El 2 de diciembre de 1990, al sur de Bagdad, una figura con la ropa sucia de un habitante del desierto permanecía inmóvil junto a un pozo de agua. Al alba, la arena estaba fría como el hielo porque la temperatura de la noche había descendido bajo cero. La cabeza del hombre estaba cubierta con una bupta de lana de oveja, un sombrero que lo identificaba como miembro de la tribu sarami, la más vieja de las sectas islámicas sufíes, que erraba por el desierto iraquí y cuyo fanatismo se unía a un código de honor inigualado por otras tribus. Pero la lealtad del hombre se encontraba novecientos kilómetros hacia el oeste, en Israel: era un katsa.
Sus vestiduras procedían de un almacén del Mossad, donde se guardaban trajes de todo el mundo que iban actualizándose. La mayoría de las que obtenían los sayanim eran enviadas a las embajadas israelíes locales desde donde eran despachadas a Tel Aviv como equipaje diplomático. Otras vestimentas llegaban desde países árabes hostiles traídas por visitantes pro-israelíes. Unas cuantas, pocas, las confeccionaba la sastra que se encargaba del almacén. A lo largo de los años, ella y su pequeño equipo de modistas se habían ganado la reputación de estar en todos los detalles; utilizaban incluso el mismo hilo de coser para hacer los arreglos.
El nombre en clave del katsa, Shalom, procedía de una lista de alias guardada en el archivo de la División de Operaciones; Rafi Eitan había tenido la idea de la lista después de la operación Eichmann. Shalom Weiss había sido uno de los mejores falsificadores del Mossad antes de unirse al equipo que secuestró a Eichmann. Había muerto de cáncer en 1963, pero su nombre seguía vivo y había sido usado varias veces por los katsas. Sólo un grupo de oficiales superiores de las Fuerzas Armadas, Shabtai Shavit y la propia sección de Shalom sabían por qué estaba en el desierto.
En agosto de 1990, Saddam Hussein había invadido Kuwait, una acción precursora de lo que se convertiría en la guerra del Golfo. La maniobra de Irak contra Kuwait había sido un fracaso de inteligencia espectacular para todos los servicios secretos occidentales; ninguno había previsto lo que iba a ocurrir. El Mossad trató de comprobar los informes sobre el arsenal de armas químicas que Saddam guardaba en emplazamientos secretos, al sur de Bagdad, cuyo radio de alcance incluía Kuwait y también algunas ciudades de Israel.
En el Mossad dudaban de si Iraq poseía los misiles necesarios para disparar las cabezas. Gerald Bull había sido borrado del mapa y su super-arma, después de la prueba inicial, de acuerdo con la vigilancia por satélite de Estados Unidos, había quedado hecha trizas. Los analistas de Shavit sugirieron que incluso si Saddam contaba con las cabezas, no era seguro que contuvieran armas químicas; ya otras veces había montado esa farsa.
Shabtai Shavit, con la cautela de un jefe nuevo, había dicho que, según los datos, dar la voz de la alarma podía generar un pánico innecesario. Se le había encomendado a Shalom descubrir la verdad. Previamente, ya había llevado a cabo varias operaciones en Irak; una vez, en Bagdad, donde se había hecho pasar por un hombre de negocios jordano. En Bagdad había sayanim que podían ayudarlo. Pero allí, en el desierto vasto y vacío, dependía de sus propios recursos y de las destrezas que sus instructores ponían a prueba una vez más.
Shalom había realizado ejercicios de supervivencia en el desierto del Negev para dominar el «entrenamiento de la memoria», cómo reconocer un blanco incluso en plena tormenta de arena, y la «protección de auto-imagen», cómo mimetizarse con su entorno. Vestía la misma ropa día y noche para darle un aspecto gastado. Pasó un día entero en el campo de tiro y demostró una instintiva rapidez para disparar a corta distancia. Con el farmacéutico aprendió a usar su botiquín de emergencias en el desierto y le llevó toda una mañana memorizar los mapas que lo orientarían en la arena.
Todos sus instructores lo llamaban por un número; no lo humillaban ni lo alababan. No le daban ni un indicio de por qué estaba haciendo lo que hacía: eran como robots. Dedicaba parte del día a probar su resistencia física a marcha forzada bajo el abrasador sol del mediodía cargando una mochila llena de piedras.
Se le tomaba el tiempo constantemente, pero nadie le decía si lo hacía bien. Otra prueba consistía en arrancarlo de sus prácticas para contestar preguntas. «Si una niña beduina te descubre, ¿le das muerte para proteger tu misión? Estás a punto de ser tomado prisionero: ¿te rindes o te suicidas? Si te encuentras con un soldado israelí herido que ha participado en otra misión, ¿te detienes a ayudarlo o lo abandonas aunque sabes que va a morir?». No era que las respuestas de Shalom fueran decisivas: las preguntas eran otra manera de probar su habilidad para decidir bajo presión. ¿Cuánto tardaba en contestar? ¿Se sentía aturdido o seguro al hacerlo?
Comía sólo los alimentos que iba a consumir en el desierto: concentrados para mezclar con el agua salobre que esperaba encontrar de vez en cuando. Había tomado clases particulares con un psiquiatra del Mossad para aprender a controlar el estrés y a relajarse. El médico también quería saber si Shalom era capaz de pensar con claridad para apelar a los recursos y la dureza necesarios en las situaciones impredecibles que afrontaría sobre el terreno. Las pruebas de aptitud determinaron su estabilidad emocional y su autosuficiencia. Se lo evaluó para ver si existían signos de que se había convertido en un «lobo solitario», un rasgo preocupante que había puesto fin a otras carreras prometedoras.
Un instructor le enseñó dialectos durante horas y lo escuchó repetir la jerga sufí. Ya experto en persa y árabe, Shalom aprendió rápidamente el dialecto de la tribu. Cada noche era llevado a un sitio distinto del Negev para dormir. Se acurrucaba en la arena y descansaba por un rato, nunca más que para dar una cabezada y luego se desplazaba hacia otro lugar para evitar a los instructores que lo seguían. El ser descubierto significaría una ampliación del entrenamiento o que la misión fuera asignada a otro katsa.
Shalom había logrado burlar a sus perseguidores. La tarde del 25 de noviembre de 1990 subió a un helicóptero Sikorsky CH-536 de la comandancia regional de las Fuerzas Armadas israelíes.
Su tripulación también había sido entrenada por separado para la misión. En otra área de la base del Negev, habían practicado abrirse paso a baja altura, a través de un obstáculo aéreo, en la oscuridad. Con turbinas habían levantado ráfagas de arena para que el helicóptero pudiera mejorar su técnica de vuelo a través de las inestables corrientes de aire del desierto iraquí. El piloto había permanecido continuamente lo más cerca posible del suelo sin estrellarse. En otro ejercicio, los instructores se habían sentado a horcajadas sobre el tren de aterrizaje y disparado sus armas a las siluetas que hacían de blanco mientras el piloto mantenía estable la máquina. Mientras tanto, la tripulación había estudiado su ruta de vuelo.
Sólo el oficial al mando, el coronel Danny Yatom, conocía la ruta a seguir hasta la frontera con Irak. Yatom había sido miembro del comando de élite Sayeret Matkal, los Boinas Verdes de Israel, que en 1972 habían asaltado con éxito un avión belga secuestrado en el aeropuerto de Tel Aviv. Otro de los comandos de la operación era Benjamín Netanyahu. La amistad con el futuro primer ministro de Israel le valdría a Yatom ser nombrado jefe del Mossad, cargo que también pondría fin a su amistad con Netanyahu. Pero eso todavía tenía que suceder.
Aquella mañana de diciembre, mientras Shalom seguía vigilando por encima del borde del pozo de agua, no sospechaba que el largo y peligroso viaje que lo había adentrado en territorio hostil había sido decidido en una sala de conferencias de la Kyria, el cuartel general de las Fuerzas Armadas israelíes, en Tel Aviv.
Además de Yatom estaban presentes Amnon Shahak, el jefe de Aman, la inteligencia militar, y Shabtai Shavit. Habían convenido conversar sobre los últimos datos de un informador infiltrado en la red terrorista iraní, en Europa. La persona —sólo Shavit sabía si se trataba de hombre o mujer— era conocida por la letra «I». Todo lo que Shahak y Yatom podían haber deducido era que esa persona debía tener acceso al complejo blindado del tercer piso de la embajada iraní en Bonn. El complejo constaba de seis oficinas y una sala de comunicaciones. El área entera había sido acondicionada para soportar la explosión de una bomba y se ocupaban permanentemente de ella veinte Guardias Revolucionarios, cuya tarea era coordinar las actividades terroristas de Irán en Europa Occidental. Hacía poco que habían tratado de llevar por barco una tonelada de Semtex y detonadores electrónicos desde el Líbano hasta España. El cargamento estaba destinado a reponer explosivos para un número de grupos terroristas pro-iraníes en países europeos. Por una confidencia del Mossad, la aduana española había abordado el barco cuando entró en aguas territoriales.
Pero en el verano de 1990, Irán también hacía grandes desembolsos de dinero para incrementar la influencia del fundamentalismo y el terrorismo en Europa. Las cantidades invertidas eran todavía más sorprendentes dado que la economía de Irán había quedado dañada después de los ocho años de una guerra con Iraq que finalizó con el alto al fuego de 1988.
Aquel día de noviembre, en la bien custodiada sala de conferencias de la Kyria, lo que el agente doble había descubierto no era una nueva amenaza de Irán sino de Irak. «I» había obtenido la copia de un detallado plan de batalla iraquí, robado por el servicio secreto de Irán en el cuartel general de Bagdad, en el que se describía cómo se usarían los misiles Scud para lanzar un ataque con armas químicas y biológicas contra Irán, Kuwait e Israel.
Una sola pregunta rondaba la mente de cada hombre reunido en el salón de conferencias: ¿sería de fiar la información? «I» había probado serlo en todos los datos previos que había proporcionado. Pero, por más importante que hubiera sido la información, nada era comparable con lo que «I» había enviado aquella vez. Sin embargo, ¿no sería el plan de batalla parte de un complot de la inteligencia iraní para obligar a Israel a lanzar un ataque preventivo contra Irak?
¿Habrían desenmascarado a «I» y estaba siendo usado por Irán?
Tratar de contestar a esa pregunta también conllevaba sus riesgos. Haría falta tiempo para mandar a un katsa a ponerse en contacto con «I». Pasarían semanas antes de que pudiera hacerlo; sacar a un informador del absoluto anonimato era un proceso lento y delicado. Y si «I» había permanecido leal, su seguridad podía ser puesta en peligro. Sin embargo, las consecuencias de actuar en reacción al documento iraquí sin antes confirmarlo serían calamitosas para Israel. Un golpe preventivo llevaría a una represalia iraquí y podía destruir la coalición que se estaba creando laboriosamente en Washington para echar a Saddam de Kuwait.
Muchos de sus miembros árabes posiblemente apoyarían a Irak contra Israel.
La única manera de descubrir la verdad sobre el plan robado había sido mandar a Shalom a Irak. Rozando el desierto, el helicóptero había volado a través de una franja de Jordania en lo profundo de la noche. Cubierto con pintura de camuflaje, sofocado el ruido del motor, el Sikorsky era prácticamente indetectable para los radares más sofisticados. Volando en modalidad silenciosa para que las aspas del rotor casi no hicieran ruido, el helicóptero había alcanzado su punto de entrega, en la frontera iraquí.
Shalom había desaparecido en la oscuridad. A pesar de todo su entrenamiento, nada lo había preparado completamente para ese momento: estaba solo; para sobrevivir debía respetar su entorno. Las sorpresas del desierto no son comparables con las de ningún otro lugar del planeta. En un instante podía levantarse una tormenta de arena que cambiara el paisaje y lo enterrara vivo. Un cierto tipo de cielo significaba una cosa; otro, algo muy diferente. Confeccionaría su propio pronóstico del tiempo; debía hacerlo todo por sí mismo y aprender a ajustar sus oídos al silencio para recordar que no hay como el silencio del desierto. Y siempre debía recordar que su primer error podía ser el último.
Tres días después de dejar el helicóptero, esa fría madrugada de diciembre, Shalom yacía postrado en el oasis iraquí. Debajo de la bupta llevaba gafas cuyos cristales teñían el paisaje de un tono crepuscular. La única arma de Shalom era la que se esperaría que tuviera un sarami: el cuchillo de caza. Le habían enseñado a matar con él de muchas maneras. Si se iba a molestar en usarlo contra una fuerza superior, no lo sabía, y tampoco si sería capaz de volverlo contra sí mismo o, simplemente, de suicidarse con la píldora letal que llevaba. Desde la tortura y muerte de Eli Cohen, todo katsa que actuaba en Irán, Irak, Yemen o Siria tenía derecho a suicidarse antes de caer en manos de los brutales interrogadores.
Shalom continuaba vigilando y esperando.
Los nómadas, en sus campamentos a un kilómetro del pozo, comenzaron a recitar las oraciones de la mañana. Ya el ladrido de sus perros flotaba débilmente en el viento, pero los animales no se aventuraban fuera del campamento antes de que el sol se elevara sobre el horizonte: los patrones de conducta eran las primeras lecciones que Shalom había recibido para sobrevivir en el desierto.
De acuerdo con la información que le habían dado, el convoy debía aparecer entre el campamento y las colinas situadas a su izquierda. Para un ojo no entrenado, el camino que seguiría era invisible. Para Shalom, estaba tan claro como una calle bien señalizada: las pequeñas arrugas en la arena eran las que formaban los topos del desierto excavando entre las huellas de los vehículos.
El sol estaba alto cuando finalmente apareció el convoy: un lanzador de misiles Scud y su vehículo de apoyo. Se detuvo a casi un kilómetro. Shalom empezó a tomar fotografías y a cronometrar lo que veía.
El personal iraquí tardó quince minutos en lanzar el Scud. Se elevó haciendo un arco y desapareció en el horizonte. Minutos más tarde el convoy se movió a toda velocidad hacia las colinas. En pocos instantes, ese Scud podía haber caído en Tel Aviv o en otra ciudad de Israel si el lanzamiento no hubiera sido una práctica. Shalom inició su largo viaje de vuelta a Tel Aviv.
Seis semanas después, el 12 de enero de 1991, Shalom formaba parte de un equipo conjunto del Mossad y de Aman sentado alrededor de la mesa de conferencias en el Comando Conjunto de Operaciones Especiales de Estados Unidos, en la base Pope de las Fuerzas Aéreas, Virginia. El comando estaba al frente de los Boinas Verdes y los SEAL y había mantenido un estrecho contacto de trabajo con el Mossad.
Después de que Shalom regresara de Irak, Shavit había informado al general Earl Stiner, comandante de operaciones del CCOE, de que Saddam iba más allá de la simulación. El duro general tenía un estilo campechano y usaba un lenguaje subido de tono que los israelíes apreciaban. Pero en un puesto de mando, con su cerrado acento de Tennessee tomaba decisiones sagaces. Como máximo jefe de comandos de la nación, conocía el valor de un buen trabajo de inteligencia y su propia experiencia en Oriente Medio lo había convencido de que el Mossad ofrecía el mejor.
Desde la incursión de Saddam en Kuwait, Stiner se había comunicado regularmente con sus contactos israelíes. Algunos de ellos se remontaban a 1983 cuando, recién promovido a general de brigada, había sido enviado secretamente a Beirut por el Pentágono para informar directamente al Estado Mayor Conjunto de hasta qué punto Estados Unidos se vería involucrado en la guerra del Líbano.
Más adelante había trabajado con el Mossad durante el secuestro del Achille Lauro y descendido con sus comandos de la Fuerza Delta en una base aérea de Sicilia donde los secuestradores habían hecho escala para tomar un avión hacia la libertad, en Egipto. Las tropas italianas habían impedido que Stiner capturara a los secuestradores y casi habían llegado al tiroteo. Frustrado, Stiner había volado en persecución del avión en su propio transporte militar. Sólo abandonó la caza cuando ambas aeronaves entraron en el espacio aéreo de Roma y sus controladores de tráfico amenazaron con derribar el avión de la Fuerza Delta, por «piratería aérea». En 1989, Stiner había sido el comandante de tierra durante la invasión a Panamá y el responsable de la rápida captura de Manuel Noriega.
Sólo el jefe del Estado Mayor, el general Colin Powell, y el general Norman Schwarzkopf, a cargo de las fuerzas de coalición, conocían la relación de Stiner con el Mossad. Mientras Schwarzkopf batallaba para crear una línea defensiva en la frontera Saudita que evitara las incursiones de Irak fuera de Kuwait, los oficiales de inteligencia de Stiner trabajaban codo a codo con el Mossad para crear movimientos de resistencia en Irak que derrocaran a Saddam.
Cuando el general de división Wayne Downing, comandante del CCOE, llamó a una reunión en la sala de conferencias, todo el mundo sabía que, mientras se acercaba la fecha señalada para el inicio de las hostilidades, establecida por las Naciones Unidas, el 15 de enero de 1991, el mundo entablaba un diálogo de sordos con Bagdad. Saddam seguía aguardando la que, según sus predicciones, iba a ser «la madre de todas las guerras».
Downing empezó recordando a sus oyentes que Washington solicitaba que Israel permaneciera al margen del conflicto. A cambio, obtendría beneficios políticos y económicos a largo plazo.
La inmediata respuesta de los israelíes fue mostrar una serie de ampliaciones de las fotos que Shalom había tomado en el desierto durante el lanzamiento del misil Scud. Luego vinieron las preguntas. ¿Qué pasaría si Saddam usaba un Scud con cabeza nuclear? El Mossad tenía la certeza de que Irak ya había construido las instalaciones para fabricar un artefacto tosco. También tenía la capacidad de ajustar cabezas químicas o biológicas a sus misiles. ¿Se suponía que Israel debía esperar a que eso ocurriera? ¿Cuál era el plan de las fuerzas de coalición para ocuparse de los Scud antes de que fueran lanzados? ¿Tenían idea de cuántos misiles había en Irak?
Uno de los oficiales de inteligencia de Downing dijo que «estimaban que aproximadamente» unos cincuenta misiles. «Creemos que Saddam tiene cinco veces esa cantidad, quizás incluso quinientos en total», replicó Shabtai Shavit.
El tenso silencio de la sala fue roto por la pregunta de Downing. ¿Podía señalar dónde se encontraban? Shavit no podía ser más concreto y sólo sugería que los Scud estaban emplazados en el desierto occidental de Irak y en el este del país.
Los norteamericanos estuvieron de acuerdo con Downing en que «eso es mucho desierto para esconderlos». «Cuanto antes empiecen, mejor» dijo Shavit, sin molestarse en ocultar su frustración.
Downing prometió ocuparse del asunto enérgicamente y la reunión se cerró con la repetida advertencia a Israel de que se mantuviera fuera de la guerra. Toda la información secreta que el Mossad y Aman pudieran recabar sería sin embargo bien recibida. Mientras tanto podían estar seguros de que los Estados Unidos y sus socios iban a ocuparse de los Scud. El equipo israelí volvió a casa con la sensación de que se habían llevado la peor parte en el trato.
Poco después de las tres de la madrugada del 17 de enero de 1991 —horas después de iniciarse la operación Tormenta del Desierto— siete Scud cayeron sobre Tel Aviv y Haifa, destruyeron más de un millar y medio de edificios e hirieron a cuarenta y siete civiles.
Esa misma mañana, el primer ministro Yitzhak Shamir preguntó fríamente a Washington cuántos israelíes debían morir antes de que el presidente Bush hiciera algo. La breve llamada concluyó con el ruego de Bush pidiendo moderación y la advertencia de Shamir de que Israel no iba a quedarse de brazos cruzados mucho tiempo más.
Shamir ya había ordenado a los jets israelíes patrullar el espacio aéreo del norte en la frontera con Irak. Bush inmediatamente prometió que, si los aviones volvían, enviaría «doblemente rápido» dos baterías Patriot anti-misiles «para defender sus ciudades» y que las fuerzas de coalición iban «a destruir los misiles Scud en pocos días».
Los misiles siguieron cayendo sobre Israel. El 22 de enero, uno aterrizó en el suburbio de Ramat Gan, en Tel Aviv. Noventa y seis civiles resultaron heridos, varios de ellos de gravedad, y tres murieron de ataques al corazón. El sonido de las explosiones llegaba hasta el cuartel general del Mossad. En la Kyria, Amnon Shahak llamó al teléfono directo del Centro de Comando Militar Nacional, en el segundo piso del Pentágono. Su comunicación fue aún más corta que la de Shamir: hagan algo o lo hará Israel.
Horas más tarde, Downing y sus hombres estaban en camino hacia Arabia Saudí. Shalom los esperaba en un pueblecito de la frontera iraquí, Ar Ar. Iba vestido con el uniforme de faena del Ejército británico. Nunca explicó, y nadie se lo preguntó, dónde lo había conseguido. Las noticias que traía eran tremendas.
Podía confirmar que había cuatro rampas de lanzamiento de misiles Scud a menos de treinta minutos de vuelo.
Downing dijo: «¡Vamos a freír unos cuantos traseros!».
Los helicópteros Chinook los transportaron hasta el desierto iraquí, a ellos y al Land Rover especialmente adaptado para el terreno, que parecía un paisaje lunar.
Al cabo de una hora habían localizado las rampas. Por una frecuencia de radio segura, avisaron a los caza-bombarderos, armados con racimos de municiones y bombas de mil kilos. Un helicóptero Black Hawk, quieto en el aire, filmó la matanza.
Horas más tarde, una copia del vídeo llegó a la oficina de Shamir en Tel Aviv.
En otra llamada de Bush, el primer ministro concedió que había visto lo suficiente para mantener a Israel fuera de la guerra. Ninguno de los hombres mencionó el papel del Mossad en el episodio.
Durante los días restantes de la guerra del Golfo, los Scud hirieron o mataron a quinientas personas, incluidos los ciento veintiocho norteamericanos muertos o heridos por un misil que impactó en Arabia Saudí; más de cuatro mil israelíes se quedaron sin hogar.
Las secuelas de la guerra del Golfo se tradujeron en virulentos ataques contra Aman y el Mossad por parte del subcomité de relaciones exteriores del Knesset en sus sesiones secretas. Ambos servicios fueron rotundamente condenados por no haber previsto la invasión de Kuwait ni haber advertido suficientemente sobre la amenaza iraquí. Los detalles que se filtraron se referían a discusiones e insultos entre Amnon Shahak, Shabtai Shavit y los miembros del comité. Después de un encontronazo, el jefe del Mossad había estado a punto de renunciar. Pero no todo estaba perdido para el acosado Shavit.
El departamento de guerra psicológica del Mossad, generalmente utilizado para desinformar y ensombrecer el carácter de los enemigos de Israel, enfocó sus esfuerzos en los medios de difusión locales. Periodistas amigos fueron llamados y se les dijo que no se trataba de falta de inteligencia sino de que el público israelí estaba acostumbrado a no tener poder de decisión en aquel campo.
El departamento sacó a relucir viejas verdades: ningún otro país contaba, en proporción a su tamaño y población, con un servicio de inteligencia como el de Israel; ningún servicio podía compararse con el Mossad en entender la mentalidad o las intenciones de los enemigos de la nación ni igualar sus récords en desbaratar los planes de los que habían agredido a Israel durante cincuenta años.
Eran cuestiones que despertaban interés y encontraron cabida en los medios de comunicación, que se sentían agradecidos de recibir información de primera mano.
Un torrente de artículos apareció para recordar a los lectores que, a pesar de los recortes en el presupuesto de Defensa, previos a la guerra del Golfo, el Mossad había continuado batallando en el Líbano, Jordania, Siria e Irak. La gente había sido capaz de leer entre líneas: el Mossad estaba siendo entorpecido porque los políticos habían manejado mal el presupuesto de Defensa. Era un tema manido que siempre funcionaba. Para una población todavía terriblemente asustada por los ataques de los Scud, el hecho de que la falta de fondos estuviera en la raíz de todos sus males desviaba las críticas sobre el Mossad hacia los políticos. De pronto, hubo dinero disponible. Israel, dependiente durante tanto tiempo de los datos de los satélites estadounidenses, aceleró su propio programa de satélites espía. La prioridad era lanzar un satélite militar para vigilar en concreto a Irak. Un nuevo misil anti-misil, el Hetz, empezó a producirse en cadena. Se encargaron varias baterías Patriot a Estados Unidos.
El subcomité del Parlamento se marchitó al afrontar la andanada de publicidad a favor del Mossad. Shavit salió triunfante y dispuesto a reafirmar la posición del Mossad. Varios katsas bien situados en el corazón de Iraq recibieron la orden de descubrir cuánto armamento químico y biológico había sobrevivido al bombardeo aliado.
Descubrieron que Irak todavía contaba con ciertas cantidades de ántrax, viruela, virus Ébola y agentes nerviosos capaces de matar no sólo a hombres, mujeres y niños en Israel, sino a un gran porcentaje de la población mundial.
La cuestión para Shavit, los otros jefes de inteligencia y los políticos de Israel era decidir si hacer pública la información. Eso crearía pánico en Israel y podía provocar una serie de efectos negativos. La industria turística del país había sido devastada por la guerra del Golfo; la economía de Israel tocaba fondo y las nuevas inversiones del extranjero llegaban con lentitud. Revelar que Israel aún se encontraba al alcance de armas letales difícilmente atraería turistas o dinero al país.
Además, el desmembramiento de la coalición de la guerra del Golfo, cuyos miembros árabes siempre habían sido fríos a la hora de hacer la guerra contra sus hermanos, había tenido como consecuencia una creciente simpatía por la indudable adversidad de los iraquíes. La evidencia de la destrucción masiva causada por los bombardeos de la coalición y el sufrimiento continuo de civiles inocentes había atizado poderosas emociones en el resto de Oriente Medio y renovado la enemistad árabe hacia Israel. Si Tel Aviv hacía públicos los detalles sobre las armas químicas y biológicas intactas en Iraq, los países occidentales pro-árabes lo considerarían un intento de persuadir a Estados Unidos y Gran Bretaña para lanzar nuevos ataques contra Iraq.
La cuestión de revelar la existencia del arsenal de Saddam también dependía de las cuidadosamente orquestadas negociaciones secretas para llegar a un cese de hostilidades entre Israel y la OLP. En 1992, dichas negociaciones se llevaban a cabo en Noruega y progresaban bien, aunque faltaba todavía un año para que se llegara a un acuerdo y se le diera publicidad en octubre de 1993, cuando Arafat y Rabin se estrecharon la mano en el césped de la Casa Blanca, ante la sonrisa benévola del presidente Clinton. Para cada uno de esos hombres fue un triunfo diplomático.
Sin embargo, no todos en el Mossad estaban de acuerdo en que la fórmula «tierra por paz» —una patria palestina a cambio de no más luchas— funcionara.
El fundamentalismo islámico estaba en marcha y los vecinos de Israel, Jordania, Egipto y Siria estaban siendo golpeados por las fuerzas extremistas de Irán. Para los mullahs de Teherán, Israel seguía siendo un estado paria. Dentro del Mossad y, desde luego, para muchos israelíes, la perspectiva de una paz duradera con la OLP era un sueño imposible. El sionismo tenía pocos deseos de reconciliarse con los árabes: la religión y la cultura árabes eran para los sionistas inferiores a las creencias e historia propias. No podían aceptar que el acuerdo de Oslo garantizaba el futuro de su Tierra Prometida y que ambas razas podían vivir juntas, si no felizmente, al menos con respeto mutuo.
Shabtai Shavit midió cuidadosamente todas estas cuestiones mientras consideraba si dar a conocer la existencia del arsenal de Irak. Por fin, decidió mantener la información en secreto para no empañar la ola de optimismo que había seguido al acuerdo de Washington. Además, si las cosas salían mal, la información sobre las reservas de venenos mortales de Iraq podía hacerse pública. La imagen de un cruel Saddam enviando a uno de sus agentes a colocar una lata de ántrax en el Metro de Nueva York o la de un terrorista esparciendo el Ébola a través del aire acondicionado de un Boeing 747 repleto —de modo que cada pasajero se convertía en una bomba de tiempo biológica capaz de contagiar el virus a miles antes de que se supiera la verdad— eran, para los expertos en acción psicológica del Mossad, escenarios perfectamente válidos para cuando llegara el momento de poner a la opinión pública en contra de Irak. Otros dos incidentes también escondidos por el Mossad podían perjudicar y causar un tremendo bochorno a Estados Unidos.
Una tarde de diciembre de 1988, el vuelo 103 de Pan American Airways, de Londres a Nueva York, explotó en el aire sobre Lockerbie, Escocia. En pocas horas, el personal del departamento de acción psicológica trabajaba en los teléfonos con sus contactos de prensa, urgiéndolos a publicar que había «pruebas irrefutables» de que Libia, a través de su servicio secreto, Jamahirya, era la responsable. (El autor de este libro recibió una de estas llamadas pocas horas después del desastre). Inmediatamente se impusieron sanciones al régimen de Gaddafi. Estados Unidos y Gran Bretaña denunciaron a dos libios, acusándolos de la destrucción del vuelo de la Pan Am. Gaddafi rehusó entregar a los hombres para que fueran juzgados.
Luego, el Mossad acusó a Siria e Irán de complicidad en el desastre de Lockerbie. El caso contra Damasco no hacía más que reiterar su bien conocido patrocinio al terrorismo de Estado. La acusación contra Irán fue más específica. El vuelo 103 de la Pan Am había sido destruido como acto de venganza por el derribo de un avión iraní de pasajeros, por parte del USS Vincennes, el 3 de julio, con un resultado de doscientos noventa muertos. Se había tratado de un trágico error por el que Estados Unidos había pedido disculpas. El Mossad nombró después al Frente Popular para la Liberación de Palestina como autor de la destrucción del avión. Ninguno de los periodistas que publicaron ampliamente esta historia se detuvo a pensar por qué Libia, acusada de ser la responsable inicial, habría necesitado la ayuda de Siria o Irán y, mucho menos, la del grupo palestino.
Según una fuente de la inteligencia británica, «Lockerbie era la oportunidad perfecta para recordar al mundo que la red de terror que el Mossad siempre se había esforzado por hacer pública existía. No hacía falta. En realidad, echar tantos nombres sobre el tapete resultaba contraproducente. Sabíamos que sólo los libios eran los responsables». Sin embargo, había hechos que hacían del vuelo 103 de la Pan Am un caso difícil de cerrar.
La pérdida del avión se había producido cuando Bush era presidente electo y su equipo de transición se estaba poniendo al tanto de los asuntos en Oriente Medio para que el mandatario conociera el terreno en cuanto entrara en el despacho oval.
Bush había sido director de la CIA entre 1976 y 1977, un período en que el secretario de Estado Henry Kissinger había dictado la política pro-israelí de Washington. Mientras Bush mantenía públicamente su mano tendida hacia Israel, los años al timón de la CIA lo habían convencido de que Reagan había sido «demasiado ingenuo con respecto a Israel». Mientras esperaba convertirse en presidente, no necesitaba que le recordaran que, en 1986, Estados Unidos se había visto forzado a cancelar un trato de mil novecientos millones de dólares en armas con Jordania cuando intervino el lobby judío del Congreso.
Bush había dicho a su equipo de transición que, como presidente, no iba a tolerar interferencias «en el derecho de los buenos norteamericanos a hacer negocios con quien y donde lo desearan». Esta actitud tendría un papel importante en la destrucción del 103 de la Pan Am.
A bordo del avión, cuando dejó Londres, esa noche de diciembre de 1988, se encontraban ocho miembros de la comunidad de inteligencia norteamericana que regresaban de su servicio en Oriente Medio. Cuatro de ellos eran oficiales de campo de la CIA, dirigidos por Matthew Gannon. También iban a bordo el mayor del Ejército Charles McKee y su pequeño grupo de expertos en rescate de rehenes. Habían viajado a Oriente Medio para estudiar la posibilidad de liberar a los rehenes occidentales todavía retenidos en Beirut. Aunque la investigación del desastre de Lockerbie corrió a cargo de un equipo escocés, los agentes de la CIA estaban en el terreno cuando la maleta de McKee fue encontrada, milagrosamente intacta. Un hombre que podía haber sido oficial de la CIA, aunque nunca fue positivamente identificado, la retiró de la escena del suceso por un breve lapso.
Más tarde, la maleta fue devuelta a los investigadores escoceses, que la registraron como «vacía».
Nadie cuestionó qué había pasado con las pertenencias de McKee, mucho menos por qué viajaba con una maleta vacía. Pero en ese momento, nadie sospechó que el oficial de la CIA podía haber sacado de la maleta datos que explicaban por qué había sido destruido el vuelo 103 de la Pan Am. Nunca se dieron explicaciones sobre el equipaje de Gannon, lo que dio pie a la creencia de que la bomba estaba en su maleta. No se obtuvo ninguna aclaración satisfactoria de cómo o por qué un oficial de la CIA llevaba una bomba en su equipaje.
Después, el programa televisivo de investigación Frontline proclamó haber resuelto la causa del desastre. El vuelo 103 de la Pan Am había iniciado su viaje en Frankfurt, donde los pasajeros con destino a Estados Unidos procedentes de Oriente Medio eran transferidos a ese vuelo. Entre ellos se encontraban Gannon y su equipo, que habían viajado en un vuelo de Air Malta para hacer la conexión. Su equipaje era similar a los cientos que pasaban todos los días por las manos de los empleados. Uno de ellos estaba a sueldo de los terroristas. En algún lugar de los compartimientos para equipaje del aeropuerto, el hombre había escondido la maleta que contenía la bomba. Sus instrucciones eran encontrar una maleta similar que llegara en un vuelo de conexión, cambiarla por la suya y luego colocar ésta en el equipaje del vuelo 103. Una teoría plausible de las tantas que surgieron para explicar el atentado.
Comprensiblemente desesperados por demostrar que la destrucción del avión había sido un acto de terrorismo del que Pan Am no tenía culpa alguna, la compañía aseguradora contrató a una firma de investigadores privados de Nueva York llamada Interfor. La compañía había sido fundada en 1979 por un israelí, Yuval Aviv, emigrado a Estados Unidos un año antes. Aviv declaraba haber sido oficial administrativo del Mossad, hecho que el servicio negaría. No obstante, Aviv había convencido a los aseguradores de que tenía los contactos necesarios para descubrir la verdad.
Cuando recibieron su informe, debieron quedarse de una pieza. Aviv afirmaba que el ataque había sido llevado a cabo «por un grupo traidor de la CIA que actuaba en Alemania, donde proporcionaba protección a un envío de drogas desde Oriente Medio hacia Estados Unidos, vía Frankfurt. La CIA no hizo nada para desbaratar la operación porque los traficantes los ayudaban a enviar armas a Irán, como parte del intercambio de armas por rehenes. El método para el contrabando de droga era muy simple. Una persona registraba equipaje en el vuelo y un cómplice que trabajaba en el área lo cambiaba por otro idéntico que contenía la droga. La noche fatal, un terrorista sirio, al tanto de cómo funcionaba la operación drogas, había cambiado la maleta por otra que contenía la bomba. Su objetivo era destruir a los agentes de inteligencia norteamericanos que iban a tomar ese vuelo».
El informe de Aviv aseguraba que McKee estaba al tanto de la existencia del «grupo de la CIA» que había trabajado bajo el nombre en clave de COREA, cuyos miembros también tenían vínculos con otro de esos personajes misteriosos que habían encontrado su sitio en los márgenes del mundo de la inteligencia. Monzer al Kassar se había hecho una reputación como traficante de armas en Europa, incluso aprovisionando al coronel Oliver North de armas para los contras nicaragüenses en 1985 y 1986. Al Kassar también tenía vínculos con la organización de Abu Nidal y las conexiones de su familia eran igualmente dudosas. Ali Issa Duba, cabeza de la inteligencia siria, era su cuñado y la mujer de Al Kassar, pariente del presidente de Siria. El informe de Aviv afirmaba que Al Kassar había encontrado en COREA un socio dispuesto para la operación de contrabando de drogas. Aquello había funcionado durante varios meses, antes de la destrucción del vuelo de la Pan Am. El escrito decía además que McKee había descubierto la infamia siguiendo sus propios contactos en el submundo de Oriente Medio, en un intento por encontrar la manera de liberar a los rehenes. Aviv citaba que «McKee planeaba llevar a Estados Unidos la prueba de la relación de los maleantes con Al Kassar».
En 1994, Joel Bainerman, el editor de un informe de la inteligencia israelí cuyos análisis también han aparecido en el Wall Street Journal, el Christian Science Monitor y el Financial Times inglés, escribió: «Veinticuatro horas antes del vuelo, el Mossad le sopló a la BKA alemana que podía haber un plan para colocar una bomba en el vuelo 103. La BKA pasó el dato al equipo COREA de la CIA, que trabajaba en Frankfurt, y dijo que iba a hacerse cargo de todo».
El abogado de la Pan Am, Gregory Buhler, mandó comparecer al FBI, la CIA, la DEA y otros organismos del Estado para que revelaran todo lo que sabían, pero luego declaró que «el Gobierno anuló las citaciones por razones de seguridad nacional».
Ni los periodistas de Frontline, ni Yuval Aviv, ni Joel Bainerman han podido contestar preguntas inquietantes. Si había cobertura para las actividades de COREA, ¿cuán alto llegaba dentro de la CIA? ¿Quién la había autorizado?
¿Habían ordenado esas personas sacar datos comprometedores de la maleta de McKee? ¿Por qué la policía alemana había informado a COREA? ¿Era pura casualidad? ¿O había sido motivada porque las actividades de COREA se habían vuelto inaceptablemente peligrosas para otros en la CIA? ¿Y cuáles eran las «razones de seguridad nacional» que habían llevado a rechazar las citaciones del abogado de la Pan Am?
Hasta el momento, el servicio ha mantenido en secreto todo lo que sabe sobre la destrucción del vuelo. Algunas fuentes, que piden no ser nombradas porque sus vidas podrían peligrar, afirman que el Mossad se guarda la información como un as en la manga para el caso de que Estados Unidos lo presione para abandonar sus actividades de inteligencia en ese país.
Por cierto, hubo otro episodio que pudo resultar igualmente comprometedor para la inteligencia norteamericana. Concernía a la muerte de Amiram Nir, el hombre que amaba las novelas de James Bond y había reemplazado a David Kimche como representante de Israel en el intercambio de armas por rehenes.
Amiram Nir era la persona ideal para actuar como consejero sobre anti-terrorismo del primer ministro Shimon Peres. Explosivo, inquisitivo, ávido, manipulador y despiadado, Nir poseía un encanto rufianesco, desconocía la auto-moderación y tenía la habilidad de ridiculizar, dar saltos imaginativos, romper las reglas y trabajar en una mezcla de realidad y ficción. Había sido periodista.
Sus nociones previas del trabajo de inteligencia provenían de su labor como reportero para la televisión israelí y luego, de su trabajo para el diario más importante del país, el Yediot Aharonot, dirigido por la dinastía Moses, con la que estaba emparentado por matrimonio. El imperio editorial era todo lo que Robert Maxwell no había podido alcanzar nunca: el epítome de la respetabilidad y la seguridad financiera. Basaba el trato a sus empleados en el criterio de un buen pago por un trabajo duro. Nir no sólo se había convertido en el marido de una de las mujeres más ricas de Israel, sino que eso le había dado acceso a las altas esferas políticas del país.
No obstante, hubo sorpresa cuando se convirtió en uno de los miembros más importantes de la comunidad de inteligencia, en 1984, al nombrarlo Peres para el delicado puesto de asesor en materia de anti-terrorismo.
Nir tenía treinta y cuatro años y su única experiencia concreta en el trabajo de inteligencia había sido un breve curso en las Fuerzas Armadas. Aun entre sus amigos, existía la opinión común de que su tosca apostura no era suficiente para el trabajo.
El jefe del Mossad, Nahum Admoni, fue el primero en reaccionar ante el nombramiento de Nir: cambió la estructura del Comité de Jefes de Servicio para excluirlo de sus deliberaciones. Imperturbable, Nir pasó las primeras cinco semanas leyendo a toda velocidad todo cuanto caía en sus manos. Rápidamente enfocó sus esfuerzos en la operación de intercambio de armas por rehenes que se estaba llevando a cabo. Consciente de que constituía una oportunidad para probarse, Nir persuadió a Peres de que debía ocupar el lugar que había dejado David Kimche. Con el infatigable Ben Menashe como mentor, Nir se encontró trabajando también con Oliver North.
Pronto los dos hombres eran íntimos, yendo y viniendo por todo el mundo.
Durante sus viajes urdieron un plan para poner un punto final triunfal a la operación de intercambio. Viajarían a Teherán para encontrarse con los líderes iraníes y negociar la liberación de los rehenes.
El 25 de mayo de 1986, haciéndose pasar por técnicos de Aer Lingus, la compañía aérea nacional irlandesa, Nir y North volaron de Tel Aviv a Teherán en un avión de El Al pintado con el trébol tradicional de Aer Lingus. A bordo había noventa y seis misiles teledirigidos Tow y un contenedor con repuestos de misiles Hawk. Nir viajaba con el pasaporte norteamericano falso que le había facilitado North.
North, el cristiano evangelizador, había convencido de alguna manera a Reagan para que firmara una Biblia que regalarían al ayatolá Rafsanjani, un devoto musulmán. También llevaban una caja de chocolatinas y juegos de pistolas Colt para sus anfitriones: toda una reminiscencia de los tiempos en que los negociadores habían hecho un trueque con los indios a cambio de Manhattan.
Cuando el Mossad tuvo la primera noticia del asunto el vuelo ya había entrado en el espacio aéreo iraní. La reacción de Nahum Admoni ha sido descrita como de «furia asesina».
Afortunadamente, los iraníes se limitaron a echar a los visitantes y a usar la misión para lanzar una campaña masiva de propaganda contra Estados Unidos.
Reagan estaba furioso. En Tel Aviv, Admoni tildó a Nir de «vaquero». Nir se las arregló para permanecer en el Gobierno diez meses más, hasta que las críticas de la comunidad de inteligencia, que pedía su cese, se convirtieron en una andanada implacable. Durante esos meses, los casos de Hindawi, Vanunu y Sowan pasaron por su escritorio, pero todas las contribuciones que hacía sobre cómo manejar las cosas eran fríamente rechazadas por el Mossad.
Su presencia en Washington ya no era grata y se encontraba aislado en Tel Aviv. Amiram Nir renunció a su cargo de asesor del primer ministro en materia de anti-terrorismo en marzo de 1987. Para entonces, su matrimonio estaba en crisis y su círculo de amigos se había reducido. Ari Ben Menashe fue uno de los pocos lazos que Nir conservó con el pasado. En 1988, Nir abandonó Israel para irse a vivir a Londres.
Se estableció con una guapa canadiense de pelo negro, Adriana Stanton, una chica de veinticinco años que decía ser secretaria en Toronto y a quien Nir había conocido en sus viajes. Varios miembros del Mossad decían que estaba relacionada con la CIA, que era una de las mujeres que ésta utilizaba para operaciones de seducción. En Londres, Nir actuaba como representante europeo de una compañía exportadora de aguacates, la Nucal de México, con domicilio en Uruapán. La compañía controlaba un tercio de la exportación total de aguacates del país.
Pero no fueron los aguacates los que llevaron a Ben Menashe hasta la puerta de Nir, una lluviosa noche de noviembre de 1988. Quería saber exactamente qué iba a revelar Nir cuando fuera llamado como testigo principal en el juicio contra Oliver North por el escándalo Irán-Contra. Nir le dejó claro que su testimonio iba a ser muy comprometedor, no sólo para la Administración Reagan sino también para Israel. Intentaba demostrar lo fácil que había sido burlar todos los controles para llevar a cabo operaciones ilegales en las que estaban involucrados países como Sudáfrica y Chile. Añadió que estaba planeando escribir un libro que lo convertiría en el soplón más grande de la historia de Israel. Ari Ben Menashe arregló encontrarse con Nir a su regreso de otra visita a la Nucal. Mientras tanto, el visitante advirtió a Nir que «tuviera cuidado con esa mujer» cuando Adriana Stanton los dejó a solas. Ben Menashe no quiso revelar por qué se lo advertía.
Sólo le dijo, en su habitual tono misterioso, que la conocía de antes. Aunque Nir no lo sabía, Adriana Stanton no era su verdadero nombre.
El 27 de noviembre de 1988, Nir y Stanton viajaron juntos a Madrid con nombres falsos. Nir se hacía llamar Patrick Weber, la identidad que había utilizado en su desgraciado viaje a Teherán. Stanton figuraba en la lista de pasajeros de Iberia como Esther Arriya. Por qué habían elegido alias para los pasajes cuando ambos viajaban con sus auténticos pasaportes, canadiense e israelí, nunca tendría explicación. Otro misterio era el porqué de una escala previa en Madrid, cuando había muchos vuelos directos a Ciudad de México. ¿Acaso Nir estaba tratando de impresionar a su amante con su facilidad para engañar a todo el mundo durante mucho tiempo? ¿O sentía un miedo persistente después de la visita de Ben Menashe? Como mucho de lo que siguió, eso quedaría sin respuesta.
Llegaron a Ciudad de México el 28 de noviembre. Un hombre no identificado esperaba en el aeropuerto. Los tres viajaron hacia Uruapán y llegaron a las tres de la tarde. Nir contrató un Cessna T-210 en el pequeño aeropuerto de Uruapán.
Una vez más, Nir se comportó de un modo incomprensible. Alquiló el avión a nombre de Patrick Weber usando una tarjeta de crédito con esa firma. Contrató a un piloto para que, al cabo de dos días, los llevara hasta la planta de procesamiento de la Nucal. En el hotel de la localidad donde compartieron habitación, Nir se registró con su propio nombre. El hombre que los había acompañado desde México desapareció tan misteriosamente como había llegado.
El 30 de noviembre, Nir y Stanton se presentaron en el pequeño aeropuerto de Uruapán con otro hombre. En el registro de vuelo figuraba como Pedro Espinoza Hurtado. Para quién trabajaba sigue siendo un misterio. Otro más sería el motivo por el que Nir y Stanton usaron sus identidades reales. Si el piloto notó la diferencia con el nombre que Nir había usado para alquilar el Cessna, no hizo comentarios.
El avión partió con buenas condiciones de vuelo. A bordo iban el piloto, el copiloto y los tres pasajeros. Después de ciento cincuenta kilómetros de vuelo falló el motor y el Cessna se estrelló. Murieron el piloto y Nir. Stanton resultó gravemente herida y el copiloto y Hurtado, un poco maltrechos. Cuando el primer socorrista, Pedro Cruchet, llegó al lugar del accidente, Hurtado se había esfumado. Cómo Cruchet fue el primero en llegar es otra vuelta de la historia.
Afirmó trabajar para la Nucal, pero la planta de la compañía quedaba a considerable distancia. No podía explicar por qué se encontraba tan cerca del lugar del accidente. Cuando la policía le pidió que probara su identidad, alegó que había perdido su documentación en una corrida de toros. Resultó que Cruchet era un argentino que vivía ilegalmente en México. Cuando se descubrió, también había desaparecido. En el lugar del siniestro, Cruchet había recuperado e identificado el cuerpo de Nir y luego había acompañado a Stanton al hospital.
Estaba con ella cuando un periodista local lo llamó para pedirle más detalles.
Joel Bainerman, el editor del memorando de la inteligencia israelí, afirmaría:
«Una mujer joven indicó que Cruchet estaba presente. Cuando fue a buscarlo, apareció otra mujer en la puerta y le dijo al periodista que Cruchet no estaba y que nunca había oído hablar de él. La segunda mujer insistió en que la presencia de Stanton en el Cessna era pura coincidencia y que no tenía ninguna relación "con los israelíes". Se negó a identificarse y dijo que era una turista argentina».
Stanton atizó el misterio. Contó a los investigadores del accidente, según el periodista israelí Ran Edelist dijo en 1997, que «cuando estaba herida y conmocionada vio a Amiram Nir que, unos metros más lejos, agitaba su mano a modo de saludo y la consolaba. Su voz sonaba normal cuando le dijo: "Todo saldrá bien. ¡La ayuda está en camino!". En dos ocasiones, durante las horas que siguieron, se le aseguró que Nir estaba vivo».
El cuerpo de Nir fue llevado a Israel para ser enterrado. Más de mil personas asistieron al funeral y, en su memoria, el ministro de Defensa Rabin se refirió a «la misión de Nir como labores secretas todavía no reveladas y secretos que había mantenido encerrados en su corazón».
¿Había sido asesinado Amiram Nir para que nunca revelara esos secretos?
¿Era el cuerpo de Nir el que se hallaba en el ataúd? ¿O lo habían matado antes del choque? ¿Y quién? En Tel Aviv y Washington se ha tendido un manto de silencio sobre esas preguntas.
Dos días después del siniestro, Ari Ben Menashe salía de una oficina de correos en el centro de Santiago de Chile. Iba acompañado por dos guardaespaldas, que ahora consideraba necesarios para su protección. De repente, «la vidriera que acababa de pasar se hizo trizas. Luego algo se incrustó en el maletín metálico que llevaba. Los dos guardaespaldas y yo nos echamos cuerpo a tierra al darnos cuenta de que alguien nos disparaba».
Stanton fue la siguiente en darse cuenta de que su vida corría peligro. Según Edelist, sus contactos de inteligencia le contaron que «se convirtió en una reclusa y se sometió a cirugía plástica para cambiar de aspecto».
Cada vez más, el Mossad creía que la CIA había eliminado a Nir. De acuerdo con Ari Ben Menashe, «la inteligencia israelí siempre ha creído en una bien ejecutada operación de la CIA. La muerte de Nir aseguraba que no habría problemas para Reagan y Bush en el juicio contra Oliver North».
Un apoyo a esta teoría lo aportó el comandante naval norteamericano que había acompañado a Nir a Teherán en su misión para liberar a los rehenes de Beirut. La historia del comandante se refería al hecho de que Nir había conocido a George Bush, entonces vicepresidente, el 29 de julio de 1986, en el hotel Rey David de Jerusalén, donde lo había puesto al corriente sobre la operación de venta de armas a Irán, vía Israel. Según el escritor Joel Bainerman, «Nir estaba grabando secretamente la conversación. Y esto le proporcionó la prueba para relacionar a Bush con el canje de armas por rehenes. En la reunión tomaron también parte McKee y Gannon, que morirían en el desastre del vuelo de la Pan Am».
Bainerman describiría una visita que el comandante había hecho al cuartel general de la CIA en Langley, donde se había encontrado con Oliver North unos meses antes de que fuera elevado a juicio. En palabras del escritor, el comandante le preguntó a North «qué había pasado con Nir. North le confió que Nir había sido asesinado porque pensaba hacer pública la grabación de Jerusalén».
Los periodistas que han tratado de interrogar a North sobre el asunto han sido disuadidos de ello. Los ayudantes de Bush han mantenido durante años una actitud similar: todo lo que el ex presidente de los Estados Unidos tiene que decir en cuanto al Irán-Contra, ya ha sido dicho.
En julio de 1991, el domicilio de la viuda de Nir, Judy, fue asaltado. Sólo le robaron grabaciones y documentos. La policía dijo que la intrusión fue «muy profesional». Judy Nir declaró que estaba segura de que el material robado contenía «información que podía perjudicar a cierta gente». Se negó a decir más.
El material nunca ha sido recuperado. La pregunta de quién lo robó queda sin respuesta.
Durante los cuatro años siguientes, Shabtai Shavit siguió dirigiendo el Mossad y haciendo todos los esfuerzos posibles para mantenerlo fuera de los titulares de los periódicos y del afán de los inventores de mitos. Mientras, continuaba su labor de inteligencia.
Lejos de la mirada pública, la vieja carrera por el poder en la comunidad de inteligencia no había perdido vigor. Los políticos que todavía quedaban en el negligente subcomité de inteligencia del Parlamento recordaban de qué manera Shabtai Shavit les había ganado de calle después de la guerra del Golfo. Los recuerdos perduran en Israel tanto como en cualquier parte, y la campaña de rumores contra Shavit había continuado: su enfoque era muy estrecho, el canal de retro-alimentación con la CIA apenas estaba entreabierto, no sabía delegar y se mostraba muy distante con el personal, que iba desmoralizándose.
Shabtai Shavit decidió ignorar los signos de advertencia. De repente, una agradable mañana de primavera de 1996, se le pidió que acudiera a la oficina del primer ministro Benjamín Netanyahu y se le comunicó que había sido relevado de su cargo. Shavit no intentó discutir; conocía lo suficiente a Netanyahu como para saber que sería inútil. Sólo había formulado una pregunta: ¿Quién era su sucesor?
Netanyahu había respondido que Danny Yatom. El día de el Prusiano había llegado al Mossad.
Entre las cuestiones que había tenido que afrontar Yatom estaba la de ordenar al Mossad reabrir la investigación sobre el atentado terrorista a la embajada de Israel en Buenos Aires, el 17 de marzo de 1992. Veintinueve personas resultaron muertas, la mayoría de ellas miembros del personal diplomático, y, más de doscientas, heridas de distinta gravedad. No sólo era el ataque más serio llevado a cabo en la Argentina, sino uno de los peores cometidos contra Israel.
El acto de salvajismo había tenido lugar en tiempos de Shavit, y éste había reaccionado apropiadamente. Un equipo de katsas, especialistas forenses y expertos en explosivos había sido enviado a Buenos Aires. Durante semanas habían trabajado con la CIA y los investigadores argentinos.
En la superficie la relación entre el grupo del Mossad y los argentinos había sido buena. Los informes privados a Shavit eran muy críticos. Enviados por un fax seguro desde la improvisada embajada que les habían proporcionado a los israelíes, los informes hablaban de «una completa incapacidad de los argentinos para entender los rudimentos de una correcta investigación». Citaban ejemplos de «importantes pruebas forenses, como los, escombros de la embajada destruida, removidos y retirados antes de realizar una adecuada investigación». La peor crítica era que «la investigación propiamente dicha no se había iniciado hasta seis años después de la explosión».
En Tel Aviv, los informes fueron leídos con desazón por el ministro de Asuntos Exteriores, Shimon Peres. En la Argentina vivían un cuarto de millón de judíos y el presidente de la nación, Carlos Menem, se había mostrado públicamente amigo de Israel.
El equipo del Mossad empezó a sondear discretamente el pasado del presidente y la primera dama. Descubrieron que, tal como se publicó posteriormente en el libro de Chamish Traidores y aventureros: diario de la traición de Israel, Menem tenía vínculos cercanos con miembros de grupos terroristas, dentro de la comunidad siria en la Argentina.
Una periodista israelí, Nurit Steinberg, que había hecho su propia investigación sobre el atentado y publicado sus hallazgos en el semanario de Jerusalén Kol Hair, que depende del prestigioso diario hebreo Haaretz, confirmó esta declaración.
Poco después de publicarse su detallado informe —nunca desmentido por Menem o su Gobierno— Nurit Steinberg fue víctima de un incidente semejante al que le había ocurrido a Judy Nir. El único objeto robado en este caso fue el disquete donde había almacenado toda la información. Nunca se descubrió quién lo había robado.
En Israel, el Ministerio de Asuntos Exteriores ignoró las afirmaciones de Steinberg. Los portavoces empezaron a alimentar historias que acusaban a Irán de la destrucción de la embajada, perpetrada por su socio, el fanático Hezbolá.
La acusación estaba a la orden del día. Un mes antes de que estallara la bomba en la embajada, un helicóptero israelí había ametrallado al jeque Abbas Musawi, secretario general de Hezbolá, a su esposa, su hijo pequeño y seis guardaespaldas. La víspera del ataque en Buenos Aires, había habido protestas en el Líbano a favor de «golpear los intereses norteamericanos e israelíes en todas partes». En Washington, el presidente Bush había expresado su preocupación por la creciente espiral de violencia y criticado a Israel por la matanza de Musawi y su familia.
El Departamento de Estado envió una advertencia a todas sus legaciones en el extranjero en marzo de 1992. Pocos días después envió una segunda alerta a todas las sedes diplomáticas norteamericanas consideradas como posibles blancos.
Pero la embajada en Buenos Aires no constaba entre ellas.
Allí los investigadores del Mossad seguían encontrando pruebas preocupantes que contradecían la opinión del Ministerio de Asuntos Exteriores acerca de la culpabilidad de Irán y el Hezbolá. El grupo del Mossad descubrió que los restos del coche encontrado cerca de la devastada sede diplomática pertenecían a un paquistaní llamado Abbas Malek, que estaba registrado en el Ministerio de Asuntos Exteriores argentino como ayudante del embajador de Paquistán.
Las cámaras de seguridad de la embajada, que habían sobrevivido milagrosamente a la catástrofe, mostraban a Malek corriendo desde el coche momentos antes de la explosión.
En su libro, Chamish apunta: «En el vídeo también se veía la marca del vehículo. Fue rastreada hasta un concesionario en el que admitieron haberlo vendido tres semanas antes a un árabe con acento brasileño».
El Mossad pasó los detalles a los investigadores argentinos. Los israelíes quedaron atónitos cuando, a los pocos días, se les comunicó que el árabe, Ribahru Dahloz, era ilocalizable. Pero no había constancia de que hubiera salido del país.
Un informe a Tel Aviv, a finales de marzo de 1992, hablaba de «una clara sensación de que nadie está buscando a este hombre».
Para entonces, el embajador de Israel en la Argentina, Yitzhak Shefi, había añadido otro hilo a lo que el grupo del Mossad empezaba a sospechar que era, según Chamish, «una oculta conexión siria con el atentado». Shefi informó a Tel Aviv que el día de la explosión, los dos guardias de seguridad que normalmente se encontraban frente a la embajada estaban ausentes. Uno de ellos había trabajado previamente seis años en la embajada siria.
El equipo del Mossad descubrió que Zulema Menem compartía el lugar de nacimiento —el pequeño pueblo de Yatrud, en Siria— con una figura bien conocida para el Mossad. Se trataba de Monzer Al Kassar, un veterano traficante de armas y drogas cuyo círculo de amigos abarcaba desde Oliver North hasta Abu Nidal, consagrado con el título de «gran maestre del terrorismo mundial». La última dirección de Nidal estaba en Damasco, Siria.
Hechos que parecían curiosas coincidencias salieron a la luz con los sondeos del Mossad. Nueve meses antes del atentado, un noticiario de televisión de Damasco mostró al hermano del presidente Menem, Muñir, entonces embajador argentino en Siria, filmado en conversaciones con Al Kassar. Poco después del atentado, Muñir fue trasladado a Buenos Aires. El equipo del Mossad no había podido descubrir por qué.
Pero hicieron otro descubrimiento. Días antes de la explosión, Al Kassar había estado en Buenos Aires. Ni uno de los investigadores argentinos había sabido decir cuándo dejó el país ni adonde se había ido.
Mientras tanto, el presidente Menem continuaba insistiendo en que el ataque había sido obra de grupos neo-nazis. La posibilidad era una de las primeras que el Mossad había considerado y descartado. Pocas semanas después del atentado, se echó leña a la versión cuando la Interpol mandó un aviso internacional de que Andrea Martina Klump, buscada por el asesinato, en 1989, de Alfred Herrhausen, presidente del Deutsche Bank, podía haber huido a Sudamérica. Pero no se encontraron rastros de Klump y mucho menos de que la organización terrorista a la que pertenecía como miembro fundador, el Ejército Rojo, estuviera implicada en el atentado.
En abril de 1992, Shabtai Shavit ya había retirado al equipo del Mossad. Un año después, Shimon Peres declaró públicamente que «sabemos más o menos quién voló nuestra embajada». Se negó a dar explicaciones con el pretexto de que la investigación no había concluido.
En realidad, se había ordenado a Shabtai Shavit archivar el expediente, hecho notable en sí mismo dado lo ocurrido cuando el equipo del Mossad se retiró.
En Buenos Aires, el embajador Shefi se había mostrado desdeñoso con el presidente Menem por «aferrarse a la idea disparatada de que un grupo neo-nazi llevó a cabo el atentado». También acusó a los investigadores argentinos de «arrastrar los pies». Su acusación era que no sólo Irán estaba detrás de lo sucedido sino que también Siria estaba implicada. Tácitamente apuntaba a que el presidente Menem debía responder algunas preguntas. Menem elevó una protesta ante Shimon Peres. Shefi fue llamado «a consulta».
Shefi fue reemplazado por Yitzhak Aviran, un cauteloso diplomático de carrera con fama de no agitar el bote. Empezó por calmar los temores de los judíos en la Argentina y apaciguar a Menem y sus consejeros.
Para entonces, Al Kassar había reaparecido, esta vez en España. Allí fue arrestado y acusado en 1993 de traficar con explosivos para los terroristas. El Gobierno argentino pidió la extradición de Al Kassar con el argumento de que había obtenido ilegalmente un pasaporte de esa nacionalidad. Al Kassar afirmó que había recibido el documento directamente de Menem.
Luego siguió algo semejante a una farsa. El Gobierno español pidió la extradición de la secretaria personal de Menem, Amira Yoma, para «ser llevada a juicio por pertenecer a una red de traficantes de drogas en España». Yoma es cuñada de Menem. La Argentina, como era previsible, rechazó la demanda española.
En la Argentina, los temores de la comunidad judía fueron amainando lentamente. Empezaron a aceptar que el atentado a la embajada había sido un hecho aislado, al margen de quien lo hubiera orquestado. Una vez más volvieron a su vida normal. Para muchos de ellos se centraba en un edificio de siete pisos situado en la calle Pasteur de Buenos Aires. Ésta era la sede de la Asociación Mutual Israelita Argentina, AMIA. El edificio guardaba importante material de archivo en el que se detallaban las actividades judías en el país. También funcionaba como sede del Proyecto Testigo, un grupo de investigación que había documentado el modo en que los sucesivos gobiernos argentinos habían dado refugio a mil nazis que habían escapado de Europa después de la guerra.
El edificio también albergaba una asociación de comercio, una escuela de lengua judía, un banco y una bolsa de trabajo. Formaban parte de su personal fijo varios sayanim que, regularmente, enviaban información a la nueva embajada en la ciudad; allí era filtrada por uno de los dos oficiales residentes y, cualquier cosa de interés, se enviaba por télex privado a Tel Aviv.
A pesar de la bomba en la embajada, Buenos Aires todavía era considerada «un destino blando» por los katsas. La mayoría de los viejos nazis habían sido atrapados o estaban muertos. Aunque era cierto que quedaban algunos reductos de un apenas oculto antisemitismo alimentado por el Modín, partido político de los ex militares rebeldes, conocidos como carapintadas, en general judíos y gentiles vivían en armonía. Por su parte, el Ejército argentino trataba de convencer a la comunidad judía de su compromiso con la democracia.
Todo eso no sirvió de nada cuando el 18 de julio de 1994, a las diez menos siete minutos de la mañana, una bomba de trescientos kilos de nitrato de amonio arrasó el edificio de la AMIA. Murieron ochenta y seis personas y hubo ciento veinte heridos, muchos de ellos graves. La gran mayoría de los muertos y heridos eran judíos.
En Tel Aviv, el disuelto equipo del Mossad se reagrupó y voló a Buenos Aires con perros adiestrados para localizar a los enterrados bajo los escombros. Cuando llegaron, el gobierno argentino insistía en que la masacre era, una vez más, obra de Hezbolá; un punto de vista que Israel corroboró oficialmente.
Luego llegaron las noticias de que diez de los detenidos por el ataque eran oficiales retirados de las Fuerzas Armadas argentinas. Se los acusó de aportar explosivos y detonadores robados de almacenes militares. Todos admitieron ser carapintadas extremistas, una de cuyas consignas era: «Es más fácil encontrar un perro verde que un judío honesto». El Gobierno continuó insistiendo en que la masacre había sido obra del Hezbolá. El grupo hizo, contra su costumbre, una declaración en Beirut negando cualquier vínculo.
Como la vez anterior, el grupo del Mossad llegó y se fue sin conseguir nada.
Privadamente, sus miembros dudaban de que alguien fuera acusado directamente del atentado a la embajada o de la destrucción de la AMIA. En un informe filtrado, el Mossad lo achacaba «a la inexperiencia de los investigadores combinada con la obstrucción por parte de las fuerzas de seguridad argentinas».
Cinco personas, incluidos cuatro oficiales de policía, fueron condenadas a cuatro años de prisión como «partícipes esenciales» en el atentado. Ninguno de ellos tenía conexión con grupos terroristas de Oriente Medio.
Y así estaban las cosas cuando Yatom ocupó su cargo.
En pocos días los oficiales superiores lo instaron a reabrir el caso. Pero otra vez intervino el pragmatismo político. En los años pasados desde las explosiones en la embajada y la AMIA, los acontecimientos políticos en Oriente Medio habían vuelto a cambiar. Siria ya no era el archivillano de Israel. Saddam Hussein se había ganado ese papel.
Reabrir una investigación que podía muy bien desenterrar desagradables nexos entre el presidente argentino y la tierra de sus antepasados ya no era una opción viable. Durante los años posteriores, Menem había seguido jugando su papel de honesto mediador entre Siria e Israel. Era mucho más importante para los amos políticos del Mossad que lo siguiera haciendo. Se le comunicó a Yatom que los expedientes de ambos atentados debían continuar cerrados.