Rompía el alba del jueves 16 de enero de 1998 cuando el coche oficial se alejó de la casa pintada de blanco de un exclusivo barrio situado a poca distancia de la cerca electrificada que marca la frontera entre Israel y Jordania. Por una de esas vueltas que da la historia en Israel, la casa se hallaba en el terreno donde los espías de Gedeón, el gran guerrero judío, habían preparado sus misiones de inteligencia para permitir a los israelíes derrotar a fuerzas abrumadoramente superiores. Ahora, Danny Yatom se preparaba para ultimar una operación que podía salvar su carrera.
Empezando por el fracaso en las calles de Ammán, en julio de 1997, cuando un equipo kidon falló en su intento de asesinar al líder de Hamas, Khalid Meshal, los últimos siete meses habían sido para Yatom como «vivir al borde del tajo, esperando que caiga el hacha».
Su presunto verdugo era el primer ministro Benjamín Netanyahu. Su antigua y firme amistad se había agriado hasta tal punto que no pasaba un día sin que los francotiradores de la oficina del primer ministro dejaran de apuntar al jefe del Mossad con el mismo rumor: sólo era cuestión de tiempo que lo echaran. Otros hombres hubieran renunciado. Pero no Yatom. Orgulloso y autoritario, estaba preparado para afirmarse en sus logros. Había ordenado muchas operaciones con éxito sin que ningún extraño se enterara: «Sólo los fracasos se arrojan públicamente en el umbral de mi puerta», comentaba amargamente a sus amigos.
Ellos y su familia habían sufrido su tensión: las noches de insomnio, los repentinos e inesperados ataques de ira, rápidamente sofocados, el inquieto caminar, los largos silencios, todos los signos exteriores de un hombre sometido a extrema angustia.
Después de dos años en el cargo, todavía se enfrentaba a presiones que ningún otro director había sufrido. En consecuencia, su propio personal se iba desmoralizando y ya no podía contar con su lealtad por más tiempo. Los medios de comunicación rondaban, sabiéndolo herido, pero se contenían esperando a que el único hombre en quien Yatom había confiado en el pasado blandiera el hacha.
Hasta el momento, Benjamín Netanyahu se había mantenido a una prudente e indiferente distancia.
Pero esta fría mañana de febrero, Yatom supo que el tiempo se le acababa.
Por eso necesitaba que funcionara la operación que había estado preparando las últimas semanas. Demostraría al primer ministro que el jefe de los espías no había perdido su habilidad. Pero la cara de Yatom no revelaba nada de esto: a pesar de todo lo que había soportado mantenía sus sentimientos bajo siete llaves. Sentado en el rincón del asiento trasero del Peugeot, inmóvil, Yatom tenía un aspecto temible con su chaqueta de cuero negro, la camisa de cuello abierto y los pantalones grises. Solía vestirse así para trabajar; la ropa nunca le había interesado.
El pelo escaso, las gafas con montura de metal y los labios finos hacían juego con su apodo: el Prusiano. Sabía que aún se imponía por algo semejante al miedo. Junto a él, en el asiento, estaban los periódicos de la mañana: por una vez no contenían especulaciones sobre su futuro.
El Peugeot siguió su camino rápidamente entre las colinas, hacia Tel Aviv; el sol se reflejaba en la bruñida carrocería; noche y día, el chófer lustraba el coche hasta dejarlo como un espejo. El Peugeot tenía vidrios a prueba de balas, carrocería blindada y bajos anti-minas. Sólo el coche oficial del primer ministro contaba con una protección similar.
Benjamín Netanyahu había confirmado a Yatom en el puesto de director general del Mossad pocos minutos después de la partida de Shabtai Shavit.
Durante las primeras semanas en el cargo, Yatom pasaba por lo menos una tarde por semana con el primer ministro. Se sentaban a beber cerveza y comer aceitunas para arreglar el mundo y recordaban los tiempos en que Yatom había sido comandante de Bibi en las Fuerzas Armadas israelíes. Después Netanyahu había representado a Israel ante las Naciones Unidas y más tarde, durante la guerra del Golfo, se había convertido en un original experto en terrorismo internacional, que transmitía con una máscara de gas por si caía un Scud cerca.
Yatom, por su parte, había disfrutado el papel del intruso a quien se le había encomendado el puesto más alto en la comunidad de inteligencia: soldado de carrera, había servido como agregado militar del primer ministro Yitzhak Rabin.
Yatom y Netanyahu parecían inseparables hasta que dos episodios abrieron un profundo abismo entre ellos. Primero fue la chapuza de Ammán. La operación había sido ordenada por Netanyahu. Cuando el ataque falló y el Mossad cayó bajo los focos de la prensa, el primer ministro culpó a Yatom del desastre. Éste aceptó la crítica sin arrugarse y, en privado, dijo a sus amigos que Netanyahu «descargaba en otros el valor de sus convicciones».
Se produjo un segundo y tal vez más grave tropiezo. En octubre de 1997, se descubrió que un oficial superior del Mossad, Yehuda Gil, había inventado durante veinte años informes secretos de un inexistente «agente» en Damasco. Gil había extraído sustanciales sumas de los fondos reservados del Mossad para pagarle y se quedaba con el dinero. La estafa había salido a la luz sólo cuando un analista del Mossad, estudiando los últimos informes del «agente» sobre un supuesto ataque de Siria a Israel, tuvo sospechas. Gil, al ser interrogado por Yatom, confesó ampliamente.
Netanyahu sacó las garras. Durante una reunión borrascosa en la oficina del primer ministro, Yatom había sido brutalmente cuestionado por la manera en que dirigía el Mossad. Netanyahu rechazó el argumento de que Gil había llevado a cabo su robo sin levantar sospechas bajo el mando de cuatro directores previos.
Yatom debió haberlo sabido, gritaba Netanyahu. Fue otro revés. El personal del primer ministro no recordaba otra reprimenda tan severa. Los detalles se filtraron a la prensa, para mayor vergüenza de Yatom.
Qué diferente había sido cuando llegó al cargo y su nombre se difundió a través de los medios de comunicación del mundo entero. Los periodistas lo habían considerado una apuesta segura y se especulaba con que iba a recuperar el cetro de los grandes jefes del pasado —Amit, Hofi y Admoni— y una vez más reavivar el fuego que Shabtai Shavit había sofocado deliberadamente.
La prueba no se hizo esperar. A pesar del acuerdo de Oslo, que concedía una patria a la OLP —la franja de Gaza y Cisjordania— Yatom había incrementado el número de espías que controlaban a Yasser Arafat. Había ordenado a los programadores del Mossad que crearan nuevos sistemas para introducirse en los ordenadores de la OLP y fabricaran virus para destruir, en caso de necesidad, sus servicios de comunicación. Había encomendado a los científicos de investigación y desarrollo concentrarse en las armas de la «infoguerra» que pudieran insertar falsa propaganda en los sistemas de transmisión del enemigo. Quería que el Mossad formara parte de un nuevo mundo en el que las armas del futuro se encontrarían en los teclados que impedían al enemigo movilizar sus fuerzas militares.
Yatom volvió al lugar donde el Mossad había pisado fuerte, África: en mayo de 1997, el servicio había prestado un importante auxilio de inteligencia a los rebeldes que derrocaron al presidente Mobutu de Zaire, que había dominado África Central durante tanto tiempo. También había estrechado sus lazos con el servicio secreto de Nelson Mandela al ayudarlo a localizar extremistas blancos, con muchos de los cuales había trabajado en otros tiempos. Yatom también aumentó el presupuesto y la fuerza de la unidad A1, responsable por el robo de los últimos adelantos científicos de Estados Unidos.
A los cincuenta y un años, había algo imparable en Danny Yatom; incansable y duro, tenía madera de matón callejero. Eso quedó demostrado en su respuesta a la búsqueda de Mega, el agente de altos vuelos del Mossad en la Administración Clinton, por parte del FBI, en enero de 1997. Había dicho al Comité de Jefes de Servicios, uno de cuyos papeles era preparar la retirada en caso de un fallo operativo, que todo lo que había que hacer era asegurarse de que el poderoso lobby judío de Estados Unidos se opusiera a las exigencias de las organizaciones árabes que pedían que la caza de Mega se llevara a cabo tan vigorosamente como la de otros espías. Los invitados judíos a las cenas en la Casa Blanca —estrellas de Hollywood, abogados, editores— no perdían ocasión de recordarle al presidente el daño que una cacería humana mal dirigida podía producir, todavía más si uno de sus propios hombres resultaba arrestado. En una presidencia ya sitiada por el escándalo, aquél podía ser un movimiento que terminara por destruir a Clinton. Seis meses después, el 4 de julio de 1997, Día de la Independencia, Yatom recibió la noticia de que el FBI había abandonado sigilosamente la búsqueda de Mega. Dos meses más tarde ocurrió el desastre de las calles de Ammán, seguido al cabo de poco por el escándalo del agente ficticio. Danny Yatom había empezado a buscar una operación que restableciera su autoridad.
Ahora, esa mañana de enero de 1998, iba camino a darle los toques finales.
Los planes para la operación habían empezado un mes antes, cuando un informador árabe del sur del Líbano se encontró con su control del Mossad y le informó de que Abdullah Zein había hecho una breve visita a Beirut para ver a los líderes del Hezbolá. Luego se había dirigido al sur a visitar a sus padres en el pueblo de Ruman. La visita fue motivo de grandes celebraciones porque Zein no había vuelto al hogar desde hacía un año. Había mostrado a sus parientes las fotos de su joven esposa italiana y su apartamento en Europa.
El controlador había tenido que contenerse para no darle prisas al informador.
El árabe contaba con todo detalle cómo Zein había abandonado la casa de sus padres al día siguiente, cargado de exquisiteces y regalos para su esposa, y cómo los de Hezbolá lo habían escoltado al aeropuerto de Beirut para tomar el vuelo a Suiza.
Sin embargo, era la primera noticia cierta sobre Zein desde que había dejado el Líbano para organizar la colecta de fondos de Hezbolá, entre los ricos musulmanes chutas de Europa. Con su dinero y el que procedía de Irán, a través de la embajada en Bonn, se financiaba la guerra de desgaste contra Israel. El año anterior, Zein había sido localizado actuando en París, Madrid y Berlín. Pero cada vez que Yatom enviaba a alguien para confirmarlo, no encontraban rastro del joven delgado de treinta y un años aficionado a los trajes italianos y los zapatos a medida.
Yatom había despachado un katsa a Berna desde Bruselas, donde el Mossad había transferido hacía poco su control de operaciones europeas, antes ubicado en París. El katsa había pasado dos días infructuosos buscando a Zein en Berna.
Decidió ampliar sus investigaciones. Viajó en coche al sur, a Liebefeld, un agradable pueblecito residencial. El katsa ya había atravesado sus calles cinco años antes, al salir de Suiza como parte integrante de un equipo que había destruido bidones metálicos en una compañía de bioingeniería, cerca de Zurich; los bidones estaban destinados a contener bacterias y habían sido encargados por Irán. El grupo los había destruido con explosivos. La compañía canceló todos sus contactos con Irán.
En Liebefeld, el katsa había demostrado que el buen trabajo de inteligencia a menudo depende de un paciente recorrido a pie. Caminó por las calles observando a cualquiera que pareciera originario de Oriente Medio. Repasó la guía telefónica buscando a Zein. Telefoneó a las inmobiliarias para comprobar si alguien había alquilado o comprado una casa utilizando ese nombre. Llamó a los hospitales y clínicas locales para saber si habían atendido a alguna persona llamada Zein. Siempre decía que era un pariente. Todavía sin ninguna pista después de todo un día de trabajo, el katsa decidió hacer un segundo barrido del pueblo, esta vez en coche.
Había conducido un rato por las calles cuando vio a un hombre de piel oscura, abrigado contra el frío de la noche, que conducía un Volvo en dirección opuesta. A pesar del brevísimo vistazo, el katsa quedó convencido de que se trataba de Zein.
Cuando encontró un cruce para dar vuelta, el Volvo había desaparecido. A la noche siguiente, el katsa estaba otra vez en el mismo lugar, ahora en posición para seguirlo. Poco después apareció el Volvo. Lo siguió. Un kilómetro y medio más allá el Volvo estacionó en un edificio de apartamentos. El conductor se apeó y entró en el número 27 de Wabersackerstrasse. El katsa no tuvo dudas: el hombre era Abdullah Zein.
Lo siguió al interior del edificio. Detrás de las puertas de vidrio había un pequeño vestíbulo con buzones. Uno de ellos identificaba al dueño del apartamento del tercer piso como «Zein». Una puerta del vestíbulo daba al área de servicios del sótano. El agente la abrió y bajó al sótano. Sujeta a la pared se encontraba la caja de empalmes telefónicos del edificio. Momentos después regresó a su coche alquilado.
Danny Yatom había seguido planeando. Envió un especialista en comunicaciones a Liebefeld para revisar la caja telefónica. El técnico regresó a Tel Aviv con una serie de fotografías del interior de la caja. Las copias fueron estudiadas en el departamento de investigación y desarrollo y se hicieron ajustes para preparar los aparatos. Uno era un micrófono sofisticado capaz de captar todas las llamadas del apartamento de Zein. El micrófono estaría conectado a una grabadora en miniatura apta para registrar horas de conversaciones telefónicas. El aparato tenía la posibilidad de ser electrónicamente borrado, a una señal preestablecida, desde un piso franco. Allí se transcribirían las cintas y se enviarían por fax a Tel Aviv.
La primera semana de febrero de 1998 todos los planes técnicos estaban a punto. Yatom se ocupó de la parte más crucial de la operación: elegir el equipo que iba a llevarla a cabo. La operación constaba de dos etapas. La primera consistía en juntar suficientes pruebas de que Zein seguía siendo una pieza clave en las actividades de Hezbolá. La segunda era matarlo.
A mediados de febrero de 1998, todo estaba listo.
Poco antes de las seis y media de la mañana del lunes 16 de febrero, el Peugeot entró en el aparcamiento subterráneo del cuartel general del Mossad en Tel Aviv y Yatom tomó el ascensor hasta la sala de conferencias del cuarto piso.
Allí lo esperaban dos hombres y dos mujeres. Sentados a la mesa, ya se habían colocado por parejas, papel que representarían en Suiza. Todos pasaban largamente de los veinte, estaban bronceados y en muy buen estado físico.
Habían pasado los días anteriores en la nieve, en el norte de Israel, refrescando su dominio del esquí.
La noche anterior habían sido plenamente informados de su misión y habían elegido sus identidades falsas. Los hombres se iban a hacer pasar por prósperos corredores de bolsa que tomaban unas breves vacaciones con sus novias pero eran incapaces de dejar por completo de lado el trabajo: eso explicaría el ordenador personal que llevaba uno de ellos. El ordenador había sido conectado para proporcionar el enlace entre la grabadora que iba a ser instalada en el sótano de Zein y el piso franco. Una de las parejas debía controlar la grabadora las veinticuatro horas. La otra pertenecía a la unidad kidon. Su trabajo consistía en encontrar la mejor manera de matar a Zein. Viajarían a Suiza sin armas; se las enviarían después desde la oficina en Bruselas.
Sobre la mesa de conferencias se encontraban el micrófono y la grabadora.
Yatom los inspeccionó y dijo que eran los más sofisticados que había visto en su vida. Sus instrucciones finales fueron breves. Les preguntó el alias que habían elegido de la lista. Los hombres eran Solly Goldberg y Matti Finklestein; las mujeres, Leah Cohen y Rachel Jacobson. Ya que volaban desde Tel Aviv en un avión de El Al, debían llevar pasaportes israelíes. Adoptarían sus alias en Suiza, donde les entregarían pasaportes falsos.
Los cuatro, según una fuente de inteligencia, «se habían ganado sus galones».
Pero lo cierto era que, después del desastre de Ammán, había pocos agentes disponibles en aquella sección. El grupo de Ammán había sido de lo mejor que el Mossad tenía y sus miembros habían podido hacerse pasar por canadienses; todos tenían experiencia en el campo internacional. El cuarteto elegido para la operación suiza sólo había actuado en El Cairo —hoy por hoy un blanco del Mossad relativamente seguro— y ninguno de ellos tenía conocimientos de primera mano sobre el trabajo encubierto en Suiza.
Ésa debió ser la razón por la que Yatom —según el Sunday Times de Londres— terminó su discurso recordándoles que los suizos de cantones alemanes tienen «tendencia a llamar a la policía si ven algo impropio».
Yatom les estrechó la mano y les deseó suerte, la habitual bendición para un equipo que parte hacia el trabajo. El grupo recogió sus pasajes de avión y pasó las siguientes veinticuatro horas en un piso franco de Tel Aviv.
El martes 20 por la mañana tomaron el vuelo 347 de El Al con destino a Zurich.
Llegaron disciplinadamente al aeropuerto Ben Gurión dos horas antes del despegue, tal como se les había indicado. Se unieron a la fila de pasajeros, la mayoría suizos o israelíes, para pasar los controles de seguridad. A las nueve de la mañana las dos parejas ocupaban sus asientos de clase business, tomando champagne y programando sus vacaciones. En el portaequipaje llevaban los esquíes.
En el aeropuerto Kloten de Zurich los esperaba el katsa de Bruselas con un minibús. Había asumido el papel de guía y se hacía llamar Ephrahim Rubenstein.
Por la tarde ya estaban instalados en el piso franco de Liebefeld. Las dos mujeres prepararon la cena y se dispusieron a ver la televisión. Por la noche llegaron dos coches alquilados en Zurich y conducidos por sayanim. Se fueron en el minibús, una vez cumplida su tarea. Alrededor de la una de la madrugada del sábado 24 de febrero, el equipo abandonó el piso. Cada pareja iba en un coche.
Un tal Rubenstein iba en el primer coche conduciendo hacia Wabersackerstrasse.
Al llegar allí, los dos vehículos estacionaron casi enfrente del edificio de Zein. No había luz en el apartamento. Las personas que se hacían llamar Solly Goldberg, Rachel Jacobson y Ephrahim Rubenstein caminaron deprisa hacia la puerta de cristal del edificio. Rubenstein llevaba un rollo de plástico; Goldberg, el ordenador y Jacobson, una bolsa con los dispositivos electrónicos. Mientras tanto, Leah Cohen y Matti Finklestein habían empezado a representar con entusiasmo su papel de amantes.
Al otro lado de la calle, una mujer mayor que sufría de insomnio —la policía suiza insistía en llamarla señora X—, como siempre, no podía dormir. Desde su dormitorio vio algo extraño. Un hombre, Rubenstein, estaba cubriendo con plástico los cristales de la puerta para que nadie pudiera ver nada desde fuera. Detrás de los plásticos se veían otras dos siluetas. Fuera, en un coche, había otra pareja entre las sombras. Tal como había predicho Danny Yatom, lo que veía era ciertamente impropio. La mujer llamó a la policía.
Un poco después de las dos de la madrugada, un coche patrulla llegó a la calle y sorprendió a Cohen y Finklestein en pleno abrazo. Se les ordenó permanecer en el auto. Entretanto habían llegado refuerzos policiales, que pidieron al trío del interior del edificio explicaciones sobre lo que estaban haciendo. Goldberg y Jacobson dijeron que habían confundido el edificio con otro donde vivían unos amigos, y Rubenstein insistía en que estaba quitando el plástico y no poniéndolo.
Las cosas se volvieron cómicas. Goldberg y Jacobson pidieron permiso para volver al coche y comprobar la dirección de sus amigos. Ningún policía los acompañó. En aquel momento Rubenstein cayó al suelo como si hubiera sufrido un ataque al corazón. Todos los policías se arracimaron a su alrededor para ayudarlo y pedir asistencia médica.
Nadie se movió para detener a los dos coches que partieron por Wabersackerstrasse hacia la noche helada. Después se detuvieron para que una de las parejas pasara al otro coche. El cuarteto cruzó la frontera francesa al amanecer.
Entretanto Rubenstein había sido llevado al hospital. Los médicos dijeron que no había sufrido un ataque al corazón y fue detenido.
A las cuatro y media de la madrugada, hora de Tel Aviv, Yatom se despertó con la llamada del oficial de guardia del cuartel general, que le dijo lo que había pasado. Sin molestarse en llamar al chófer, condujo solo hasta Tel Aviv.
Después del fiasco de Ammán se había establecido un plan para eventuales fracasos. El primer paso era llamar al oficial de servicio en el Ministerio de Asuntos Exteriores.
El oficial llamó al responsable de la oficina del primer ministro, que informó a Benjamín Netanyahu. Éste llamó al embajador de Israel ante la Comunidad Europea, en Bruselas, Efraim Halevy. El diplomático, nacido en Inglaterra, había pasado treinta años como oficial superior del Mossad responsable del buen entendimiento con los servicios de seguridad de los países que mantenían relaciones con Israel. También había jugado un papel importante en la recomposición de las relaciones con Jordania, después de la chapuza de Ammán.
«Arregle esto y será mi amigo para toda la vida», le dijo Netanyahu. El embajador consultó la agenda que llevaba siempre para decidir a quién llamar primero. Fue a Jacob Kellerberger, oficial superior en el Ministerio de Asuntos Exteriores suizo. Halevy puso en juego todas sus dotes diplomáticas: había habido «un lamentable incidente» que involucraba al Mossad.
«¿Lamentable hasta qué punto?», quiso saber Kellerberger. «Muy lamentable», respondió Halevy.
El tono insinuaba un posible entendimiento. O así lo creyó Halevy hasta que Kellerberger llamó a la fiscal federal de Suiza, Carla del Ponte.
Con un prominente labio inferior y gafas parecidas a las de Yatom, Del Ponte era toda una figura dentro del sistema legal suizo, tan formidable como Yatom lo había sido en la comunidad de inteligencia israelí. Su primera pregunta dejaba claro el tono que iba a mantener: ¿por qué la policía de Liebefeld no había arrestado a los agentes del Mossad?
Kellerberger no lo sabía. La siguiente pregunta de Del Ponte hizo surgir un espectro que él conocía bien: ¿tendrían los agentes del Mossad una «conexión con Teherán»? Desde la guerra del Golfo, Israel había afirmado repetidamente que varias compañías suizas estaban proporcionando tecnología a Irán para producir misiles. ¿Acaso la operación estaba relacionada de alguna manera con la otra preocupación de Israel, conocida como «el escándalo del oro judío»? Los bancos suizos habían ocultado, para su propio beneficio, grandes sumas de dinero depositadas en sus bóvedas, antes de la guerra, por judíos alemanes que luego se convirtieron en víctimas de los nazis.
Durante todo el fin de semana del 24 al 25 de febrero sus preguntas continuaron mientras Halevy luchaba por mantener las aguas tranquilas.
No había contado con las fuerzas unidas contra Danny Yatom en Israel. En el Mossad, cuando las nuevas del incidente circularon por la organización, la moral se hundió todavía más. Esta vez Yatom no podía culpar a Netanyahu por lo que había ocurrido en Liebefeld. El primer ministro no sabía nada de antemano. Desde la oficina del primer ministro se iniciaron los rumores, que llegaron a los medios de comunicación, de que Yatom estaba condenado. Durante otros tres días Halevy siguió rogando y discutiendo con Kellerberger para que dejara el asunto. Pero Carla del Ponte no quería saber nada. El miércoles 28 de febrero llamó a una conferencia de prensa para denunciar al Mossad: «Lo que ocurrió es vergonzoso e inaceptable entre naciones amigas».
A las pocas horas, Danny Yatom renunció. Su carrera había terminado y la reputación del Mossad estaba otra vez hecha trizas. En sus últimos momentos como director, sorprendió al personal reunido en el comedor. La fría imagen prusiana había sido reemplazada por un tono emotivo: lamentaba dejarlos en un momento así, pero había tratado de darles el mejor liderato posible. Siempre debían recordar que el Mossad estaba por encima de cualquiera. Terminó deseando la mejor de las suertes al que ocupara su lugar; iba a necesitarla. Fue todo cuanto Yatom diría sobre lo que pensaba de un primer ministro que continuaba creyendo que el Mossad podía ser controlado desde su oficina. Yatom salió del comedor en silencio. Sólo cuando estaba en el pasillo comenzaron los aplausos y decayeron tan pronto como se habían iniciado.
Una semana después, Efraim Halevy accedió a hacerse cargo del servicio después de que Netanyahu reconociera públicamente, por primera vez en la historia de los primeros ministros de Israel, que no podía «negar que la imagen del Mossad se ha visto afectada por algunas misiones fracasadas».
Consumado político, Netanyahu no dijo nada sobre el papel que él mismo había tenido en el desastre.
Hacia 1999, Yatom se había situado en la floreciente industria armamentística de Israel. Se convirtió en vendedor de una de las compañías más grandes del país dedicadas a la fabricación de armas. La firma no sólo fabrica armamento para uso interno sino que exporta cada vez más a países del tercer mundo. Yatom viaja con regularidad a países de África y Sudamérica. De vez en cuando, visita Washington.
Efraim Halevy se convirtió en el noveno director general del Mossad el 5 de marzo de 1998. Rompió con la tradición y no reunió a la plana mayor para que oyera sus opiniones sobre cómo debía ser llevado el servicio durante los próximos dos años. Al nombrar a Halevy, Netanyahu anunció que, el 3 de marzo de 2000, el nuevo director adjunto del servicio, Amiram Levine, se haría cargo del puesto. Las novedades fueron recibidas con sorpresa. Ningún otro director general había asumido el cargo para un tiempo determinado previamente; ningún otro adjunto había sabido con anticipación que iba a ascender al escalón supremo.
Como Meir Amit, Levine no tenía experiencia previa, pero había estado al mando del Ejército israelí en el norte del país y el sur del Líbano con gran eficacia.
La primera tarea de Halevy fue relajar las tremendas tensiones y acabar con los resentimientos en el seno del Mossad que tanto habían dañado su imagen, dentro y fuera de Israel. En las felicitaciones de rutina de la CIA y el MI6, se le dijo al nuevo director que esos servicios preferían esperar a ver cómo manejaba la crisis del Mossad antes de comprometerse a una colaboración sin restricciones.
Uno de los factores sería el modo en que Halevy iba a manejar a los políticos de la línea dura, especialmente al primer ministro.
¿Podría el cortés Halevy, a un año de su jubilación y, de lejos, el más viejo de todos los que habían ocupado el cargo, mantener a Netanyahu a conveniente distancia? A pesar de toda su habilidad diplomática —jugó un papel preponderante en las negociaciones que en 1994 habían conducido a un tratado de paz con Jordania—, había estado lejos de la inteligencia durante muchos años.
Desde su época en el Mossad, la agencia mostraba signos de estar fuera de control, ya que los oficiales superiores habían tratado de hacer sus propias apuestas para ser promovidos. La mayoría de los hombres de mediana edad continuaban en activo. ¿Podría Halevy tratarlos con firmeza? ¿Poseía el arte necesario para levantar la moral? Asistir a cócteles en Bruselas difícilmente era la mejor preparación para sacar agentes del pozo de la resignación. Halevy no poseía experiencia personal en el terreno de operaciones. Siempre había sido un hombre de escritorio mientras estuvo en el Mossad.
¿Y qué podía lograr realmente en dos años? ¿O sólo se encontraba allí para poner un sello a lo que quisiera Netanyahu o la esposa de Netanyahu? Todavía continuaban en el Mossad las especulaciones sobre el papel que Sara Netanyahu había tenido en la destitución de Yatom, un hombre a quien nunca había apreciado.
Halevy encontró la manera de agradarle. Le regaló un microchip que habían desarrollado los científicos del Mossad. Implantado bajo su piel, permitía que fuera rescatada en caso de que cayera en manos de los terroristas. Usando la energía natural del cuerpo, emitía una pulsación que captaban los nuevos satélites espaciales de Israel. Eso permitía que la persona que lo llevaba fuera localizada rápidamente en su escondite.
Nadie sabe si Sara se hizo implantar el microchip.
Pero pronto hubo asuntos más urgentes que seducir a la esposa del primer ministro. La primera gran operación que Halevy había autorizado con entusiasmo, el intento de establecer una base de espionaje en Chipre, se vino abajo estrepitosamente. Dos agentes del Mossad que se hacían pasar por maestros que estaban de vacaciones fueron rápidamente desenmascarados por el pequeño pero eficiente servicio de inteligencia chipriota. Allanaron el apartamento donde se alojaban y encentraron toda clase de equipamiento sofisticado, capaz de delatar los planes chipriotas para fortalecer sus defensas contra la vecina Turquía.
Halevy mandó a su adjunto a Chipre para negociar la liberación de los dos hombres. Debió haber deseado ir él en persona. El presidente de Israel, Ezer Weizman, era muy amigo del presidente chipriota Biafcos Clerides (en su juventud ambos habían servido en la RAF). Weizman mandó a su jefe de Estado Mayor a «humillarse» en Chipre y luego regañó a Halevy de una manera que incluso Netanyahu hubiera dudado en usar con Yatom.
Otro hecho se añadió a su vergüenza. El plan aprobado para matar a Saddam Hussein durante la visita a una de sus amantes se canceló después de que los detalles se filtraran a un periodista israelí. Netanyahu se enteró de lo que había pasado cuando el reportero llegó a su oficina para pedirle comentarios. Una vez más, el desdichado Halevy tuvo que soportar una severa reprimenda.
Durante semanas, el intempestivo primer ministro evitó el contacto con el jefe del Mossad, hasta octubre de 1998. En ese momento, el primer ministro turco, Bulent Ecevit, llamó a Netanyahu y le preguntó si el Mossad podía colaborar en la captura de Abdullah Ocalán, el líder kurdo considerado terrorista por otros países.
Turquía lo hacía responsable de treinta mil muertes en su territorio. Durante más de veinte años el Partido de los Trabajadores de Kurdistán, el PKK, había librado una guerra sin cuartel contra Turquía para obtener la independencia de doce millones de kurdos que no contaban con el derecho de las minorías a la educación o a las comunicaciones en el idioma propio.
Ocalán había escapado repetidamente sin esfuerzo al servicio secreto turco.
Era un líder que inspiraba fervor mesiánico en su gente. Hombres, mujeres y niños estaban dispuestos a morir por él. Para muchos era como el legendario Pimpinela Escarlata; sus hechos heroicos se recitaban donde hubiera dos kurdos juntos. Sus discursos destilaban pura pasión, un desafío inquebrantable en su reto a Turquía.
Ese noviembre —después de pasar por Moscú— Ocalán recaló en Roma. El Gobierno italiano no quiso extraditarlo a Turquía, pero también le negó asilo político. Previamente Ocalán había sido arrestado a petición de Alemania por viajar con pasaporte falso. Quedó libre cuando Bonn retiró la demanda de extradición por miedo a alborotar a los kurdos. Ése fue el momento en que el primer ministro turco Bulent Ecevit llamó a Netanyahu.
Para Israel, una estrecha relación de trabajo con Turquía es un importante elemento de supervivencia en la región. Netanyahu accedió y ordenó a Halevy que encontrara a Ocalán. Sería una operación «negra», lo que significaba que la intervención del Mossad jamás se haría pública. Si tenía éxito, todo el mérito sería para la inteligencia turca.
El plan llevaba el nombre en clave de Atento. Reflejaba la propia preocupación de Halevy por evitar en lo posible todo cuanto interfiriera en su operación en Irak.
Allí, los katsas trabajaban con los rebeldes kurdos para desestabilizar el régimen de Saddam.
Seis agentes del Mossad fueron enviados a Roma, entre ellos una bat leveyha, una mujer y dos técnicos de la unidad de comunicaciones.
Trabajando desde un refugio próximo al Panteón, el equipo inició la vigilancia del apartamento de Ocalán, cerca del Vaticano. La agente fue instruida para entrar en contacto con él. Siguió los bien estudiados pasos que había seguido otra mujer para conducir a Mordechai Vanunu hacia su destino, en aquella misma ciudad, diez años antes. Pero el plan para hacer lo mismo con Ocalán falló cuando el líder kurdo abandonó Italia repentinamente.
El equipo del Mossad empezó a buscar en todo el Mediterráneo: España, Portugal, Túnez, Marruecos, Siria. Ocalán había estado en todos esos países, sólo para huir o pedir asilo. El 2 de febrero de 1999, el líder kurdo fue descubierto tratando de entrar en Holanda. El Gobierno holandés le negó el permiso. Un oficial de seguridad del aeropuerto de Amsterdam informó al jefe del cuartel local del Mossad que Ocalán había tomado un vuelo de la KLM con destino a Nairobi. Sus perseguidores partieron hacia la capital de Kenia y llegaron el viernes 5 de febrero por la mañana.
Kenia e Israel habían desarrollado, a lo largo de los años, un «entendimiento» en materia de inteligencia. Como parte del «safari» en África Central, el Mossad había puesto al corriente a los kenianos de las actividades de otras redes de espionaje. A cambio, Kenia continuaba ofreciendo al Mossad un «trato especial» al permitirle mantener un piso franco en la ciudad y proporcionarle libre acceso al pequeño pero eficiente servicio secreto de Kenia.
El grupo del Mossad no tardó en localizar a Ocalán en el recinto de la embajada griega en Nairobi. De vez en cuando, kurdos que se suponía que eran sus guardaespaldas iban y venían frente al complejo. Todas las noches el jefe del equipo se comunicaba con Tel Aviv. La orden era siempre la misma: vigilar sin hacer nada. Luego cambió dramáticamente. Por «todos los medios disponibles».
Ocalán debe ser sacado de la embajada griega y llevado a Turquía.
La orden procedía de Halevy.
La suerte estuvo de parte de los israelíes. Uno de los kurdos salió de la embajada y condujo hasta un bar cercano al hotel Norfolk. En una táctica clásica del Mossad, uno del equipo se acercó al kurdo. Gracias a su piel oscura y su fluido dialecto kurdo, el agente se hizo pasar por un kurdo que trabajaba en Nairobi. Se enteró de que Ocalán se estaba inquietando. Su última solicitud de asilo en Sudáfrica no había tenido respuesta. Otros países africanos habían sido igualmente reacios a concederle el visado de entrada.
El equipo de escucha del Mossad seguía usando sus aparatos para intervenir las comunicaciones del recinto de la embajada. Tenían claro que Grecia también se negaría a darle refugio.
El agente del Mossad que había conocido al kurdo en el bar hizo su movida.
Llamó a éste a la embajada y le pidió «una cita urgente». Otra vez se volvieron a encontrar en el bar. El agente le dijo que la vida de Ocalán estaba en peligro si no abandonaba la embajada. Su única esperanza era regresar a encontrarse con sus compatriotas no en Turquía sino en el norte de Irak. En las vastas montañas, Ocalán estaría a salvo y podría prepararse para otra ocasión. El plan era uno que Ocalán empezaba a considerar y que había sido interceptado por el equipo de vigilancia del Mossad.
El agente persuadió al kurdo de que volviera a la embajada y tratara de convencer a Ocalán para que saliera a discutir la propuesta.
Se le tendió una trampa simple, y mortal. Ahora sólo era cuestión de esperar hasta que Ocalán mordiera el anzuelo.
Basándose en sus escuchas de radio entre el Ministerio de Asuntos Exteriores griego y la embajada, el Mossad supo que sólo faltaban días para que los anfitriones, cada vez más a disgusto, echaran a Ocalán. En un mensaje exclusivo para el embajador, el primer ministro griego, Costas Simitis, había dicho que la presencia de Ocalán en el recinto desataría «una confrontación política y posiblemente militar en Grecia».
A la mañana siguiente, un jet Falcon-900 aterrizó en el aeropuerto Wilson de Nairobi. El piloto dijo que estaba allí para recoger a un grupo de hombres de negocios que asistirían a una conferencia en Atenas.
Lo que ocurrió después todavía es materia de intenso debate. El abogado alemán de Ocalán declaró más tarde que «debido a una mala interpretación de la situación por parte de las autoridades kenianas», Ocalán fue sacado de la embajada. Pero el Gobierno de Kenia y la embajada griega en Nairobi negaron la acusación. Los griegos insistieron en que el líder kurdo dejó el recinto contra el consejo de sus anfitriones.
Una cosa es cierta. El jet partió de Nairobi con Ocalán a bordo. Cuando el avión dejó el espacio aéreo de Kenia empezaron las preguntas.
¿Había usado el Mossad su práctica habitual e inyectado a Ocalán una droga paralizadora cuando dejó el recinto? ¿Lo habían raptado en la calle al igual que otro grupo raptara a Eichmann en Buenos Aires, muchos años antes? ¿Había hecho Kenia la vista gorda ante una acción que violaba todas las leyes internacionales?
Horas después de que Ocalán fuera encarcelado en Turquía, un primer ministro exultante apareció en televisión hablando de «un triunfo del trabajo de inteligencia […] una brillante operación de vigilancia llevada a cabo en Nairobi durante doce días». No mencionó al Mossad. Se atenía a las reglas.
Para Efraim Halevy, el éxito de la operación tuvo la contrapartida de la pérdida de una red de espionaje en Iraq que dependía mucho del apoyo kurdo. No era el primer jefe del Mossad en preguntarse si la disposición de Netanyahu a convertir el Mossad en un «pistolero a sueldo» no tendría repercusiones duraderas en el amplio negocio del trabajo de inteligencia.
El triunfo de la operación quedó indudablemente amortiguado por otro fiasco que Halevy había heredado.
El 5 de octubre de 1992, un jet de carga de El Al cayó en un edificio de apartamentos cerca del aeropuerto Schipol de Amsterdam. Mató a cuarenta y tres personas e hirió a docenas. Desde entonces, cientos de personas que vivían en el área habían caído enfermas. A pesar de una implacable campaña para ocultar que el avión transportaba productos químicos letales —incluidos componentes del sarín, el mortal agente nervioso—, la verdad salió a la luz y atrajo una indeseada atención sobre un centro secreto de investigación situado en los suburbios de Tel Aviv, donde los científicos habían producido diversas armas biológicas y químicas para los kidon del Mossad.
Dieciocho kilómetros al sudeste de Tel Aviv se encuentra el Instituto de Investigación Biológica. En sus laboratorios y talleres se fabrican numerosas armas químicas y biológicas. Los químicos del instituto —algunos de los cuales trabajaron en otra época en el KGB o en el servicio secreto de la República Democrática de Alemania— crearon el veneno usado para el intento de asesinato de Khaled Meshal, el líder del grupo fundamentalista Hamas.
Los programas actuales de investigación incluyen desarrollar una serie de patógenos que serían, según un informe secreto de la CIA a William Cohen, secretario de Defensa de Estados Unidos, «étnicamente específicos». Según el informe de la CIA los científicos israelíes «están tratando de explorar avances médicos en la identificación de ciertos genes distintivos de los árabes para crear una bacteria o un virus genéticamente modificado».
El informe concluye que «ya en las etapas iniciales, la intención es aprovechar la manera en que algunos virus y bacterias alteran el ADN dentro de las células de sus portadores vivos». El instituto imita el trabajo llevado a cabo por los científicos sudafricanos durante el apartheid para «crear un arma de pigmentación que afectará sólo a los negros».
La investigación fue abandonada cuando Nelson Mandela llegó al poder, pero al menos dos de los científicos que trabajaron en ese programa se mudaron luego a Israel.
La idea de que el estado judío lleve a cabo semejante investigación ha creado no poca alarma por el paralelismo siniestro con los experimentos de los nazis.
Dedi Zucker, un miembro del Parlamento israelí, el Knesset, dijo: «No podemos permitirnos crear semejantes armas».
El avión de El Al transportaba las materias primas para fabricar esas armas aquella noche de octubre de 1992, entre sus ciento catorce toneladas de carga compuestas también por misiles Sidewinder y electrónica. Doce barriles de DMMP, un componente del gas sarín, eran lo más letal.
Las sustancias habían sido adquiridas en Solkatronic, la fábrica química con casa matriz en New Jersey. La compañía ha insistido repetidamente en que Israel había pedido los componentes químicos «para probar máscaras de gas». No se hacen tales pruebas en el Instituto de Investigación Biológica: En 1952, año en que fue fundado, ocupaba un pequeño bunker de cemento.
En la actualidad el instituto abarca más de cuarenta hectáreas. Los árboles frutales han desaparecido, reemplazados por un alto muro de cemento coronado de sensores. Guardias armados patrullan el perímetro. Hace tiempo que el Instituto desapareció de la vista de la gente. Su dirección exacta en los suburbios de Nes Ziona ha sido eliminada del directorio telefónico. Su ubicación no figura en los mapas del área. Ningún avión puede sobrevolar la zona.
Sólo Dimona, en el desierto del Negev, está rodeada de tanto secreto. En la guía clasificada de las Fuerzas Armadas, el instituto aparece como «proveedor de servicios para el Ministerio de Defensa». Como en Dimona, muchos de los laboratorios de investigación y desarrollo del instituto están bajo tierra. Allí trabajan los bioquímicos y genetistas con sus probetas de muerte: toxinas que pueden envenenar la comida hasta producir la parálisis y la muerte, la más virulenta encefalomielitis equina venezolana y el ántrax.
En otros laboratorios, a los que se llega a través de esclusas, los científicos elaboran diversos agentes nerviosos: asfixiantes, sanguíneos o cutáneos. Entre ellos se incluye el tabún, virtualmente inodoro e invisible cuando se esparce en aerosol o en forma de vapor. El soman, el último gas en ser descubierto por los nazis, también es invisible en forma de vapor pero tiene un ligero olor a fruta. El espectro de agentes cutáneos incluye clorino, fosgeno y difosgeno, que huele a pasto recién cortado; se basan en los usados por primera vez durante la Gran Guerra. Entre los agentes que afectan la sangre están todos los que tienen una base de cianuro.
Sin rasgos característicos por fuera, con pocas ventanas en sus muros pardos, el instituto cuenta en su interior con una seguridad de última generación.
Contraseñas e identificación visual controlan el acceso a cada área. Hay guardias patrullando los corredores. Las compuertas a prueba de bombas sólo se abren con tarjetas magnéticas cuyos códigos cambian a diario.
Todos los empleados son sometidos a exámenes médicos una vez al mes.
Todos han pasado revisiones muy completas de salud, lo mismo que sus familias.
Dentro del instituto existe un departamento especial que crea las toxinas letales que el Mossad usa en cumplimiento del deber que le ha sido impuesto por el Estado de eliminar a los enemigos de Israel. Con los años, por lo menos seis trabajadores de la planta han muerto, pero la causa de su fallecimiento está protegida por la estricta censura militar israelí.
La primera rasgadura en la cortina de seguridad provino de un ex oficial del Mossad, Víctor Ostrovsky. Afirma que «todos sabíamos que un prisionero llevado al instituto jamás saldría con vida. Los infiltrados de la OLP eran usados como conejillos de Indias. Servían para probar que las armas fabricadas por los científicos funcionaban bien o hacerlas aún más eficientes».
Israel todavía no ha negado estas afirmaciones.
El inicio de la ofensiva de la OTAN en Serbia, en 1999, dio a Halevy la oportunidad de brindar un servicio de inteligencia a las diecinueve naciones que componían la alianza. El Mossad había establecido contactos en la región mucho tiempo antes, a causa de la preocupación de que los Balcanes se convirtieran en un enclave musulmán, una puerta trasera para lanzar ataques terroristas contra Israel. Halevy vio una oportunidad ideal para visitar los cuarteles de la OTAN en Bruselas y encontrarse con sus iguales. Viajó a Washington, a la CIA. De regreso, trabajó intensamente, a menudo sin tomarse ni un respiro semanal. En ese sentido, recordaba a Meir Amit.
En la primavera de 1999, la vieja bestia negra del Mossad, Víctor Ostrovsky, reapareció para irritar al servicio. Informes filtrados desde el equipo de la defensa de los dos libios acusados del atentado de Lockerbie decían que Ostrovsky podía atestiguar en su favor. Dado que el ex katsa había dejado el servicio antes del episodio, era difícil suponer en qué podía contribuir. No obstante, la perspectiva de Ostrovsky sentado en el banquillo de los testigos, en el Tribunal de La Haya, había enfurecido a Halevy. Creía que se había llegado al «entendimiento» entre Ostrovsky y sus antiguos superiores de que no haría nada más para comprometer a la agencia a cambio de que se le permitiera llevar una vida libre. Por un momento, Halevy consideró la posibilidad de iniciar acciones legales para detener a Ostrovsky, pero se le aconsejó no hacerlo.
En cualquier caso, cuando Ostrovsky se presentara ante los tribunales, Halevy ya estaría retirado.
Conseguir todo lo que se proponía antes de dejar el servicio era algo que pondría a prueba la resistencia física y mental de Halevy. Aman y el Shin Bet se habían lanzado sobre los problemas del Mossad para respaldar su propia posición de primacía. Sin embargo, ninguno había sugerido que el Mossad dejara de ser el ojo de Israel en el mundo. Sin sus artes, Israel podría quedar a merced de sus enemigos en el siglo próximo. Irán, Iraq y Siria estaban desarrollando tecnologías que necesitaban ser cuidadosamente vigiladas.
Al principio, el estilo de actuación del Mossad había sido hacer lo que se debe, pero en secreto. En uno de sus encuentros cara a cara con un miembro de su personal, Halevy había dicho que le gustaría ver a la comunidad de inteligencia israelí convertirse nuevamente en una gran familia, «con el Mossad como el tío a quien nadie nombra».
Sólo el tiempo dirá si se trata de un sueño imposible o si, como muchos observadores temen, cuanto más se aleja el Mossad de su última humillación, más cerca se encuentra de la siguiente.
Un paso más cerca estuvo en junio de 1999, cuando el Mossad se enteró de que debía desmantelar su cuartel general europeo en Holanda, después de que trascendió que había estado comprando plutonio y otros materiales nucleares a la mafia rusa. La afirmación provenía de Intel, una pequeña pero formidable sección de la inteligencia holandesa.
La investigación de Intel había sido llevada a cabo desde un bunker, irónicamente construido como refugio para la familia real en el caso de un ataque nuclear soviético a Amsterdam. El bunker se encuentra cerca de la estación central de ferrocarril que constituía el punto de destino para los materiales nucleares rusos robados de laboratorios bélicos como Chelyabinsk-70, en los Urales, y Arzamas-16, en Nijny-Novgorod, antes Gorki.
Los oficiales superiores del Mossad insistían ante Intel en que sus agentes compraban los materiales mortíferos a la mafia rusa precisamente porque eran robados. Era el único modo de prevenir que fueran vendidos a terroristas islámicos o a otros grupos.
Aunque concedían que el alegato del Mossad era plausible, los investigadores de Intel se habían convencido de que el material atómico había estado saliendo desde el aeropuerto Schipol de Amsterdam hacia Israel para reforzar las armas nucleares fabricadas en Dimona. Ya en 1999, había allí una reserva de doscientas armas nucleares.
El tráfico del Mossad con la mafia rusa reavivó una pesadilla que no ha terminado del todo. La temible doctrina de la guerra fría, «destrucción mutua asegurada», ha sido sustituida por un panorama en el que los conocimientos y los materiales nucleares están en venta. Se trata de capitalismo al estilo del «salvaje Este». Los sindicatos del crimen organizado y los funcionarios gubernamentales corruptos trabajan en colaboración abriendo nuevos mercados para el material nuclear: un bazar que ofrece algunas de las armas más peligrosas del mundo.
La mayor parte del trabajo de detectar la procedencia del material robado se hace en el Instituto Europeo Trans-Uranium, en Karlsruhe, Alemania. Allí, los científicos usan equipo de última generación para descubrir si los materiales provienen de una fuente militar o civil. Pero conceden que es tan difícil como «atrapar a un ladrón al que nunca se le han tomado las huellas dactilares».
Para evitar preguntas incómodas en caso de que las propias huellas del Mossad fuesen descubiertas, Halevy realizó una visita secreta a Holanda, a principios de junio, para explicar a Intel el papel del Mossad. La inteligencia holandesa no quedó convencida.
Halevy volvió a Israel para poner al corriente al nuevo primer ministro, Ehud Barak, de que el Mossad debía prepararse para desmantelar sus cuarteles europeos del complejo de El Al en el aeropuerto Schipol.
El Mossad había tenido su lugar allí desde hacía seis años. En el segundo piso del complejo, conocido en Schipol como la Pequeña Israel, dieciocho oficiales del Mossad dirigían las operaciones europeas. Según una fuente del servicio, la posición de Halevy era clara: mejor que el Mossad se mudara antes de que lo echaran de Holanda; una suerte que ya había corrido en Gran Bretaña durante el Gobierno Thatcher.
La decisión del Mossad de llevar a cabo sus propias operaciones dentro de un país de acogida sin avisarle, había agriado las relaciones con Londres.
Irónicamente, si debía abandonar Schipol tal vez regresara a Inglaterra. Con la aprobación del primer ministro Tony Blair —según Halevy comentó a Barak—, el Mossad sería bien recibido. Blair cree que una fuerte presencia del Mossad beneficiaría los esfuerzos del MI5 para seguir la pista de los numerosos grupos de Oriente Medio instalados en Londres.
Un factor decisivo para mudarse a Gran Bretaña sería que El Al, la compañía aérea nacional de Israel, también trasladara su sede de Schipol a Heathrow. Dado el floreciente negocio de carga de El Al, el espaldarazo a Heathrow sería considerable.
Intel ha establecido que la relación entre el Mossad y la compañía aérea es parte integral del tráfico de materiales nucleares.
La agencia holandesa insiste en que el Mossad nunca se hubiera metido en el peligroso negocio de comprar materiales nucleares a menos que éstos pudieran ser secreta y seguramente transportados hacia Israel.
El ex secretario asistente de Defensa, Graham Allison, ahora director del Centro de Harvard para la Ciencia y los Asuntos Internacionales, ha comentado que «un grupo criminal o terrorista podría enviar un arma a Estados Unidos en piezas tan pequeñas y livianas que incluso podrían ser remitidas por correo».
En esas palabras está implícito el hecho de que una organización tan eficiente como el Mossad, apoyada por los vastos recursos que Israel pone a su disposición, tendría poca o ninguna dificultad para traficar con materiales nucleares desde Schipol.
La sospecha de Intel sobre ese tráfico surgió al rumorearse que el carguero de El Al que se estrelló poco después de despegar de Schipol, en octubre de 1992, llevaba sustancias químicas.
Desde entonces, Intel ha recopilado lo que llama «como mínimo pruebas circunstanciales» de que el Mossad también ha embarcado material atómico desde Schipol.
Una «mula», una correo que, a cambio de su cooperación, obtuvo garantías de no ser procesada, dijo a Intel que había pasado material nuclear desde Ucrania a través de Alemania. La correo afirmó a Intel que la habían citado en la estación central de Amsterdam. Cuando le mostraron fotos, señaló a una persona: era uno de los oficiales del Mossad en Schipol.
En los «viejos tiempos», según Meir Amit, un agente del Mossad no hubiera permitido que lo identificaran fácilmente. Muchos otros dentro de la comunidad de inteligencia creen que tales fallos en el arte del intercambio no son buena señal para el futuro del Mossad en el nuevo milenio.
Ha habido un cambio de actitud dentro de Israel que ha conducido al enojo y la desilusión por los errores operativos del Mossad. En esos «viejos tiempos», pocos israelíes se preocupaban de que los éxitos del Mossad estuvieran basados en la subversión, la mentira y el asesinato. Todo lo que importaba era la supervivencia de Israel.
Pero con la paz con sus vecinos árabes acercándose a las fronteras de Israel, se cuestionan cada vez más los métodos usados por el Mossad en su papel de escudo y espada.
Dentro del servicio mismo existe el arraigado sentimiento de que una gran institución sólo puede sobrevivir, tal como dice Rafi Eitan, «sin rendirse ante cualquier opinión nueva». Igualmente existe la creencia, formulada por Ari Ben Menashe, de que si el Mossad persiste en encerrarse en sus metas del pasado «estará en peligro de ahogarse, como un caballero medieval con armadura que ha perdido su caballo en el campo de batalla».
Detrás de estas palabras se esconde una verdad como un puño. Después de cincuenta años, la imagen del Mossad ya no es la de una agencia heroica cuyas hazañas brillan en la conciencia de Israel. Nacido en esos días memorables en que Israel se construyó un nuevo mundo, el Mossad era una de las garantías de la supervivencia de ese mundo. Esa garantía ya no hace falta.
Ari Ben Menashe lo expresó mejor que nadie: «Israel y el mundo deberían pensar en el Mossad como en una medicina preventiva para protegernos de enfermedades que podrían ser fatales. Sólo se toma la medicina cuando la enfermedad amenaza. No todo el tiempo».
La pregunta, todavía sin respuesta, es si el Mossad se avendrá a interpretar un papel en el que la madurez y la moderación deben reemplazar la política de hacer cosas duras por duras razones.