hacia la oscura muesca en el monolito de pétrea arena donde el Colorado se extendía desde las profundidades de la meseta. Al norte y al oeste de la muesca se levantaba la meseta de Paria, poco conocida, nadie vivía allí, y los acantilados de Vermilion, de treinta millas de largo.

Regocijado, Hayduke, bebiendo más cerveza, terminándose el pack de seis de Flagstaff, condujo prudentemente, a setenta, hacia el río por la estrecha carretera, tarareando contra el viento una canción incoherente. Era de hecho una amenaza para otros conductores pero podía justificarse diciendo: Si no bebes, no conduces. Si bebes, conduce como te dé la gana. ¿Por qué? Porque es la libertad, no la seguridad, el bien más alto. Porque la gente que conduce debe estar abierta a todo —niños en triciclos, pequeñas damas en Plymouths de la época de Eisenhower, lesbianas homicidas manejando gigantescos tractores Mack. Dejad que no haya favoritismos, nada de licencias, ninguna regla para la carretera. Dejad que todo el mundo haga lo que le venga en gana.

Feliz como un cerdo en la basura, así llega Hayduke a casa. Pronunciadas curvas aproximándose al puente: REDUZCA, 15 MPH. Los neumáticos chillaban como gatos en celo, derrapan todas sus ruedas en la primera curva. Otro derrapaje. Un aullido de goma, el olor a quemado de los frenos. El puente aparece. Pisa a fondo, los pies bailan en las palancas de freno, embrague y acelerador.

«PROHIBIDO DETENERSE EN EL PUENTE», dice la señal. Él se para en medio del puente. Apaga el motor. Escucha un instante el silencio, el susurro que sube cuatrocientos pies desde el río que corre.

Hayduke se apea del jeep, camina por la pasarela del puente y se asoma. El Colorado, el tercer río más largo de América, arranca murmullos en sus riberas, remolinos en las piedras caídas, agrieta las paredes de piedra caliza de Marble Canyon. Aguas arriba, tras la curva, se encuentra el punto del ferry de Lee, que ha quedado obsoleto por el puente en el que está Hayduke. Aguas abajo, a cincuenta millas, está la entrada del río en Grand Canyon. A la izquierda, norte y oeste, los Vermillion Cliffs brillan rosados como una sandía a la luz del sol que trepa cumbre tras cumbre en las perpendiculares laderas de arena, el perfil de cada una de las rocas investido de una nobleza misteriosa, solemne, inhumana.

La vejiga le va a estallar. La carretera es silenciosa y está desierta. Puede que el mundo se haya acabado. Es hora de liberar toda la bebida consumida. Hayduke se baja la cremallera y manda un chorro arqueado de Schlits a cuatrocientos pies de altura, un arco que cruza el espacio hasta la corriente de abajo. No es ningún sacrilegio, sólo un júbilo calmo. Los murciélagos parpadean en las sombras del cañón. Una gran garza azul sobrevuela el río. Estás entre amigos, George.

Olvidándose de cerrarse la bragueta y abandonando el jeep en la carretera sin nadie, camina hacia la otra punta del puente y trepa a una loma del cañón, un punto alto desde el que contemplar el desierto. Se pone de rodillas y toma un poco de arena roja. Se la come. (Es buena para el buche, rica en hierro. Buena para la molleja). Vuelve de nuevo la vista al río, las altas colinas, el cielo, la masa flameante del sol bajando como un barco tras un banco de nubes. La polla de Hayduke, flácida, arrugada, olvidada, le cuelga en su abierta bragueta, goteando un poco. Extiende firmemente sus piernas en la roca y levanta los brazos al cielo, las palmas hacia arriba. Una inmensa alegría le recorre todo el cuerpo, fluyendo por sus huesos, su sangre, sus nervios, sus tejidos, a través de cada una de las células de su cuerpo. Echa atrás la cabeza y respira hondo.

Una garza, un carnero cimarrón arriba en el acantilado, un coyote que se para en la ribera del río y escucha un aullido, la canción del lobo, que se eleva sobre la quietud crepuscular y se multiplica a través del vacío de la noche que cae sobre el desierto. Un largo y prolongado, profundo y peligroso, salvaje y arcaico aullido elevándose y elevándose y elevándose en el aire quieto.