Desde el principio, los sucesivos primeros ministros israelíes se habían sentido fascinados por la figura del Papa como gobernante absoluto y vitalicio: un líder que no debía someterse a ningún control legislativo o judicial. Usando una estructura piramidal y jerárquica, el Sumo Pontífice ejercía una extraordinaria influencia para dar forma a las expectativas económicas, políticas e ideológicas no sólo de los creyentes católicos sino de todo el mundo. David Ben Gurión había refunfuñado alguna vez: «No se preocupen por esa tontería de con cuántas divisiones cuenta el Papa, sólo miren a cuánta gente puede llamar en su ayuda».
Para el Mossad, el atractivo consistía en el puro secreto con que operaba el Vaticano. Un mecanismo bien definido, estrictamente impuesto, que cubría todas las actuaciones de la Santa Sede. A menudo, pasaban meses antes de que se tuvieran indicios de la participación papal en algún asunto diplomático; incluso entonces, la historia completa jamás salía a la superficie. Cada jefe del Mossad se preguntaba cómo descorrer el velo. Pero varios intentos del Gobierno de Israel y del Mossad para establecer una buena relación de trabajo con el Vaticano habían sido cortés pero firmemente rechazados.
La realidad era que dentro de la Secretaría de Estado vaticana, el equivalente de un Ministerio de Asuntos Exteriores en el mundo seglar, existía una poderosa facción contraria a Israel. Estos monseñores con sotana se referían invariablemente a Gaza y la Cisjordania como «territorios ocupados» y a los Altos del Golán como territorio sirio «anexionado» a Israel. Por las noches, solían salir de su diminuto estado para visitar los apartamentos de los árabes ricos en la Via Condotti de Roma o reunirse con ellos a beber algo en la Piazza Navona y escuchar desapasionadamente los sueños de borrar a Israel de la faz de la tierra.
Los sacerdotes cuidaban mucho sus palabras; creían que el Estado judío tenía espías en todas partes, vigilando, escuchando y, quizás, incluso tomando fotos y grabando. Una de las primeras advertencias que recibió un recién llegado a la secretaría fue estar atento «ha ser espiado o vigilado, especialmente por agentes de países a los que el Vaticano niega el reconocimiento diplomático». Israel encabezaba esa lista. Al ser elegido en 1978, el papa Juan Pablo II había reafirmado que las cosas seguirían así; sólo después de varios años de pontificado concedería status diplomático a Israel.
La información que el Papa recibía sobre Israel continuaba siendo manipulada por los contactos que sus curas diplomáticos tenían con los árabes. Las incursiones de los monseñores iban seguidas por una visita al tercer piso del palacio apostólico: el cuartel general del servicio diplomático papal, atestado, mal ventilado e iluminado con luz artificial. Conocido como la Sección de Asuntos Extraordinarios, era responsable de llevar a cabo la política exterior de la Santa Sede. Sus veinte «escritorios» manejaban casi tanto papeleo como cualquier ministerio similar, una muestra de los intereses diplomáticos mundiales del Vaticano, siempre en expansión.
El escritorio de Oriente Medio ocupaba las oficinas que daban sobre el patio de San Dámaso, una magnífica plaza en el corazón del gran palacio. Uno de los primeros papeles que le presentaron al nuevo pontífice polaco fue el caso de la internacionalización de Jerusalén, con presencia de fuerzas de las Naciones Unidas y la responsabilidad del Vaticano sobre los santuarios cristianos de la ciudad. Noticias de la propuesta llegaron a Tel Aviv a principios de 1979, fotocopiadas de un documento entregado por un monseñor a un poderoso cristiano libanes que vivía en Roma. Entre el personal del hombre había un sayan.
La perspectiva de internacionalizar Jerusalén enfadó al primer ministro Menahem Begin, que ordenó al jefe del Mossad, Yitzhak Hofi, redoblar sus esfuerzos para establecer relaciones con el Vaticano. Ambos sabían lo que había ocurrido cuando habían intentado hacerlo bajo cuerda, durante una visita oficial de la predecesora de Begin, la temible Golda Meir.
A fines de 1972, Golda Meir finalmente recibió una respuesta del papa Pablo VI, que estaba dispuesto a recibirla en una breve audiencia privada. En diciembre les dijo a los miembros del Gabinete, reunidos en sesión semanal, que se preguntaban si la visita sería oportuna, que estaba fascinada por «la estructura marxista del papado. En primer lugar, posee un poder económico casi sin precedentes. Luego, opera sin partidos políticos ni sindicatos. El sistema entero está organizado para el control. La Curia Romana controla a los obispos, los obispos a los clérigos y éstos, a los laicos. Con su cantidad de secretarías, comisiones y estructuras, es un sistema a la medida para espiar e informar».
La fecha para la audiencia papal fue fijada para la mañana del 15 de enero de 1973; se informó a Golda Meir de que pasaría exactamente treinta y cinco minutos a solas con el pontífice; al final intercambiarían presentes. No existía una agenda específica para el encuentro, pero Golda Meir esperaba convencer al Papa para que visitara Israel. El motivo oficial sería la celebración de una misa para los cerca de cien mil árabes cristianos de la región. Pero también sabía que su presencia daría al país un gran espaldarazo en el escenario internacional.
Por razones de seguridad, no habría anuncios previos de la visita. Después de asistir a la conferencia de la Internacional Socialista en París, Golda Meir volaría a Roma en su avión alquilado de El Al. Sólo durante el vuelo se informaría a los periodistas que la acompañaban que se dirigía hacia el Vaticano.
Zvi Zamir, jefe del Mossad, voló a Roma para hacer los preparativos de seguridad. La ciudad era un semillero de facciones terroristas de Oriente Medio y Europa. Roma también se había convertido en puesto de escucha para la preocupación del Mossad en ese entonces: localizar y matar a los asesinos de los Juegos Olímpicos de Munich.
Zamir había situado a Mark Hessner, uno de sus mejores katsas, en Roma, para sondear a la gran comunidad árabe de la ciudad.
En Milán, otro centro de actividad terrorista, el jefe del Mossad había colocado a Shai Kauly, también un experimentado katsa. Después de que Zamir los pusiera al corriente de la visita, ambos lo acompañaron al Vaticano.
El 10 de enero de 1973, mientras eran conducidos por Roma hacia el Vaticano, los tres hombres sabían mucho más acerca de las relaciones de la Santa Sede con otro servicio de inteligencia de lo que sus anfitriones podían sospechar.
En 1945, la Oficina de Servicios Estratégicos en tiempo de guerra, antecesora de la CIA, había sido recibida en el Vaticano, «con los brazos abiertos», según las palabras de James Jesús Angleton, jefe de la sede de la OSE en Roma. El papa Pío XII y su curia pidieron a Angleton que colaborara con la cruzada anticomunista de la Iglesia para llevar al poder a la Democracia Cristiana. Angleton, católico practicante, usó todos los recursos a su alcance: soborno, chantaje y amenaza a los votantes para que le dieran apoyo. Se le había concedido acceso pleno al incomparable servicio de información del Vaticano en Italia: cada párroco y sacerdote informaba sobre las actividades de los comunistas en sus diócesis. El Vaticano evaluaba la información, se la pasaba a Angleton y éste la enviaba a Washington.
Allí se utilizaba para confirmar el ahora fortalecido temor del Departamento de Estado ante la posible amenaza real y duradera de la Unión Soviética. Se le ordenó a Angleton hacer cualquier cosa para impedir que la resistencia del Partido Comunista Italiano en tiempos de guerra pudiera permitirle tomar el poder. Como el Papa, Angleton estaba obsesionado por el espectro de una amenaza comunista mundial que dividiera al mundo en dos bloques, capitalismo y socialismo, que jamás podrían coexistir en forma pacífica. Stalin opinaba lo mismo.
El Papa estaba convencido de que los comunistas italianos se encontraban a la vanguardia de una campaña para destruir la Iglesia a la menor oportunidad. Las reuniones habituales entre el papa Pío y el pío Angleton se convirtieron en sesiones donde el fantasma del comunismo se agigantaba cada vez más. El Papa conminó a Angleton a que pidiera a Estados Unidos hacer todo lo posible para destruir la amenaza. El pontífice que representaba la paz en el mundo se volvió un partidario entusiasta de la política exterior norteamericana que condujo a la guerra fría. En 1952, estaba a cargo de la sede romana de lo que ahora es la CIA otro católico devoto, William Colby, que pasó a dirigir las operaciones de la CIA en Vietnam. Colby había establecido una poderosa red de informadores en la Secretaría de Estado y en cada congregación y tribunal vaticano. Los utilizaba para ayudar a la CIA a contrarrestar el espionaje soviético y la subversión en todo el mundo. Los sacerdotes informaban regularmente al Vaticano de lo que estaba ocurriendo en sus países. En sitios como Filipinas, donde los comunistas trataban de penetrar en la que había sido durante mucho tiempo una nación católica, la CIA se encontraba en posición de lanzar efectivos contraataques. El Papa consideró necesaria la violencia y opinó que si Estados Unidos no llevaba a cabo «tristes pero necesarias acciones», el mundo tendría que soportar décadas de mayor sufrimiento.
En 1960, la CIA consiguió otro avance cuando el cardenal Montini de Milán, futuro papa Pablo VI, le entregó los nombres de los sacerdotes norteamericanos que el Vaticano consideraba blandos con el comunismo. La guerra fría llegaba a su clímax; en Washington cundía la paranoia. El FBI persiguió a los curas y muchos dejaron el país para marcharse a América Central y Sudamérica. La CIA contaba con un fondo sustancial, llamado «proyecto dinero» usado para hacer generosas donaciones a instituciones católicas de caridad, colegios y orfanatos o para pagar la restauración de iglesias pertenecientes al Vaticano. Se concedían vacaciones pagadas a sacerdotes y monjas incondicionalmente pro norteamericanos. Los cardenales italianos y los obispos recibían cajas de champaña y canastos con exquisiteces de gourmet, en un país que todavía se estaba recuperando de la escasez de alimentos sufrida a causa de la segunda guerra mundial.
Los jefes sucesivos de la CIA en Roma eran considerados por el Vaticano más importantes que los mismos embajadores de Estados Unidos.
Cuando Juan XXIII resultó elegido Sumo Pontífice, en 1958, asombró a la Curia (la administración del Vaticano) diciendo que la cruzada contra el comunismo había fracasado largamente. Ordenó a los obispos italianos que se mantuvieran «políticamente neutrales». La CIA se puso frenética cuando el papa Juan ordenó que su libre acceso al Vaticano debía cesar. El pánico de la agencia aumentó cuando la CIA se enteró de que el Papa había empezado a sembrar las semillas de una política de acercamiento al Este de Europa e intentaba un cauteloso diálogo con Nikita Krushchev, el líder soviético.
Para el jefe del cuartel de la CIA en Roma, «el Vaticano ya no estaba enteramente comprometido con el sistema norteamericano. La Santa Sede es hostil y, desde ahora, debemos ver sus actividades desde esa óptica».
Los analistas de la CIA en Washington prepararon exhaustivas valoraciones con títulos tan grandilocuentes como Los vínculos entre la Santa Sede y el comunismo. En la primavera de 1963, el cuartel de Roma informó que la Santa Sede pensaba establecer relaciones diplomáticas plenas con Rusia. El director de la CIA, John McCone, voló a Roma y forró el camino para una audiencia con el papa Juan; afirmaba que había viajado a instancias del primer presidente católico de Estados Unidos, John F. Kennedy. McCone dijo al pontífice que la Iglesia «debe parar este acercamiento con el comunismo. Es peligroso e inaceptable regatear con el Kremlin. El comunismo es un caballo de Troya, tal como lo demuestran las últimas victorias de la izquierda en las elecciones nacionales. En el poder, los comunistas han desmantelado muchas de las políticas llevadas a cabo por los partidos católicos».
Durante diez minutos enteros, McCone habló bruscamente y sin interrumpirse.
Finalmente se hizo el silencio en el salón de audiencias. Durante un rato más, el viejo Papa estudió a su alto y ascético visitante. Luego, hablando con suavidad, Juan explicó que la Iglesia conducida por él tenía un deber urgente: terminar con la pobreza abyecta y la negación de los derechos humanos; acabar con los barrios pobres y los asentamientos miserables; poner fin al racismo y la opresión.
Hablaría con cualquiera que lo ayudara a hacerlo, incluso los soviéticos. Los argumentos razonables eran la única manera de afrontar el comunismo.
McCone, incapaz de contener su ira por más tiempo —«no he venido a discutir»—, dijo que la CIA tenía pruebas evidentes de que, mientras el Vaticano buscaba un entendimiento con Moscú, el comunismo perseguía curas católicos en el bloque soviético, Asia y Sudamérica. El Papa entendía que ésa era razón de más para buscar mejores relaciones con la Unión Soviética. Derrotado, McCone regresó a Washington convencido de que el papa Juan era «más blando con el comunismo que ninguno de sus predecesores».
La anunciada muerte del pontífice —padecía un cáncer que progresó rápidamente— fue recibida con alivio por McCone y el presidente Kennedy.
Cuando el cardenal Montini de Milán se convirtió en Pablo VI, en 1963, Washington se distendió. Dos días después de su nombramiento, el Papa recibió a Kennedy en audiencia privada. Fuera, McCone se paseaba por los jardines del Vaticano como un terrateniente que ha vuelto a casa después de una larga ausencia.
El largo pontificado de Pablo VI se vio arruinado en el frente interno por su salud declinante y, en el internacional, por la guerra de Vietnam. Llegó a pensar que la escalada de guerra ordenada por el presidente Johnson en 1966 era moralmente objetable y que el Vaticano debía ser tenido en cuenta como pacificador. Tres meses después de la llegada de Richard Nixon al despacho oval, éste voló a Roma a ver al Papa. El presidente le comunicó que pensaba intensificar el compromiso de Norteamérica en Vietnam. Una vez más, la CIA perdió el favor del Vaticano.
Todo esto lo sabía Zvi Zamir a través de su katsa en Washington. Ahora, aquella espléndida mañana del 10 de enero de 1973, cuando los acompañaban a él y sus dos colegas al Vaticano para tomar las medidas de seguridad necesarias durante la visita de Golda Meir, Zamir esperaba que el Mossad pudiera ocupar el lugar de la CIA en el viejo romance del Vaticano con el mundo de la inteligencia.
El jefe de seguridad del Vaticano, un hombre alto, que vestía el traje azul de los Vigili, el servicio de custodia pontificia, los esperaba en el exterior del palacio papal. Durante horas los llevó a recorrer la diminuta ciudad-estado para repasar posibles lugares donde podía apostarse un tirador árabe para asesinar a Golda Meir.
Sin que el jefe de la seguridad vaticana lo sospechara, Zamir buscaba sitios en los que el Mossad pudiera instalar micrófonos una vez establecida la relación de trabajo con la Santa Sede. Zamir volvió a Tel Aviv satisfecho con las muestras de seguridad de la ciudad-estado. Y, aún más importante, había detectado una actitud más conciliadora de la Santa Sede hacia Israel.
Aun antes de que Zamir aterrizara en Israel, los detalles de la visita de Golda Meir cayeron en manos de Septiembre Negro, casi seguramente filtrados por algún cura pro árabe en la Secretaría de Estado. Ali Hassan Salameh, líder del grupo, a pesar de que estaba huyendo del Mossad después de haber organizado la masacre de Munich, no podía dejar pasar la oportunidad que se presentaba con la visita de Golda Meir. Comenzó a planear un ataque con misiles al avión, una vez que aterrizara en el aeropuerto Leonardo da Vinci de Roma. Esperaba matar no sólo a Meir sino también a los ministros que la acompañaban y a los oficiales superiores del Mossad que estarían a bordo. Para el momento en que Israel se hubiera repuesto de estos golpes, él y sus hombres se encontrarían en un escondite que negociaban con los soviéticos.
Desde 1968, cuando una generación de posguerra se lanzó a su propia batalla contra la sociedad —bajo nombres tan dispares como las Brigadas Rojas, la Baader-Meinhoff, el Ejército de Liberación del Pueblo Turco, ETA y la OLP— el Kremlin había reconocido su valor para destruir al imperialismo y a Israel.
Los terroristas árabes tenían una relación especial con el KGB: eran más audaces y tenían más éxito que otros grupos. Y se enfrentaban a un enemigo más poderoso: el Mossad, un servicio que el KGB detestaba y al que admiraba por su absoluta crueldad. El KGB permitía que selectos activistas árabes recibieran entrenamiento en la Universidad Patrice Lumumba de Moscú. No se trataba de un establecimiento común sino de una escuela para terroristas graduados. Allí, no sólo los adoctrinaban políticamente sino que recibían instrucción sobre los últimos blancos elegidos por el KGB y sus técnicas de asesinato. Fue en la Patrice Lumumba donde Salameh dio los toques finales al plan para la masacre de Munich. Después del ataque asesino, los miembros supervivientes del grupo pidieron a Rusia que les proporcionara refugio. Pero los soviéticos se resistían a hacerlo: la tormenta de furia que había levantado el ataque de Munich hacía que aun el Kremlin se resistiera a ser descubierto protegiendo a los terroristas. Le habían comunicado a Salameh que el asilo para él y sus hombres era un asunto que todavía estaban considerando. Sin embargo, los rusos no habían hecho nada para cooperar con la caza de Septiembre Negro y, desde luego, no habían revelado que el grupo contaba con un arsenal de misiles soviéticos ocultos en Yugoslavia. Esos cohetes serían utilizados para derribar el avión de Golda Meir.
El plan, como todos los de Salameh, era simple y audaz. Los misiles serían cargados en un barco en Dubrovnik y llevados, a través del Adriático, hasta Bari, en la costa este de Italia. Desde allí serían transportados por tierra a Roma, poco antes de la llegada de Golda Meir. Salameh no había olvidado las lecciones de estrategia que le había dado su instructor del KGB en la Lumumba: siempre hay que lograr que el enemigo mire para otro lado. Salameh necesitaba distraer la atención del Mossad, mantenerla apartada de Roma durante los días previos al ataque.
El 28 de diciembre de 1972, un comando de Septiembre Negro asaltó la embajada israelí en Bangkok. Izaron la bandera de la OLP en el edificio y tomaron a seis israelíes como rehenes. Inmediatamente, quinientos policías y las tropas tailandesas rodearon la embajada. Los terroristas exigían que Israel liberara a treinta y seis prisioneros de la OLP o, de lo contrario, matarían a los rehenes.
En Tel Aviv se desplegó una rutina familiar. El Gabinete se reunió en sesión de urgencia. Hubo la usual discusión acerca de si mantenerse firmes o rendirse. Zvi Zamir afirmó que llegar a Bangkok requeriría un apoyo logístico con el que no se podía contar en un trayecto sobre territorio hostil. Y la embajada israelí se encontraba en pleno centro de Bangkok. El Gobierno tailandés no permitiría ni siquiera la posibilidad de que se desencadenara un tiroteo. Luego, después de breves negociaciones, los terroristas acordaron con Tailandia la oferta de salvoconductos para salir del país a cambio de liberar a los rehenes. Horas más tarde el comando de Septiembre Negro volaba hacia El Cairo y desaparecía para siempre.
En Tel Aviv, el alivio de Zamir de ver que ningún israelí había muerto no tardó en convertirse en sospecha. El grupo Septiembre Negro estaba muy bien entrenado, motivado, financiado y siempre había demostrado astucia estratégica.
Entendían los métodos y puntos de presión para hacer arrodillar a cualquier Gobierno. ¿Entonces, por qué se habían rendido tan pronto esta vez? La embajada de Bangkok era un blanco perfecto para obtener publicidad y ganar más adeptos a su causa. Casi con seguridad no había nada azaroso en la elección del blanco. Todo lo que hacía el grupo formaba parte de su decidido asedio a la democracia. Dentro del recinto de la embajada, los terroristas habían seguido el consejo de su gurú, el Che Guevara: mantener vivo el odio. Los indefensos rehenes habían sido sometidos al abuso antisemita. ¿Pero no sería todo una maniobra de distracción? ¿Se estaba planeando otra operación contra Israel en alguna otra parte? ¿Dónde y cuándo? Zamir todavía meditaba acerca de estas cuestiones cuando voló a París con Golda Meir. Desde allí, siguió buscando respuestas.
En las primeras horas del 14 de enero de 1973, se hizo la luz. Un sayan que trabajaba en la central telefónica de Roma informó sobre dos llamadas realizadas desde un teléfono situado en un edificio de apartamentos donde, a veces, se alojaban terroristas de la OLP. La primera, a Bari y, la segunda, a Ostia, el puerto cercano a Roma. El mensajero decía que era el momento de «mandar las velitas de cumpleaños para la celebración».
Las palabras convencieron a Zamir de que se trataba de una orden relacionada con un presunto ataque terrorista. Las «velitas de cumpleaños» podían ser armas, la más probable un cohete por su semejanza con las velas. Y un cohete sería el perfecto medio para destruir el avión de Golda Meir.
Sería inútil advertírselo. Era una mujer que no conocía el miedo. Alertar al Vaticano podía causar la cancelación de la visita: lo último que deseaba la Santa Sede era verse involucrada en un incidente terrorista, especialmente cuando éste la obligaría a condenar a sus amigos árabes.
Zamir telefoneó a Hessner y Kauly, los dos katsas que lo habían acompañado en su visita previa al Vaticano y trasladó a Kauly de Milán a Roma. Luego, acompañado por el reducido equipo del Mossad que viajaba con Golda Meir, tomó el primer vuelo hacia la ciudad. El humor de todos se reflejaba en el chiste siniestro de Zamir cuando dijo que Roma podía ser «la ciudad eterna» para Golda Meir.
En Roma, Zamir hizo partícipe de sus temores al jefe de DIGOS, el escuadrón anti-terrorista italiano. Sus oficiales revisaron el edificio desde donde habían partido las llamadas hacia Bari y Ostia. El registro de uno de los apartamentos dio como resultado el hallazgo de un manual de instrucciones ruso para el lanzamiento de misiles. Durante toda la noche, los equipos de DIGOS, cada uno de ellos acompañado por un katsa, llevaron a cabo una serie de registros en otros apartamentos usados por la OLP. Pero no se encontró nada más que confirmara los temores de Zamir. Al romper el alba, cuando faltaban pocas horas para la llegada del avión de Golda Meir, decidió concentrar su búsqueda en el aeropuerto y sus alrededores.
Poco después del amanecer, Hessner localizó una furgoneta Fiat estacionada en un terreno cercano a las pistas. El katsa ordenó al conductor que se apeara del vehículo. En lugar de eso, se abrió la puerta posterior y empezó un fuego intenso.
Hessner salió ileso, pero los dos terroristas que estaban en la parte posterior de la furgoneta resultaron gravemente heridos. Hessner persiguió al conductor a pie y lo alcanzó cuando trataba de hacerse con el coche de Kauly. Los dos katsas del Mossad atraparon al desafortunado terrorista y partieron a toda velocidad hacia el camión donde Zamir había instalado su puesto de mando.
El jefe del Mossad ya había recibido un mensaje por radio en el que se le comunicaba que la furgoneta contenía seis cohetes. Pero todavía debía saber si había más, colocados en otros sitios. El chófer de la camioneta fue severamente golpeado antes de confesar el paradero del segundo grupo de misiles. Zamir sospechaba que era uno de los hombres que había facilitado apoyo para la masacre de Munich. Con el camión a toda velocidad, Zamir, Hessner y Kauly, con el aporreado y deprimido terrorista entre ellos, se dirigieron hacia el norte.
Descubrieron una furgoneta estacionada junto al camino. Sobresalían del techo tres inconfundibles cabezas de misil. En la distancia, descendiendo vertiginosamente, se divisaba la igualmente inconfundible silueta del 747 de Golda Meir, brillando al sol. Sin reducir la marcha, Zamir usó el camión como ariete para golpear el costado de la furgoneta y hacerla volcar. Los dos terroristas que iban dentro quedaron medio aplastados cuando los misiles les cayeron encima.
Parando sólo para sacar al terrorista inconsciente que iba con ellos y tirarlo junto a la furgoneta, Zamir arrancó y alertó a DIGOS de que había habido «un interesante accidente del que debían ocuparse». Zamir había pensado, por un momento, matar a los terroristas, pero luego le pareció que sus muertes podían ser engorrosas para la audiencia papal de Golda Meir.
Meir tuvo la sensación de que el peso del mundo descansaba sobre los hombros estrechos del Papa, amenazando con aplastar su blanca figura diminuta.
Al final de la audiencia, en respuesta a su pregunta, Pablo VI dijo que visitaría Tierra Santa y se refirió a su pontificado como un peregrinaje. Cuando ella le planteó la posibilidad de establecer relaciones formales entre Israel y la Santa Sede, suspiró y dijo «el momento no es todavía propicio». Golda Meir le regaló un libro encuadernado en cuero con imágenes de Tierra Santa y el Papa le dio una copia dedicada de su encíclica Humanae Vitae, en la que cifraba la consagración de su pontificado.
Al salir del Vaticano, Golda Meir le confesó a Zamir que la Santa Sede parecía tener un reloj diferente al del resto del mundo.
Los terroristas de Septiembre Negro —que habían tomado parte en la matanza de los atletas olímpicos israelíes— fueron llevados a un hospital y, una vez recuperados, se les permitió volar a Libia. Pero al cabo de pocos meses todos habían muerto asesinados por los kidon del Mossad.
El bíblico ojo por ojo, autorizado por Golda Meir, provocó el disgusto del Papa, cuyo pontificado se basaba por completo en el poder del perdón. También fortaleció los lazos del Vaticano con la OLP, que Juan Pablo II mantuvo después de su elección en 1978.
Desde entonces, el Papa hubo de recibir a Yasser Arafat y sus principales asesores en muchas audiencias privadas de larga duración, durante las cuales Juan Pablo II reiteró su compromiso de luchar activamente por el logro de una patria palestina. La OLP, ahora con sede en Túnez, tenía un oficial de enlace permanente en la Secretaría de Estado, y la Santa Sede contaba con su propio enviado, el padre Idi Ayad, asignado a la organización.
Con su sotana raída por el polvo del desierto y un sombrero de teja que enmarcaba su rostro plano, Ayad servía con igual devoción al pontífice y a la OLP, hasta el punto de decorar las paredes de su habitación con fotos firmadas de Juan Pablo II y Yasser Arafat. Ayad había ayudado a Arafat a escribir una carta al Papa, en 1980, que lo había deleitado: «Por favor, permítame soñar. Lo estoy viendo entrar en Jerusalén, rodeado de palestinos que regresan a su hogar, llevando ramos de olivo y tendiéndolos a sus pies».
Ayad había sugerido que Arafat y el Papa intercambiaran saludos en sus respectivas fiestas religiosas: Arafat envió al Papa una tarjeta de Navidad, mientras que el pontífice le mandó saludos el día del cumpleaños de Mahoma. El incansable sacerdote había organizado también el encuentro entre el ministro de Asuntos Exteriores de la OLP y el cardenal Casaroli, secretario de Estado de la Santa Sede. Después de eso, el despacho de Oriente Medio había sido ampliado y los nuncios papales, embajadores del Vaticano, recibieron instrucciones de convencer a los países donde ejercían sus funciones de que apoyaran las aspiraciones nacionales de la OLP. Todos estos movimientos habían desalentado a Israel. Sus contactos oficiales todavía se limitaban a esporádicas visitas de un funcionario gubernamental, a quien se concedían escasos minutos en presencia del Papa.
La gélida relación entre ambas partes había comenzado en parte a causa del peculiar incidente que siguió a la creación del Estado de Israel en 1948. El entonces secretario de Estado había enviado un emisario al fiscal general de Israel, Naim Cohn, para pedir la revisión del juicio a Jesucristo y, desde luego, la invalidación del veredicto final. Una vez que esto se cumpliera, el Vaticano reconocería formalmente a Israel. La importancia de tal vínculo diplomático no se le escapaba a Cohn. Pero lograrlo de tal manera le había parecido «increíblemente caprichoso. Semejante juicio sería inútil y, en cualquier caso, teníamos asuntos más urgentes, como sobrevivir a los ataques de nuestros vecinos árabes. Remover las cenizas de la biografía de Jesucristo estaba muy abajo en mi lista de prioridades».
Después de que el emisario fuera bruscamente despedido por Cohn, el Vaticano volvió la espalda a Israel.
Desde entonces, sólo había habido un destello de esperanza, cuando el predecesor de Juan Pablo I, cardenal Albino Luciani, sugirió durante sus treinta y tres días de reinado en el trono de San Pedro que consideraría el hecho de entablar relaciones con Israel. Su muerte de un ataque al corazón, supuestamente provocado por las responsabilidades de su alto cargo, condujo a la elección de Karol Wojtyla. Durante su pontificado, la puerta de bronce del palacio papal permaneció cerrada para Israel, mientras el papado se adentraba en la política internacional alentado por sus renovados vínculos con la CIA.
En 1981, William Casey, católico practicante, era director de la CIA. Había sido uno de los primeros en ser recibidos por el Papa en audiencia privada. Casey se había arrodillado frente al carismático Papa polaco y había besado el anillo del Pescador. En cada uno de sus gestos y palabras, el director de la CIA se mostraba como un humilde suplicante, al contrario que los hombres jactanciosos y duros de roer que lo habían precedido. Pero Casey compartía su misma desconfianza, y la del Papa, frente al comunismo.
Durante más de una hora los dos hombres discutieron cuestiones que les interesaban sobremanera. ¿Hacia adonde se encaminaba la política en el Este de Europa? ¿Cómo respondería el régimen polaco, centro del bloque soviético, al cambio de dirección de la Iglesia? Casey abandonó la sala de audiencias seguro de una cosa: el papa Juan Pablo no parecía una persona que buscara favores.
Eso era lo que lo hacía tan carismático.
Sus ideas claras eran la mejor respuesta a la famosa pregunta de Stalin sobre cuántas divisiones comandaba el Papa. Juan Pablo, según Casey, era un Papa que probaría que la fe puede ser más efectiva que la fuerza.
Casey volvió a Washington para poner al corriente al presidente Reagan, que ordenó al director de la CIA regresar a Roma y decir al Papa que, de entonces en adelante, sería informado sobre todos los aspectos de la política militar, económica y civil de Estados Unidos, gracias a un acuerdo secreto aprobado por el presidente.
Cada viernes por la noche, el jefe del cuartel de la CIA en Roma llevaba al palacio papal los últimos secretos obtenidos con los satélites espías y las escuchas electrónicas por los agentes de campo de la CIA. Ningún otro líder extranjero tenía acceso a la información que el Papa recibía. Eso permitió al más político de los pontífices imprimir su estilo bien definido en la Iglesia y la sociedad laica. La diplomacia papal, centro de una burocracia vaticana muy centralizada, se había involucrado en los acontecimientos internacionales mucho más profundamente que a lo largo de sus quinientos años de historia. Como líder mundial, esta participación casi le había costado la vida al Papa, que estuvo a punto de ser asesinado, en la plaza de San Pedro, el 13 de mayo de 1981.
Dos años después, el 15 de noviembre de 1983, una fría noche de invierno en Roma, Juan Pablo II estaba a punto de conocer la respuesta a una pregunta que lo consumía: quién había ordenado el asesinato. Cada momento de lo ocurrido había quedado grabado en su memoria para siempre y seguía tan vivido como las cicatrices de las balas.
Había cerca de cien mil personas en la plaza de San Pedro esa tarde del miércoles 13 de mayo de 1981. Estaban apiñadas en el círculo formado por la columnata de Bernini: 264 columnas y 66 pilares, coronados por 162 estatuas de santos. Una sucesión de vallas señalaba el camino del papa-móvil hasta la plataforma desde donde Juan Pablo II se dirigía semanalmente a los fieles. En medio de un clima festivo, algunos espectadores se preguntaban qué estaría haciendo el pontífice en sus aposentos mientras ellos esperaban.
Lo que pasaba por la mente de un moreno joven turco, Mehmet Ali Agca, nadie lo sabía. Había llegado a la plaza a media tarde y se abrió camino hacia el sendero que debía recorrer el papa-móvil. Agca había sido miembro de un grupo terrorista, los llamados Lobos Grises. Pero había dejado sus filas y viajado por los campos de entrenamiento de los grupos aún más extremistas del fundamentalismo islámico en Oriente Medio. Ahora estaba a punto de llegar al final de su viaje. Agca se encontraba en la plaza de San Pedro no para alabar al Papa, sino para matarlo.
A las cuatro, Juan Pablo se había vestido con una sotana de seda blanca, recién planchada. Según el consejo de la CIA, la vestidura había sido modificada con astucia para que bajo la ropa pudiera disimularse un chaleco antibalas.
Durante su última visita al palacio papal, Casey había advertido a Juan Pablo. «En aquellos tiempos locos, ni siquiera el Papa estaba a salvo de un ataque. Le dije que no teníamos ninguna prueba evidente de que corriera peligro. Pero Juan Pablo era una figura muy polémica y algún fanático podía tratar de matarlo».
El Papa se había negado a usar la protección. La simple idea, le había dicho a su secretario anglohablante, monseñor John Magee, iba en contra de todo lo que representaba su papado.
Juan Pablo bajó a la plaza de San Dámaso, situada dentro del palacio, a las cinco menos diez de la tarde. El jefe de seguridad del Vaticano, Camillo Cibin, anotó la llegada del pontífice en su copia de la agenda diaria que detallaba, minuto a minuto, las actividades del Santo Padre. En la chaqueta del traje gris a medida, Cibin llevaba un teléfono de gran alcance que lo conectaba con el cuartel de la policía romana. Pero la inmediata protección del Papa estaba en las manos de los guardias de traje azul. La pequeña pero bien entrenada fuerza de seguridad vaticana vigilaba atentamente detrás de la guardia ceremonial suiza, ya situada en la plaza de San Pedro.
Estacionado en el patio se encontraba el papa-móvil o campagnola, con su asiento forrado de cuero blanco y la barra a la que se asía el Papa mientras avanzaba por la espaciosa plaza. Junto al vehículo se encontraba su plana mayor.
Magee recordaría que Juan Pablo estaba en «inusual buena forma».
A las cinco en punto, el papa-móvil salió del patio. Delante, en la plaza, comenzó el griterío. Cuando la campagnola se acercó al arco de las Campanas, los guardias recibieron el refuerzo de los policías de Roma, que caminaban delante y detrás del vehículo. Al entrar en la plaza, el grito de la multitud se convirtió en un rugido: Juan Pablo saludaba y sonreía; haber sido actor en la juventud le daba una gran fuerza escénica.
A tres kilómetros por hora, con el Papa volviéndose hacia uno y otro lado, el vehículo avanzó en dirección al obelisco egipcio situado en medio de la plaza. A las cinco y cuarto en punto la campagnola empezó su segunda vuelta a la plaza, bajo los ojos vigilantes de Cibin; el jefe de seguridad trotaba detrás del papa-móvil.
Los vivas de la multitud eran cada vez más entusiastas. Impetuosamente, Juan Pablo hizo algo que siempre ponía nervioso a Cibin: se acercó a la multitud y tomó en sus brazos a una niña; la abrazó y besó antes de devolverla a la extasiada madre. Era parte de la rutina del pontífice. La preocupación de Cibin era que algún niño se le escapara de las manos y cayera, lo que habría sido un accidente desagradable. Pero Juan Pablo no tenía tantos escrúpulos.
A las cinco y diecisiete minutos otra vez se inclinó el Papa a tocar la cabeza de una niñita con un vestido de comunión blanco. Luego se enderezó y miró a su alrededor, como si se preguntara a quién más debía saludar. Era su manera de personalizar el papado aun en medio de las más inmensas multitudes.
Lejos de su mente estaban los peligros que había corrido en otras ocasiones.
Sólo tres meses antes, en Paquistán, el 16 de febrero de 1983, había explotado una bomba en el estadio municipal de Karachi poco antes de que empezara su recorrido entre los fieles. En enero de 1980, el servicio secreto francés había advertido sobre un complot comunista para asesinarlo, una de las miles de amenazas contra la vida del Papa que el Vaticano había recibido. Todas habían sido investigadas dentro de lo posible. Más tarde, Magee dijo: «En realidad sólo podíamos sentarnos a esperar. Salvo que encerráramos al Santo Padre en una cabina blindada cada vez que aparecía en público, algo a lo que jamás accedería, no había mucho más que pudiéramos hacer».
A las cinco y dieciocho minutos sonó el primer disparo en la plaza de San Pedro.
Juan Pablo se quedó de pie, con las manos todavía aferradas a la barra. Luego empezó a tambalearse. La bala de Mehmet Ali Agca le había perforado el estómago y abierto múltiples heridas en el intestino delgado, la parte baja del colon, el intestino grueso y el mesenterio, el tejido que sujeta los intestinos a la cavidad abdominal.
Instintivamente, Juan Pablo se puso la mano sobre el orificio de entrada tratando de restañar la sangre que salía a borbotones. Su rostro se fue cubriendo de dolor y, despacio, comenzó a desmoronarse. Habían pasado sólo segundos desde que había sido herido.
La segunda bala de Agca hirió al pontífice en la mano derecha, que cayó inutilizada a su flanco. La sangre, de un rojo encendido, manaba a chorros por su sotana. Una tercera bala de 9 mm lo acertó más arriba, en el brazo derecho.
El conductor de la campagnola se volvió en su asiento con la boca abierta, demasiado aturdido como para hablar. Cibin le gritaba que se moviera. Un asistente del Papa lo protegió con su propio cuerpo. El vehículo empezó a dar bandazos hacia delante. La multitud empezó a mecerse como zarandeada por un viento huracanado. Una frase terrible subía desde la escena del suceso. En cientos de idiomas se pronunciaban las mismas palabras de consternación: «Han disparado al Papa».
Cibin, sus guardias y los policías de Roma blandían las armas, gritando órdenes y contraórdenes, buscando al tirador. Agca corría entre la multitud a toda velocidad, con la pistola en la mano derecha. La multitud se abría ante el cañón amenazador. De repente, arrojó el arma. En ese momento, alguien lo tomó de las piernas por detrás. Un oficial de la policía de Roma había hecho el arresto. En un instante, ambos hombres quedaron enterrados debajo de otros policías en una escena semejante a un scrum de rugby. Varios policías patearon y golpearon a Agca antes de que fuera arrastrado hasta un camión de detención.
El papa-móvil había seguido avanzando a velocidad agónica hacia la ambulancia más cercana, estacionada junto a la puerta de bronce del Vaticano.
Pero la ambulancia no contaba con equipo de oxígeno, de modo que el Papa fue transferido a otra ambulancia próxima. Se perdieron momentos vitales.
Con las luces y la sirena encendidas, la ambulancia aceleró hacia el hospital Gemelli de Roma, el más próximo al Vaticano. Realizó el trayecto en un tiempo récord de ocho minutos. Durante el viaje, el Papa no pronunció ninguna palabra de desesperación o resentimiento, sólo profundas plegarias, «¡María, madre mía! ¡María, madre mía!».
En el hospital lo llevaron de inmediato a una suite quirúrgica del noveno piso con sala de reanimación, sala de operaciones y área de terapia.
Allí, en el centro de la crisis, no hubo pánico ni palabras o movimientos desperdiciados. Todo era serenidad, rapidez y disciplina estrictamente controlada.
Allí el herido pontífice empezó a recobrar la esperanza.
Su sotana ensangrentada, la camiseta y la ropa interior fueron hábilmente cortadas y se le quitó la cadena de oro macizo con su cruz manchada de sangre.
Lo envolvieron con toallas quirúrgicas. Las manos enguantadas buscaron y acarrearon el primer instrumento necesario para emprender aquella lucha que tan familiar resultaba a los cirujanos.
Cuando se recuperó, después de seis horas de cirugía, Juan Pablo creía que había sido salvado por una de las apariciones milagrosas más reverenciadas del mundo católico, la Virgen de Fátima, cuya fiesta se celebraba el mismo día del atentado.
Durante los largos meses de recuperación, el deseo de saber quién había ordenado asesinarlo se convirtió en una obsesión para Juan Pablo. Trató de leer cada prueba que mandaban la policía y agencias tan diversas como la CIA, la BND de la República Federal de Alemania y los servicios de seguridad de Turquía y Austria. Era imposible leerlo todo: había millones de palabras en informes, declaraciones y opiniones.
Ningún documento contestaba plenamente lo que el Papa quería saber: ¿quién deseaba verlo muerto? Tampoco se enteró de mucho más cuando Agca fue llevado a juicio ante el tribunal de justicia de Roma, la última semana de julio de 1981. El rápido proceso de tres días no echó ninguna luz sobre los motivos del pistolero. Agca fue sentenciado a cadena perpetua; con buena conducta podría aspirar a la libertad provisional en el año 2009.
Dos años después de que Agca fuera condenado, Juan Pablo II finalmente había recibido la promesa de que le sería contestada la pregunta que todavía supuraba en su mente. La respuesta se la daría un sacerdote en quien confiaba por encima de todos. Su título era el de nunzio apostólico con incarichi speciali.
Las palabras no explicaban suficientemente que el arzobispo Luigi Poggi era el heredero natural de las políticas papales secretas, con especial hincapié en recabar información sobre la Europa comunista. La gente del Vaticano lo llamaba simplemente «el espía del Papa».
Durante muchos meses, Poggi había mantenido contactos muy secretos con el Mossad. Sólo cuando estuvieron bastante avanzados había informado al Papa sobre sus intentos. Juan Pablo le dijo que continuara. Desde entonces había celebrado reuniones con un oficial del Mossad en Viena, París, Varsovia y Sofía.
Ambos, el cura y el katsa, querían asegurarse de la oferta y la demanda. Después de cada encuentro, ambos volvían a sus casas a meditar la jugada siguiente.
Unos días antes había tenido lugar otra reunión, de nuevo en Viena, una ciudad que los dos hombres preferían como escenario para sus encuentros clandestinos.
De esa reunión regresaba Poggi aquella helada noche de noviembre de 1983.
Traía consigo la respuesta a la pregunta del Papa. ¿Quién había ordenado a Agca que lo asesinara?