La bomba de la camarera

Una mañana despejada de febrero de 1986, dos cazas de las Fuerzas Aéreas israelíes descendieron en picado sobre un Learjet libio que volaba de Trípoli a Damasco. El avión civil se encontraba en el espacio aéreo internacional, a diez mil metros sobre el Mediterráneo y a punto de entrar en el espacio aéreo de Siria. A bordo viajaban los delegados que regresaban de una conferencia de palestinos y otros grupos radicales, organizada por Gaddafi para discutir los nuevos pasos a seguir con el fin de coronar la ardiente obsesión del líder libio de ver a Israel borrada de la faz de la tierra.

La visión de los cazas alineados a cada lado del Learjet creó el pánico entre sus catorce pasajeros, con fundadas razones. Cuatro meses antes, el martes 1 de octubre de 1985, cazas israelíes F-15 habían destruido el cuartel general de la OLP al sudeste de Túnez tras dar un rodeo de casi cuatro mil quinientos kilómetros que había implicado el re-abastecimiento en el aire y el tipo preciso de información que siempre provocaba escalofríos en el mundo árabe.

Esa incursión fue una respuesta directa al asesinato, unos días antes, de tres turistas israelíes de mediana edad que se encontraban a bordo de su yate, en el puerto chipriota de Larnaca, tomando el último sol del verano. La matanza había coincidido con el Yom Kippur y, a muchos israelíes, les recordó el principio de la guerra del Día del Perdón, cuando la nación misma había sido tomada tan de sorpresa como los turistas.

A pesar de haber soportado casi cuatro décadas de terrorismo, los asesinatos causaron horror y miedo generalizado entre los israelíes: los turistas habían sido retenidos durante algún tiempo a bordo y se los había forzado a escribir sus últimos pensamientos antes de morir. La primera en hacerlo fue la mujer, a la que dispararon en el estómago. Sus dos compañeros fueron obligados a tirarla por la borda. Luego, uno tras otro, los asesinaron a quemarropa de un tiro en la nuca.

En la guerra de falsa propaganda que había caracterizado la lucha de inteligencia entre la OLP e Israel, los primeros alegaban que las víctimas eran agentes del Mossad que cumplían una misión. Tan bien presentó la historia la OLP, que varios periódicos europeos identificaron a la mujer como una de las agentes atrapadas en el caso Lillehammer, hacia 1973. Esa mujer todavía vivía y había dejado el Mossad.

Desde entonces, la prensa árabe estaba plagada de advertencias calamitosas sobre una venganza de Israel. Muchas de las historias habían sido producidas por el departamento de acción psicológica del Mossad, para irritar aún más los nervios de millones de árabes.

Los pasajeros del Learjet, que sólo unas pocas horas antes habían abogado por la destrucción de Israel en la conferencia libia, vieron la cara sombría de su enemigo atisbándolos. Uno de los cazas movió las alas, la señal de «sígueme» conocida por todos los pilotos del mundo. Para reforzar el mensaje, un israelí señaló con la mano enguantada hacia delante y abajo, hacia Galilea. Las mujeres que iban a bordo del jet empezaron a lloriquear; algunos hombres comenzaron a rezar. Otros miraban hacia delante con fatalismo. Todos sabían que aquella posibilidad existía: los malditos infieles tenían la capacidad de alcanzarlos y atraparlos en el cielo.

Una de las aeronaves israelíes disparó una breve ráfaga de ametralladora para advertir al piloto del Learjet que no se le ocurriera pedir auxilio por radio a las Fuerzas Aéreas sirias, situadas a escasos minutos de vuelo. El miedo de los pasajeros se acrecentó. ¿Iban a correr ellos la misma suerte de los auténticos héroes del mundo árabe?

Justo un mes antes del raid aéreo en Túnez, una patrulla naval israelí con agentes del Mossad había detenido un pequeño barco, llamado Opportunity, que realizaba su viaje regular entre Beirut y Larnaca. De la sentina habían sacado a Faisal Abu Sharah, un terrorista con las manos manchadas de sangre. Había sido empujado a bordo del bote patrulla como preludio de un interrogatorio salvaje en Israel, seguido de un juicio rápido y una larga condena. La rapidez y la audacia de la operación habían hecho crecer todavía más la imagen de invulnerabilidad que Israel tenía en el mundo árabe.

Incidentes como aquel eran muy comunes. Trabajando con la pequeña pero bien entrenada Marina de Israel, el Mossad había interceptado varios barcos y detenido a pasajeros sospechosos de actividades terroristas. No sólo la costa mediterránea de Israel requería vigilancia, sino también el mar Rojo, siempre vulnerable.

Un agente del Mossad en Yemen había sido la fuente de una operación que frustró un complot de la OLP para mandar un bote de pesca por el mar Rojo hasta el balneario de Elat y detonar su carga de explosivos cerca de la costa, bordeada de hoteles. Una lancha israelí interceptó el bote y redujo a los dos ocupantes suicidas antes de que pudieran hacer estallar su carga.

Cuando el Learjet descendía hacia el norte de Israel, los pasajeros temían que aquello fuera otra venganza por lo que había pasado cuando uno de sus héroes, Abu al Abbas, sólo unos meses antes, el 2 de octubre de 1985, había tomado el transatlántico italiano Achille Lauro en el acto de piratería marítima más espectacular que el mundo recordaba. Al Abbas había asesinado a uno de los pasajeros, León Klinghoffer, un norteamericano judío inválido, arrojándolo al mar.

El crimen se había convertido en un incidente diplomático en el que se habían visto implicado Israel, Estados Unidos, Egipto, Italia, Chipre, Túnez y la errante OLP. Durante días la crisis había recorrido el Mediterráneo, dando publicidad a los secuestradores y revelando el interés egoísta que gobernaba las actitudes ante el terrorismo en Oriente Medio. El secuestro de un crucero de línea regular que traía muchos turistas y divisas para Israel, seguido del asesinato de un pasajero, provocó una ola de indecisión. La muerte había ocurrido técnicamente en suelo italiano, el Achille Lauro estaba registrado en Génova. Pero Italia era muy vulnerable al terrorismo y deseaba poner tierra sobre el incidente. Estados Unidos quería justicia para su ciudadano asesinado. Por toda la nación aparecieron pegatinas que rezaban: «No hay que perder la cabeza, hay que desquitarse».

Finalmente, los secuestradores, que habían ocupado los titulares de todo el mundo durante varios días, se rindieron ante las autoridades egipcias, que los autorizaron a salir del país, para desesperación de Israel.

Más de uno de los pasajeros del Learjet se preguntaban si no serían todos retenidos en una cárcel de Israel como revancha. Con los cazas volando pegados a las alas, el jet aterrizó en un aeropuerto al norte de Galilea. El equipo de interrogadores de Aman que los esperaba sabía por el Mossad que a bordo se encontraban dos de los terroristas más buscados del mundo, el notorio Abu Nidal y el igualmente famoso Ahmed Jibril. En lugar de eso, los interrogadores se encontraron acusando a un grupo de árabes terriblemente asustados, ninguno de cuyos nombres aparecía en los ordenadores de Israel. El Learjet fue autorizado a partir con sus pasajeros.

Israel insistiría en que la idea de atrapar terroristas fue la única razón para interceptar el avión. Pero dentro del Mossad existía el ánimo de no perder una sola oportunidad para infundir miedo y pánico en las mentes de los árabes. Los interrogadores de Aman tuvieron cierta satisfacción al saber que los pasajeros contribuirían a reforzar la imagen de un Israel todopoderoso.

La cabeza de Aman, Ehud Barak, creía que la operación era otro ejemplo de la jactancia del Mossad y se lo hizo saber claramente a Nahum Admoni.

El jefe del Mossad, que nunca pudo soportar un error o el más leve reproche, comenzó a organizar una operación que no sólo terminaría con las burlas al Mossad en las radios árabes, por haber obligado a descender a un avión civil, sino que pondría fin a las críticas dentro de la comunidad de inteligencia para que el servicio a su mando pudiera estar bien seguro la próxima vez antes de ponerlos en ridículo a todos.

Así se inició una operación que, entre otras cosas, arruinaría la vida de una camarera irlandesa embarazada y enviaría a su amante árabe a prisión, a cumplir una de las condenas más largas dictadas por un tribunal británico. Una operación que avergonzaría profundamente al canciller alemán, Helmut Kohl, y al primer ministro francés, Jacques Chirac; que revelaría una vez más la furia manipuladora de Maxwell; que causaría la expulsión de Siria de la mesa diplomática y obligaría a cambiar la sintonía a todas esas radios árabes que habían ridiculizado al Mossad.

Como en todas las operaciones, habría momentos de gran tensión y períodos de paciente espera. Conllevaría una cuota de desesperación humana, ira útil y traición. Pero, para hombres como Nahum Admoni, tal complot constituía la esencia de su vida. Se preguntaba una y otra vez las mismas cosas. ¿Podía funcionar? ¿Creería la gente que había sucedido así? Y, por supuesto, ¿quedaría la verdad enterrada para siempre?

Seguramente, el Mossad había tomado nota de las muy diferentes destrezas de dos hombres para la operación. Uno era un katsa que servía en Inglaterra bajo el alias de Tov Levy. El otro, un informador palestino cuyo nombre de guerra era Abu. El palestino había sido reclutado después de ser descubierto por el Mossad robando dinero del fondo de la OLP que administraba en un pueblo cercano a la frontera jordano israelí.

Jugando con su temor de que el crimen fuese revelado mediante un anónimo al jefe de la aldea y que eso le costara la vida, el Mossad lo había forzado a viajar a Londres. Le habían proporcionado documentación falsa y se hacía pasar por empresario. Gastaba lo que correspondía a su papel de derrochador de altos vuelos. Tov Levy estaba a cargo de su control.

En todos los sentidos, Abu encajaba en la definición clásica de Uzi Mahnaimi, ex miembro de la comunidad de inteligencia israelí, de lo que debía ser un agente: Uno pasa horas con él, quizá días; le enseña todo lo que debe saber; lo acompaña en los cursos; se relaciona con él; mira las fotos de su familia y conoce los nombres y las edades de sus hijos. Pero el agente no es un ser humano, nunca debe pensar que lo es. El agente es sólo un arma, el medio para conseguir un fin, como un Kalashnikov. Eso es todo. Si debe enviarlo a la horca, ni siquiera lo piense dos veces. El agente es siempre un número, nunca una persona.

Abu había hecho su papel a la perfección y se había vuelto una figura familiar en las mesas de juego de Mayfair. Dado su éxito, le toleraban su apetito sexual y sus excesos con la bebida. Moviéndose por los sitios favoritos de los comerciantes de armas y los magnates amigos de la OLP, Abu recogía información que permitía al Mossad asestar golpes contra el enemigo. Quince hombres de la OLP fueron eliminados por el servicio en pocas semanas como resultado del trabajo de Abu.

Algunas de sus citas con Tov Levy habían tenido lugar en bares y restaurantes del hotel Hilton, en Park Lane. Allí trabajaba una irlandesa de Dublín llamada Ann-Marie Murphy.

Como muchas otras, había sido tentada a cruzar el mar de Irlanda por la fascinación de ganar dinero en Londres. Todo lo que había podido conseguir era un puesto de camarera. La paga era baja y el horario, prolongado. Ann-Marie pasaba su escaso tiempo libre en bares del distrito de Shepherds Bush, antiguo refugio de expatriados irlandeses. Cantaba las canciones de los rebeldes y hacía durar su vaso de Guinness. Luego volvía a su habitación solitaria, lista para otro largo día de cambiar sábanas, restregar lavabos y dejar cada habitación reluciente tal como exigía el Hilton. Su carrera no tenía futuro.

Poco antes del día de Navidad de 1985, al borde de las lágrimas pensando que lo iba a pasar sola, lejos de su despreocupado Dublín que tanto echaba de menos, Ann-Marie conoció a un árabe de piel oscura, a sus ojos bien parecido. Vestido con traje de seda y corbata llamativa, rezumaba abundancia. Cuando le sonrió, ella devolvió la sonrisa. Se llamaba Nezar Hindawi y era primo lejano de Abu.

Hindawi tenía treinta y cinco años, aunque le mintió a Ann-Marie quitándose tres para hacerle creer que tenía treinta y dos, como ella. Seguiría mintiendo a una mujer confiada e ingenua.

Se habían conocido en un bar, cerca del teatro BBC, en Shepherds Bush Green. Nunca había estado en ese bar y quedó sorprendida al encontrar a Hindawi entre las caras rubicundas de los albañiles, cuyo acento recordaba cada condado de Irlanda. Pero Hindawi parecía conocer a muchos de los parroquianos y se unía a sus bromas toscas o pagaba una ronda cuando le llegaba el turno.

Durante semanas, Hindawi había frecuentado el bar con la intención de entrar en contacto con el IRA. Abu le había pedido que lo hiciera, aunque por supuesto no le había explicado el porqué. Los pocos intentos de Hindawi por discutir la situación política de Irlanda eran ignorados por hombres más interesados en sus jarras de cerveza. Cualquier plan que estuviera urdiendo Abu seguiría siendo un secreto, al menos en lo que a Hindawi concernía. La llegada de Ann-Marie le había dado otra cosa en que pensar.

Cautivada por sus buenos modales y su encanto, Ann-Marie pronto se encontró riendo de las anécdotas de Hindawi sobre su vida en Oriente Medio.

Para una mujer que nunca había ido más allá de Londres, eran como fantasías de Las mil y una noches. Hindawi la acompañó a su casa, la besó en las mejillas y se fue. Ann-Marie se preguntaba si la sensación de mareo que experimentaba era el paso previo a enamorarse. Al día siguiente la llevó a almorzar a un restaurante sirio y la introdujo en las delicias de la comida árabe. Alegre con el fino vino libanes, apenas opuso resistencia cuando la llevó a su apartamento. Esa tarde hicieron el amor. Hasta ese momento Ann-Marie era virgen. Criada en la fuerte tradición católica irlandesa, opuesta a los anticonceptivos, no había tomado ninguna precaución.

En febrero de 1986, descubrió que estaba embarazada. Se lo dijo a Hindawi. Él sonrió tranquilizador: se haría cargo de todo. Alarmada, Ann-Marie contestó que jamás aceptaría un aborto. Hindawi dijo que jamás se le había pasado por la mente. En realidad sentía pánico ante la perspectiva de casarse con una mujer a la que consideraba socialmente inferior. También temía que ella presentara una queja ante las autoridades. No tenía ni idea de lo poco que les importa un episodio así a los funcionarios; pensaba que iban a revocar su permiso de residencia y lo iban a deportar como un extranjero indeseable. Hindawi recurrió a la única ayuda que tenía a mano, su primo Abu.

Abu tenía sus propios problemas. Había perdido gran cantidad de dinero en el juego. Le dijo francamente a Hindawi que no podía prestarle el dinero para que Ann-Marie regresara a Dublín, tuviera su bebé y lo diera en adopción. Ella le había dicho que eso era muy común en Irlanda.

Al día siguiente, Abu se reunió con Tov Levy. Durante la cena, el katsa le dijo a Abu que debía hacer algo para que el Gobierno británico cerrara la embajada siria en Londres y expulsara a su personal, sospechoso desde hacía mucho de actividades terroristas. Levy dijo que necesitaba un «anzuelo» para lograrlo.

¿Podía Abu conseguir algo o alguien que fuera útil? Abu mencionó que tenía en Londres un primo cuya novia estaba embarazada.

La conspiración empezó a cuajar después de la sacudida sufrida por la inteligencia israelí a raíz de las revelaciones en Washington sobre el trato del cambio de armas por rehenes con Irán. La imagen de la dureza de Israel frente al terrorismo había quedado vapuleada. En el Mossad estaban furiosos porque la Administración Reagan había permitido que las cosas salieran tan mal como para que el papel de Israel saliera a la luz.

Las revelaciones habían complicado todavía más la posibilidad de mantener el mínimo apoyo de vecinos cautelosamente amistosos como Egipto y Jordania, que ya se estaban cansando de la OLP y el histrionismo de Yasser Arafat. Cada vez más, el líder de la OLP se estaba convirtiendo en un rehén político de sus propios extremistas. Sin ser marxista, se veía obligado a usar su retórica y llamar a «la aniquilación política, cultural y militar del sionismo».

Los insultos no hacían nada por mejorar su posición entre las varias facciones desgajadas de la OLP. Para ellos, Arafat era el hombre que se vio obligado a una retirada humillante de Beirut, con la protección de la ONU y bajo la mirada vigilante de los israelíes. Casi quince mil combatientes palestinos habían embarcado hacia Túnez. Otros habían abandonado a Arafat con la promesa de recibir apoyo sirio y se habían convertido en militantes radicales contra él e Israel, desde sus bases en Damasco.

Sin embargo, para el Mossad, Arafat seguía representando el obstáculo principal en el camino a la paz.

Todavía era prioritario asesinarlo: en el polígono de pruebas del Mossad, todos los blancos tenían la silueta de Arafat. Hasta que estuviera muerto, continuaría siendo responsable de todos los actos de salvajismo que cometían los grupos palestinos en Siria.

Entonces ocurrieron dos incidentes que, al menos momentáneamente, desviaron la mirada de Arafat y, en última instancia, decidieron el plan en el que Abu jugaría un papel clave.

Siria percibía un problema creciente con las facciones de la OLP que se encontraban bajo su ala: la necesidad de satisfacer sus constantes demandas de acción. Como uno de los principales exponentes del terrorismo patrocinado por el Estado, Siria se encontraba en posición de financiar cualquier operación que no empañara aún más su ya dañada imagen. Muchos de los proyectos presentados por los grupos de la OLP ante la inteligencia siria eran demasiado arriesgados para obtener la aprobación. Uno había sido envenenar el suministro de agua de Israel. Otro, enviar con una bomba a un terrorista suicida, que se hiciera pasar por judío ortodoxo y se inmolara en el Muro de las Lamentaciones de Jerusalén.

Cualquiera de ellos garantizaba una venganza terrible por parte de Israel.

Luego apareció un plan audaz que la inteligencia siria no sólo consideró viable sino que pensó que significaría un golpe contundente al corazón de la supremacía militar israelí. El primer paso fue comprar un barco. Después de semanas buscando por los puertos del Mediterráneo, compraron y enviaron hacia Argel un mercante de bandera panameña, el Atavarius.

Una semana después de que atracara, un comando palestino llegó de Siria en un transporte aéreo militar. Traía un pequeño arsenal: ametralladoras, armas antitanques y cajas de rifles Kalashnikov, muy apreciados por los terroristas. Esa noche, al amparo de la oscuridad, el comando y sus armas subieron a bordo del Atavarius.

Al amanecer, el barco zarpó. El capitán comunicó a las autoridades que se dirigía hacia Grecia para una revisión de las máquinas. Los miembros del comando iban en las cubiertas inferiores. Pero su llegada no había pasado desapercibida. A un informador del Mossad, empleado en la oficina del puerto, le habían parecido lo suficientemente sospechosos como para informar al katsa de la ciudad. Éste envió un mensaje a Tel Aviv.

Su llegada provocó una «alerta amarilla» que fue comunicada a toda la red del Mossad en el Mediterráneo. Todavía estaba fresco el intento de volar Elat y se creyó que podía tratarse de una intentona similar, esta vez contra Haifa. El concurrido puerto de la costa mediterránea era un blanco obvio. Dos lanchas navales fueron estacionadas en alta mar para impedir cualquier intento del Atavarius de entrar en un puerto que constituía el principal enlace comercial marítimo de Israel.

El Atavarius se dirigía a las playas del norte de Tel Aviv. En un plan que parecía extraído de una película hollywoodiense, el Atavarius desembarcaría a los miembros del comando en botes y éstos irían remando hasta la orilla. Una vez allí, se abrirían paso a sangre y fuego hacia Tel Aviv hasta llegar a su blanco: la Kyria, el fortificado cuartel general de las Fuerzas Armadas israelíes, cuya torre dominaba el horizonte y serviría de faro al comando. El plan dependía del efecto sorpresa y de un coraje tan feroz como el que los israelíes se atribuían a sí mismos.

El ataque estaba planeado para la celebración del Día de la Independencia, cuando se viviría un clima de carnaval y en la Kyria, de acuerdo con la inteligencia siria, habría menos centinelas. Los miembros del comando no esperaban salir con vida, pero habían sido elegidos para la misión porque poseían los mismos rasgos suicidas que los hombres-bomba de Beirut.

Entretanto, podían relajarse y disfrutar del crucero que los llevaba a su primera escala en Sicilia. Nadie prestó atención al barco de pesca que se mecía en la marea al paso del Atavarius. El barco contenía sofisticado equipo electrónico capaz de detectar las conversaciones a bordo del mercante. En una breve transmisión en árabe se anunció que el barco cumplía su horario. Uno de los dos tripulantes del pesquero, ambos sayanim, llamó por radio a Tel Aviv. Durante las veinticuatro horas siguientes el Atavarius fue seguido por otros barcos tripulados por el Mossad, mientras pasaba junto a Creta y Chipre.

Un veloz yate de motor se cruzó en su camino. También iba equipado con aparatos de detección, incluida una cámara de largo alcance escondida dentro de la cabina del timón. Sobre cubierta había dos mujeres jóvenes tomando sol. Eran primas del sayan chipriota dueño del yate y habían sido puestas como carnada para atraer la atención de los que iban a bordo del Atavarius. Cuando el barco se puso a la par, varios hombres salieron a cubierta, gritando y sonriendo a las mujeres. En la cabina, el sayan activó la cámara para fotografiar a los que gesticulaban. Finalizado su cometido de vigilancia, volvió a Chipre a toda máquina.

En su casa, reveló la película y envió las copias a Tel Aviv. Los ordenadores del Mossad identificaron las caras de tres conocidos terroristas árabes. La alerta amarilla pasó a roja.

El primer ministro Shimon Peres ordenó que el Atavarius fuera atacado. Se sopesó y rechazó un plan para bombardearlo. Un ataque aéreo podía ser considerado erróneamente por Egipto como parte de un golpe frustrado; aunque las relaciones diplomáticas entre ambos países habían sobrevivido a numerosos incidentes, en El Cairo sospechaban bastante de las actividades de Tel Aviv.

Peres acordó que el ataque debía efectuarse por mar.

Seis lanchas fueron abastecidas de combustible y cargadas con cohetes. A bordo iban unidades especiales de las Fuerzas Armadas y agentes del Mossad que interrogarían a los miembros del comando en caso de que fueran apresados con vida. Las lanchas partieron temprano desde Haifa y pusieron rumbo hacia el oeste por el Mediterráneo. Volaban por el agua en fila india para reducir la posibilidad de ser rastreadas por el radar del Atavarius. Los israelíes habían establecido la hora de ataque justo al amanecer, cuando el sol se levantara a sus espaldas.

Un poco después de las seis y media de la mañana el Atavarius fue avistado.

En una maniobra de manual, las lanchas se abrieron en abanico y atacaron el mercante por ambos flancos, destrozando el casco y la cubierta con cohetes. Los de a bordo respondieron al fuego. Pero su armamento pesado todavía se encontraba en la bodega y los rifles automáticos no servían para responder al alcance superior de las armas israelíes. En pocos minutos el Atavarius se incendió y la tripulación y los miembros del comando empezaron a abandonar el barco.

Algunos fueron acribillados cuando se tiraban al mar.

En total murieron veinte tripulantes e integrantes del comando. Sus cuerpos fueron recuperados. Ocho supervivientes fueron tomados prisioneros. Antes de que las lanchas regresaran a Israel, el Atavarius fue hundido con cohetes cuyas cabezas contenían explosivos de gran potencia.

Los cadáveres fueron enterrados sin ceremonia en el desierto del Negev. Los prisioneros fueron juzgados en secreto y condenados a largos años de confinamiento. Durante su interrogatorio, habían implicado totalmente a Siria como fuerza impulsora del incidente. Pero, más que lanzar un ataque sobre su vecino, el gobierno israelí, por consejo del Mossad, mantuvo el asunto en secreto. Los psicólogos del Mossad habían predicho que la desaparición del barco, sus tripulantes y pasajeros se convertiría en tema de inquietante preocupación para los grupos de la OLP estacionados en Siria. El Mossad también advirtió al primer ministro Peres que lo único que debía tener por seguro era que los terroristas, al saber que habían fallado, estarían deseosos de recuperar la estima de sus benefactores sirios.

Mientras tanto, los palestinos continuaban tronando contra Arafat y aplaudiendo la guerra mortal que le hacía su antiguo socio, Abu Nidal. Largamente considerado como «el gran maestro de lo inesperado» en el campo del terrorismo, Abu Nidal discrepaba con Arafat en cuanto a tácticas.

Arafat estaba llegando lentamente a la idea de que un movimiento que sólo contaba con el terrorismo como arma acabaría fracasando; necesitaba un programa político y un sentido de la diplomacia. Había tratado de demostrarlo en sus últimas declaraciones públicas, ganándose el aliento de Washington para que continuara por esa senda. Las palabras de Arafat eran vistas como una impostura.

Para Abu Nidal no eran más que la traición de todo lo que él representaba: el terrorismo puro y simple.

Durante meses, Nidal había estado esperando su hora entre las sombras.

Cuando supo lo del fracaso del Atavarius y la manera en que el barco había desaparecido de la faz de la tierra, decidió que era el momento de recordarle su presencia a Israel. Con la convivencia de sus protectores en la inteligencia siria, Abu Nidal dio un golpe de efectos terribles. En diciembre de 1985, sus pistoleros abrieron fuego sobre los indefensos viajeros que en las vacaciones navideñas llenaban los aeropuertos de Viena y Roma. En pocos segundos, diecinueve pasajeros, entre ellos cinco norteamericanos, fueron masacrados en los mostradores de El Al de ambos aeropuertos. ¿Cómo habían conseguido los terroristas moverse, sin ser detectados por la policía italiana, hasta alcanzar sus blancos? ¿Dónde estaban los hombres de seguridad de El Al?

Mientras se buscaban las respuestas a estas acuciantes preguntas, los estrategas del Mossad revisaban otras áreas. Aunque Gran Bretaña se había unido a la condena universal del ataque, el país todavía mantenía plenas relaciones diplomáticas con Siria, a pesar de que el Mossad había proporcionado suficientes pruebas sobre el papel de Damasco en el terrorismo de Estado. No bastaba que la primera ministra Margaret Thatcher arremetiera contra el terrorismo en el Parlamento. Se necesitaba una acción más directa. Sin embargo, en otro tiempo, el MI5 había recordado al Mossad que incluso Israel había mostrado un expeditivo pragmatismo al aceptar negociar con su enemigo jurado. Había sido decisión propia liberar a mil palestinos detenidos, terroristas convictos, sólo meses antes de que se cometieran los atentados de Viena y Roma, a cambio de tres soldados israelíes detenidos en el Líbano.

Pero ahora, el Mossad estaba decidido a dar un golpe definitivo para forzar a Gran Bretaña a cortar sus lazos diplomáticos con Damasco y cerrar la embajada en Londres, considerada desde mucho antes como una de las sedes clave en la conspiración contra Israel. Abu, el primo de Nezar Hindawi, constituiría el núcleo del plan.

Después de su cena con Tov Levy, Abu buscó a Hindawi y se disculpó por su anterior indiferencia sobre el asunto de Ann-Marie. Por supuesto, pensaba ayudarla, pero antes quería hacerle algunas preguntas. ¿Se iba a quedar con el bebé? ¿Todavía lo presionaba para que se casaran? ¿Realmente Nezar la amaba? Procedían de culturas diferentes y los matrimonios mixtos casi nunca funcionaban.

Hindawi replicó que si alguna vez había amado a Ann-Marie, ya no. Se había vuelto histérica y llorona, y no paraba de preguntar qué iba a suceder. Desde luego, no deseaba casarse con la camarera.

Abu le dio diez mil dólares, suficiente dinero para deshacerse de Ann-Marie y seguir viviendo su vida de soltero en Londres. El dinero era del Mossad. A cambio, Hindawi tenía que hacer algo para la causa en la que ambos creían: la destrucción de Israel.

La tarde del 12 de abril de 1986, Hindawi visitó a Ann-Marie en su pensión del barrio de Kilburn. Le llevó flores y una botella de champaña, comprados con el dinero de Abu. Le dijo que la amaba y que quería conservar al bebé. Las novedades llenaron de lágrimas los ojos de la joven. De repente, su mundo parecía un lugar mejor.

Hindawi dijo que había un solo obstáculo: Ann-Marie debía obtener la bendición de sus padres para el matrimonio. Era una tradición árabe que ningún hijo obediente podía soslayar. Debía volar a la aldea árabe de Israel donde vivía su familia. Pintó la escena del estilo de vida de su aldea, que casi no había cambiado desde los tiempos de Cristo. Para una chica educada por las monjas, esta imagen fue la confirmación final de que hacía bien en casarse con su amante.

El y su familia podían no ser cristianos, pero venían de la tierra del Señor. A sus ojos, eso los convertía en gente temerosa de Dios. No obstante, Ann-Marie dudó.

No podía abandonar el trabajo. ¿Y de dónde sacaría el dinero para pagarse el pasaje? Y necesitaría ropa para una ocasión tan importante. Hindawi calmó sus dudas sacando de su bolsillo un fajo de billetes. Le dijo que era más que suficiente para renovar su vestuario. Con otro pase de magia, Hindawi sacó un pasaje de El Al para el vuelo del 17 de abril, cinco días después. Lo había comprado aquella misma tarde.

—¿Estabas seguro de que iba a ir? —rió Ann-Marie.

—Tan seguro como de mi amor por ti —contestó Hindawi.

Le prometió que se casarían en cuanto regresara a Londres. Los siguientes cinco días pasaron como un torbellino para la camarera embarazada. Dejó su trabajo y visitó la embajada irlandesa en Londres para sacar un nuevo pasaporte.

Compró vestidos de futura mamá. Todas las noches hacía el amor con Hindawi.

Cada mañana, mientras tomaban tranquilamente el desayuno, planeaba su futuro juntos. Su bebé sería bautizado con el nombre de Sean, si era varón, y de Sínead si era nena.

El día de la partida de Ann-Marie, Hindawi le dijo que lo había arreglado para que recogiera «un regalo» de un amigo que trabajaba en la limpieza exterior del aeropuerto.

Ari Ben Menashe, que afirmaba tener conocimiento previo de los detalles del complot, acotaba que «ya que Hindawi no quería que la detuvieran porque llevaba demasiado equipaje de mano, había concertado con su amigo que le daría el bolso una vez que estuviera en la puerta de embarque de El Al».

Su ingenuidad al no preguntar nada sobre «el regalo» era propia de una mujer completamente enamorada y que confiaba plenamente en su amante. Una perfecta simplona enredada en el plan que se precipitaba a su fin.

En el taxi hacia el aeropuerto, Hindawi se comportó como un amante tierno y atento. ¿Se acordaría de hacer los ejercicios respiratorios durante el largo vuelo?

Debía beber mucha agua y sentarse apartada para evitar los calambres que últimamente la aquejaban. Ann-Marie lo había hecho callar risueña. «¡Santo Dios, parece que pensaras que voy a volar a la Luna!».

Había dudado en la puerta hacia la sala de embarque, reacia a separarse de él. Le prometió llamarlo desde Tel Aviv y le aseguró que iba a querer a sus padres tanto como a los suyos. Él la besó por última vez y luego la empujó con delicadeza hacia la fila del control de inmigración.

Tras observarla hasta que se perdió de vista, Hindawi siguió obedeciendo las instrucciones de Abu y tomó un autobús de Syrian Arab Airlines para regresar a Londres. Mientras tanto, la inocente Ann-Marie había pasado sin contratiempos los controles de inmigración y de seguridad británica. Luego se dirigió hacia el área de máxima seguridad reservada para el vuelo de El Al. Agentes bien entrenados del Shin Bet la interrogaron y revisaron su equipaje de mano. Se le asignó un asiento y siguió hacia la puerta de embarque para reunirse con los otros 355 pasajeros.

Según Ben Menashe, «el regalo» para los padres de Hindawi le fue entregado por un hombre vestido con el mono azul de los empleados de limpieza. El hombre desapareció tan misteriosamente como había llegado. Ben Menashe escribió: «En pocos segundos, Ann-Marie fue obligada a someterse a un registro. La gente de seguridad de El Al encontró explosivo plástico en el doble fondo del bolso».

El explosivo era un kilo y medio de Semtex. Ann-Marie, sollozando, contó la historia de una desdichada mujer no sólo traicionada en el amor sino doblemente engañada por su pareja. Los oficiales se concentraron en establecer los contactos de Hindawi con Siria en cuanto se dieron cuenta de que Ann-Marie era una inocente incauta.

Cuando el autobús de la compañía aérea entró en Londres, Hindawi ordenó al chófer que lo condujera a la embajada siria. Cuando el conductor protestó, Hindawi le dijo que tenía autoridad para ordenárselo. En la embajada, pidió asilo político a los funcionarios consulares. Les dijo que temía que la policía británica lo arrestara porque había tratado de volar un avión de El Al, «por la causa». Los azorados funcionarios lo enviaron a dos hombres de seguridad de la embajada.

Después de interrogarlo, le pidieron que permaneciera en un apartamento del personal diplomático. Tal vez sospecharon que se trataba de una trampa para comprometer a Siria. Si así fue, sus temores debieron crecer cuando, poco después, Hindawi dejó el apartamento.

Hindawi había salido a buscar a Abu. Al no encontrarlo, se registró en el hotel London Visitors de Notting Hill, donde más tarde fue arrestado.

La BBC transmitió la noticia de cómo la policía había frustrado el atentado. Los detalles eran inusualmente precisos: el Semtex checo estaba oculto en el doble fondo del bolso de Ann-Marie y preparado para explotar a trece mil metros de altura.

Para Ben Menashe la operación se había deslizado rápidamente hacia un resultado satisfactorio: «Margaret Thatcher cerró la embajada siria. Hindawi fue encarcelado por cuarenta y cinco años. Ann-Marie regresó a Irlanda, donde dio a luz una niña». Abu volvió a Israel, cumplida su misión.

Después del juicio de Hindawi, Robert Maxwell dio alas al Daily Mirror: «El bastardo tuvo su merecido» decía el editorial. «El embajador de la muerte», clamaba un titular el día en que el embajador sirio fue expulsado de Saint James.

«Fuera, cerdos sirios», pedía otro. Ari Ben Menashe sería el primero en afirmar que el Mossad había dado «un golpe brillante que condenaba a Siria al ostracismo político».

Pero existían preguntas intrigantes detrás de ese claro sentimiento. ¿Se le había entregado a Ann-Marie una bomba real o sólo se trató de una complicada farsa? ¿Era el hombre del mono, el supuesto amigo de Hindawi, un oficial de seguridad? ¿Hasta qué punto tenía conocimiento previo del complot el MI5? ¿No era impensable que el Mossad y los servicios británicos permitieran que el Semtex fuera introducido en un avión cuando existía la remota posibilidad de que explotara en tierra? Una explosión semejante hubiera devastado gran parte de uno de los aeropuertos del mundo con más tráfico, en el momento en que miles de personas se encontraban en él. La genialidad de la operación, que logró la expulsión siria, ¿no habría sido utilizar una sustancia inofensiva similar al Semtex? A todas esas preguntas, el primer ministro Peres sólo respondería: «Lo que pasó lo saben quienes deben saberlo y quienes no lo saben deben seguir sin saberlo».

Desde la celda de máxima seguridad en Whitmoor, Hindawi ha seguido alegando que fue víctima de una clásica operación de castigo del Mossad. Con el pelo blanco y ya no delgado, dice que espera morir en prisión y sólo se refiere a Ann-Marie como «esa mujer». En la actualidad, ella vive en Dublín y cría a su hija con la satisfacción de que no se parece a su amante. Nunca habla de Hindawi.

Queda una inquietante nota a pie de página para la historia. Dos semanas después de que a Hindawi se le impusiera una condena que lo mantendrá en prisión hasta bien entrado el Siglo XXI, Arnaud de Borchgrave, el respetado editor del Washington Times, colocó su grabadora sobre el escritorio del primer ministro francés, Jacques Chirac, en París. De Borchgrave estaba en Europa para asistir a la reunión de ministros de Asuntos Exteriores de la Comunidad Europea y con la entrevista a Chirac pretendía obtener datos sobre la postura francesa. La conversación había transcurrido por los carriles usuales y Chirac dejó claro que Francia y Alemania se habían visto forzadas a demostrar lealtad hacia el Gobierno británico, que por su parte se mostraba cada vez más intransigente con las políticas del Mercado Común. De Borchgrave preguntó sobre la relación de Francia con otra área. El editor deseaba saber en qué punto se encontraban las negociaciones con Siria para poner fin a la escalada de bombas terroristas en París y conocer los esfuerzos de Francia para liberar a los seis rehenes que todavía se encontraban secuestrados en el Líbano. El primer ministro hizo una pausa, miró por encima de su escritorio. Aparentemente, se había olvidado de la grabadora. Luego dijo que el canciller alemán Helmut Kohl y el ministro de Asuntos Exteriores, Hans-Dietrich Genscher, le habían confiado que el Gobierno sirio no estaba involucrado en el plan de Hindawi para volar el avión de El Al; que el plan había sido orquestado por el Mossad, el servicio secreto israelí.

La furia diplomática que se desató casi termina con la carrera de Chirac. Se vio atacado por su propio presidente, Francois Mitterrand, por un lado y, por el otro, se encontró afrontando las furiosas llamadas de Helmut Kohl que lo instaba a retractarse. Chirac hizo lo que a menudo hacen los políticos. Dijo que había sido mal citado. En Londres, Scotland Yard dictaminó que la cuestión ya había sido enteramente resuelta por los tribunales y que no había necesidad de comentarios ulteriores. En París, la oficina de Jacques Chirac, presidente de Francia en 1997, declaró no recordar la entrevista con el Washington Times.

Pronto otro asunto añadiría una mancha a la reputación del Mossad.