Robert Maxwell, que una, vez despidió a un periodista porque lo engañaba en los gastos, había estado sustrayendo secretamente los fondos de pensiones de sus empleados para sostener al Mossad. Los robos desmedidos reflejaban la misma astucia del Mossad y su voluntad creciente de participar en juegos de alto riesgo.
Maxwell había sacado el dinero personalmente, a través de una serie de maniobras financieras interconectadas que, años después, dejarían atónitos a los investigadores de la estafa por su hábil duplicidad. Maxwell había dado una nueva dimensión al fraude a gran escala al transferir cientos de miles de dólares a una cuenta especial del Mossad abierta en el Banco de Israel de Tel Aviv. A veces, los fondos se blanqueaban a través de una cuenta de la embajada en Londres, en el Barclays Bank. Entre otros bancos que Maxwell utilizaba para el timo, sin su conocimiento, estaba el Crédit Suisse de Ginebra, desde donde Ben Menashe había transferido los cuatrocientos cincuenta millones de ORA, en connivencia con Maxwell. Algunas veces los fondos de pensiones sustraídos viajaban alrededor del mundo, a través del Chemical Bank de Nueva York, el First National Bank de Australia y otros de Hong Kong y Tokio. Solamente Maxwell sabía que el dinero era robado y en qué punto de su trayecto se encontraba. Y aún peor, frecuentemente ordenaba a sus periódicos atacar «el crimen de guante blanco».
Víctor Ostrovsky, un israelí nacido en Canadá, el oficial del Mossad que se ocupó del caso entre 1984 y 1986, fue el primero en descubrir lo ocurrido: El Mossad estaba financiando muchas de sus operaciones en Europa con dinero robado de los fondos de pensiones del periódico de Maxwell. Pusieron sus manos sobre los fondos en cuanto Maxwell compró el grupo Mirror con dinero prestado por el Mossad y el asesoramiento especializado de sus analistas financieros. Todavía más siniestro que el robo resultaba que cualquier persona de su cadena de noticias que viajara por Oriente Medio era sospechosa de trabajar para Israel y se encontraba a un paso de la soga del verdugo.
En sus visitas a Israel, Maxwell era recibido como un jefe de Estado: con todas las comodidades y como huésped de honor en los banquetes oficiales. Pero el Mossad había tomado sus precauciones para el caso de que la proverbial «mano que te da de comer» se arrepintiera súbitamente de su generosidad. Al descubrir que Maxwell alardeaba de un fuerte apetito sexual y de que, a causa de su gran envergadura física, prefería el sexo oral, el Mossad arregló que durante las visitas del magnate a Israel fuera atendido por una de las prostitutas estables que el servicio mantenía con propósitos de chantaje. El Mossad no tardó en reunir una pequeña videoteca de Maxwell, en posiciones sexuales comprometedoras. La habitación del hotel donde se hospedaba había sido equipada con una cámara oculta.
Las declaraciones de Ostrovsky habían aparecido en dos libros personales que aún enfurecen a toda la inteligencia israelí. Por medio del engaño y El otro lado del engaño rasgaron el velo del secreto de su época en el Mossad. Describía métodos operativos y nombraba a numerosos oficiales en activo, a los que pudo muy bien haber expuesto, en el clásico «levantar la perdiz» de alguien que creía haber sido tratado injustamente cuando se lo despidió del Mossad.
Irónicamente, el Gobierno israelí ignoró el consejo de Maxwell de no comentar las afirmaciones de Ostrovsky. En una reunión con el primer ministro Yitzhak Shamir, el magnate citó lo que había ocurrido cuando el Gobierno de Margaret Thatcher intentó prohibir la publicación de un libro del ex agente del MI5 Peter Wright. Su Cazador de espías también contenía detalles embarazosos sobre el servicio de seguridad británico. En su campaña para impedir la aparición del libro, el Gobierno británico acabó ante los tribunales australianos, a los que había acudido el editor de Wright. Cazador de espías se convirtió en un éxito mundial de ventas y Gran Bretaña quedó en ridículo.
La misma suerte había corrido el Gobierno israelí. Presionado por los miembros en activo y retirados del Mossad —Meir Amit e Isser Harel habían sido particularmente insistentes en exigir acciones contra Ostrovsky—, Shamir ordenó a su fiscal general iniciar acciones legales para evitar la aparición del primer libro del ex espía.
El caso también atizaba el virulento antiamericanismo de Shamir, basado en la idea fija de que Estados Unidos había sido parcialmente responsable del holocausto. Se decía que Shamir pensaba que el presidente Roosevelt debió haber llegado a un «arreglo» —una de las palabras favoritas de Shamir— con Hitler para reemplazar a Gran Bretaña, por aquel entonces poder dominante en Oriente Medio, por el Tercer Reich. A cambio, Hitler habría permitido que los judíos viajaran a Palestina y se hubiera evitado el holocausto.
La idea, aunque disparatada, había teñido los sentimientos de Shamir hacia Estados Unidos con un tinte cercano al odio. Personalmente, había autorizado «como gesto de buena voluntad» —otra de sus frases favoritas— entregar a la Unión Soviética una parte de las quinientas páginas estimadas de los documentos robados por Jonathan Pollard. Shamir esperaba que esto mejorara sus relaciones con Moscú. Estos documentos contenían información actualizada sobre las defensas aéreas soviéticas y el resumen anual de la CIA sobre la capacidad bélica de la URSS. Cuando Nahum Admoni le dijo a Shamir que los datos capacitarían al contra-espionaje soviético para detectar a los agentes, se encogió de hombros.
En su encuentro para discutir el asunto Ostrovsky, Shamir repitió ante Robert Maxwell lo que ya había dicho a otros: haría cualquier cosa por reducir la influencia de Estados Unidos en el mundo y estaba convencido de que Washington alentaba a Ostrovsky a publicar su libro como un acto de venganza.
Shamir le pidió a Maxwell que movilizara sus poderosos medios de prensa para desacreditar a Ostrovsky. Maxwell señaló que, antes de contratarlo, el Mossad debió haber estudiado bien sus antecedentes.
No obstante, Ostrovsky fue objeto de una campaña sucia en los periódicos de Maxwell, incluido el Maariv de Tel Aviv, que éste había comprado. Fue tachado de embustero y, al contrario que Maxwell, de falso amigo de Israel.
Tras leer los libros de Ostrovsky, los superiores de la comunidad de inteligencia israelí sabían que muchas de sus afirmaciones eran ciertas.
Los tribunales de Nueva York se negaron a aceptar el argumento del Gobierno de Israel, que alegaba que la seguridad israelí había sido puesta en peligro por las revelaciones de Ostrovsky. Su libro se convirtió en un éxito de ventas.
Aunque fue el primero en identificar las relaciones entre Maxwell y el Mossad, Ostrovsky de ningún modo destapó la historia completa. Como tantas otras cosas, ésta tenía las raíces firmemente hundidas en las actividades de un viejo y apreciado amigo de Shamir: Rafi Eitan.
Los dos hombres se habían conocido en los años cincuenta, cuando ambos servían en el Mossad y compartían la misma determinación de luchar para que Israel tuviera un lugar en el mundo.
Treinta años más tarde, en 1986, Shamir había apoyado a Eitan durante las aplastantes críticas que siguieron al asunto de Pollard, que lo condenaban como «líder de un grupo de oficiales de inteligencia renegados que actuaban sin autorización».
La mentira fue un intento desesperado del Gobierno israelí para distanciarse de un episodio del que su comunidad de inteligencia se había beneficiado ampliamente, tanto como las de la Unión Soviética y Sudáfrica. Con la plena complicidad de Israel, ambos países habían recibido valiosa información sobre las actividades de espionaje de Estados Unidos.
Sin embargo, con el descubrimiento de su participación en la venta de armas a Irán, Rafi Eitan quedó profesionalmente dañado. Aunque profundamente herido y enojado por la forma en que los suyos lo habían señalado como culpable, el viejo maestro de espías había permanecido estoicamente silencioso en público; y para aquellos amigos de confianza que alguna vez se habían sentado en su sala para escuchar fascinados el relato del secuestro de Eichmann, tenía una nueva historia que contar: cómo Israel daba la espalda a su propia gente.
Cada vez eran menos los que llamaban a la puerta de la casa de Rafi Eitan en la calle Shay o se reunían con él para admirar sus últimas creaciones de chatarra.
Pasaba horas solo frente al horno, blandiendo su temible soplete, con la mente ocupada no tanto en la ira por el modo en que había sido tratado como en los planes para encontrar la manera de «volver al juego» y también de ganar un «dinero considerable».
Su decisión de seguir ayudando a su país, a pesar de la ignominia que había caído sobre él, era de una simplicidad conmovedora: «El patriotismo no es una palabra de moda. Soy un patriota. Creo en mi país. Con razón o sin ella, voy a luchar contra cualquiera que lo amenace».
Ésa era la fuente de inspiración de un plan que había acariciado secretamente durante la época de su misión en la venta de armas a Irán. Como muchos planes de Rafi Eitan, éste requería su indudable talento para explotar las ideas ajenas. Su proyecto le permitiría ser recordado no sólo como el hombre que atrapó a Eichmann sino como alguien que se había convertido en socio cercano de Robert Maxwell.
En 1967, el experto en comunicaciones William Hamilton regresó a Estados Unidos desde Vietnam, donde había inventado una cadena de puestos de escucha electrónica para vigilar a las fuerzas del Vietcong en la selva. Hamilton consiguió trabajo en la Agencia Nacional de Seguridad. Su primera tarea había sido crear un diccionario informático vietnamita-inglés, que se convirtió en una ayuda inestimable para traducir los mensajes del Vietcong e interrogar a los prisioneros.
Se iniciaba una era en la que la revolución de las comunicaciones electrónicas, los satélites y los microcircuitos iba a cambiar la cara del espionaje: códigos más rápidos y seguros y mejores imágenes llegaban por ordenador a velocidad creciente. Los aparatos se volvieron más pequeños y rápidos; sensores más sofisticados eran capaces de separar miles de conversaciones; el análisis del espectro fotográfico distinguía, entre millones de puntos, sólo aquellos que interesaban; los microchips hacían posible oír un suspiro a metros de distancia; las lentes infrarrojas permitían ver en medio de la noche.
Los cables de fibra óptica de una nueva sociedad habían contribuido a la eficacia operativa: reunir y relacionar datos a una escala que superaba la capacidad humana constituía una herramienta poderosa en la búsqueda de patrones de acción y modus operandi de los terroristas. Se había empezado a trabajar en el análisis y comparación, facial por ordenador, que revolucionaría el sistema de identificación de una persona a partir de una foto. Basado en cuarenta y nueve características, cada de una de ellas clasificada del 1 al 4, el sistema podía tomar quince millones de decisiones binarias sí/no por segundo. En las búsquedas simultáneas esta cifra alcanzaba los cuarenta millones. Los ordenadores eran de menor tamaño pero capaces de guardar en la memoria el equivalente a la información de un libro de quinientas páginas.
Cuando todavía trabajaba para la ANS, Hamilton vio una salida para este mercado en expansión; crearía un programa para conectarse con las bases de datos de otros sistemas informáticos. Su aplicación en el mundo de la inteligencia significaría que el dueño del programa podría interferir muchos otros sistemas sin que sus usuarios lo supieran.
Como buen patriota, Hamilton pretendía que su primer cliente fuera el Gobierno de Estados Unidos.
Tal como la NASA había convertido el país en líder incuestionable en materia de tecnología espacial, Hamilton confiaba en que podía hacer lo mismo en beneficio de la comunidad de inteligencia. Alentado por la ANS, trabajaba dieciséis horas al día los siete días de la semana. Obsesivo y sigiloso, era la encarnación del investigador, como muchos otros en la ANS.
Al cabo de tres años, Hamilton estaba cerca de presentar la última herramienta de vigilancia: un programa que podía rastrear los movimientos de un incontable número de personas, en cualquier parte del mundo. La advertencia de Reagan a los terroristas, «pueden correr, pero no pueden ocultarse», estaba a punto de hacerse realidad.
Hamilton dejó la ANS y compró una pequeña compañía llamada Inslaw. La empresa se dedicaba oficialmente a revisar los antecedentes de los litigantes, los testigos, sus familias e incluso de sus abogados, de cualquier persona involucrada en una acción legal. Hamilton dio al sistema el nombre de Promis. Hacia 1981, lo había perfeccionado hasta el punto de patentar el programa y convertir a Inslaw en una pequeña empresa rentable. El futuro era prometedor.
La ANS protestó porque había hecho uso de sus propias instalaciones de investigación para crear el programa. Hamilton rechazó airadamente la reclamación, pero se ofreció a alquilar el Promis al Departamento de Justicia, con una condición: cada vez que se usara el Promis, su compañía cobraba un tanto.
La propuesta en sí no tenía nada de extraordinario. El Departamento de Justicia, como muchos otros, tenía cientos de proveedores de servicios. Sin que Hamilton se enterara, habían enviado una copia del programa a la ANS para «ser evaluado».
Las razones para esto no están muy claras. Hamilton ya había demostrado al Departamento de Justicia que el programa Promis servía a sus fines: inmiscuirse electrónicamente en la vida de la gente de una manera antes imposible. Para Justicia y su brazo de investigación, el FBI, Promis constituía un medio poderoso de luchar contra el blanqueo de dinero de la mafia y otras actividades criminales.
De la noche a la mañana, podía también revolucionar la lucha de la DEA contra los capos colombianos de la droga. Para la CIA, Promis podía convertirse en un arma tan efectiva como un satélite espía. Las posibilidades parecían infinitas.
Entretanto, uno de esos personajes que produce el mundo de la intriga internacional había oído hablar de Promis. Earl Brian había sido secretario de Salud en el estado de California mientras Reagan era gobernador. Principalmente porque hablaba persa, Reagan lo había alentado a organizar el plan de salud Medicare para el Gobierno iraní. Era una de esas ideas quijotescas que al futuro presidente de Estados Unidos tanto le gustaban: su versión del plan de medicina social mostraría a Irán el lado positivo de Norteamérica y mejoraría la imagen del país en esa región. En una frase memorable, el gobernador sentenció: «Si Medicare funciona en California, puede funcionar en cualquier parte».
Durante sus visitas a Teherán, Brian había atraído la atención de Rafi Eitan, que lo invitó a Israel. Inmediatamente congeniaron. Brian quedó cautivado con el relato de su anfitrión sobre el secuestro de Eichmann; Eitan quedó igualmente fascinado por la descripción de su huésped sobre la vida en las altas esferas de California.
Rafi Eitan no tardó en descubrir que Brian no podía ampliar sus contactos en Irán y, en su fuero interno, pensaba que la idea de Reagan sobre el plan de asistencia médica en Irán «era lo más loco que había oído en mucho tiempo». A lo largo de los años, ambos hombres se habían mantenido en contacto; Eitan incluso había sacado tiempo para mandar a Brian una postal de Apollo, Pensilvania, donde estaba inspeccionando la planta Numec. Contenía el siguiente mensaje:
«Éste es un lugar que vale la pena». Brian mantuvo a Eitan informado acerca de Promis.
En 1990, Brian llegó a Tel Aviv. Se encontraba más que cansado por el largo viaje: la palidez de su cara se debía a que el Departamento de Justicia estaba usando el programa Promis para detectar blanqueo de dinero y otras actividades criminales.
Los instintos de Rafi Eitan le dijeron que su viejo amigo no podía haber llegado en un momento más oportuno. Una vez más había surgido un conflicto entre el Mossad y los miembros de la comunidad de inteligencia israelí. La causa era un nuevo levantamiento árabe: la Intifada. Promis podía ser un arma efectiva para contrarrestar sus actividades.
La revolución se había extendido con notable rapidez, para asombro de los israelíes y alboroto de los palestinos de Cisjordania y Gaza. Cuanta más gente arrestaba, mataba, golpeaba y expulsaba de su casa el Ejército israelí, más rápido se extendía la Intifada. Fuera de Israel, hubo algo cercano a una comprensión forzada, cuando un joven árabe usó un ala delta para burlar las sofisticadas defensas de Israel en la frontera con el Líbano y aterrizó en unos matorrales, cerca del pueblo norteño de Kiryat Shmona. En pocos minutos, el joven mató a seis soldados israelíes fuertemente armados e hirió a seis más, antes de caer acribillado.
El incidente era digno de admiración para las mentes de los palestinos, pero dentro de la comunidad de inteligencia israelí hubo furiosas acusaciones mutuas.
El Shin Bet culpaba a Aman y, ambos, al Mossad por su falta de información procedente del Líbano. Siguieron episodios peores. Seis peligrosos terroristas se escaparon de una cárcel de máxima seguridad en Gaza. El Mossad culpó al Shin Bet. Esa agencia respondió que la fuga había sido orquestada desde el extranjero, responsabilidad del Mossad.
Casi a diario, soldados y civiles israelíes eran acribillados a tiros en las calles de Jerusalén, Tel Aviv y Haifa. Desesperado por recuperar autoridad, el ministro de Defensa, Yitzhak Rabin, anunció una política de «fuerza, poder y palizas», pero surtió poco efecto.
Acosada por los conflictos entre los servicios, la comunidad de inteligencia israelí no se ponía de acuerdo en una política para encarar la resistencia árabe masiva, a una escala nunca vista desde la guerra de independencia. Otra espina se añadía con la crítica de Estados Unidos sobre la creciente aparición en las pantallas de televisión de los métodos brutales empleados por los soldados israelíes.
Por primera vez, las cadenas de televisión norteamericanas, normalmente amistosas con Israel, empezaron a mostrar imágenes cuya brutalidad las acercaba a las de la plaza de Tiananmen. Dos soldados israelíes fueron filmados destrozando implacablemente con una piedra el brazo de un joven palestino; una patrulla militar fue sorprendida por la cámara mientras golpeaba a una mujer palestina embarazada; chicos de Hebrón aparecían con golpes de culata de rifle por arrojar piedras.
La Intifada se disolvió para dejar paso a la Conducción Nacional Unida del Levantamiento. En cada comunidad árabe había carteles con instrucciones para declarar huelgas, cerrar negocios, hacer el boicot a los productos israelíes, negarse a reconocer la administración civil. Recordaba a la Resistencia durante los últimos días de la ocupación alemana en Francia, durante la segunda guerra mundial.
Desesperado por restablecer la primacía del Mossad sobre los otros servicios de inteligencia, Nahum Admoni se preparó para la acción. El 14 de febrero de 1988, un equipo kidon fue enviado al puerto chipriota de Limassol. Los agentes pusieron una bomba de gran potencia en el chasis de un Volkswagen Golf.
Pertenecía a uno de los líderes de la Intifada, Muhammad Tamimi. Con él iban dos miembros importantes de la OLP. Se habían encontrado con funcionarios libios que les habían proporcionado un millón de dólares para solventar el levantamiento. Los tres hombres resultaron muertos en una explosión que estremeció todo el puerto.
Al día siguiente, el Mossad volvió a golpear colocando una mina lapa en el casco del Soi Phayne, un buque de pasajeros que la OLP había comprado para intentar una maniobra de relaciones públicas. Con la prensa mundial a bordo, el barco habría salido hacia Haifa como un punzante recuerdo del «derecho» de los palestinos a regresar a su tierra nativa y una alusión a los barcos judíos, inmortalizados por el Exodus, que cuarenta años antes habían desafiado a la Armada británica trayendo a los supervivientes del holocausto, también «con derecho a regresar». El Soi Phayne fue destruido.
Las operaciones no habían logrado domeñar la determinación árabe. En cualquier momento, las guerrillas podían burlar a los israelíes, cuya única respuesta parecía ser violencia y más violencia. Ante la mirada del mundo Israel no sólo fracasaba en detener la Intifada sino que también perdía la guerra de propaganda. Los comentaristas decían que se estaba produciendo una versión moderna de la lucha entre David y Goliat, con el Ejército israelí en el papel del gigante filisteo.
Yasser Arafat usó la Intifada para recuperar el control sobre su gente desposeída. En todo el mundo, a través de la radio y la televisión, su voz se quebraba de ira al acusar a Israel por lo que estaba sucediendo a causa de su política y su robo de tierras. Instó a todos los árabes a unirse en su apoyo. Un día Arafat estaba en Kuwait, alentando al Hamas, el grupo terrorista respaldado por Irán, a poner en práctica sus habilidades mortales; al siguiente, en el Líbano, reunido con los líderes de la Jihad islámica. Arafat estaba consiguiendo lo que poco tiempo antes habría parecido imposible: unir a los árabes de todas las creencias en una causa común. Para ellos era el «señor Palestina» o el «Presidente».
El Mossad quedaba continuamente desconcertado por las estrategias de Arafat mientras se desplazaba por las capitales árabes. Casi no tenía idea de dónde iba aparecer o con quién se iba a reunir después.
Todo esto y más explicó Eitan a su invitado, Earl Brian. A su vez, Brian le explicó cómo funcionaba Promis. Desde su punto de vista, todavía faltaba trabajo para que Promis alcanzara su máxima velocidad. Rafi Eitan comentó que Promis podría tener un impacto en la Intifada. Para empezar, el sistema podía infiltrarse en los ordenadores de las diecisiete oficinas de la OLP, repartidas por todo el mundo, para saber adónde iba Arafat y qué estaba planeando. Rafi Eitan dejó a un lado su búsqueda de chatarra y se concentró en cómo explotar el nuevo mundo feliz que le ofrecía Promis.
Por ejemplo, ya no habría que confiar sólo en la inteligencia humana para entender la mentalidad de un terrorista. Con Promis sería posible saber cuándo y dónde iba a golpear. Promis era capaz de rastrear cada paso de un terrorista.
Lograr semejante progreso lo convertiría una vez más en una figura poderosa de la comunidad de inteligencia israelí. Pero las heridas infligidas por sus antiguos compañeros habían calado hondo. Lo habían echado a la calle con poco más que una modesta pensión. Estaba envejeciendo; su primera obligación era para con su familia, a la que, a causa de su trabajo, había descuidado durante mucho tiempo.
Promis le ofrecía una oportunidad de reparación: utilizado apropiadamente lo haría rico.
Sin embargo, a pesar de su brillantez, Rafi Eitan no era un genio de la informática; sus habilidades en la materia se limitaban a saber usar el módem.
Pero sus años en LAKAM le habían dado acceso a todos los expertos que necesitara.
Cuando Earl Brian regresó a Estados Unidos, Rafi Eitan reunió un pequeño grupo de programadores de LAKAM. Decodificaron el disco de Promis y reordenaron sus componentes, a los que agregaron varios elementos propios. No había manera de reclamar la propiedad de un Promis irreconocible. Rafi Eitan decidió dejarle el nombre original porque «era una buena herramienta de mercado para explicar el sistema».
Los operadores de inteligencia, sin otros conocimientos de tecnología informática que los que les permitían saber qué teclas usar, estarían capacitados para acceder a información y a juicios mucho más amplios que los que tenían en mente. Un disco Promis compatible con un ordenador elegiría, entre miles de alternativas, la más adecuada. Eliminaría la necesidad del razonamiento deductivo, porque existían demasiadas variantes correctas pero irrelevantes para ser tenidas en cuenta simultáneamente con el único auxilio del razonamiento humano. Promis podía programarse para eliminar todas las líneas de investigación superfluas y para recabar y relacionar datos a una velocidad y una escala que rebasaban la capacidad humana.
Pero antes de que pudiera ser vendido, de acuerdo con Ben Menashe, Rafi Eitan necesitaba agregar otro elemento. Ben Menashe afirma que fue convocado para participar en la colocación de una «puerta trampa», un chip incorporado, desconocido por el comprador, que capacitaba a Rafi Eitan para conocer la información buscada.
Ben Menashe recomendó a alguien que estaba en condiciones de crear una trampa que ni siquiera los más sofisticados detectores descubrirían. El hombre dirigía una pequeña empresa de investigación y desarrollo de ordenadores, en California. Él y Ben Menashe habían sido amigos en la escuela primaria y, por cinco mil dólares, aceptó producir el microchip. Ben Menashe admitía que salió muy barato. El siguiente paso sería probar el sistema.
Jordania fue el sitio elegido, no sólo porque lindaba con Israel sino porque se había convertido en refugio de los líderes de la Intifada. Desde el reino del desierto, dirigían a las multitudes árabes que, en las calles de Gaza o Cisjordania, lanzaban sucesivos ataques contra Israel.
Después de una atrocidad, los terroristas se colaban por la frontera hacia Jordania, a menudo con la complicidad del Ejército jordano.
Consecuentemente, mucho antes de la Intifada, Jordania se había convertido en un campo de pruebas del Mossad para desarrollar sus capacidades electrónicas. En los años setenta, los técnicos del Mossad se habían infiltrado en el ordenador que IBM había vendido al servicio de inteligencia militar jordano. La información obtenida servía de complemento a la que enviaba el katsa que Rafi Eitan había situado en el palacio del rey Hussein. Promis ofrecería mucho más.
Venderlo directamente a Jordania era imposible porque todavía no existían relaciones comerciales normales entre los dos países. La compañía de Earl Brian, Hadron, fue la que cerró el trato. Cuando los expertos de la compañía instalaron el programa en el cuartel general del Ejército, en Ammán, descubrieron que los jordanos tenían un sistema de diseño francés para rastrear los movimientos de los líderes de la OLP. Promis fue secretamente enchufado al sistema francés. Rafi Eitan no tardó en comprobar los resultados del chip al ver qué líderes de la OLP eran vigilados por los jordanos.
El siguiente paso iba a ser organizar el lanzamiento de Promis al mercado.
Yasser Arafat fue elegido como ejemplo ideal. El presidente de la OLP era famoso por su noción de la propia seguridad: constantemente cambiaba de planes, nunca dormía dos noches en la misma cama, alteraba su horario de comidas a último momento.
Cada vez que Arafat se movía, los detalles se introducían en un ordenador seguro de la OLP. Pero Promis era capaz de burlar esas defensas para averiguar sus alias y los pasaportes falsos que utilizaba. Promis podía obtener sus registros telefónicos y comprobar los números que marcaba. Luego los cruzaba con otras llamadas provenientes de esos números. De ese modo, el programa obtenía una visión completa de las comunicaciones de Arafat.
Mientras estaba de viaje, el líder comunicaba a las autoridades locales su llegada a fin de que dieran los pasos necesarios para protegerlo. Promis se enteraría de los detalles entrando en los ordenadores de la policía. Dondequiera que fuera, Arafat sería incapaz de esconderse de Promis.
Rafi Eitan se dio cuenta de que ni Earl Brian ni su compañía tenían los medios para la comercialización mundial del programa. Para eso hacía falta alguien con soberbios contactos internacionales, energía ilimitada y probadas habilidades para los negocios. Rafi Eitan sólo conocía a un hombre que poseyera esas virtudes: Robert Maxwell.
Maxwell se convenció enseguida y, con su habitual efervescencia siempre que se trataba de ganancias, dijo que tenía una compañía informática ideal para comercializar Promis. Degem Computers Limited, con sede en Tel Aviv, ya prestaba útiles servicios al Mossad. Maxwell había permitido a sus agentes, que se hacían pasar por empleados de Degem, usar las oficinas de la compañía en América Central y Sudamérica. Ahora no sólo veía la oportunidad de sacar muchos beneficios con la venta de Promis a través de Degem, sino también la de dejar sentada su propia importancia ante el Mossad y, en última instancia, ante Israel.
En sus últimas visitas a Israel Maxwell había empezado a adoptar actitudes molestas. Le había dicho a Admoni que debía emplear psíquicos para leer las mentes de los enemigos del Mossad. Comenzó a sugerir blancos para ser eliminados. Quería conocer a los kidon e inspeccionar sus campos de entrenamiento. Todo esto le fue cordial pero firmemente denegado por el jefe del Mossad. Pero en el servicio comenzaban a hacerse preguntas sobre Maxwell. ¿Se trataba del comportamiento de un megalómano haciendo sentir su peso? ¿O era el preludio de otra cosa? ¿Llegaría el momento en que, a pesar de todo lo que había hecho por Israel, Robert Maxwell se volvería mentalmente inestable e impredecible?
Pero no cabía duda de que Maxwell era un excelente vendedor de Promis o, en lo que se refería al Mossad, de la efectividad del sistema. El servicio había sido el primero en obtener el programa, que se había convertido en una herramienta valiosa para oponerse a la Intifada. Muchos de sus líderes habían abandonado Jordania hacia escondites más seguros en Europa después de que varios de sus miembros fueran asesinados por kidon.
Se logró un éxito espectacular cuando un comandante de la Intifada, que se había mudado a Roma, llamó a un número telefónico de Beirut que el Mossad tenía en lista como perteneciente a un fabricante de bombas. El que llamaba de Roma quería encontrarse con el otro en Atenas. El Mossad usó Promis para repasar todas las agencias de viajes de Roma y Beirut que podían vender los pasajes a ambos personajes. En Beirut, revisiones posteriores revelaron que el fabricante de bombas había llamado a las empresas de servicios para que suspendieran el suministro a su casa. Una búsqueda de Promis en los ordenadores locales de la OLP también reveló que el terrorista había cambiado el vuelo a último momento. Eso no lo salvó. Lo mató un coche bomba camino del aeropuerto de Beirut. Poco después, el comandante de la Intifada fue atropellado por un automóvil en Roma.
Entretanto, el Mossad usaba Promis para leer la información secreta de varios servicios. En Guatemala, descubrió los fuertes lazos entre las fuerzas de seguridad del país y los traficantes de droga y sus mercados en Estados Unidos.
El Mossad entregó los nombres a la DEA y el FBI.
En Sudáfrica, un katsa de la embajada israelí utilizó Promis para vigilar a la organización revolucionaria desterrada y sus contactos con los grupos de Oriente Medio. En Washington, los especialistas del Mossad en la embajada usaron Promis para infiltrarse en las comunicaciones de otras sedes diplomáticas y departamentos del Gobierno norteamericano. Lo mismo pasaba en Londres y otras capitales europeas. El sistema continuó aportando valiosa información para el Mossad. Hacia 1989, más de quinientos millones de dólares en programas Promis habían sido vendidos a Gran Bretaña, Australia, Corea del Sur y Canadá.
La cifra habría sido mayor si la CIA no hubiera comercializado su propia versión en otras agencias. En Gran Bretaña, Promis fue empleado por el MI5 en Irlanda del Norte para rastrear terroristas y los movimientos de líderes políticos como Gerry Adams.
Maxwell también se las había ingeniado para vender el programa al servicio de inteligencia polaco, la UB. A su vez, los polacos, de acuerdo con Ben Menashe, permitieron al Mossad robar un MiG-29 ruso. La operación recordaba el robo del MiG anterior a Irak. Un general polaco, a cargo de la oficina de la UB en Gdansk, a cambio de un millón de dólares pagaderos en el Citibank de Nueva York, decidió que el avión fuera dado de baja a pesar de su reciente llegada de la fábrica rusa.
El caza fue desmantelado, colocado en cajas marcadas como «maquinaria agrícola» y transportado a Tel Aviv. Allí el avión fue rearmado y probado por las Fuerzas Aéreas israelíes, lo que permitió a los pilotos enfrentarse a los MiG-29 de servicio en Siria.
Pasaron semanas antes de que el robo fuera descubierto por Moscú, durante un inventario de rutina realizado en los países del Pacto de Varsovia. Moscú protestó vivamente ante Israel y amenazó con impedir el éxodo de judíos desde la Unión Soviética. El Gobierno israelí —sus Fuerzas Aéreas ya habían descubierto todos los secretos del MiG— se deshizo en disculpas por «el celo de oficiales que actúan por su cuenta» y devolvió inmediatamente el avión. Para entonces, el general de la UB se había reunido con su fortuna en Estados Unidos. Washington había convenido en proporcionarle una nueva identidad a cambio de que las Fuerzas Aéreas pudieran también inspeccionar el MiG.
Poco tiempo después, Maxwell voló a Moscú. Oficialmente se encontraba allí para entrevistar a Mijail Gorbachov. En realidad, había ido a vender el Promis al KGB. A través de su microchip secreto, daba a Israel un acceso privilegiado a la inteligencia militar soviética y hacía del Mossad uno de los servicios mejor informados sobre las intenciones soviéticas.
Desde Moscú, Maxwell voló a Tel Aviv. Como siempre fue recibido como un potentado, sin necesidad de pasar por todas las formalidades del aeropuerto y esperado por un emisario oficial del Ministerio de Asuntos Exteriores.
Maxwell lo trató de la misma manera que a su personal, insistiendo en que el oficial llevara sus maletas y se sentara junto al chófer. También quiso saber dónde estaba su escolta motorizada y, cuando se le dijo que no se encontraba disponible, amenazó con llamar a la oficina del primer ministro para que despidiera al enviado. En cada embotellamiento de tráfico, Maxwell reñía al infortunado oficial y siguió haciéndolo hasta que llegaron a la suite del hotel. Allí esperaba la prostituta favorita de Maxwell. La despachó corriendo: había cosas mucho más urgentes que satisfacer sus necesidades sexuales.
En Londres, el imperio periodístico de Maxwell se encontraba en graves aprietos financieros. Sin una sustancial inyección de capital, se vería obligado a cesar pronto en sus actividades. Pero, en la city de Londres, donde siempre había conseguido fondos, eran reacios a seguir respaldándolo. Algunos financieros con buen olfato que conocían a Maxwell se daban cuenta de que, a pesar de sus bravatas y sus fanfarronadas, era un hombre que estaba perdiendo esa perspicacia financiera que en el pasado les había permitido perdonarlo tanto. En aquella época se enfurecía y profería amenazas ante el menor desafío. Los banqueros refrenaban su enojo y se sometían a sus exigencias. Pero ya no estaban dispuestos a hacerlo. En el Banco de Inglaterra y otras instituciones financieras de la city, la consigna era que Maxwell ya no resultaba una apuesta segura.
Su información se basaba parcialmente en informes procedentes de Israel en el sentido de que Maxwell estaba siendo presionado por sus inversores israelíes para que les devolviera el dinero prestado para la compra del grupo Mirror. El plazo límite para la devolución había expirado hacía mucho y los israelíes eran cada vez más insistentes. Tratando de defenderse, Maxwell les había prometido un interés mayor por su dinero si esperaban. Los israelíes no estaban satisfechos: querían su dinero de inmediato. Por esta causa Maxwell había llegado a Tel Aviv: esperaba engatusarlos para que le concedieran otra prórroga. Las señales no eran buenas. Durante el vuelo había recibido varias furibundas llamadas telefónicas de los inversores que lo amenazaban con llevar el asunto ante la autoridad reguladora de la city de Londres.
Maxwell tenía otra preocupación más. Había robado parte de las sustanciales ganancias de ORA, que le habían sido confiadas para ocultar en bancos del bloque soviético y usado el dinero para apuntalar el grupo Mirror. Ya había sustraído los fondos de pensiones y el dinero de ORA no iba a durar mucho.
Y si se descubría el robo se encontraría frente a hombres mucho más rudos que los inversores israelíes, entre ellos Rafi Eitan. Maxwell sabía bastante acerca del ex agente del Mossad como para darse cuenta de que no sería una experiencia agradable.
Desde la suite de su hotel empezó a planear una estrategia. Su participación en las ganancias de Promis no alcanzaría para hacer frente a la crisis. Ni tampoco las ganancias de Maariv, el periódico israelí creado a imagen y semejanza de su diario principal, el Daily Mirror. Pero existía una posibilidad: su empresa Cytex, con sede en Tel Aviv, que fabricaba impresoras de alta tecnología. Si vendía Cytex rápidamente, el dinero serviría para solucionar problemas.
Maxwell convocó a su suite al ejecutivo jefe de Cytex, hijo del primer ministro Shamir. El ejecutivo tenía malas noticias: una venta rápida era improbable. Cytex se enfrentaba a una competencia cada vez mayor. No era el momento de sacarla al mercado. Venderla significaría también echar a gente especializada en un momento en que el desempleo constituía un serio problema en Israel.
La respuesta provocó un estallido de furia de Maxwell, que veía fracasada su última esperanza de salvación. Había cometido un error táctico al regañar al hijo del primer ministro, que inmediatamente puso al corriente a su padre de los problemas financieros de Maxwell. El primer ministro, al tanto de los vínculos de Maxwell con el Mossad, avisó a Nahum Admoni. Este reunió a la plana mayor para debatir cómo manejar el problema.
Posteriormente se supo que discutieron varias opciones.
El Mossad podía pedir al primer ministro que usara su considerable influencia sobre los inversores israelíes, no sólo para ampliar el plazo sino para movilizar sus propios recursos y contactos con el fin de sacar de apuros a Maxwell. Esto fue descartado sobre la base de que Maxwell se las había ingeniado para alterar a Shamir con su actitud arrogante. Todo el mundo sabía que Shamir tenía un alto sentido de la auto conservación y que deseaba distanciarse de Maxwell.
Otra opción para el Mossad sería acercarse a sus sayanim en la city de Londres y urgirlos a proporcionar un rescate financiero para Maxwell. Al mismo tiempo, se alentaría a los periodistas amistosos a escribir artículos en respaldo del atribulado magnate.
También esta opción se descartó. Admoni había recibido informes de Londres que sugerían que muchos sayanim veían con agrado el fin de Maxwell y que pocos periodistas, aparte de los del grupo Mirror, estarían dispuestos a escribir historias favorables sobre alguien que siempre había amenazado a los medios de comunicación.
La opción final del Mossad era romper relaciones con Maxwell. Pero existía un riesgo: Maxwell, en su impredecible estado mental, podía usar sus periódicos para atacar al Mossad. Dado el acceso a la información que se le había otorgado, eso traería consecuencias gravísimas.
En ese tono sombrío, la junta decidió que Admoni debía hablar con Maxwell y recordarle sus responsabilidades con el Mossad e Israel. Esa noche los dos hombres cenaron en la suite de Maxwell. Lo que ocurrió entre ellos continúa siendo un misterio. Pero, horas más tarde, Robert Maxwell dejó Tel Aviv en su avión privado. Según se supo, fue la última vez que alguien lo vio vivo en Israel.
De nuevo en Londres, Maxwell, contra todo pronóstico, consiguió salvar su grupo editorial. Se lo comparaba con un derviche africano, dando vueltas de reunión en reunión para conseguir respaldo económico. De vez en cuando, llamaba al Mossad para hablar con Admoni. Siempre se anunciaba a la secretaria del director general como el Chequito. Le habían puesto aquel mote después de reclutarlo. El contenido de esas conversaciones se desconoce todavía.
Pero el ex oficial Víctor Ostrovsky tenía alguna idea. Pensaba que Maxwell reclamaba la devolución de la enorme suma de dinero que había robado de los fondos de pensiones del grupo Mirror. Al mismo tiempo, proponía que el Mossad presionara para que Mordechai Vanunu fuera liberado y para que se lo entregaran.
Maxwell lo llevaría a Londres y lo entrevistaría personalmente para el Daily Mirror.
La historia constituiría «un acto de contrición» de Vanunu escrita de manera que mostrara la compasión de Israel. Con el sesgo oportunista de muchos de sus actos, Maxwell agregaba que eso proporcionaría un enorme impulso a la circulación del periódico y que le abriría las puertas cerradas en la city de Londres.
Ostrovsky no era el único en pensar que el absurdo plan había convencido al Mossad de que Maxwell se había convertido en un arma sin control.
El 30 de septiembre de 1991, Maxwell telefoneó a Admoni y volvió a comportarse de manera desconcertante. Esta vez no disimulaba sus amenazas.
Su situación financiera había vuelto a empeorar y estaba siendo investigado por el Parlamento y por los medios de comunicación británicos, durante mucho tiempo mantenidos a raya por su costoso equipo de abogados y el temor a sus escritos.
Maxwell le advirtió que, si el Mossad no arreglaba la inmediata devolución de los fondos de pensiones, no estaba seguro de mantener en secreto la reunión entre Admoni y Vladimir Kryuchkov, ex cabeza del KGB. Kryuchkov se encontraba en una cárcel de Moscú, esperando el juicio por su papel en un fallido golpe de Estado contra Mijail Gorbachov. El elemento clave del complot había sido una reunión de Kryuchkov celebrada en el yate de Maxwell, en el Adriático, poco antes de dar el golpe.
El Mossad había prometido usar su influencia en Estados Unidos y Europa para obtener el reconocimiento diplomático del nuevo régimen. A cambio, Kryuchkov haría los arreglos para que todos los judíos rusos fueran enviados a Israel. La conversación no había llegado a nada. Pero revelarla podía poner en peligro la credibilidad de Israel con el régimen ruso vigente y Estados Unidos.
Ése fue el momento, tal como escribió Víctor Ostrovsky, en que «una junta de derechistas en el cuartel general del Mossad acordó eliminar a Maxwell».
Si la afirmación de Ostrovsky es cierta —y nunca ha sido formalmente negada por Israel— entonces es impensable que actuaran sin la autorización de las altas esferas e incluso con el tácito conocimiento del primer ministro, Yitzhak Shamir, el hombre que en otras ocasiones había matado enemigos del Mossad.
El asunto se había agravado todavía más para el Mossad con la publicación de un libro del veterano periodista estadounidense Seymour M. Hersh, La opción Sansón: Israel, Norteamérica y la bomba, que trataba sobre el despuntar de Israel como potencia atómica. El contenido del libro había pillado por sorpresa al Mossad y pronto llegaron copias a Tel Aviv. Aunque bien informado, podrían haberlo condenado al silencio. Ya habían aprendido la dolorosa lección de enfrentarse al editor de Ostrovsky (y también de este libro). Pero existía un problema: Hersh ponía en evidencia los vínculos de Maxwell con el Mossad. Esos lazos hacían principalmente referencia al tratamiento de la historia de Vanunu por parte del grupo Mirror y a la relación entre Nick Davies, ORA y Ari Ben Menashe. Como era de suponer, Maxwell se había escudado detrás de sus abogados y publicado escritos contra Hersh y sus editores en Londres. Pero, por primera vez, se encontró con la horma de su zapato. Hersh, ganador del premio Pulitzer, no se intimidó. En el Parlamento surgían preguntas cada vez más incisivas sobre los contactos de Maxwell con el Mossad. Viejas sospechas salieron a flote. Los miembros del Parlamento solicitaron una investigación oficial de cuánto sabía Maxwell sobre las operaciones del Mossad en Gran Bretaña. Para Víctor Ostrovsky «el suelo comenzaba a temblar bajo los pies de Maxwell».
Ostrovsky aseguraba que el plan, cuidadosamente preparado por el Mossad, para matar a Maxwell, dependía de obligarlo a acudir a una cita para que el Mossad pudiera asestar el golpe. Guardaba un notable parecido con el complot que había conducido al asesinato de Ben Barka en París.
El 29 de octubre de 1991, Maxwell recibió una llamada del katsa de la embajada israelí en Madrid. Se le pidió que viajara a España al día siguiente y, según Ostrovsky, «su interlocutor le prometió que las cosas se iban a solucionar y que no había necesidad de dejarse llevar por el pánico». Le pidió a Maxwell que viajara a Gibraltar, tomara su yate, el Lady Ghislaine, y ordenara a la tripulación que pusiera rumbo a las islas Canarias «para esperar allí un mensaje».
Robert Maxwell accedió a hacer lo que se le indicaba.
El 30 de octubre, cuatro israelíes llegaron al puerto de Rabat, en Marruecos.
Dijeron que eran turistas que se proponían hacer una excursión de pesca en alta mar y alquilaron un yate provisto de motor. Partieron hacia las islas Canarias.
El 31 de octubre, Maxwell, tras su llegada al puerto de Santa Cruz, en la isla de Tenerife, cenó solo en el hotel Mency. Después de la cena, un hombre habló brevemente con él. Quién era y de qué hablaron sigue siendo parte del misterio de los últimos días de Robert Maxwell. Poco después, Maxwell volvió al yate y ordenó zarpar. Durante las treinta y seis horas siguientes, el Lady Ghislaine navegó entre las islas, a distintas velocidades, manteniéndose lejos de la costa. Maxwell le había dicho al capitán que iba a decidir adonde se dirigirían después. La tripulación no recuerda que Maxwell aparentara demasiada indecisión.
En la auto-proclamada primicia mundial exclusiva, bajo el titular «Cómo y por qué fue asesinado Robert Maxwell», la revista británica Business Age sostenía que dos hombres cruzaron en bote, durante la noche, desde un yate cercano al Lady Ghislaine.
Los hombres dominaron al magnate antes de que pudiera pedir auxilio. Luego, uno de los asesinos «inyectó una burbuja de aire en la vena yugular de Maxwell, que murió al cabo de pocos instantes».
Según la revista, los asesinos arrojaron el cuerpo por la borda y volvieron a su yate. Pasaron dieciséis horas hasta que el cadáver fue recuperado, tiempo suficiente para que la marca de una aguja desapareciera por efecto de la inmersión y el picoteo de los peces.
De hecho, la noche del 4 al 5 de noviembre, los problemas del Mossad con Maxwell hallaron reposo en el frío oleaje del Atlántico. La posterior investigación policial y la autopsia española dejaron muchas preguntas sin respuesta. ¿Por qué sólo dos de los once tripulantes estaban de guardia? Normalmente lo estaban cinco. ¿A quién envió Maxwell numerosos faxes durante esas horas? ¿Qué pasó con las copias? ¿Por qué tardaron tanto en darse cuenta de que Maxwell no estaba a bordo? ¿Por qué no dieron la alarma hasta pasados otros setenta minutos? Hasta el día de hoy no se han encontrado respuestas convincentes.
Tres patólogos españoles se ocuparon de realizar la autopsia. Dispusieron que los órganos vitales y muestras de tejido fueran enviados a Madrid para su examen posterior. Antes de que se llevaran a cabo las pruebas, la familia de Maxwell intervino para que el cuerpo fuera embalsamado y enviado por avión a Israel.
Llama la atención que las autoridades españolas no se opusieran. ¿Quién o qué había persuadido a la familia de tomar esa repentina decisión?
El 10 de noviembre de 1991 se celebró el funeral de Maxwell en el monte de los Olivos, Jerusalén, el lugar de descanso de los héroes más reverenciados de Israel. Tuvo todos los ingredientes de un entierro oficial; fue presenciado por el Gobierno del país y los líderes de la oposición. No menos de seis jefes y ex jefes de la comunidad de inteligencia israelí escucharon el panegírico del primer ministro Shamir: «Ha hecho más por Israel de lo que puede hoy mencionarse».
Entre los asistentes al funeral se hallaba un hombre vestido enteramente de negro, con el único toque blanco de su alzacuello sacerdotal. Nacido de una familia libanesa cristiana, parecía una figura fantasmal. Apenas sobrepasaba el metro y medio de estatura y pesaba poco más de cincuenta kilos. Pero el padre Ibrahim no era un sacerdote ordinario. Trabajaba para la Secretaría de Estado del Vaticano.
Su discreta presencia en el funeral respondía no tanto a presentar las condolencias por Maxwell como a reconocer los todavía secretos vínculos entre la Santa Sede e Israel. Un ejemplo perfecto de la máxima de Meir Amit: «La cooperación en inteligencia no conoce límites».