Benditos sean los amos del espionaje

Una de las macizas puertas del arco de las Campanas ya estaba cerrada, preludio a la ceremonia diaria de cerrar todas las entradas al Vaticano con el toque de medianoche, cuando la limusina Fiat azul oscuro traqueteó sobre los adoquines alumbrando con los faros a los dos guardias suizos arrebujados en el capote para protegerse del frío. Detrás de ellos se encontraba un miembro de seguridad. Uno de los guardias se adelantó levantando un brazo entre el saludo y el alto al paso.

Se esperaba la llegada del coche y, al volante, iba la figura familiar de un chófer del Vaticano. Pero después del intento de asesinato del Papa, nadie quería correr riesgos.

El chófer había esperado una hora en el aeropuerto de Roma porque el vuelo de Viena llevaba retraso debido a las malas condiciones climatológicas. El guardia retrocedió después de levantar el brazo en un franco saludo al pasajero que viajaba en el asiento posterior. No hubo respuesta.

El coche pasó junto a la basílica de San Pedro y avanzó sobre el empedrado del patio de San Dámaso antes de frenar a la entrada del palacio papal. El conductor descendió de un salto y abrió la puerta a su pasajero. El arzobispo Luigi Poggi salió, completamente vestido de negro, el alzacuello cubierto con una bufanda. Físicamente se parecía a Rafi Eitan: los mismos hombros y bíceps poderosos, el mismo balanceo al andar y unos ojos capaces de ser tan fríos como esa noche invernal.

Como de costumbre, Poggi había viajado con una pequeña maleta de cuero que contenía sus efectos personales y un maletín provisto de una cerradura de combinación. A menudo bromeaba acerca de que pasaba más tiempo dormitando en los asientos de los aviones que durmiendo en la espaciosa suite que ocupaba al fondo del palacio.

Pocos de sus recientes viajes habían tenido la importancia de lo que se le había dicho en esa cita, en el viejo barrio judío de Viena. Allí, en un angosto edificio de techo inclinado, a pocas manzanas de las oficinas del cazador de nazis Simón Wiesenthal, el arzobispo había escuchado absorto a un hombre que se hacía llamar simplemente Eli.

Poggi ya estaba acostumbrado a tales precauciones en sus relaciones con el Mossad. Nadie llevaba tan lejos la seguridad como sus agentes. El único detalle personal que conocía sobre Eli era que hablaba varios idiomas y que había contestado finalmente la pregunta acerca de quién había orquestado el atentado contra la vida del Papa.

Por su parte, el trabajo de Luigi Poggi era tan secreto que en el Annuario Pontificio, donde constaban los nombres y ocupaciones de los miembros del Vaticano, no había rastro de que el arzobispo hubiera establecido, durante más de veinte años, contactos propios, secretos y de fiar, que llegaban hasta el Kremlin, Washington y los pasillos del poder en Europa. Había sido uno de los primeros en enterarse de que el líder soviético Yuri Andropov se estaba muriendo de hepatitis crónica. Poggi había estado en la misión rusa en Ginebra, un palacio del Siglo XIX surtido con el mejor vodka y el caviar que tanto gustaba al arzobispo, y se había enterado de primera mano de que Moscú se avenía a retirar los misiles nucleares que apuntaban hacia Europa si Estados Unidos dejaba de jugar fuerte en las conferencias de desarme. Las noticias habían sido comunicadas al jefe del cuartel de la CIA, durante su visita al Papa de los viernes por la noche. Durante más de dos décadas Poggi había proporcionado detalles a los pontífices que les permitían evaluar mejor la información procedente de otras fuentes. El arzobispo tenía la habilidad, rara incluso entre los diplomáticos, de presentar una rápida y equilibrada valoración de los materiales provenientes de una docena de fuentes y casi en la misma cantidad de idiomas, muchos de los cuales hablaba con fluidez.

En su siguiente encuentro con Eli, Poggi había hablado en el tono suave que lo caracterizaba. Mantenía los ojos castaños bien atentos y la boca cerrada antes de hacer una nueva pregunta, y no perdía jamás la compostura.

Pero esa fría noche de invierno, sin duda fatigado por los viajes, se le podía perdonar un cambio de paso. Caminó por el palacio pasando junto a los miembros de seguridad y los guardias, que lo saludaron en posición de firmes, y tomó el ascensor hacia los aposentos papales.

El mayordomo del Papa lo acompañó hasta el estudio de Juan Pablo. Los estantes llenos de libros mostraban la diversidad de intereses del Papa. Junto a ediciones polacas de los clásicos y obras de teólogos y filósofos había ejemplares de la International Defense Review y libros con títulos tan sugestivos como Problemas de disposición militar o Equilibrio militar y ataque sorpresa. Reflejaban la convicción inmutable del Papa de que el mayor enemigo del mundo en 1983 seguía siendo el comunismo soviético.

Juan Pablo no había perdido la oportunidad de decir a su personal que, antes de la llegada del nuevo milenio, algo «decisivo» se iba a precipitar sobre el mundo.

Se había negado a responder a sus preguntas, sacudiendo la cabeza y diciendo que todos debían rezar para que la Iglesia no perdiera más terreno frente al comunismo y el laicismo que se extendía por Estados Unidos, Alemania y Holanda. Insistía en que había salvado la vida en la plaza de San Pedro para luchar contra eso.

Poggi sabía que esta preocupación, más que ninguna, había afectado a Juan Pablo física y mentalmente. Después de los saludos, Poggi no pudo dejar de notar que, en privado, el Papa se había vuelto más reservado.

Las balas de Agca no sólo habían destruido hueso y tejidos sino que habían dejado cicatrices emocionales que habían convertido al Papa en un hombre introspectivo y, a veces, distante.

Sentado con ambas manos sobre las rodillas, la posición habitual de Poggi cuando tenía que comunicar noticias graves, el arzobispo relató una historia que había comenzado en las primeras semanas después de que Agca disparara al Papa.

Cuando las noticias de lo que había ocurrido en la plaza de San Pedro, el 13 de mayo de 1981, llegaron a Tel Aviv, la inmediata reacción del jefe del Mossad, Yitzhak Hofi, fue pensar que el atentado había sido obra de un maniático. Por más impactante que fuera el incidente de Roma, no tenía directa incidencia en los normales intereses del Mossad.

Los árabes de Israel se estaban volviendo cada vez más extremistas y, al mismo tiempo, los extremistas judíos, liderados por el partido Kahane Kach, actuaban con mayor violencia. Justo a tiempo se había descubierto su plan para destruir el santuario musulmán más importante de Jerusalén, la mezquita de Omar. De haber tenido éxito, las consecuencias habían sido una pesadilla inimaginable. La guerra del Líbano seguía adelante, a pesar del puente diplomático que Estados Unidos había tendido entre Damasco, Beirut y Jerusalén.

En el Gabinete, el primer ministro Begin conducía un partido ansioso por un encuentro «final» a gran escala con la OLP. El asesinato de Yasser Arafat seguía siendo una prioridad del Mossad; durante el mismo mes en que el Papa fue herido, hubo dos intentos de matar al presidente de la OLP.

El hecho de que, aparentemente, todos los servicios de inteligencia occidentales estuvieran investigando el atentado contra el Papa, también influyó en la decisión de Hofi de mantener al Mossad fuera de la cuestión. En cualquier caso, esperaba enterarse por ellos de los entresijos del incidente.

Todavía aguardaba que se lo contaran cuando fue reemplazado por Nahum Admoni, en septiembre de 1982. De ascendencia polaca —sus padres habían sido inmigrantes de clase media de Gdansk—, Admoni sentía más que una mediana curiosidad por la Iglesia Católica. Durante su estancia en el extranjero trabajando de manera encubierta en Estados Unidos y Francia, había visto cuan poderosa podía ser la influencia de la Iglesia. Roma había ayudado a la elección del católico Kennedy y, en Francia, la Iglesia seguía teniendo un papel importante en la política.

Una vez en el cargo, Admoni pidió el expediente del Mossad sobre el intento de asesinato del Papa. Contenía sobre todo recortes de periódico y un informe del katsa en Roma que no profundizaba mucho más. Curiosamente, los seis servicios de inteligencia que habían hecho sus propias investigaciones, incluida la entrevista a Agca en su celda de máxima seguridad en la cárcel romana de Rebibbia, no habían logrado poner sus datos en común. Admoni decidió llevar a cabo su propia investigación.

William Casey, entonces director de la CIA, diría más tarde que «la razón más probable quizá fuese el olfato del Mossad de que tal vez con ello se le abriese un camino hacia el Vaticano. Admoni debía pensar que iba a conseguir algo que intercambiar con la Santa Sede».

En la estela del infructuoso intento de Golda Meir por establecer relaciones diplomáticas con el Vaticano, Zvi Zamir había colocado una presencia permanente del Mossad en Roma para penetrar en el Vaticano. Trabajando cerca del edificio de la embajada, el katsa había tratado vanamente de reclutar sacerdotes como informadores. La mayor parte de lo que averiguó eran chismes captados en los bares y restaurantes frecuentados por el personal vaticano. Logró poco más que mirar con envidia al jefe del cuartel de la CIA en Roma cuando salía hacia el Vaticano para sus visitas de los viernes al Santo Padre, reanudadas tan pronto como el pontífice se recuperó de sus heridas.

Durante esa convalecencia, el cardenal Agostino Casaroli, secretario de Estado, había dirigido el Vaticano. El katsa había oído que Casaroli expresaba francamente sus sentimientos acerca del incidente: la CIA debió haber estado al tanto sobre Agca y el complot. El katsa informó a Tel Aviv sobre el punto de vista del secretario.

Dentro de la inteligencia norteamericana, prevalecía la opinión de que Agca había sido el gatillo de un complot para matar al pontífice inspirado por el KGB. En un informe declarado de alto secreto y titulado Atentado de Agca contra el Papa: el caso de la participación soviética, se argumentaba que Moscú temía que el pontífice encendiera la mecha del nacionalismo polaco.

Ya en 1981, Solidaridad, el movimiento nacional de los trabajadores liderado por Lech Walesa, se encontraba ejercitando sus músculos cada vez más y las autoridades se veían sometidas a la presión de Moscú para contener las actividades del sindicato.

El Papa había pedido a Walesa que no hiciera nada que provocara la intervención militar soviética. Juan Pablo II había instado al moribundo cardenal Stefan Wyszinski que asegurara a los líderes comunistas del país que el pontífice no permitiría que Solidaridad traspasara los límites. Cuando el sindicato planeó una huelga general, el propio Wyszinski se postró ante Walesa en su oficina, se aferró al pantalón del estupefacto trabajador de los astilleros y le dijo que no lo soltaría hasta morir. Walesa suspendió la huelga.

En Tel Aviv, los analistas del Mossad advirtieron que el pontífice entendía plenamente la necesidad de calmar a los soviéticos con respecto a Polonia para que Solidaridad no perdiera el considerable terreno que había conquistado.

Parecía improbable que Moscú hubiera querido matar al Papa. Todavía quedaba la posibilidad de que los soviéticos hubieran subcontratado para el asesinato a uno de sus secuaces. En el pasado, el servicio secreto búlgaro había llevado a cabo misiones similares para el KGB cuando era necesario que la participación de ésta no se supiera. Pero los analistas consideraban imposible que en aquella ocasión el KGB hubiera delegado una misión tan importante. Los búlgaros jamás habrían organizado el asesinato por su propia voluntad.

Nahum Admoni empezó a explorar la relación actual entre la CIA y el papado.

En los intervalos de las visitas regulares de Casey al Papa, un protagonista importante de la relación entre el servicio y la Santa Sede era el cardenal John Krol de Filadelfia, que enlazaba la Casa Blanca con el palacio papal. Para monseñor John Magee, secretario anglohablante del Papa, «Krol era el amigo super-especial del Santo Padre. Ambos tenían los mismos orígenes, sabían las mismas historias y canciones polacas y podían bromear a la hora de la cena en el mismo dialecto polaco. El resto de nosotros nos limitábamos a mirar y sonreír, sin entender ni una palabra».

Había sido Krol quien acompañaba a Casey durante la primera audiencia del jefe de la CIA con el Papa, después de su convalecencia. Más tarde, el cardenal le había presentado al adjunto de Casey, Vernon Walters. Desde entonces, la lista de temas tratados por el oficial de la CIA y el pontífice abarcaba desde el terrorismo en Oriente Medio hasta la política interna de la Iglesia o la salud de los dirigentes del Kremlin. Para Richard Alien, un católico que fue el primer consejero de seguridad de Reagan: «la relación entre la CIA y el Papa fue una de las más grandes alianzas de todos los tiempos. Reagan albergaba la profunda convicción de que el Papa iba a ayudarlo a cambiar el mundo».

Con más exactitud, habían establecido metas comunes. El presidente y el pontífice habían proclamado su unánime oposición al aborto. Estados Unidos bloqueó millones de dólares de ayuda a países que contaban con programas de planificación familiar. El Papa, «mediante un significativo silencio», apoyaba las políticas militares de Estados Unidos, incluida la de proveer a la OTAN con una nueva generación de misiles crucero. La CIA solía poner micrófonos en los teléfonos de los obispos y curas centroamericanos que abogaban por la teología de la liberación y se oponían a las fuerzas sustentadas por Estados Unidos en Nicaragua y El Salvador; las transcripciones telefónicas formaban parte de los informes que el jefe del cuartel de la CIA en Roma presentaba durante sus visitas de los viernes. Reagan había autorizado también al coronel Oliver North, que trabajaba entonces para el Consejo Nacional de Seguridad, a realizar sustanciales pagos a curas que el Vaticano estimaba «leales» en Centroamérica y Sudamérica, África y Asia. El dinero se usaba para financiar su pródigo estilo de vida y promocionar la oposición papal al control de la natalidad y el aborto.

Una de las tareas del secretario personal del Papa, monseñor Emery Kabongo, era mantener actualizada la lista de sacerdotes en nómina. Otra, archivar los documentos entregados por la CIA y tomar notas en sus encuentros clandestinos con el Papa.

Kabongo había conocido a los amos del espionaje de Washington el 30 de noviembre de 1981, poco después de que Juan Pablo volviera al trabajo una vez repuesto del atentado. Después de que Kabongo se reuniera con el Papa para rezar los maitines, cuando el gran reloj del pasillo vecino a la capilla papal señalaba las cinco y cuarto de la mañana, los dos hombres se encaminaron hacia el estudio artesonado para recibir al director adjunto de la CIA Vernon Walters.

Kabongo recordaba así el episodio:

«Ocupé mi posición habitual en un rincón de la habitación, con una libreta sobre las rodillas. No había intérprete. El general Walters preguntó en qué idioma debía hablar. Su Santidad le respondió que el italiano le resultaba cómodo. Walters empezó diciendo que traía saludos del presidente Reagan. El Papa respondió a la gentileza. Luego, a los negocios. Walters mostró fotos de satélite y Su Santidad estaba fascinado de lo claras que eran. Walters habló durante más de una hora sobre la opinión de la CIA acerca de las últimas intenciones soviéticas. Su Santidad se lo agradeció. Al final de la reunión, Walters sacó una serie de rosarios y le pidió al Papa que los bendijera tras explicarle que eran para sus familiares y amigos. El Papa accedió».

Intrigado por la habilidad del Papa para pasar de temas espirituales a temas materiales, Admoni recurrió a su amistad personal con el secretario de Estado Alexander Haig —se habían conocido cuando Admoni trabajaba en la embajada israelí en Washington— para que le consiguiera en la CIA una copia del perfil psicológico de Juan Pablo II.

Era el retrato de un hombre cuyo fervor religioso podía ser tan intenso que llegaba a llorar cuando rezaba y a menudo lo encontraban tendido sobre el suelo de mármol de su capilla, boca abajo, con los brazos en cruz, inmóvil como un muerto. Podía pasar horas en esa posición. Sin embargo su ira era repentina y temible: cuando lo dominaba explotaba y gritaba. Su dominio de la geopolítica era formidable y podía ser tan impávido como un dictador. Juan Pablo tampoco tenía miedo de enfrentarse a la Curia, la administración civil del Vaticano o a su secretario de Estado Agostino Casaroli. Según el perfil, Juan Pablo «estaba muy politizado a raíz de sus experiencias polacas y disfrutaba de actuar en el plano mundial».

Una cosa le quedó clara a Nahum Admoni: las íntimas relaciones de mutuo servicio entre el Papa y la CIA habían jugado un papel importante en la aceptación del punto de vista norteamericano sobre la responsabilidad del Kremlin en la organización del atentado.

Sin embargo, si se probara que ese supuesto era equivocado, ¿cómo reaccionaría el Papa? ¿Se destruiría su fe en la CIA? ¿O se volvería receloso con todos los servicios de inteligencia? ¿Permitiría eso al Mossad —si podía demostrar la existencia de otra mano detrás del atentado— encontrar un camino hacia el Vaticano? Si no era admitido como consejero pleno del papado en materia de secretos seculares, por lo menos quizá lograra que se diera crédito a sus informaciones y, a cambio, esperar una revisión de la actitud de la Santa Sede hacia Israel.

Seis meses después, la primera pregunta de Admoni sobre la participación de otros en la organización del atentado fue respondida satisfactoriamente.

El complot había sido preparado en Teherán con la completa aprobación del ayatolá Jomeini. Matar al Papa era el primer movimiento de la Jihad, la Guerra Santa contra Occidente y lo que Jomeini consideraba sus valores decadentes aprobados por la mayor Iglesia cristiana.

Un informe presentado ante Admoni decía: «Jomeini sigue siendo un clásico ejemplo de fanatismo religioso. Se ha arrogado la función de Dios-instructor para su gente. Con el fin de mantener esa ilusión, necesitará actuar de manera cada vez más peligrosa para Israel, Occidente y el mundo entero».

Anticipándose al fracaso de Agca, sus superiores iraníes se habían asegurado de que fuera visto como un fanático solitario. Para lograrlo habían filtrado algunos de sus antecedentes. Mehmet Ali Agca había nacido en el lejano pueblo de Yesiltepe, al este de Turquía y había sido criado en un semillero del fundamentalismo islámico. A la edad de diecinueve años se unió a los Lobos Grises, un grupo terrorista pro-iraní, responsable de mucha de la violencia habida en una Turquía que aspiraba a la democracia. En febrero de 1979, Agca asesinó al editor de un periódico de Estambul famoso por su política a favor de Occidente.

Tras ser arrestado, Agca escapó con la ayuda de los Lobos Grises. Al día siguiente, el diario recibió una carta escalofriante sobre la inminente visita del Papa, prevista para tres días después: «Los imperialistas occidentales, temerosos de que Turquía y sus repúblicas islámicas hermanas lleguen a ser potencias políticas, militares y económicas en Oriente Medio, envían en este delicado momento a Turquía al Comandante de los Cruzados, Juan Pablo, ungido como líder religioso. Si no se cancela esta visita, voy a matar al Papa Comandante».

Admoni quedó convencido de que la carta se había escrito en Teherán: su estilo y contenido sobrepasaban la capacidad del casi analfabeto Agca. Los rastreos informáticos del Mossad revelaron que Jomeini, en sus discursos, se había referido al Papa como el «Comandante de las Cruzadas» y el «Papa Comandante».

Al final, la visita del pontífice transcurrió sin incidentes. El nombre de Agca y su foto se introdujeron en los ordenadores de numerosos servicios de inteligencia, pero no en los del Mossad. A Otto Kormek, un oficial del servicio secreto austríaco que había estado a cargo de las averiguaciones sobre el atentado contra el Papa, le pareció que «no era necesario informar al Mossad. Israel sería el último lugar del mundo adonde a Agca se le ocurriría ir».

La investigación del Mossad descubrió que, tras su fuga, Agca fue llevado misteriosamente a Irán, donde pasó meses en campos de entrenamiento. A partir de sus propias fuentes en esos campos, el Mossad se había hecho una idea sobre la vida de Agca en esa época.

Se levantaba antes del alba, con los ojos pequeños e irritados muy hundidos en su cara larga, atentos mientras los otros se despertaban. Las primeras luces del día dejaban ver los carteles de las paredes de su cabaña: fotos del ayatolá Jomeini y eslóganes revolucionarios destinados a alimentar sus fantasías. Las canciones que se oían por los altavoces acentuaban ese clima.

Vestido con camiseta y pantalones cortos, Agca tenía una figura poco agraciada: manos y pies largos, desproporcionados, pecho hundido, hombros huesudos y brazos y piernas esmirriados. Lo primero que hacía cada mañana, como los otros reclutas, era extender su alfombra para orar y postrarse tres veces hasta tocar el suelo con la frente pronunciando el nombre de Alá, Señor del Mundo, Clemente y Misericordioso, Supremo Soberano del Juicio Final. Después, empezaba a recitar la lista de despechos, que el instructor le había hecho escribir.

Era una lista larga y variada que incluía a todos los imperialistas, la OTAN y los países árabes que se habían negado a cortar el flujo de petróleo hacia Occidente.

Pedía especialmente a Alá que destruyera Estados Unidos, la nación más poderosa del mundo, y a su gente; le rogaba que su estilo de vida, sus valores y costumbres, la razón misma de su existencia les fueran arrebatados.

Finalmente, quedaban sus odios religiosos. Eran los más virulentos, llegaban a consumirlo como un cáncer y devorarle el cerebro. Veía las otras confesiones como una amenaza contra su fe. Sus instructores le habían enseñado a reducir ese odio a una sola imagen reconocible: un hombre vestido de blanco que vivía en un palacio enorme mucho más allá de las montañas. Desde allí gobernaba como un califa de antaño, sancionando decretos y dando órdenes que millones de personas obedecían. El hombre divulgaba su odiado mensaje de la misma manera que lo habían hecho sus predecesores durante más de diecinueve siglos.

Rodeado de pompa y de gloria, con más títulos que Alá, el hombre era conocido como Siervo de los Siervos de Dios, Patriarca de Occidente, Vicario de Cristo en la Tierra, Obispo de Roma, Soberano del Estado Vaticano, Supremo Pontífice, Su Santidad Juan Pablo II.

Se le había prometido a Agca que, cuando llegara el momento, tendría su oportunidad de matar al Papa. Sus instructores grabaron en su mente que no había sido coincidencia que el Papa llegara al trono al mismo tiempo que el amado Jomeini liberaba a Irán del régimen del sha. El «infiel de Roma», como se le enseñó a llamar al Papa, había venido para destruir la revolución que el ayatolá había proclamado en nombre del Sagrado Corán.

Existía una pizca de verdad en la acusación. Juan Pablo había hablado severamente contra el Islam y los peligros que entrañaba su fundamentalismo. Al visitar la planta de Olivetti, en Ivrea, el Papa había sorprendido a los trabajadores con un pasaje espontáneo de su discurso: «Lo que el Corán predica es agresión; lo que nosotros enseñamos es paz. Por supuesto, siempre está la naturaleza humana que distorsiona cualquier mensaje religioso. Pero aunque la gente pueda ser descarriada por los vicios y los malos hábitos, la cristiandad aspira al amor y la paz. El islam es una religión que ataca. Si se empieza por enseñar agresión a la comunidad, se termina por alimentar los elementos negativos de todos. Ya se sabe a qué conduce eso: esa gente nos va a asaltar».

En enero de 1981, Agca había volado a Libia. Inicialmente, al Mossad le había intrigado esa parte del viaje, hasta que un informador en Trípoli descubrió que un oficial renegado de la CIA, Frank Terpil no estaba en el país en ese momento.

Terpil había sido procesado por un Gran Jurado, acusado de los cargos de haber enviado armas a Libia, conspirado para asesinar a un opositor de Gaddafi en El Cairo, y reclutado ex pilotos militares norteamericanos para volar aviones libios y boinas verdes para dirigir campos de entrenamiento terrorista. En Libia enseñaba a los terroristas a evitar ser detectados por las agencias occidentales. Terpil se había mudado a Beirut, donde desapareció. El Mossad creía que había sido asesinado cuando dejó de ser útil.

El Mossad sabía que el contacto de Agca con Terpil había sido arreglado por sus patrones en Teherán y filtrado al KGB, después del atentado contra el Papa, para que los rusos tuvieran una prueba de la participación de la CIA en el complot.

Al igual que el Mossad, el KGB contaba con un efectivo departamento de acción psicológica. La ficción sobre la CIA llenó las páginas de los periódicos y los espacios televisivos. Para embarrar más las aguas, los dignatarios de Teherán determinaron que Agca, después de dejar Libia en febrero de 1981, viajara a Sofía, Bulgaria, para encontrarse con gente que supuestamente formaba parte del servicio secreto de ese país. Furiosa ante los intentos del KGB por inculpar a la agencia la CIA devolvió el golpe declarando que los búlgaros habían manejado a Agca a petición del Kremlin.

Desde el punto de vista del Mossad, la situación era perfecta para explotar el principio «divide y vencerás». No sólo estaría en condiciones de desacreditar a la CIA en el Vaticano sino, por fin, de promocionar su versión de los hechos como la única valedera. El Mossad había encontrado la manera de hacerse oír por el Papa. Todo lo demás partiría de ese punto: sus oficiales tendrían acceso a la formidable red de información de la Secretaría de Estado; los katsas podrían trabajar con curas y monjas o sacarles datos y, llegada la oportunidad, se colocarían por fin esos micrófonos en los santos lugares que Zvi Zamir había indicado.

Cuando el Mossad completó el resumen de la odisea de Mehmet Ali Agca, Nahum Admoni se dispuso a contestar la única pregunta que convertiría todo aquello en realidad. Una vez más la búsqueda informática permitió encontrar la solución. Uno de los «espías supervivientes» de Rafi Eitan, un católico que vivía en Munich, les había contado el extraordinario papel que Luigi Poggi cumplía en el papado. Nahum Admoni había llamado a Eli y le había ordenado ponerse en contacto con Poggi.

Ahora, dos años después del atentado, el arzobispo pasaba la noche en vela explicándole a Juan Pablo lo que Eli le había contado.

Un mes después, el 23 de diciembre de 1983, a las cuatro y media de la madrugada, casi tres horas antes que se apagaran las luces del árbol de Navidad en la plaza de San Pedro, el Papa fue despertado por su ayuda de cámara.

El dormitorio era sorprendentemente pequeño, todavía tapizado con los tonos pastel que le gustaban a su predecesor. El piso de madera lustrosa estaba cubierto en parte por una alfombra tejida por monjas polacas. Había un crucifijo en la pared, sobre la cabecera de la cama en la que cuatro papas anteriores habían esperado la muerte. Ocupaba otra pared un exquisito cuadro de la Santa Virgen.

Ambos eran regalos de Polonia. Además del ayuda de cámara, quienes lo veían a esa hora —por lo general sacerdotes de su administración con noticias urgentes— quedaban aliviados al ver que Juan Pablo había recuperado algo de su antiguo vigor y vitalidad.

Como siempre, el Papa empezó su día arrodillándose en el reclinatorio para rezar en privado. Luego se duchó, se afeitó y se puso la ropa preparada por el ayuda de cámara: una pesada sotana de lana con esclavina, camisa clerical blanca, medias blancas, zapatos marrones y solideo blanco. Estaba listo para ir a ver a Agca a la prisión de Rebibbia.

El encuentro fue concertado a petición del Papa como un «acto de perdón». En realidad, Juan Pablo quería saber si era cierto lo dicho por el Mossad. Fue conducido a la prisión por el mismo hombre que iba al volante del papa-móvil, en la plaza de San Pedro, el día en que Agca atentó contra él. Acompañada por una escolta de la policía romana, la limusina se dirigió hacia el noreste a través de la ciudad.

En otro coche viajaba un pequeño grupo de periodistas (el autor de este libro entre ellos). Habían sido invitados a presenciar el histórico momento en que el Papa y su asesino se encontraran cara a cara.

Dos horas después, Juan Pablo fue admitido en el ala de máxima seguridad de la prisión de Rebibbia. Caminó solo por el corredor hasta la puerta abierta de la celda T4, donde Agca esperaba de pie. Los periodistas permanecieron en el corredor. Con ellos había guardias preparados para correr a la celda de Agca en caso de que hiciera algún movimiento sospechoso.

Cuando el Papa tendió la mano, Agca fue a estrechársela, dudó y luego se inclinó a besar el anillo del Pescador. Después tomó la mano del Papa y la posó brevemente sobre su frente.

—¿Leí é Mehmet Ali Agca?

El Papa hizo la pregunta despacio. Le habían dicho que Agca había aprendido italiano en prisión.

—Sí —lo dijo con una breve sonrisa, como si se avergonzara de admitir quién era.

—¿Ab, leí abita qui? —Juan Pablo miró a su alrededor, genuinamente interesado en la celda donde su asesino frustrado pasaría quizás el resto de su vida.

—Sí.

Juan Pablo se sentó en una silla colocada justo junto a la puerta. Agca se hundió en la cama, frotándose las manos.

—¿Come si senté? —la pregunta del Papa era casi paternal.

—Bene, bene.

De repente Agca empezó a hablar con urgencia, locuazmente, en un bajo torrente de palabras que sólo el Papa podía escuchar.

La expresión de Juan Pablo se tornó más pensativa. Su rostro estaba junto al de Agca, ocultándolo parcialmente de los guardias y los periodistas. Agca susurró al oído izquierdo del Papa. El Papa sacudió imperceptiblemente la cabeza. Agca calló, con expresión de incertidumbre. Juan Pablo indicaba con un rápido movimiento de la mano derecha, que podía continuar. Ambos estaban tan cerca que sus cabezas casi se tocaban.

Los labios de Agca apenas se movían. Una expresión de dolor cruzó el rostro del pontífice. Cerró los ojos como si eso lo ayudara a concentrarse mejor.

De repente, Agca interrumpió su discurso. Juan Pablo no abrió los ojos. Sólo sus labios se movieron y solamente Agca pudo oír sus palabras.

Una vez más, Agca habló. Después de unos minutos, el Papa hizo otra seña con la mano. Agca dejó de hablar. Juan Pablo se cubrió la frente con la mano izquierda, como si quisiera ocultar sus ojos de Agca.

Luego, el Papa apretó el antebrazo de Agca como si quisiera agradecerle lo que había dicho. El diálogo duró veintiún minutos. Después el Papa se puso de pie, extendió la mano para invitar a Agca a levantarse y los dos hombres se miraron a los ojos. El pontífice culminó este momento de casi perfecto dramatismo sacando del bolsillo de su sotana una cajita de cartón con el sello pontificio. Se la entregó a Agca. Azorado, Agca le dio la vuelta en su mano.

El Papa esperaba con la más amable de las sonrisas en sus labios. Agca abrió la caja. Dentro había un rosario de nácar y plata.

—Ti ringrazio —le agradeció Agca.

—Mente, niente —respondió el Papa. Luego volvió a inclinarse y le dirigió algunas palabras sólo para él.

Por fin, sin decir más, el Papa salió de la celda.

Más tarde un portavoz del Vaticano dijo: «Ali Agca sabe cosas sólo hasta cierto nivel. Más allá de ese nivel no sabe nada. Si se trató de una conspiración, fue tramada por profesionales y los profesionales no dejan huellas. Uno nunca encuentra nada».

No por primera vez, el Vaticano había dicho sólo parte de la verdad. Agca había confirmado lo que Luigi Poggi supo por el Mossad. El complot para matar al Papa había sido gestado en Teherán. El descubrimiento iba a cambiar la actitud de Juan Pablo hacia el islam y hacia Israel.

Cada vez más a menudo decía a su personal que el verdadero conflicto del porvenir en el mundo no tendría lugar entre el Este y el Oeste, Rusia y Estados Unidos, sino entre el fundamentalismo islámico y la cristiandad. En público, tenía buen cuidado de separar la fe del islam del fanatismo fundamentalista.

En Israel, los analistas del Mossad vieron en el cambio de actitud del pontífice la primera señal de que el testimonio de Poggi había sido aceptado. Pero aunque no se dio ningún paso para invitar al Mossad a contribuir a la comprensión del mundo del Papa, éste había quedado convencido del valor de los diálogos entre Poggi y Eli. En Tel Aviv, Admoni le pidió a Eli que siguiera en contacto con Poggi.

Se encontraron en distintas ciudades europeas, algunas veces en una embajada israelí y otras, en una nunciatura apostólica. Sus conversaciones eran variadas, pero siempre se centraban en dos temas: la situación en Oriente Medio y el deseo del Papa de visitar Tierra Santa. Unido a esto estaba el continuo esfuerzo de Juan Pablo por encontrar una patria permanente para la OLP.

Poggi dejó claro que el Papa estaba fascinado con Yasser Arafat y que le tenía simpatía. Juan Pablo no compartía la opinión de Rafi Eitan, David Kimche y Uri Saguy sobre el líder de la OLP, a quien Eitan había considerado un asesino despiadado «carnicero de nuestras mujeres y niños, alguien a quien mataría con mis propias manos».

Para el pontífice, criado en la heroica resistencia polaca contra los nazis, Arafat era un desamparado, una figura carismática siempre capaz de escapar a los reiterados intentos del Mossad para asesinarlo. Poggi le contó a Eli que Arafat le había dicho al Papa que había desarrollado un sexto sentido «y un poco del séptimo» cuando estaba en peligro. «Un hombre como ése merece vivir», había concluido Poggi.

Estos comentarios dieron a Eli una visión más clara de la mentalidad papal.

Pero Juan Pablo defendió con hechos la verdad histórica de que las raíces judías de la cristiandad no deben ser olvidadas y el antisemitismo —tan común en su amada Polonia— debe ser erradicado.

En mayo de 1984 Poggi invitó a Eli al Vaticano. Los dos hombres conversaron juntos durante horas, en la oficina del arzobispo. Hasta el día de hoy nadie sabe de qué hablaron.

Una vez más, en Israel se vivían tiempos de escándalo en la comunidad de inteligencia. Un mes antes, el 12 de abril, cuatro terroristas de la OLP habían secuestrado un autobús con cuarenta y cinco pasajeros cuando éste se dirigía a la ciudad sureña de Ashqelon. La versión oficial del incidente fue que el Shin Bet había tomado por asalto el autobús y que en el tiroteo fueron abatidos dos de los terroristas y los otros dos, heridos, murieron camino del hospital.

Los diarios decían que habían sido sacados del vehículo sin heridas graves visibles. De ello se deducía que habían muerto a causa de haber sido brutalmente golpeados en la ambulancia por los oficiales del Shin Bet. Aunque no estuviera directamente implicado, la condena internacional del incidente salpicó al Mossad.

Con estos antecedentes, Poggi le explicó a Eli que no podía plantearse la cuestión de que el Papa estableciera relaciones diplomáticas con Israel. Hasta que lo hiciera, respondió Eli, no había posibilidad de que se le permitiera a Juan Pablo una visita a Tierra Santa.

Sin embargo, ambos acordaron que ese punto quedaría en suspenso en el puente de enlace que se ocupaban de construir.

El 13 de abril de 1986, Juan Pablo hizo algo que ningún otro pontífice había hecho nunca. Entró en la Sinagoga de Roma, en Lungotevere dei Cenci, donde lo abrazó el rabino principal de la ciudad.

Cada uno con sus propios ornamentos, los dos hombres caminaron lado a lado entre la silenciosa congregación hasta la teva, la plataforma desde donde se lee la Torah.[25]

Al fondo se encontraba Eli, que había jugado un papel en la consecución de este histórico hecho. Sin embargo, todavía no se había logrado el reconocimiento papal que quería Israel.

Eso llegaría por fin en diciembre de 1993, cuando se establecieron relaciones diplomáticas a pesar de la oposición de los representantes de la línea dura del Vaticano.

Para entonces, Nahum Admoni ya no era jefe del Mossad. Su sucesor, Shabtai Shavit, continuó el delicado proceso de un acercamiento de la agencia a la Santa Sede. Parte de esa maniobra consistía en demostrar al Papa que tanto Israel como la OLP tenían por fin verdadero interés en alcanzar un acuerdo y reconocían la amenaza común del fundamentalismo islámico. Juan Pablo II llevaba en su cuerpo las cicatrices que lo probaban.

Entretanto, el Mossad había estado ocupado con un continente en el que el Vaticano tenía depositadas muchas esperanzas de futuro: África. Desde allí, la Santa Sede esperaba ver surgir algún día el primer papa negro. Pero en el continente africano el Mossad se había comportado con la maestría del pasado en el oscuro arte de enfrentar a un servicio de inteligencia con otro para asegurar su propia posición.