Conexiones africanas

A pocas manzanas del venerable hotel Norfolk de Nairobi, el club Oasis había sido siempre el favorito de los hombres de negocios de Kenia. Podían beber toda la noche en su interior sombrío y llevarse a una chica del bar hasta una de las habitaciones traseras, después de revisar su certificado médico actualizado para confirmar que no tenía ninguna enfermedad venérea.

Desde 1964, el club también había recibido a otros visitantes: chinos con ropa de safari, rusos con cara de baldosa y hombres cuya nacionalidad podía ser cualquiera de la zona mediterránea. No se encontraban allí por la cerveza fría o por las «chicas más ardientes de África» que el club anunciaba. Aquellos hombres trabajaban para los servicios de inteligencia y luchaban por hincar la bandera en África Central, donde sólo el MI5 británico había operado secretamente alguna vez. Los recién llegados representaban al Servicio de Inteligencia Chino (SIC), el KGB y el Mossad. Cada servicio tenía su propio programa y competía contra los otros. Ninguno era mejor que el Mossad en este aspecto.

En total, había una docena de katsas distribuidos a lo largo del ecuador, desde Dar es Salaam, en el océano Indico, hasta Freetown, en la costa atlántica. Los agentes, jóvenes y muy aptos, contaban con un número impresionante de pasaportes falsos y, además de las habituales destrezas, habían adquirido conocimientos de medicina y cirugía que les permitían sobrevivir en la maleza, donde rondaban leones y leopardos, así como nativos hostiles.

La aventura del Mossad en África había comenzado poco después de que Fidel Castro tomara el poder en Cuba, en 1959, y comenzara a exportar la revolución. Su primer éxito se produjo cuando su secuaz, John Okello, un «mariscal de campo» con estilo propio, fue sacado de la selva por un reclutador cubano, recibió un curso de guerrilla en La Habana y se le ordenó tomar la pequeña isla de Zanzíbar, en la costa oriental de África. Su altura y peso —llegaba a los ciento cincuenta kilos— bastaron para aterrorizar a la policía local, que fue inmediatamente sometida. El desorganizado ejército de Okello ejerció una autoridad brutal sobre una población cuyas únicas armas eran las herramientas para cosechar las especias que dieron fama a Zanzíbar. La isla se convirtió en la pista de lanzamiento de Castro para penetrar en el continente africano. Había población china en el puerto de Dar es Salaam y sus informes atrajeron la atención del Gobierno de Pekín. Viendo la oportunidad que la revolución embrionaria ofrecía a China para ganar más peso en el continente, se ordenó al SIC establecerse en la región y ofrecer ayuda a los revolucionarios.

Entretanto, Castro había montado una operación a gran escala para cubanizar el floreciente movimiento de liberación negra. Su foco estaba en el puerto de Casablanca, sobre la costa oeste de África. Allí llegaban los cargueros con armas cubanas y regresaban a La Habana con reclutas guerrilleros de toda África Central. Pronto el SIC estaba ayudando a elegirlos.

La idea de tener a cientos de revolucionarios entrenados y bien armados a pocas horas de distancia de su territorio resultaba alarmante para el Gobierno y los servicios de inteligencia de Israel.

Pero, provocarlos cuando no habían amenazado todavía directamente a Israel, llevaría a una confrontación indeseada. Teniendo las manos ocupadas en luchar contra la amenaza del terrorismo árabe, debía evitarse la complicación de una acción directa contra los revolucionarios negros. Meir Amit ordenó a sus katsas de África mantener una estrecha vigilancia pero no involucrarse activamente.

La entrada en escena del KGB cambió completamente el panorama. Los rusos proponían una oferta a los futuros terroristas que éstos no podían rechazar: la oportunidad de ser entrenados en la Universidad Patrice Lumumba de Moscú. Allí serían adiestrados por los mejores instructores en tácticas guerrilleras del KGB, que les enseñarían cómo explotarlas con el pretexto de ayudar a los desposeídos, los que no tenían poder ni oportunidades en los países democráticos. Para vender la idea, el KGB llevó a sus mejores alumnos de la Lumumba: los terroristas árabes.

Meir Amit reforzó a sus katsas de África con grupos de kidon. Sus nuevas órdenes eran interferir por todos los medios las relaciones entre el KGB y sus huéspedes africanos, entre el KGB y el SIC, matar a los activistas árabes a la menor oportunidad, y cultivar las relaciones con los revolucionarios prometiéndoles que Israel los ayudaría al margen de la guerrilla para permitir que sus organizaciones obtuvieran legitimidad política. Todo lo que Israel pedía a cambio era no ser atacado por estos movimientos.

El club Oasis se había convertido en parte de la batalla por los corazones y mentes de los revolucionarios africanos. Las noches se llenaban de largas conversaciones sobre cómo el terrorismo, sin publicidad, era sólo un arma decorativa, y sobre la necesidad de no perder de vista nunca la meta final: libertad e independencia. En la atmósfera asfixiante del club se urdían complots, se cerraban tratos, se identificaban blancos para su ejecución o destrucción. Algunas víctimas serían emboscadas en una sucia calle; otras, asesinadas en sus camas.

Un día iba a ser un agente del KGB; al siguiente, un espía del SIC. Cada bando culpaba al otro por lo que había hecho el Mossad.

De vuelta al Oasis, las noches continuarían como siempre, con nuevos planes trazados en las mesas de bambú y la lluvia cayendo sobre los montes y golpeteando en el techo de chapa. No había razón para hablar en susurros, pero los viejos hábitos nunca mueren.

Meir Amit había informado a sus agentes de todo lo que sabía sobre el SIC. La tradición de espionaje del servicio tenía 2500 años de antigüedad. Durante siglos había sido un títere del emperador para espiar a sus súbditos. Pero con la llegada de Mao y posteriormente, de Deng Xiaoping, la inteligencia china, como tantas otras cosas, había cambiado de rumbo. El SIC empezó a extender sus redes a través del Pacífico hacia Estados Unidos, Europa, Oriente Medio y, finalmente, África.

Estas redes se usaban para otros servicios además del espionaje: eran rutas importantes para el tráfico de drogas y el blanqueo de dinero. Con casi la mitad del opio mundial creciendo a las puertas de la República Popular China, en el triángulo dorado de Tailandia, Laos y Myanmar, el SIC trabajaba con las bandas de la Tríada para pasar droga hacia el oeste. Dado que Hong Kong era uno de los mayores centros para el blanqueo de dinero, el SIC contaba con la tapadera perfecta para ocultar las ganancias provenientes del narcotráfico. Ese dinero ayudó a financiar sus actividades en África y estuvo, a partir de 1964, a cargo en última instancia del director general del SIC, Qiao Shi. Éste, un hombre alto y encorvado, amante del coñac francés y los habanos cubanos, era el jefe de cientos de espías y contaba con un presupuesto para el soborno y el chantaje sólo igualado por el del KGB. Los campos de trabajo de China Central estaban llenos de aquellos que se habían atrevido a desafiar a Qiao. El perfil psicológico del Mossad lo describía como un hombre que había hecho carrera con maniobras modestas pero hábiles.

Las actividades del SIC en África estaban bajo el mando local del coronel Kao Ling, una figura legendaria en el servicio, que se había ganado una reputación por sus tácticas subversivas en la India y Nepal. En Zanzíbar, Kao Ling llevaba una vida regalada y tenía una sucesión de jovencitas africanas como amantes. Se movía por África Central como un depredador; desaparecía durante semanas. Con motivo de sus visitas a Nairobi se celebraban fiestas desenfrenadas en el Oasis.

El humo dulce del incienso perfumaba el club. Las prostitutas africanas se vestían con ropa de seda china; había fuegos artificiales y números de variedades traídos de Hong Kong.

Los guerrilleros que regresaban de Cuba eran agasajados antes de adentrarse en la maleza para combatir. Uno de ellos hacía el truco de beber un vaso de sangre humana que extraía de sus enemigos muertos.

Entretanto, Kao Ling ampliaba sus operaciones no sólo a lo ancho de África sino también hacia el norte, Etiopía, Yemen del Sur y Egipto. Proporcionaba a sus terroristas sustanciales sumas de dinero para atacar a Israel. El SIC consideraba a Israel un peón en las manos de Washington y un blanco legítimo para lo que Kao Ling llamaba «mis combatientes de la libertad».

Meir Amit decidió que el Mossad debía ir de frente contra el SIC. Primero abortaron un complot chino para derrocar al régimen pro occidental de Malawi.

Luego, informaron a las autoridades de Kenia sobre la magnitud de la presencia china en el seno de su país.

Más adelante, el Gobierno de Nairobi daría una muestra de su gratitud al permitir a los aviones militares israelíes sobrevolar su territorio durante la misión en Entebbe. El club Oasis fue cerrado y, sus patrones chinos, expulsados del país aunque, según ellos, sólo eran hombres de negocios. Fueron afortunados: varios agentes del SIC quedaron para siempre en África, asesinados por katsas del Mossad o abandonados a su suerte en la sabana para ser devorados por leones y leopardos.

Cuanto más trataban de contraatacar los chinos en otros países africanos, más despiadado se volvía el Mossad. Los kidon acechaban a los agentes del SIC cada vez que se instalaban en algún lugar. En Ghana, un agente del SIC fue acribillado cuando salía de una discoteca con su novia. En Mali murió otro por una bomba colocada en su coche; en Zanzíbar, todavía la joya de la corona del SIC, un incendio destruyó el edificio de apartamentos donde se alojaba personal del servicio. Durante uno de sus viajes, Kao Ling escapó por poco de la muerte cuando su instinto lo llevó a cambiar de coche en Brazzaville. El otro vehículo explotó minutos después, matando a su chófer. En Zambia, un agente del SIC fue atado a un árbol para que se lo comieran los leones.

Cuando Kwame Nkrumah, el gobernante pro-chino de Ghana, se encontraba de visita oficial en Pekín, el Mossad orquestó el levantamiento que condujo a su derrocamiento y a la destrucción de la infraestructura del SIC en el país.

Durante tres años, el Mossad llevó a cabo su guerra mortal de desgaste contra el SIC, a lo largo y a lo ancho de África. No hubo piedad en ninguno de ambos bandos. Cuando un equipo del SIC emboscó a un katsa en el Congo, lo tiraron a los cocodrilos y filmaron sus últimos minutos en el agua para enviar la cinta al jefe del cuartel local del Mossad. Se vengó personalmente, disparando un cohete al edificio desde donde operaba el SIC. Tres chinos resultaron muertos.

Finalmente, a través del presidente Mobutu de Zaire, el SIC hizo saber al Mossad que no deseaba seguir la lucha; al contrario, ambos compartían el interés común de refrenar el avance soviético en la zona. El acercamiento encajaba perfectamente en la política hacia las super-potencias articulada sobre la máxima de Meir Amit: «Dividirlos ayuda a que Israel sobreviva».

Mientras el SIC y el Mossad combatían entre sí, el KGB había hecho sus planes para apoderarse de los planes de Castro de «cubanizar» África. Los jefes del KGB y el Politburó se habían reunido en el Kremlin y habían decidido que Rusia financiaría totalmente la economía cubana. Los términos del acuerdo eran suficientes para asegurar que una nación de siete millones de personas quedara empeñada con la Unión Soviética. A cambio, Castro aceptaba que el comunismo soviético, y no el chino, sería el apropiado para las naciones de África. También aceptó recibir a cinco mil «consejeros» que adiestrarían al servicio secreto cubano, la DGI, para operar correctamente en África.

El KGB comenzó a trabajar con los cubanos en todo el continente. En seis meses, cualquier acto de terrorismo en África estaba controlado por los rusos.

Desde los campamentos emplazados en Oriente Medio para entrenar terroristas, el KGB llevó a los mejores para hacer la guerra al régimen sudafricano del apartheid.

Terroristas de Europa, América Latina y Asia ofrecieron su experiencia en Angola, Mozambique y los países que rodean a Sudáfrica.

Según Meir Amit «las cosas se estaban calentando de veras al sur del ecuador».

Se dio cuenta de que sólo era cuestión de tiempo que aquellos veteranos mercenarios volvieran su atención hacia Israel. La oferta del SIC de colaborar contra el enemigo común, el KGB y sus terroristas, fue recibida con gratitud por el Mossad. Los chinos comenzaron a aportar información sobre los movimientos árabes en el sur de África. Algunos fueron eliminados con el conocido método de las bombas colocadas en coches o en habitaciones de hotel. En una ocasión, el Mossad colocó una bomba en el baño de un mercenario que sufría de «diarrea del Congo», una forma particularmente desagradable de disentería. La parte baja de su cuerpo voló por los aires cuando tiró de la cadena del inodoro en un hotel de Jartum.

El Mossad cumplió su parte del trato advirtiendo al SIC de que Moscú intentaba ofrecer un paquete de asistencia financiera global a uno de los países más pobres de la tierra: Somalia. Inmediatamente, Pekín dobló la oferta. Luego, el Mossad ayudó a China en Sudán, donde Moscú había establecido una cabeza de playa a través del Gobierno militar del presidente Nimeri. Cuando el dictador se negó a depender por completo de los rusos, el KGB planeó un golpe. El Mossad se lo dijo al SIC, que avisó a Nimeri. Éste expulsó a los diplomáticos soviéticos y suspendió los planes de ayuda del bloque.

Una vez atizada la enemistad a muerte entre los dos bastiones del comunismo, el Mossad volvió su atención hacia el único servicio de inteligencia de África que había considerado amigo: la Oficina de Seguridad del Estado, la OSE, el brazo más temido del aparato de seguridad sudafricano. La OSE igualaba al Mossad en chantaje, sabotaje, falsificaciones, secuestros, interrogatorio de prisioneros, acción psicológica y asesinatos. Como el Mossad, la OSE tenía mano libre para manejar a sus oponentes. Los dos servicios pronto se volvieron íntimos. A menudo actuaban a dúo y se movían por África unidos por un «entendimiento» secreto entre Golda Meir y el Gobierno de Pretoria.

El primer resultado había sido la exportación de mineral de uranio a Dimona.

Las cargas eran transportadas en aviones comerciales de El Al, de Johannesburgo a Tel Aviv, y registradas como maquinaria agrícola. Científicos sudafricanos viajaron a Dimona y fueron los únicos extranjeros que supieron el verdadero propósito de las instalaciones. Cuando Sudáfrica probó un artefacto nuclear en una remota isla del océano índico, los científicos israelíes se hallaban presentes para calibrar la explosión. En 1972, Ezer Weizman, entonces oficial superior en el Ministerio de Defensa israelí, se encontró con el primer ministro P. W. Botha, en Pretoria, para ratificar posteriores «colaboraciones».

Si uno de los dos países era atacado y necesitaba ayuda militar, el otro acudiría en su auxilio. Israel facilitó al Ejército sudafricano una cantidad sustancial de armamento norteamericano y, a cambio, se le permitió probar sus primeros artefactos nucleares en el océano Índico.

Para entonces, el Mossad había estrechado sus lazos con la OSE. No pudieron conseguir que los agentes de la oficina desistieran de sus brutales métodos de interrogatorio, pero los instructores del Mossad les enseñaron muchos otros que habían tenido éxito en el Líbano y otros lugares: privación de sueño; estar encapuchado; obligar a un sospechoso a mantenerse de pie contra una pared durante mucho tiempo; apretar los genitales, y toda una variedad de torturas mentales que iban desde la amenaza hasta el simulacro de ejecución. Los katsas del Mossad viajaban con las unidades de la OSE a los países vecinos en misiones de sabotaje. Los kidon mostraron a los sudafricanos cómo matar sin dejar huellas comprometedoras. Cuando el Mossad se ofreció a localizar a los líderes del Congreso Nacional Africano (CNA) que vivían exiliados en Gran Bretaña y Europa, para que pudieran ser eliminados, la OSE agradeció la sugerencia. El Gobierno de Pretoria finalmente vetó la propuesta, temiendo perder el apoyo de los políticos más conservadores de Londres.

Ambos, el Mossad y la OSE, estaban obsesionados por la creencia de que África se iba deslizando hacia la izquierda, camino de una revolución que afectaría a los dos países.

Para evitar que eso sucediera, estaba permitido cualquier método. Alimentando mutuamente sus temores, ambos servicios no daban cuartel y compartían una autoestima tan elevada que los llevaba a creer que sólo ellos eran capaces de lidiar con el enemigo. No tardaron en convertirse en los dos servicios de inteligencia más temidos de África.

Esta alianza no sentaba bien a Washington. La CIA temía que podía perjudicar sus propios esfuerzos por controlar el continente negro. La descolonización de África en los años sesenta había provocado un renovado interés de la agencia y un gran incremento de sus actividades clandestinas. Se formó una división africana y, en 1963, se habían establecido cuarteles de la CIA en todas las naciones africanas.

Uno de los primeros que sirvió en África fue Bill Buckley, más tarde secuestrado y asesinado por los terroristas del Hezbolá, en Beirut. Buckley recordaba, poco antes de su captura, que «esos eran tiempos de locura en África, con todo el mundo compitiendo por el primer lugar en la carrera. Llegamos tarde a la fiesta y el Mossad nos miraba como si nos hubiéramos colado».

En Washington, el Departamento de Estado realizó discretos pero decididos esfuerzos para disminuir la influencia israelí en África. Filtró detalles de cientos de judíos que habían salido de Sudáfrica para ayudar a Israel durante la guerra de Suez. Veinte naciones africanas negras cortaron las relaciones diplomáticas con Jerusalén. Entre ellas estaba Nigeria. La ruptura podría haber sido un golpe mortal para Israel: Nigeria proporcionaba el 60 por ciento de los suministros de petróleo a Israel a cambio de armas vendidas en un principio a Israel por Estados Unidos. A pesar de la ruptura diplomática, el primer ministro Yitzhak Shamir decidió continuar armando secretamente Nigeria a cambio de un continuo flujo de petróleo. Para Buckley era un «ejemplo palmario de pragmatismo político». Otro fue el modo en que el Mossad empezó a apuntalar a su vieja socia, la OSE. Como consecuencia de la invasión israelí del Líbano, en 1982, el Mossad encontró gran cantidad de documentos que revelaban vínculos estrechos entre la OLP y el Congreso Nacional Africano, la bestia negra de la OSE. El material incriminador fue entregado a la oficina y permitió a sus agentes arrestar y torturar a cientos de miembros del CNA.

Los años ochenta fueron tiempos felices para el gran safari africano del Mossad. Al mismo tiempo que ponía a los chinos en contra de los rusos, complicaba las cosas a la CIA, el MI5 y otras agencias europeas que actuaban en el continente. Cada vez que alguien amenazaba su posición, el Mossad ponía en evidencia sus actividades. Un agente del MI5 fue descubierto en Kenia. En Zaire, naufragó una red de la inteligencia francesa. Una operación de la inteligencia alemana fue rápidamente abortada en Tanzania después de haber sido expuesta por el Mossad, mediante una confidencia a un periodista local.

Cuando el líder terrorista Abu Nidal, que había urdido el asesinato del embajador israelí en Londres, Shlomo Argov, el 3 de junio de 1983, trató de pedir asilo en Sudán, el Mossad prometió un millón de dólares de recompensa por su captura, vivo o muerto. Al final, Nidal escapó hacia su refugio en Bagdad.

En una docena de países el Mossad sacó provecho del naciente nacionalismo africano. Entre los agentes que habían servido en esos países se encontraba Yaakov Cohen, quien recordaba: «Les dimos la capacidad de inteligencia necesaria para mantenerse por delante de la oposición. En países como Nigeria, las rivalidades tribales condujeron a la guerra civil. Nuestra política era trabajar con cualquiera que quisiera trabajar con nosotros. De ese modo sabíamos todo lo que pasaba en el país. Se informaba del más leve cambio de humor que pudiera afectar a Israel».

Antes de ir a África, Cohen se había distinguido en misiones encubiertas en Egipto y otros lugares. Como parte de su disfraz, el Mossad había hecho que un cirujano plástico alterara el más notable de sus rasgos étnicos: la nariz. Cuando volvió del hospital, su esposa apenas lo reconoció con su nueva nariz.

El día de año nuevo de 1984, el parte diario de Nahum Admoni contenía noticias sobre un golpe de Estado en Nigeria. Una camarilla militar, conducida por el general de división Muhammad Buhari, había tomado el poder. La primera pregunta de Shamir fue de qué manera eso influiría en el suministro de petróleo a Israel. Nadie lo sabía. Durante todo el día se hicieron precipitados esfuerzos para ponerse en contacto con el nuevo régimen.

En su segundo día de mandato, Buhari publicó una lista de ex miembros del Gobierno acusados de diversos crímenes. El primero de la lista era Umaru Dikko, el depuesto ministro de Transporte, acusado de malversar millones de dólares en ganancias petroleras del Tesoro nacional. Dikko había huido del país y, a pesar de los tremendos esfuerzos por encontrarlo, había desaparecido.

Admoni vio su jugada de apertura. Viajando con un pasaporte canadiense —otro de los favoritos del Mossad— voló a Lagos, capital de Nigeria. Buhari lo recibió por la noche. El general escuchó la oferta de Admoni, plenamente respaldada por Rabin. A cambio de la garantía de no suspender el suministro petrolero a Israel, el Mossad encontraría a Dikko y lo traería de vuelta a Nigeria. Buhari tenía una pregunta: ¿Podría el Mossad localizar también el dinero que Dikko había robado?

Admoni dijo que el dinero estaría seguramente en cuentas numeradas de bancos suizos, imposibles de rastrear a menos que Dikko revelara voluntariamente su paradero. Buhari sonrió por primera vez. Cuando Dikko volviera a Nigeria, no habría problemas para hacerlo hablar. Buhari hizo una última pregunta: ¿Estaría dispuesto el Mossad a trabajar con el servicio secreto nigeriano y a no atribuirse el mérito de la captura de Dikko? Admoni aceptó. El Mossad no necesitaba apuntarse una operación que parecía bastante sencilla.

Los «espías supervivientes» de Rafi Eitan fueron movilizados en toda Europa.

Se enviaron katsas a indagar desde España hasta Suecia. Los sayanim de doce países fueron puestos en alerta: se dijo a los médicos que estuvieran atentos en caso de que Dikko necesitara atención o recurriera a un cirujano plástico para cambiar de aspecto; los conserjes de los hoteles de Saint Moritz y Montecarlo, antiguos lugares de recreo de Dikko, vigilaban. Los empleados de las agencias de coches avisarían si alquilaba un automóvil; se pidió a los agentes de viajes que dieran aviso si compraba un pasaje. Los sayanim que trabajaban para las empresas de tarjetas de crédito debían vigilar si usaba las suyas.

Los camareros memorizaron la descripción de Dikko; los sastres, sus medidas y; los camiseros, el tamaño de su cuello. Los zapateros de Roma y París fueron puestos al corriente de que calzaba zapatos hechos a medida del número cuarenta. Se le pidió a Robert Maxwell que sondeara a sus contactos de alto nivel entre los diplomáticos africanos. Como todos, no obtuvo respuesta.

No obstante, Admoni decidió que Dikko se escondía en Londres —la ciudad se había convertido en refugio de los opositores al nuevo gobierno— y desplazó a sus mejores katsas hasta allí. Con ellos iban agentes de seguridad nigerianos, al mando del comandante Muhammad Yusufu. Alquilaron un apartamento en la calle Cromwell. Los katsas se alojaron en hoteles donde se hospedaban turistas africanos.

Trabajando por separado, los dos grupos se movieron dentro de la pequeña comunidad nigeriana. Los hombres de Yusufu se hacían pasar por refugiados del nuevo régimen y, los katsas, por simpatizantes de las aspiraciones africanas para derrocar al régimen de Pretoria. Gradualmente estrecharon el cerco al oeste de Londres, cerca de Hyde Park, donde muchos nigerianos ricos vivían en el exilio.

Empezaron a repasar los registros electorales del distrito, de libre consulta en el municipio. No llegaron a nada.

Entonces, siete meses después de que Dikko huyera de Lagos, reapareció. El 30 de junio de 1984, un katsa que conducía por Queensway, una concurrida calle, avistó cerca de Bayswater a un hombre que encajaba en la descripción de Umaru Dikko. Parecía más viejo y delgado, pero la cara ancha y los ojos negros como el carbón, que ni miraron el auto del katsa, no dejaban lugar a dudas.

El katsa buscó un sitio para aparcar y siguió a pie los pasos de Dikko hasta una casa cercana de Dorchester Terrace. Admoni fue inmediatamente informado.

Ordenó la permanente vigilancia de la casa como único paso a dar. Durante los primeros tres días de julio de 1984, dos agentes mantuvieron continuamente vigilado a Dikko. Entretanto, los nigerianos usaban su embajada como base para preparar una operación de secuestro, inspirada en la que Rafi Eitan había montado para atrapar a Eichmann.

Excepcionalmente, se le había asignado un papel preponderante a un extraño, el doctor Levi Arie Shapiro, anestesista y director de la unidad de cuidados intensivos del hospital Hasharon de Tel Aviv. Había sido reclutado por Alexander Barak, un katsa que apeló al patriotismo del médico. El doctor accedió a viajar a Londres y gastar los mil dólares que Barak le había entregado para comprar equipo médico: anestesia y un tubo endotraqueal. Recibiría más instrucciones en Londres. Shapiro no quiso aceptar dinero por su colaboración porque estaba orgulloso de servir a Israel. Otro katsa, Félix Abithol, había llegado a Londres en un vuelo de Amsterdam, el 2 de julio. Se registró en el hotel Russell Square. Su primera orden al jefe del equipo nigeriano, el comandante Yusufu, fue que alquilara una furgoneta. Uno de los hombres de Yusufu alquiló una de color amarillo canario. Ése bien pudo haber sido el momento en el que el plan comenzó a venirse abajo.

La noche del 3 de julio, un carguero 707 de Nigerian Airways aterrizó en el aeropuerto de Stansted, cuarenta y cinco kilómetros al noreste de Londres. Había volado desde Lagos, vacío. Según dijo el piloto a las autoridades del aeropuerto, su cometido era recoger equipaje diplomático de la embajada en Londres. Entre la tripulación había varios agentes de seguridad, que se identificaron abiertamente y alegaron encontrarse allí para proteger el equipaje. Su presencia fue comunicada a la Brigada Especial de Scotland Yard. Había habido varias denuncias en los meses precedentes porque el régimen nigeriano amenazaba a los exiliados en Londres. Se ordenó a los hombres de seguridad que no abandonaran el aeropuerto. Aparte de las visitas a la cafetería de la terminal, permanecieron a bordo de la aeronave.

Al día siguiente, alrededor de media mañana, la furgoneta color canario salió de un garaje de Notting Hill Gate que había sido alquilado por uno de los nigerianos. Yusufu iba al volante. En la parte posterior se agazapaba el doctor Shapiro, junto a un cajón. En cuclillas iban Barak y Abithol. A mediodía, en Stansted, el piloto del 707 anotó la partida hacia Lagos para las tres de la tarde. El plan de vuelo describía la carga como dos cajones de «documentación» para el Ministerio de Asuntos Exteriores en Lagos. Aquellos papeles requerían inmunidad diplomática para ambos contenedores.

Poco antes de mediodía, la furgoneta sorteó el tráfico y estacionó delante de la casa de Dorchester Terrace. Poco después, Umaru Dikko salió para almorzar con un amigo en un restaurante cercano. Su secretaria particular, Elizabeth Hayes, estaba mirando por la ventana. Cuando se daba la vuelta, la puerta posterior de la furgoneta se abrió de golpe y «dos hombres de color aferraron al señor Dikko y lo obligaron a entrar en el vehículo. Sólo atinó a gritar algo antes de que subieran tras él y la furgoneta partiera a toda velocidad».

Cuando se recuperó, la secretaria marcó el número de emergencias. Al cabo de pocos minutos la policía llegó al lugar de los hechos, seguida por el comandante William Hucklesby, de la Brigada Anti-terrorista de Scotland Yard. Éste sospechaba lo que había ocurrido. Cada puerto y aeropuerto fue alertado. Para Hucklesby la situación tenía particulares dificultades. Si Dikko había sido raptado por el régimen nigeriano, eso podía acarrear problemas políticos complicados. El Ministerio de Asuntos Exteriores y Downing Street fueron puestos al corriente.

Hucklesby recibió la orden de hacer lo que considerara oportuno.

Poco antes de las tres de la tarde la furgoneta llegó a la terminal de carga de Stansted. Yusufu mostró un pasaporte diplomático nigeriano a los oficiales de seguridad de la aduana, que observaron cómo cargaban los dos contenedores.

Uno de los oficiales, Charles Morrow, diría: «Había algo que no me convencía».

«Luego oí un ruido que provenía de uno de los contenedores. Pensé, "me importa un comino". Inmunidad diplomática o no, necesitaba ver su contenido».

Las cajas fueron bajadas del avión y llevadas a un hangar, a pesar de las airadas protestas de Yusufu, que exigía que se respetara la inmunidad diplomática. En la primera caja descubrieron a Umaru Dikko, atado y anestesiado.

A su lado se encontraba el doctor Shapiro, con una jeringa en la mano, listo para aumentar la dosis de anestesia. Umaru llevaba un tubo endotraqueal en la garganta para evitar que se ahogara con su propio vómito. En el otro contenedor se acuclillaban Barak y Abithol.

Durante el juicio, ambos agentes se atuvieron estoicamente a la versión de que eran mercenarios que trabajaban para un grupo de empresarios nigerianos que deseaban que Dikko fuera llevado ante los tribunales. Uno de los abogados más eminentes y caros de Gran Bretaña, George Carmen, había sido contratado para su defensa. En su alegato final, dijo: «Quizá la explicación más plausible es que el servicio de inteligencia israelí nunca estuvo demasiado alejado de la operación».

La fiscalía no presentó ninguna prueba que implicara al Mossad. Lo dejó todo en manos del juez de la causa. Éste dijo al jurado: «El dedo acusador apunta casi con toda probabilidad al Mossad».

Condenaron a Barak a catorce años de prisión; al doctor Shapiro y a Abithol, a diez años cada uno; Yusufu fue condenado a doce años. Todos fueron posteriormente puestos en libertad por buena conducta y deportados sin escándalo a Israel. Como había ocurrido con otros que habían servido bien al Mossad, el servicio se aseguró de que quedaran fuera del foco de atención y no tuvieran que contestar preguntas comprometidas. El doctor Shapiro, por ejemplo, a pesar de haber violado su juramento hipocrático, siguió ejerciendo la medicina.

El MI5 advirtió a Nahum Admoni que, si se producía otro desliz, el Mossad sería tratado como un servicio poco amistoso. Para entonces, el jefe del Mossad estaba planeando otra operación diseñada para recordar a Gran Bretaña quiénes eran los verdaderos enemigos y, al mismo tiempo, ganar adeptos a Israel.