La caída de Nahum Admoni como director general del Mossad empezó una tarde de julio de 1986, como resultado de un incidente en una de esas calles de Bonn construidas durante la explosión inmobiliaria de la posguerra alemana.
Cuarenta años más tarde, la calle se había convertido en una madura avenida de casas con jardines delanteros bien cuidados y habitaciones para la servidumbre en la parte trasera. Los sistemas de seguridad estaban discretamente ocultos detrás de los portones de hierro forjado y las ventanas bajas tenían vidrios de botella.
Nadie vio a la persona que dejó el bolso de plástico en la cabina telefónica, al final de la calle. Un patrullero reparó en ella y se detuvo para investigar. El bolso contenía ocho pasaportes británicos en blanco, recién impresos. La inmediata reacción de la oficina local del Bundeskriminal Amt (BKA), el equivalente del FBI, fue pensar que los pasaportes pertenecían a uno de los grupos terroristas que asolaban las calles de Europa con una serie de atentados con explosivos y secuestros.
Representantes de causas y minorías de todos los rincones del planeta estaban decididos a abrirse camino para tener un papel en la política internacional.
Habían encontrado apoyo efectivo en los movimientos estudiantiles radicalizados que habían actuado en Gran Bretaña y el continente. Desde 1968, cuando Leila Khaled, una joven revolucionaria palestina, secuestró un jet a Londres y fue prontamente liberada porque el Gobierno británico temía más ataques, los estudiantes habían hecho suyas las consignas propagandísticas de la OLP. Esos jóvenes radicales de clase media tenían una visión romántica de la OLP y veían a sus miembros como «combatientes de la libertad» que, en lugar de tomar drogas, tomaban las vidas de los burgueses y, en vez de hacer sentadas, tomaban rehenes.
El BKA supuso que los pasaportes habían sido dejados por un estudiante que actuaba como correo para un grupo terrorista. La lista de grupos era tremendamente larga e incluía desde el IRA o la Baader-Meinhoff hasta grupos extranjeros como el Frente Nacional Islámico de Sudán, el Ejército de Liberación Nacional de Colombia, el Movimiento de Liberación de Angola o los Tigres de Liberación de la Tierra Tamil. Estos y muchos otros contaban con células y cuadros en toda la República Federal de Alemania. Cualquiera de ellos podía estar planeando usar los pasaportes para atacar una de las bases militares británicas en Alemania o viajar a Inglaterra y allí cometer un acto de vandalismo.
A pesar de haber sido el poder imperial de Europa Occidental, en principio Gran Bretaña sólo había padecido un ataque continuo del terrorismo por parte del IRA. Pero sus servicios de inteligencia habían advertido que era sólo cuestión de tiempo que otros grupos extranjeros, capacitados para actuar en Gran Bretaña contra sus propios países, la arrastraran en sus maquinaciones. Un anticipo de lo que podría suceder llegó cuando un grupo opuesto al régimen de Teherán tomó la embajada en 1980. Cuando las negociaciones fracasaron, el Gobierno Thatcher envió a los SAS, que mataron a los terroristas. Una efectiva publicidad de esta acción había logrado que las conspiraciones de Oriente Medio que se gestaban en Londres perdieran fuerza. En cambio, París se había convertido en un campo de batalla a causa de sangrientos conflictos internos entre varias organizaciones extranjeras, principalmente la OLP de Arafat y la gente de Abu Nidal. El Mossad también había hecho lo suyo, matando a enemigos árabes en las calles de París.
La BKA creía que los pasaportes encontrados en la cabina telefónica de Bonn anunciaban otra matanza. La agencia llamó a la BND, equivalente a la CIA, que informó al oficial de enlace del MI6 agregado a los cuarteles de la BND en Pullach, al sur de Alemania. En Londres, el MI6 comprobó que los pasaportes eran excelentes falsificaciones. Eso dejaba fuera al IRA y a la mayoría de los grupos terroristas. No tenían la capacidad de producir documentos de tan buena calidad.
Las sospechas se volvieron hacia el KGB: sus falsificadores eran casi los mejores del negocio. Pero los rusos eran conocidos por tener una gran reserva de pasaportes falsos y ciertamente, no era su estilo usar una cabina telefónica como buzón. El servicio secreto sudafricano también fue descartado. Prácticamente había dejado de actuar en Europa y no se necesitaban pasaportes británicos en los poco sofisticados países africanos donde los sudafricanos concentraban sus actividades. El MI6 se volvió hacia el único servicio de inteligencia que podía hacer buen uso de los pasaportes: el Mossad.
Arie Regev, agregado en la embajada israelí en Londres, que además era katsa residente, fue invitado a tratar el asunto con un oficial superior del MI6.
Regev dijo que no sabía nada acerca de los pasaportes, pero accedió a plantear la cuestión en Tel Aviv. La respuesta de Nahum Admoni fue rápida: el Mossad no tenía nada que ver con los pasaportes. Sugirió que podían ser obra de la República Democrática de Alemania; el Mossad había descubierto poco antes que la Stasi, la policía secreta de la República Democrática, no se privaba de vender pasaportes falsos a los judíos alemanes que deseaban viajar a Israel, a cambio de una buena suma. Admoni sabía que los pasaportes habían sido falsificados por el Mossad para ser utilizados por katsas que trabajaban encubiertos en Europa, para entrar y salir con facilidad de Gran Bretaña.
A pesar del «entendimiento» con el MI5 que Rafi Eitan había orquestado en un principio, y que obligaba al Mossad a informar al MI5 sobre todas las operaciones que se llevaban a cabo en suelo británico, la agencia había colocado subrepticiamente a un katsa con la esperanza de obtener un doble triunfo: matar al comandante de las fuerzas especiales de la OLP, la Fuerza 17, y terminar con el creciente éxito de Arafat en sus relaciones con el Gobierno Thatcher.
En Londres, el nombre de Arafat ya no era sinónimo de terrorismo. La señora Thatcher se había convencido de que podía traer una paz justa y duradera a Oriente Medio que reconociera los derechos del pueblo palestino y protegiera la seguridad de Israel. Los líderes judíos eran más escépticos. Argumentaban que el terrorismo había llevado a la OLP a su posición actual y que la organización seguiría utilizando sus amenazas terroristas a menos que se cumplieran sus exigencias. No por única vez, Londres permaneció inconmovible ante las protestas de Tel Aviv. El Mossad continuaba considerando a Gran Bretaña como un país que, a pesar del resultado del sitio iraní a la embajada, se encontraba más que dispuesto a respaldar la causa palestina. Ya había preocupación por la manera en que la OLP se las había arreglado para intimar con la CIA.
Los contactos entre la OLP y Estados Unidos serían fechados posteriormente con exactitud por el ex secretario de Estado Henry Kissinger. Revelaría en sus memorias, Años de cataclismos, que seis meses después de que el embajador de Estados Unidos en Sudán fuera asesinado en Jartum por tiradores de Septiembre Negro, tuvo lugar un encuentro secreto, el 3 de noviembre de 1973, entre el director adjunto de la CIA, Vernon Walters, y Yasser Arafat. El resultado fue «un pacto de no agresión» entre la OLP y Estados Unidos. Kissinger escribió: «Los ataques a norteamericanos por parte de la facción de la OLP que respondía a Arafat cesaron».
Cuando se enteró del pacto, Yitzhak Hofi echó chispas, porque en la larga historia del oportunismo nunca había existido ejemplo peor. Usando su canal privado con la CIA, Hofi trató de que Walters cancelara el acuerdo. El director adjunto dijo que no era posible y advirtió a Hofi que Washington consideraría «un acto de hostilidad» que la noticia del pacto se hiciera pública. Fue una maniobra para que el departamento de acción psicológica no operara sobre los periodistas amigos.
El enojo de Hofi fue monumental cuando descubrió que Arafat había puesto a Ali Hassan Salameh a cargo del pacto por parte de la OLP. Era el mismo Príncipe Rojo, líder del grupo Septiembre Negro, que había planeado la masacre de los atletas israelíes en Munich y la muerte del embajador norteamericano en Jartum; el hombre que iba a terminar de la manera en que había vivido, en una explosión organizada por Rafi Eitan. Pero para eso todavía faltaban unos años. En 1973, Salameh era una figura reverenciada en la OLP y Arafat no dudó en nombrarlo enlace con la CIA. Lo que chocaba verdaderamente al Mossad era que la CIA aceptara al Príncipe Rojo, apenas un año después de la masacre de Munich y de la muerte de su enviado en Jartum.
Pronto Salameh se convirtió en una visita frecuente a los cuarteles de la CIA en Langley. Normalmente acompañado por Vernon Walters, el Príncipe Rojo atravesaba el suelo de mármol de la entrada, pasaba junto a los guardias y subía al ascensor hasta el séptimo piso, donde se encontraban las espaciosas oficinas de Walters. Interrumpían sus reuniones para almorzar con los oficiales superiores de la CIA en su comedor especial. Walters pagaba siempre la comida de Salameh: no había almuerzos gratis en Langley.
Lo que pasó entre Salameh y la CIA continúa siendo un secreto. Bill Buckley, que luego murió a manos de los terroristas en Beirut cuando era jefe del destacamento de la CIA, declararía que «Salameh jugó un papel importante para que corazones y mentes de Estados Unidos se pusieran a favor de la OLP. Era carismático y persuasivo y sabía cuándo discutir y cuándo callar. Y en términos de espionaje, era un informador de primera».
Un ejemplo temprano lo dio Salameh cuando advirtió a la CIA de un complot orquestado por Irán para derribar el avión de Kissinger cuando volara a Beirut en el curso de sus mediaciones de paz. Luego, Salameh cerró un trato para que la OLP escoltara a doscientos sesenta y tres extranjeros fuera del Líbano, en el momento más crucial de la guerra civil. Poco después, el Príncipe Rojo advirtió a la CIA sobre un intento de asesinar al embajador norteamericano en el Líbano.
Luego, en otra reunión con la CIA, firmó una garantía de «no asesinato» para todos los diplomáticos estadounidenses en el Líbano. En Beirut, la broma más repetida era: «Es bueno vivir en el mismo edificio que los diplomáticos norteamericanos porque la seguridad de la OLP es óptima».
Yitzhak Hofi, entonces cabeza del Mossad, había urgido a la CIA a romper sus relaciones con el Príncipe Rojo. La petición fue ignorada. En los cuarteles de la CIA en Langley, Salameh era conocido como «el mal tipo que se volvió bueno para nosotros». Siguió proporcionando información secreta que mantenía a la CIA completamente al día sobre Oriente Medio y se había convertido en su baza más importante dentro de la región. Cuando finalmente fue asesinado, la CIA se enfureció y sus relaciones con el Mossad se enfriaron durante un tiempo considerable.
Un embajador de Estados Unidos en el Líbano, Hermann Eilts, dijo tras el asesinato de Salameh: «Sé que en muchas ocasiones, de manera oculta, fue extraordinariamente útil y proporcionó seguridad a los ciudadanos y funcionarios norteamericanos. Considero su muerte una pérdida».
Ahora, seis años después, la OLP trataba de seducir una vez más al Gobierno de Margaret Thatcher, mientras su Fuerza 17, con otro líder, seguía matando israelíes. Nahum Admoni decidió que tendría éxito donde sus predecesores habían fracasado. Quebraría la relación entre la OLP y el Gobierno británico y, al mismo tiempo, eliminaría al comandante de la Fuerza 17. El éxito de la operación dependería de un chico árabe que, siendo niño, había rogado en la mezquita que Alá le diera fuerzas para matar a tantos judíos como le fuera posible.
El potencial de Ismail Sowan había sido detectado siete años antes. En 1977, cuando Sowan todavía era un adolescente que vivía en un pueblo de Cisjordania, un oficial de inteligencia israelí lo había entrevistado como parte de la rutina de actualización del perfil del área.
La familia Sowan se había establecido allí en 1930, una época en la que la revuelta contra el Mandato británico y los judíos hacía hervir la sangre de todos los árabes. Había violencia por todas partes; la sangre engendraba más sangre. El padre de Ismail se había unido al Partido Árabe Palestino, organizado protestas y azuzado el sentimiento nacionalista en su comunidad. Al principio su furia se dirigía contra los británicos. Pero cuando se retiraron de Palestina, en 1948, el nuevo Estado judío se convirtió en su blanco principal. Las primeras palabras de Ismail fueron para entonar su odio contra los judíos.
A lo largo de su niñez, la palabra que escuchaba más a menudo era «injusticia». Se le inculcaba en el colegio y llenaba las conversaciones en la mesa familiar: la terrible injusticia cometida contra su pueblo, su familia y él mismo.
Luego, poco después de su decimoquinto cumpleaños, presenció un brutal ataque contra un autobús lleno de peregrinos judíos que iban a Jerusalén. Mujeres y niños habían sido masacrados por los árabes. Esa noche, Ismail hizo una pregunta que cambiaría para siempre su forma de pensar. ¿Y si los judíos tenían derecho a defender lo que creían suyo? Todo lo demás partió de esa pregunta: su firme apartamiento de la violencia de sus compañeros, su convicción de que árabes y judíos podían vivir juntos, debían vivir juntos. Con esto llegó la convicción de que si podía hacer algo para lograrlo, estaría dispuesto.
Dos años más tarde, con apenas diecisiete, se había sentado y le había dicho al oficial del Ejército israelí lo que aún sentía. El oficial había escuchado atentamente y luego había interrogado a Ismail. ¿Cómo podía haber dado la espalda a las creencias de su gente, que como una señal de alarma repetía: los árabes son oprimidos y deben luchar hasta la muerte por lo que consideran justo?
Las preguntas del oficial fueron muchas y las respuestas de Ismail, extensas.
El oficial notó que, al contrario de otros jóvenes árabes que vivían bajo la dominación de Israel, Sowan ponía pocas objeciones a la estricta seguridad que imponía el Ejército.
Con frescura, el delgado joven de la sonrisa cautivadora parecía entender por qué los israelíes debían proceder así. Todo lo que le preocupaba era que la restricción del Ejército no le permitía ir al colegio en el este de Jerusalén, a estudiar su materia favorita: ciencias.
El expediente de Sowan llegó a la inteligencia militar, señalado como el de alguien que merecía posteriores investigaciones y, finalmente, aterrizó en el escritorio de un oficial del Mossad. Lo envió a reclutamiento.
Ismail Sowan fue invitado a viajar a Tel Aviv, aparentemente para hablar sobre su futura educación; recientemente había solicitado permiso para ir a estudiar a Jerusalén. Ismail fue interrogado durante toda una tarde. Primero, el examinador exploró sus conocimientos científicos y quedó satisfecho con las respuestas.
Luego se puso al descubierto toda la historia familiar de Sowan y las respuestas de Ismail fueron cotejadas con las que había dado al oficial del Ejército.
Finalmente, se le presentó la oferta. El Mossad pagaría su educación, con la condición de que hiciera el curso de adiestramiento. También debía comprender que, si hablaba con alguien sobre aquello, su vida correría peligro.
Era una advertencia normal, hecha a todos los árabes que reclutaba el Mossad. Pero al idealista Ismail Sowan le pareció la oportunidad que esperaba: unir a los judíos y a los árabes.
Sowan superó todos los procesos de examen en los pisos francos antes de ser enviado a la escuela de entrenamiento, en las afueras de Tel Aviv. Obtuvo sobresaliente en varias materias; demostraba un don natural para la informática y para eludir el seguimiento. Naturalmente obtuvo una alta calificación en las materias relacionadas con el islam, y su ensayo sobre el papel de la OLP en Oriente Medio fue suficientemente interesante como para que se lo enseñaran al jefe del Mossad, Yitzhak Hofi.
Al finalizar su entrenamiento, Sowan se convirtió en bodel, correo entre el cuartel general y las embajadas israelíes, donde los katsas operaban encubiertos por un cargo diplomático. Empezó a viajar alrededor del Mediterráneo. Visitaba regularmente Atenas, Madrid y Roma para llevar documentos. Ocasionalmente viajaba a Bonn, París y Londres. La oportunidad de ver el mundo y recibir un pago por ello —ganaba quinientos dólares al mes— era una sensación excitante para alguien que acababa de salir de la adolescencia.
Sowan no se daba cuenta de que los documentos no tenían ninguna importancia. Eran parte de otra prueba para ver si intentaba mostrarlos a un contacto árabe en alguna de las ciudades que visitaba. En cada viaje, Sowan era seguido por otros nuevos oficiales del Mossad de origen israelí, que hacían sus propias prácticas de vigilancia. La persona a quien Sowan entregaba los documentos, en un café o en el vestíbulo de un hotel, no era, como él creía, un diplomático israelí, sino un oficial del Mossad.
Después de semanas de pasar su tiempo libre caminando alrededor del Panteón romano, visitando la Capilla Sixtina o explorando Oxford Street en Londres, se le ordenó ir a Beirut y unirse a la OLP.
Alistarse fue fácil. Simplemente entró en una oficina de reclutamiento de la OLP, en el oeste de Beirut. El reclutador era inteligente y extraordinariamente informado en materia política. Pasó tiempo analizando la actitud de Ismail hacia la violencia necesaria y si Sowan estaba dispuesto a renunciar a sus lazos afectivos —familia y amigos— para depender sólo de la OLP en el aspecto emocional. Se le dijo que, si era aceptado, eso supondría un gran cambio en su vida: la organización se convertiría en su protección contra un mundo hostil. A cambio, la OLP le pedía absoluta lealtad.
Su control del Mossad había preparado a Sowan para que diera las respuestas correctas y fue enviado a un campamento en Libia. Allí continuó el adoctrinamiento. Se le enseñó de mil maneras que Israel se proponía destruir a la OLP y que, por lo tanto, debía ser destruida antes. Sus maestros predicaban una profunda hostilidad hacia todo lo que viniera de fuera de la OLP. Sowan recordó las lecciones aprendidas en el Mossad sobre actuación; había pasado muchas horas estudiando la idiosincrasia de los grupos terroristas, su dinámica y sus tácticas. En Libia se le dijo que un asesinato no era más que un medio para la liberación; un coche bomba representaba otro paso hacia la libertad; un secuestro, la manera de conseguir justicia. Ismail seguía demostrando las habilidades que el Mossad le había inculcado. Aceptó todo el entrenamiento de la OLP, pero no permitió que afectara sus creencias íntimas. También demostró suficiente perseverancia, recursos y resistencia física para ser considerado algo más que un soldado raso. Cuando dejó el campo de entrenamiento, se le asignó un puesto en el escalafón operativo de la OLP. Paso a paso ascendía en la cadena de mando.
Conoció a los líderes de la organización, incluso a Arafat; viajó por los campos de entrenamiento de la OLP en Oriente Medio. De regreso en Beirut, aprendió a vivir bajo las incursiones de la Fuerza Aérea israelí sin esconderse bajo tierra debido al riesgo de que el edificio se derrumbara encima de él. Pero de alguna manera se las ingeniaba para encontrarse con su control del Mossad, que habitualmente se escurría en el Líbano para recibir las últimas novedades de Sowan.
Nunca se destapó. Cuando Ali Hassan Salameh fue asesinado, Ismail dirigió las salmodias contra el odiado Israel. Cada vez que un francotirador de la OLP mataba a un soldado israelí se encontraba al frente de los festejos. En todo lo que decía y hacía, aparentaba ser un militante comprometido.
En 1984, cuando Arafat fue expulsado del Líbano y se estableció en Túnez, la OLP mandó a Sowan a París para aprender francés. Nahum Admoni, que ya había reemplazado a Hofi, vio el traslado de Sowan como una oportunidad única para tener un agente dentro de las florecientes actividades de la OLP en Europa.
Los guetos árabes en el decimoctavo y el vigésimo distrito se habían convertido en un santuario para terroristas; en las angostas calles donde la gente vivía al borde de la ilegalidad, había refugio para los tiradores y los fabricantes de bombas. Desde allí se habían lanzado ataques contra restaurantes judíos, tiendas y sinagogas. Fue en París donde se firmó el primer comunicado conjunto de varias organizaciones terroristas en el que prometían apoyo unánime para atacar los blancos israelíes en toda Europa.
El Mossad había devuelto el golpe con su habitual ferocidad. Los kidon habían entrado en enclaves árabes y asesinado a sospechosos de terrorismo en sus camas. A uno le cortaron la garganta de oreja a oreja, a otro le retorcieron el cuello como a un pollo. Pero éstas eran victorias menores. El Mossad sabía que el terrorismo llevaba ventaja, especialmente porque estaba bien dirigido por la OLP.
Para Admoni, la perspectiva de tener su propio hombre dentro de los cuarteles operativos de la organización, en París, resultaba excitante.
A los pocos días de su llegada a la capital francesa, Sowan se puso en contacto con su oficial superior, que trabajaba en la embajada israelí, en el número tres de la calle Rabelais. Sólo lo conocería por el nombre de Adam.
Establecieron puntos de encuentro regulares, en varios cafés y en el metro.
Sowan solía llevar un ejemplar de periódico en el que guardaba la información.
Adam llevaba otro igual, que contenía las instrucciones de Sowan y su sueldo mensual, ahora de mil dólares. Con una técnica que habían aprendido en la escuela del Mossad, tropezaban uno con otro en la calle, se ofrecían disculpas y seguían su camino tras haber intercambiado los periódicos.
Por estos medios simples, el Mossad trataba de recuperar la iniciativa en una ciudad que durante mucho tiempo había tenido fama de ofrecer asilo a los extremistas políticos, siempre que no molestaran a Francia. Pero el Mossad había decidido cambiar eso lanzando una operación que hirió el orgullo francés hasta tal punto que todavía hoy, veinte años después, Francia no lo ha olvidado ni perdonado. El episodio se inició a más de cuatro mil kilómetros de distancia, en la boca del canal de Suez diseñado por Ferdinand de Lesseps, el visionario francés.
En unos cuantos minutos devastadores de la tarde del 21 de octubre de 1967, Israel había descubierto su vulnerabilidad a los medios de guerra modernos. Uno de sus buques insignia, el Eilat, un viejo destructor británico de la segunda guerra mundial que patrullaba la costa egipcia, fue atacado por tres misiles Styx rusos lanzados desde Port Said. De una tripulación de ciento noventa y siete hombres, cuarenta y siete resultaron muertos y otros cuarenta y uno, gravemente heridos. El Eilat se hundió. No sólo fue el mayor desastre naval de Israel, sino la primera vez en la historia de su Marina que un barco era destruido por misiles de largo alcance.
Cuando la magnitud inicial de la calamidad estuvo bajo control, el Gobierno de Levi Eshkol ordenó un programa urgente para proveer a la Marina de otro buque de guerra que reemplazara al Eilat. Al cabo de pocas semanas, los diseñadores presentaron un proyecto de lancha rápida, muy maniobrable y provista de contramedidas electrónicas que permitirían disponer de los segundos vitales en las maniobras para esquivar los futuros ataques con misiles. Se encargó la construcción de siete de aquellas embarcaciones a los astilleros CCM de Cherburgo, Francia.
Mientras los estaban construyendo, los científicos de Dimona fabricaban los misiles que transportarían y el sofisticado equipo con el que contarían.
Las cosas se desarrollaban con normalidad en Cherburgo hasta que el presidente De Gaulle impuso un embargo de armas a Israel, después de que sus comandos atacaran el aeropuerto de Beirut, el 26 de diciembre de 1968, y destruyeran dieciséis aviones libaneses en represalia por el ataque al Boeing de El Al, en Atenas, dos días antes. El embargo significaba que los barcos no serían entregados a Israel.
La respuesta de Francia puso fin a una alianza de diez años que se había gestado durante la revolución argelina —que finalmente condujo a la independencia de la colonia francesa, en 1962— y se basaba, en parte, en la común hostilidad hacia el Egipto de Nasser. Durante ese período, el Mossad había proporcionado información sobre el FLN argelino y Francia había vendido a Israel armas y cazas Mirage de última generación.
Con la pérdida de Argelia, De Gaulle había restablecido rápidamente sus tradicionales lazos con otros países árabes. A la OLP se le permitió establecer una oficina en París. El raid del aeropuerto de Beirut fue considerado por De Gaulle como una bofetada pública a su voluntad de que Israel no llevara a cabo «ataques de represalia» contra sus vecinos árabes.
El embargo de armas francés significaba realmente que Israel no podría contar con suficientes Mirage para dominar el cielo de Oriente Medio o defenderse de los ataques por mar. El embargo llegaba en un momento en que Israel se aseguraba el premio de una asombrosa victoria en la guerra de los Seis Días. En esos pocos días de 1967 se había apoderado de Cisjordania, la franja de Gaza y el este de Jerusalén. En aquellos territorios vivían casi un millón de árabes, la mayoría imbuidos de odio hacia sus conquistadores.
Según Meir Amit, el problema al que se enfrentaba Israel «no era en absoluto baladí. Dentro de nuestras fronteras había miles de mehabelim, terroristas en hebreo, que contaban con el apoyo de la población árabe dispuesta a prestarles socorro y refugio. Mi primera tarea era reforzar la presencia del Mossad en las organizaciones palestinas».
La primera ministra Golda Meir ordenó a Meir Amit que trazara un plan para sacar los barcos de Francia. «La primera sugerencia fue que partiéramos hacia Cherburgo con suficientes marinos armados, nos apoderáramos de los barcos y regresáramos a Israel. Moshe Dayan, el entonces ministro de Defensa, se lo pensó bien. Hizo notar con acierto que la reacción internacional traería graves repercusiones y que Israel sería tachado de ladrón. Cualquier cosa que se hiciera, debía ser legal. Había que salir de las aguas territoriales francesas con un permiso en regla. Una vez en mar abierto, era otra cuestión».
La legalidad de lo que siguió depende de cómo se mire. A pesar de la insistencia de Dayan en que había que atenerse a la ley, lo que se hizo fue una pura y simple artimaña.
En noviembre de 1969, Meir Amit había dado el primer paso de la operación Arca de Noé. Una firma de abogados de Londres había sido contratada por la compañía naviera más importante de Israel, Maritime Fruit, que transportaba productos a todo el mundo, para que registrara una nueva firma llamada, por la estrella de David, Starboat. Su principal accionista era Mila Brenner, director de Maritime Fruit. Los otros accionistas eran apoderados de Meir Amit. La segunda parte de la operación también fue sobre ruedas. Durante meses, el almirante Mordechai Limón, el oficial naval de enlace en Cherburgo, había estado discutiendo con el astillero las compensaciones por la ruptura del contrato. Cada vez que los franceses se acercaban a un acuerdo, Limón encontraba un nuevo punto de conflicto. El 10 de noviembre informó al astillero que Israel estaba dispuesto una vez más a discutir el asunto.
En Tel Aviv, Mila Brenner se había puesto en contacto con uno de los magnates navieros más respetados del mundo, Ole Martin Siem, cuya sede estaba en Oslo. Accedió a formar parte del consejo de administración de Starboat con el propósito específico de comprar las lanchas de guerra.
Limón, con un pase de manos digno de un jugador de cartas profesional, hizo su movimiento. El 11 de noviembre se reunió con los funcionarios del astillero y escuchó la mejora de su oferta de compensación. Luego dijo que todavía no estaba satisfecho. Los funcionarios se quedaron atónitos: su nueva oferta era muy generosa. Mientras consideraban qué hacer, Limón partió hacia París. Allí lo esperaba Ole Siem. Tras su encuentro, Limón telefoneó al astillero y dijo que se pondría en contacto con ellos al cabo de pocos días. Al cabo de una hora Siem estaba sentado frente al general Louis Bonte, vendedor de armas del Gobierno francés. Siem le dijo que había oído que tenían «varias lanchas de guerra a la venta que podían ser reconvertidas para buscar petróleo».
Actuando con una perfecta sincronía, Limón llamó en ese preciso momento a Bonte para decirle que estaba en París y dispuesto a aceptar su oferta final en compensación. La cifra que propuso fue la misma que le habían ofrecido los funcionarios de Cherburgo. Bonte le dijo que estaba «negociando» y lo llamaría después. El general se volvió hacia Siem y le reveló que Limón estaba dispuesto a aceptar, pero que la suma era muy elevada para el Gobierno francés.
Rápidamente, Siem incrementó un cinco por ciento la cifra de Limón. Bonte llamó a Limón y le comunicó que aceptaba el acuerdo. Bonte creía que había hecho un gran trato al librar a Francia de un asunto espinoso. Israel recibiría su compensación y Francia se quedaría con un beneficio del cinco por ciento.
Sólo tenía dos preguntas para Ole Siem: ¿Irían las lanchas hacia Noruega?
¿Garantizaba Siem que no serían reexportadas una vez que finalizaran sus tareas en la búsqueda de petróleo?
Siem le garantizó plenamente ambas cosas. Bonte aceptó que, para evitar la curiosidad de la prensa sobre el emplazamiento de los pozos petroleros —un tema comercial delicado en una industria que se caracteriza por el secreto— las lanchas serían retiradas de Cherburgo con la mayor discreción. La fecha de partida se fijó para la víspera de Navidad de 1969, cuando Cherburgo estuviera celebrando el inicio de las fiestas.
Todavía quedaba un mes y Meir Amit se daba cuenta de que era suficiente para que las cosas se estropearan. Harían falta ciento veinte marinos israelíes para tripular los barcos en su viaje de cuatro mil kilómetros hasta Haifa. Mandarlos todos juntos alertaría a los servicios de seguridad franceses. Una vez más, el creativo Meir Amit encontró la solución.
Decidió que los marinos viajarían de dos en dos a distintas ciudades de Europa antes de trasladarse a Cherburgo. Los hombres recibieron instrucciones de alojarse en los hoteles de los puertos sólo una noche y luego mudarse. Todos viajarían con pasaporte israelí de modo que, si los apresaban, no pudieran acusarlos de usar documentos falsos. No obstante, Meir Amit sabía que los riesgos eran aún muy altos. «Solo hacía falta que un suspicaz policía francés se preguntara qué hacían tantos judíos juntos, en Cherburgo, por Navidad, y toda la operación se vendría abajo».
El 23 de diciembre todos los marinos habían llegado a Cherburgo. Desde diferentes puntos de la ciudad oían los incesantes villancicos; algunos, que habían nacido y se habían criado en Jerusalén, se unían a los cánticos.
En Tel Aviv, un aliviado Meir Amit seguía con un ir y venir de problemas.
Solucionó la cuestión de aprovisionar las lanchas para ocho días de navegación en alta mar el oficial de aprovisionamiento, que había visitado todos y cada uno de los comercios de Cherburgo. Pero cada vez que los tenderos le ofrecían el jamón navideño lo rechazaba educadamente. El cuarto de millón de litros de combustible requerido había sido subido a bordo en barriles y escondido bajo cubierta. El único gran imponderable era el clima. Las embarcaciones debían atravesar la bahía de Vizcaya en condiciones invernales capaces de hundirlas.
Meir Amit recordaba que en Tel Aviv «orábamos por un clima favorable. Habíamos enviado a un meteorólogo que revisaba cada pronóstico de Inglaterra, Francia y España».
Las horas fueron pasando lentamente hasta que llegó la víspera de Navidad. El pronóstico en Cherburgo era de lluvia con ráfagas del sudoeste. A pesar de todo, se dio la orden de zarpar a las ocho y media de la noche. Todos los tripulantes estaban a bordo a las siete y media. Pero el tiempo empeoró. Se fijó la nueva hora de partida para las diez y media. Las condiciones obligaron a cambiarla varias veces. De Tel Aviv llegaron órdenes urgentes en código de zarpar fuera cual fuese el estado de la mar.
En Cherburgo, el oficial israelí al mando las ignoró; para él las vidas de sus hombres eran más importantes en ese momento. En su puesto de mando esperaba en silencio, observando a los meteorólogos que estudiaban frenéticamente sus cartas. A medianoche anunciaron: «El viento va a cesar y virará al noroeste dentro de dos horas. No será fuerte y quedará a nuestra espalda. Podremos partir».
A las dos y media de la madrugada del día de Navidad se pusieron en marcha los motores de los barcos y éstos enfilaron lentamente hacia alta mar. Siete días después, el día de Año Nuevo, entraron en el puerto de Haifa.
Entre los que esperaban en el muelle se encontraba Meir Amit. Para él el nuevo año no podía empezar mejor. Pero también sabía que el general De Gaulle nunca perdonaría a Israel.
Así había sucedido. Cuando el Mossad llegó a París y otras ciudades en persecución de terroristas, sus agentes fueron tan estrechamente vigilados como sus perseguidos por el servicio de seguridad francés. Peor aún, oficiales pro-árabes del servicio secreto a menudo soplaban a la OLP que el Mossad iba a lanzar un contragolpe. En muchas ocasiones, se les escapaba un terrorista.
El más famoso era Ilich Ramírez Sánchez, que por sus actividades se había ganado el apodo de Carlos, el Chacal. Trabajaba en París como pistolero a sueldo para alguno de los grupos escindidos de la OLP, con base en Siria. Sus hazañas lo habían convertido en una figura mítica de la prensa clandestina que circulaba por Europa. Las mujeres encontraban emocionantes sus actitudes de playboy, mucho más cuando parecía capaz de escapar a voluntad de las trampas que el Mossad le tendía para eliminarlo. Un día estaba en la Costa Azul tomando sol con una chica y, al siguiente, aparecía en Londres para ayudar a algún grupo de terroristas de Oriente Medio a urdir planes contra otros grupos y, por supuesto, contra Israel. Carlos y ellos operaban sin interferencias de la policía y otros servicios, en el sobreentendido de que ningún ciudadano británico saldría perjudicado. Cuando el Mossad estaba preparado para intervenir, Carlos ya se encontraba de nuevo en el continente y había volado a Damasco, Bagdad u otros países árabes para seguir cometiendo fechorías.
Seguirle la pista el tiempo suficiente como para eliminarlo era otra de las tareas que se le habían encomendado a Sowan durante su estancia en París.
Su contribución a la guerra abierta del Mossad en Francia fue considerable.
Permitió a los katsas y kidon lograr éxitos espectaculares: incendiaron una fábrica de documentos falsos de la OLP, destruyeron arsenales, interceptaron y asesinaron correos, detonaron explosivos traídos de contrabando desde Europa del Este; de mil maneras, el Mossad devolvió golpe por golpe gracias a la información aportada por Sowan.
En enero de 1984, Sowan recibió de Adam, su control del Mossad, la orden de trasladarse a Inglaterra donde pasaría por un estudiante maduro que cursaba la carrera de ciencias. Su nueva tarea consistiría en infiltrarse en la OLP de Londres y descubrir todo lo que pudiera sobre su unidad de servicio activo, la Fuerza 17, dirigida por Abdul Rahid Mustafá, que usaba Gran Bretaña como base de operaciones. Mustafá estaba en la lista de blancos del Mossad.
Ismail Sowan comunicó al oficial de la OLP que había concluido sus estudios de francés —un sayan le había proporcionado el diploma falsificado por si se le pedía como prueba, aunque nadie lo hizo— y que deseaba ir a Londres para continuar sus estudios de ingeniería. Deslizó en la solicitud que aquel título lo haría «aún más útil cuando se tratara de fabricar bombas».
La perspectiva de agregar otro fabricante de bombas al equipo de expertos de la OLP resultaba tentadora, y mucho más en 1984. La directiva de la OLP necesitaba demostrar a los palestinos de Cisjordania y Gaza que no los habían olvidado. Miles de ellos sufrían la creciente dureza de la ocupación israelí y no entendían por qué Arafat no hacía más para ayudarlos, de manera práctica y no solamente retórica.
El Mossad sabía que Arafat se encontraba presionado para apoyar las iniciativas de paz con Israel propuestas por el presidente egipcio Hosni Mubarak.
El régimen de Siria, siempre impredecible, había decidido enfriar sus relaciones con los distintos bandos palestinos y había apresado a cientos de sus combatientes. El presidente Assad quería demostrar a los norteamericanos que no era el revoltoso que todos creían.
Eso sólo aumentó entre las filas de la OLP de los campamentos la sensación de que serían dejados a la deriva por el mundo árabe, trasladados de lado a lado, abandonados a su suerte. Hubo recriminaciones por la traición de sus líderes. Los israelíes continuaron sacando provecho y diciendo en todos los territorios ocupados que la OLP tenía bienes por valor de cinco mil millones de dólares invertidos por todo el mundo. Arafat también se había convertido en el blanco de una campaña de desprestigio ideada por el departamento de guerra psicológica del Mossad. Se difundió que utilizaba parte de ese dinero para satisfacer su gusto por los jóvenes atractivos. El rumor fue alimentado en los campos de refugiados y, aunque no enteramente creído, tuvo su efecto. Arafat, en una maniobra astuta, ordenó a las diecisiete oficinas de la OLP filtrar la historia de su desmedido gusto por las mujeres, cosa que era cierta.
Para el director de la oficina de la OLP en París, la idea de que Sowan utilizara su futuro título para fabricar bombas era razón suficiente para pagarle el pasaje de tren a Londres y cubrir sus gastos de una semana. También recibió quinientas libras de manos de Adam, que le comunicó que debía conseguir empleo en Londres para evitar sospechas.
Ismail llegó a la capital inglesa un día borrascoso de febrero de 1984. Viajó con un pasaporte jordano del Mossad. Llevaba un segundo pasaporte, éste canadiense, escondido en el doble fondo de su maleta. Se le había dicho que lo usara sólo en el caso de tener que abandonar precipitadamente el país. Oculto con el pasaporte iba el informe del Mossad sobre Abdul Rahid Mustafá y la Fuerza 17.
La unidad había sido creada como fuerza de seguridad personal de Arafat. Su nombre se debía al número de la extensión telefónica de Arafat en su cuartel general de Beirut. En una primera etapa, la Fuerza 17 creció hasta convertirse en un ejército informal de más de mil combatientes; una de sus unidades había sido el famoso Septiembre Negro, que había llevado a cabo la masacre de los atletas israelíes en Munich. Poco después de que la OLP fuera obligada a dejar el Líbano y se estableciera en Túnez, el primer comandante de la Fuerza 17, Ali Hassan Salameh, murió en la explosión planeada por Rafi Eitan. En Túnez, Arafat se había enfrentado con la dura realidad. No sólo era perseguido por el Mossad, sino que estaba recibiendo amenazas de otros grupos extremistas. Abu Nidal, que proclamaba ser la auténtica voz de la lucha armada, decía que no alcanzarían la victoria hasta que Arafat fuera eliminado. La respuesta de Arafat había sido reestructurar la Fuerza 17 como una unidad cerrada con dos propósitos: continuar protegiéndolo y lanzar ataques bien preparados contra sus enemigos, empezando por Israel. El mando de la Fuerza 17 recayó en Mustafá. En Túnez, sus hombres fueron entrenados en la guerrilla por fuerzas especiales chinas y rusas. En 1983, Mustafá viajó a Inglaterra para reclutar mercenarios.
En Londres había muchos ex miembros de los SAS y veteranos del Ejército que habían servido en Irlanda del Norte y buscaban un nuevo panorama para sus habilidades bélicas. La paga como instructores de la OLP era buena y muchos de los mercenarios tenían una actitud marcadamente antisemita. Buena parte de ellos firmaron y viajaron a Túnez para trabajar en los campamentos de la OLP. Otros instructores provenían de la Legión Extranjera francesa y, en una etapa, hubo incluso un ex agente de la CIA, Frank Terpil, que luego se vería brevemente involucrado con Mehmet Ali Agca, el fanático que atentó contra el Papa Juan Pablo II.
Durante todo un año, Mustafá había entrado y salido de Gran Bretaña sin que el MI5 ni la Brigada Especial se dieran cuenta de quién se trataba. Cuando el Mossad los puso al corriente, la única medida que tomaron fue recordar a la oficina de la OLP en Londres que sería cerrada y su personal expulsado al primer indicio de actividades terroristas contra Gran Bretaña. Pero podían continuar fulminando a Israel.
Un aspecto curioso de la guerra de propaganda se puso de manifiesto cuando Bassam Abu Sharif, entonces portavoz de Arafat ante los medios de comunicación, fue invitado a conocer al novelista Jeffrey Archer. El hombre de la OLP comentaría que Archer le había explicado «cómo debemos desarrollar y manejar nuestros medios de difusión, cómo organizar nuestra actividad política, cómo entablar contactos con políticos británicos y movilizar a la opinión pública. Estoy extremadamente impresionado».
Ese encuentro hizo que Archer pasara a engrosar la lista de los ordenadores del Mossad.
A los ojos de los israelíes, furiosos, parecía que Mustafá estaba bajo la protección de las autoridades británicas y que cualquier intento de lidiar con él en Inglaterra acarrearía graves consecuencias al Mossad.
La tarea de Ismail Sowan era tratar de conducir a Mustafá a una emboscada fuera del país, de ser posible en Oriente Medio, donde los kidon esperaban para matarlo. Adam le había comunicado a Sowan que trabajaría bajo la guía de sus controles de la embajada israelí en Londres. El primero fue Arie Regev. El segundo, Jacob Barad, que se ocupaba de los intereses comerciales de Israel. Un tercer katsa, que no trabajaba escudado por la actividad diplomática, era Bashar Samara, contacto principal de Sowan. Samara le había pedido a un sayan empleado en una inmobiliaria que consiguiera un apartamento para Sowan en el distrito de Maida Vale.
Unos días después de su llegada a Londres, Sowan tuvo su primer encuentro con Samara. La pareja se conoció bajo la estatua de Eros, en Picadilly Circus.
Cada uno llevaba una copia del Daily Mirror, recientemente adquirido por Robert Maxwell. Usando la técnica de intercambiar diarios que había funcionado en París, Sowan obtuvo sus primeras seiscientas libras de sueldo, junto con instrucciones sobre cómo encontrar trabajo administrativo en la oficina de la OLP.
Muchos de los que allí trabajaban querían estar en el frente de acción: llevar mensajes a varias células de la OLP en Europa o volar al cuartel general en Túnez con información importante y luego esperar horas la oportunidad de echarle un vistazo a Arafat. Estos jóvenes y comprometidos revolucionarios no tenían interés en el trabajo rutinario de la oficina: atender a la gente o archivar, leer los periódicos o contestar el teléfono. Cuando Sowan se ofreció para este trabajo en la oficina de Londres fue inmediatamente aceptado.
Al cabo de pocos días ya conocía a Mustafá. Bebiendo tacitas de té de menta dulce iniciaron una buena relación. Ambos compartían el pasado de haber vivido los bombardeos israelíes en Beirut. Habían caminado por las mismas calles con la misma agudeza mental y de vista, y atravesado los mismos edificios horadados por tantos agujeros que parecían enrejados. Ambos habían dormido en una cama diferente todas las noches y, al alba, habían escuchado la llamada de los altavoces a la oración de los creyentes. Los dos habían cumplido sus turnos en la tarea de dar paso a las ambulancias palestinas parando a todos los demás y corriendo a cubrirse sólo cuando se oía el silbido de los aviones israelíes. Habían reído con el recuerdo del viejo dicho de Beirut: «Si oyes estallar la bomba es que todavía estás vivo». Tenían tantos recuerdos comunes: los gritos de los moribundos, el llanto de las mujeres, sus miradas de odio indefenso hacia el cielo.
Sowan y Mustafá pasaron un día entero rememorando el pasado. Finalmente, Mustafá le preguntó qué estaba haciendo en Londres. Mejorar su educación para servir mejor a la OLP, respondió Sowan. A su vez, le preguntó a Mustafá qué lo había traído a Londres.
La pregunta desató un río de revelaciones. Mustafá describió las hazañas de la Fuerza 17, cómo sus comandos estaban a punto de secuestrar un avión israelí lleno de turistas alemanes cuando Arafat canceló la operación para no enemistarse con la opinión pública alemana. Pero Mustafá había llevado la guerra contra Israel hasta Chipre y España. Ismail sabía que todas las cosas de las que se jactaba su compañero acrecentarían la determinación de matarlo que tenía el Mossad.
Acordaron encontrarse unos días después en el Rincón de los oradores de Hyde Park, sitio tradicional de Londres donde es posible expresar libremente todo tipo de opiniones. Ismail Sowan llamó al número especial que tenía para el caso de que hubiese noticias urgentes. Bashar Samara contestó. Arreglaron encontrarse en Regent Street. Caminando entre los oficinistas a la hora del almuerzo, Sowan lo puso al corriente de lo que Mustafá le había contado. Samara dijo que estaría en Hyde Park para fotografiar a Mustafá y seguirlo adondequiera que fuera.
Mustafá faltó a la cita. Pasarían semanas antes de que Sowan volviera a verlo.
Entonces Sowan había sido aceptado como estudiante de una facultad de Bath.
Dos veces por semana, viajaba a Londres para cumplir sus tareas en la oficina de la OLP. En una de esas ocasiones se encontró con Mustafá.
Una vez más, los dos hablaron mientras tomaban taza tras taza de té de menta. Mustafá sacó de la cartera un libro ilustrado sobre la historia de la Fuerza 17. Alardeó de que cien mil copias habían sido repartidas entre los palestinos.
Hojeándolo, Ismail vio una foto de Mustafá en el Líbano. Mustafá estampó su rúbrica sobre ella y le entregó el libro a Ismail. De nuevo acordaron encontrarse, pero Mustafá volvió a faltar a la cita.
Mientras tanto, Sowan le había dado el libro a Samara en la estación de tren de Bath, el lugar de sus encuentros periódicos. El katsa viajaba en un tren y regresaba en el siguiente con todo lo que Sowan había conseguido en la oficina de la OLP y después de entregarle su sueldo de seiscientas libras.
Durante casi un año su relación continuó del mismo modo. Para entonces, Sowan había conocido a una chica inglesa, Carmel Greensmith, que aceptó casarse con él. Pero la víspera de la ceremonia Sowan todavía no se había decidido por el padrino.
Mientras visitaba una vez más la oficina de la OLP, volvió a encontrarse con Mustafá que, como siempre, no explicó dónde había estado. Mustafá tenía un montón de recortes del periódico árabe Al Kabas, publicado en Londres. Cada recorte contenía una mordaz caricatura de Yasser Arafat. El periódico estaba financiado por la familia real de Kuwait, vieja enemiga de la OLP. Los dibujos eran obra del más celebrado artista político árabe, Naji al Ali. Domiciliado en Londres, había librado una guerra solitaria contra Arafat retratando al líder de la OLP como un hombre venal, interesado y políticamente inepto. Las caricaturas habían consagrado la publicación como la voz de la oposición a Arafat.
Mustafá arrojó los recortes sobre la mesa y dijo que Al Ali merecía morir, y que sus patrones kuwaitíes merecían una buena lección.
Sowan esbozó una sonrisa poco comprometedora. El Mossad apreciaba todo lo que pudiera minar la posición de Arafat. Luego sacó a colación un tema más personal, la necesidad de encontrar un padrino para su boda. Mustafá se ofreció.
Se abrazaron a la usanza árabe. Ese bien pudo haber sido el momento en que Ismail Sowan deseó haber podido zafarse de alguna manera de las garras del Mossad.
En Tel Aviv, Nahum Admoni había empezado a preguntarse cuánto tiempo pasaría hasta que el MI5 descubriera la verdad sobre los ocho pasaportes dejados en la cabina telefónica de Bonn, en julio de 1986. Shimon Peres, que no admiraba al Mossad, se encontraba en los últimos meses de su Gobierno de coalición y hacía preguntas comprometedoras. El primer ministro decía que el desastre iba a arruinar las relaciones de Israel con el Gobierno Thatcher; que era mejor confesar la verdad. Según el dicho conocido de Peres: «Cuanto más pronto se diga, más pronto se arregla».
Admoni se oponía a la idea. Podía conducir a una investigación del MI5 y la Brigada Especial sobre las actividades del Mossad en Gran Bretaña. Eso quizá terminara con la expulsión de Sowan, que había probado ser una fuente de información útil. Además, admitir la verdad sobre los pasaportes sería revelar una chapuza del Mossad.
Los pasaportes iban destinados a la embajada de Israel en Bonn. El trabajo de llevarlos desde Tel Aviv se le había encomendado a un novato que nunca había estado en Bonn. Condujo por la ciudad un rato sin atreverse a preguntar direcciones por temor a llamar la atención. Finalmente usó el teléfono público para llamar a la embajada. Un funcionario lo reprendió por su tardanza. Ya fuera obnubilado por el pánico o por simple descuido, el hombre dejó la bolsa en la cabina telefónica. Al llegar a la embajada advirtió su error pero, más asustado todavía, no podía recordar el nombre de la calle desde donde había llamado.
Acompañado por el enfurecido jefe de seguridad, había encontrado por fin la cabina telefónica. La bolsa no estaba. El correo fue enviado al Negev. Pero el problema de los pasaportes seguía preocupando a Admoni. El Ministerio del Asuntos Exteriores británico, a través del embajador en Tel Aviv, presentó una reclamación ante el Gobierno israelí.
Uno de los pasaportes estaba destinado a Sowan, para facilitarle los viajes entre Londres y Tel Aviv; con un pasaporte británico sería sometido a menos controles de inmigración en Heathrow que con el canadiense.
Durante el tiempo que Sowan había permanecido en Londres, había hecho viajes ocasionales a Israel para visitar a su familia. Eso formaba parte de su tapadera. Para ellos todavía era miembro activo de la OLP Actuaba con tanta convicción que su hermano mayor, Ibrahim, le advirtió que los israelíes podían arrestarlo. Ismail se fingió horrorizado por la idea y regresó a Londres a continuar con su trabajo.
Pronto las cosas tuvieron un giro inesperado. Su flamante esposa había instado a Sowan a aceptar un puesto de investigador en el Humberside College de Hull. Según ella, eso significaría un complemento a su sueldo en la OLP. No sabía nada sobre las relaciones de su esposo con el Mossad ni de las seiscientas libras que le pagaban todos los meses. Para Ismail, mudarse a Hull podía ser una oportunidad de escapar a las crecientes demandas de su control londinense.
Como muchos informadores que habían aceptado el dinero del Mossad, Ismail Sowan había empezado a sentir terror del riesgo que corría. Después de convertirse en su padrino de boda, Mustafá se había tornado más amistoso. Con frecuencia visitaba a Ismail y su esposa con regalos de Oriente Medio para la pareja. A la hora de cenar, Mustafá contaba cómo había manejado al último enemigo de la OLP. A lo largo de los meses, alardeó de haber matado a varios «traidores a la causa». Sowan se quedaba hipnotizado, esperaba «que mi corazón no latiera demasiado fuerte». Se había vuelto igualmente temeroso después de sus encuentros con Samara; el katsa le pedía que entrara en el ordenador de la OLP y copiara documentos delicados; también debía arreglar sus vacaciones con Mustafá a Chipre, donde un kidon estaría esperando. Hasta el momento, Sowan se había excusado —nunca estaba solo en la sala de ordenadores o la presión de sus estudios no le permitía tener vacaciones— pero había percibido una creciente amenaza en las peticiones de Samara. En Hull, esperaba tener menos contacto con Mustafá y Samara, y que se le permitiera una vida académica sin más presiones. El Mossad tenía planes muy diferentes para él.
El viernes 13 de marzo de 1987, en el cuartel general del Mossad en el paseo del Rey Saúl, corría el rumor de que Admoni esperaba una importante visita. Poco antes del mediodía, el oficial de enlace del MI6 fue escoltado hasta la oficina del director general, situada en el noveno piso. Su reunión fue breve. Se le comunicó a Admoni que el MI6 sabía que los pasaportes falsos encontrados en Bonn eran obra del Mossad. Un oficial que estuvo presente en el procedimiento contó, en junio de 1997, cómo «el hombre del Seis simplemente entró, dijo "buenos días", rechazó una taza de té o café y se lo soltó ahí mismo. Luego saludó con la cabeza y salió. Probablemente tardó menos de un minuto en transmitir el mensaje».
En Londres, el Ministerio de Asuntos Exteriores llamó al embajador israelí y le presentó una firme queja además de exigirle que tal comportamiento no volviera a repetirse. El único pequeño consuelo para Admoni fue que nadie había mencionado a Ismail Sowan.
La tarde del 22 de julio de 1987, Sowan puso las primeras noticias de la BBC en su apartamento de Hull.
No había sabido nada del Mossad desde abril, cuando Bashar Samara se desplazó a Hull para encontrarse con él en la estación de tren y decirle que mantuviera la discreción hasta nuevo aviso a menos que Mustafá se pusiera en contacto con él.
Ahora, la cara del hombre a quien Mustafá deseaba ver muerto llenaba la pantalla. Naji al Ali, el caricaturista, había sido abatido cuando salía de las oficinas de Al Kabas en Londres.
El tirador había disparado una sola vez y desaparecido. La bala había entrado por la mejilla y se había alojado en el cerebro de la víctima. La primera reacción de Sowan fue pensar que el asaltante no pertenecía al Mossad ni a la Fuerza 17.
Ambas organizaciones tenían una manera profesional de matar: varios tiros en la cabeza y en la parte superior del cuerpo. Aquello parecía el ataque de un aficionado. En el reportaje televisivo se decía que habían montado una operación policial masiva a gran escala y que los colegas de Naji intuían que el ataque provenía de algún «enemigo anónimo poderoso».
Sowan recordó una conversación previa con Mustafá. Estaba cada vez más seguro de que Arafat había ordenado el asesinato. Se preguntó si él había sido la única persona a quien Mustafá había confiado la necesidad de que el dibujante muriera. Sowan decidió que era mejor para él y su mujer volar a Tel Aviv. Pero cuando estaban haciendo las maletas alguien llamó a la puerta. Sowan recordaba:
«El hombre traía dos maletas. Dijo que Mustafá necesitaba esconderlas con urgencia. Cuando le dije que quería saber su contenido, sonrió y contestó que no me preocupara. "Al que no hace preguntas no se le dicen mentiras" fue todo lo que agregó. Cuando se fue, miré dentro de las maletas. Estaban llenas de armas y explosivos: había suficiente Semtex como para volar la Torre de Londres, pistolas AK-47, detonadores, de todo».
Ismail llamó al número especial del Mossad en Londres. Había sido desconectado. Telefoneó a la embajada israelí. Se le dijo que Arie Regev y Jacob Barad no podían atenderlo. Pidió hablar con Bashar Samara. La voz del otro lado del teléfono le dijo que esperara. Una nueva voz apareció en línea. Cuando Ismail dijo su nombre, la voz contestó: «Éste es un buen momento para pasar unas vacaciones al sol». Las palabras eran la señal de que tenía que viajar a Tel Aviv.
Allí, en el hotel Sheraton, se encontró con Jacob Barad y Bashar Samara.
Explicó qué había hecho después de ver el contenido de las maletas. Le dijeron que esperara mientras se ponían en contacto con sus superiores. Esa misma noche, Samara volvió y le dijo a Sowan que regresara a Londres en el siguiente avión. Cuando llegara lo encontraría todo solucionado.
Sin sospechar lo que le esperaba, Sowan voló a Londres el 4 de agosto de 1987. Fue arrestado por oficiales armados de la Brigada Especial, en Heathrow, y acusado de la muerte de Naji al Ali. Cuando protestó diciendo que era agente del Mossad, los oficiales se rieron de él. Sowan se había vuelto tan prescindible como el dibujante que había muerto después de dos semanas de aferrarse a la vida en el hospital. Sowan sería sacrificado en el intento de recuperar el favor del Gobierno Thatcher. La presencia del arsenal dejado en el apartamento de Sowan destruiría cualquier esfuerzo que hiciera por demostrar que era un empleado del Mossad. Las armas habían sido llevadas por un sayan.
En Londres, Arie Regev había entregado al MI5, que las pasó luego a Scotland Yard, todas las «pruebas» que el Mossad «había acumulado» sobre las actividades terroristas de Sowan. El expediente detallaba cómo el Mossad había seguido a Sowan desde Oriente Medio, a través de Europa y Gran Bretaña, sin poder obtener hasta entonces pruebas en su contra. Desde el momento en que habían descubierto el arsenal, el Mossad decidió, «en nombre de la seguridad de todos», entregar a Sowan.
La decisión de hacerlo fue una sombría confirmación de la ley no escrita del Mossad sobre lo que era oportuno. Se había invertido gran cantidad de tiempo y dinero en el entrenamiento de Sowan y su trabajo de campo. Pero, cuando llegó el momento, todo eso no importaba comparado con la necesidad mayor del Mossad de cubrir sus huellas en Gran Bretaña. Sowan sería la víctima propiciatoria, servida a los ingleses como un ejemplo del terrorismo siempre denunciado por el Mossad. Sería una pérdida, por supuesto: Sowan había hecho un buen trabajo, aunque no consiguiera entregar algunas de las cosas que se le habían pedido.
Pero el arsenal había sido una oportunidad ideal. Arruinaría las relaciones de la OLP con el Gobierno Thatcher y permitiría a Israel presentar a Arafat como el terrorista que era. Y siempre habría otro Ismail Sowan listo para ser seducido por aquellos hombres que, en Israel, se deleitaban rompiendo sus promesas.
Durante una semana entera, el Mossad se distendió, convencido de que nada de lo que Sowan dijera a sus interrogadores sería tenido en cuenta.
Pero Admoni no había contado con los esfuerzos desesperados de Sowan por evitar ir a prisión. Dio a los investigadores de la Brigada Especial descripciones detalladas de sus superiores así como de todo lo que se le había enseñado en el Mossad. La policía empezó a darse cuenta gradualmente de que Sowan podía estar diciendo la verdad. El oficial de enlace del MI6 en Tel Aviv fue llamado.
Interrogó a Sowan. Todo lo que dijo sobre el cuartel del Mossad y sus métodos coincidía con lo que el oficial sabía. El pleno alcance del papel del Mossad empezó a salir a la luz.
Regev, Barad y Samara fueron expulsados de Gran Bretaña. La embajada israelí en Londres hizo una declaración desafiante: «Lamentamos que el Gobierno de Su Majestad haya considerado necesario tomar medidas como las que se han adoptado. Israel no actuó contra los intereses británicos. Su único objetivo fue la lucha contra el terrorismo».
La verdad no salvó a Ismail Sowan. En junio de 1988 fue condenado a once años de cárcel por posesión de armamento para un grupo terrorista.
Cinco años después de la expulsión de los tres katsas, que de hecho había significado el cierre de la sede del Mossad en Gran Bretaña, el servicio regresó.
Hacia 1998, cinco katsas trabajaban desde la embajada en Kensington en conexión con el MI5 y la Brigada Especial para detectar facciones iraníes en Gran Bretaña.
Tres años antes, en diciembre de 1994, Ismail Sowan salió de la prisión de Sutton, se le devolvió su pasaporte jordano y fue deportado a Ammán. La última vez que lo vieron salía del aeropuerto con la misma maleta que el Mossad le había dado ocho años antes cuando viajara a Londres. Pero ya no tenía doble fondo.
Desde el reino del desierto tuvo un asiento de primera fila en la tormenta que se avecinaba en el golfo Pérsico, que fue precedida por el cambio de comandante en el puente del Mossad. Los ocho años al timón de Nahum Admoni llegaron a su fin en la víspera del Año Nuevo judío, el Rosh Hashanah. En su lugar quedó Shabtai Shavit, que heredó una serie de fracasos: el asunto Pollard, el Irán-Contra y, por supuesto, los pasaportes británicos falsos hallados en una cabina telefónica de Bonn que habían anunciado el fin de Admoni. Pero, para su sucesor, del otro lado del Jordán soplaba más que una tormenta de arena. Saddam Hussein había decidido que llegaba el momento de arremeter contra el mundo.