Dinero sucio, sexo y mentiras

Las cosas tenían un aspecto muy distinto esa mañana de marzo de 1985, cuando Ari Ben Menashe tomó el vuelo de British Airways Tel Aviv-Londres.

Mientras saboreaba su desayuno kosher,[23] se decía que la vida nunca le había sido tan favorable. No sólo estaba haciendo «mucho dinero» sino que había aprendido mucho trabajando codo a codo con Kimche mientras corrían la aventura bizantina de venderle armas a Irán. De paso, había mejorado su educación en el continuo intercambio entre los políticos de Israel y sus jefes de inteligencia.

Para Ben Menashe, «el tratante de armas medio era un niño de coro comparado con mis ex colegas». Había detectado el problema: los efectos secundarios de la aventura de Israel en el Líbano, que finalmente había abandonado, fueron destructivos y desmoralizadores. Ansiosos por recuperar prestigio los políticos dieron todavía más libertad a la inteligencia para librar una guerra sin cuartel contra la OLP, a la que achacaban todos los problemas de Israel. El resultado fue que hubo una sucesión de escándalos en los que sospechosos de terrorismo e incluso sus familias fueron torturados y asesinados a sangre fría. Yitzhak Hofi, ex jefe del Mossad, había formado parte de una comisión gubernamental creada, después de una intensa presión pública, para investigar las atrocidades. Llegó a la conclusión de que los oficiales de inteligencia habían mentido sin excepción al tribunal acerca de la forma en que obtenían las confesiones. Los métodos usados habían sido a menudo salvajes. El comité recomendó seguir los «procedimientos adecuados».

Pero Ben Menashe sabía que las torturas habían continuado: «Era bueno estar lejos de esas cosas horribles». Consideraba muy diferente lo que él hacía al vender armas a Irán para matar a innumerables iraquíes. Ni siquiera la desgracia de los rehenes de Beirut, la verdadera razón por la que iba y venía, le preocupaba verdaderamente. La razón última era el dinero. Aun después de la partida de Kimche, Ben Menashe pensó que la rueda se detendría sólo cuando él en persona lo decidiera y que saldría del asunto convertido en multimillonario. Según sus cálculos, el negocio de ORA valía cientos de millones, la mayor parte de ellos generados en la casa del suburbio de Londres desde donde Davies dirigía las operaciones internacionales.

Ben Menashe sabía que Davies había amasado una fortuna propia. Ganaba mucho más que las setenta y cinco mil libras anuales que le pagaban en el periódico: su comisión en ORA alcanzaba casi la misma cifra sólo en un mes. A Ben Menashe no le importaba que el periodista «se llevara una tajada más grande del pastel; quedaba lo suficiente para seguir andando. Todavía eran tiempos para beber champaña».

Robert Maxwell lo ofrecía a espuertas a las visitas que iban a su oficina del último piso del Daily Mirror. Cuando el vuelo de British Airways aterrizara, Ben Menashe sería conducido en una limusina enviada por el magnate: un signo más de la importancia que Maxwell, según él, le concedía. Lo acompañaría Nahum Admoni, director general del Mossad, que había tomado un vuelo posterior de El Al. Ben Menashe planeó esperar a Admoni en el aeropuerto de Heathrow meditando sobre cómo un poderoso barón de la prensa se había transformado en el sayan más importante reclutado por el Mossad.

Maxwell había ofrecido voluntariamente sus servicios al final de una reunión en Jerusalén con Shimon Peres, poco tiempo después de formado el gobierno de coalición, en 1984. Uno de los asesores de Peres recordaba el episodio: «un egocéntrico se encuentra con un megalómano. Peres era altivo y autoritario. Pero Maxwell arremetía diciendo cosas como "voy a invertir millones en Israel, voy a revitalizar la economía". Parecía un político en campaña. Era pomposo, interrumpía, se iba por la tangente o contaba chistes obscenos. Peres seguía sentado con su sonrisa de esquimal».

Sabedor de que Maxwell había cultivado durante años valiosos contactos en Europa del Este, Peres arregló un encuentro entre Admoni y el magnate. La reunión tuvo lugar en la suite presidencial del hotel Rey David, en Jerusalén, donde Maxwell se alojaba. Los dos hombres encontraron un terreno común en sus orígenes centro-europeos. Maxwell había nacido en Checoslovaquia y ambos compartían un ardiente compromiso con el sionismo y la creencia de que Israel debía subsistir por derecho divino. También coincidían en su pasión por la comida y los buenos vinos.

Admoni estaba vivamente interesado en el punto de vista de Maxwell: Estados Unidos y la Unión Soviética tenían idéntico deseó de alcanzar la dominación mundial, aunque a través de métodos significativamente diferentes.

La anarquía internacional formaba parte de la estrategia soviética, mientras que para Washington el mundo se componía de «amigos» o «enemigos», más que de naciones con intereses ideológicos en conflicto. Maxwell había expresado otras intuiciones: el contacto secreto de la CIA con la inteligencia china causaba inquietud en el Departamento de Estado, que pensaba que podía influir en las futuras relaciones diplomáticas y políticas.

El magnate había retratado a dos hombres de sumo interés para Admoni.

Maxwell dijo que cuando conoció a Ronald Reagan tuvo la sensación de que el presidente era un optimista empedernido que utilizaba su encanto para ocultar su verdadera condición de político duro. Su defecto más peligroso era la simplificación, sobre todo en la cuestión de Oriente Medio: su segundo o tercer pensamiento sobre ella no lograba imponerse a un primer juicio precipitado.

Maxwell también había conocido a William Casey, y juzgaba al director de la CIA como un hombre de miras estrechas que no sentía aprecio alguno por Israel.

Casey dirigía una agencia con ideas anticuadas sobre el papel de la inteligencia en la actual arena política mundial. Nada más evidente que el modo en que Casey había mal interpretado las intenciones árabes en Oriente Medio.

Esas opiniones coincidían exactamente con las de Nahum Admoni. Después de la reunión, fueron en el automóvil de Admoni al cuartel general del Mossad, donde el propio director general acompañó a su huésped en una visita a parte de las instalaciones.

Ahora, un año después, el 15 de marzo de 1985, volverían a encontrarse.

Hasta que Admoni y Ben Menashe no entraron en la oficina de Maxwell, situada en el barrio londinense de High Holborn, su anfitrión no les comunicó que habría otra persona compartiendo los bagels, el salmón ahumado y el café que Maxwell siempre tenía disponibles en su suite.

Como un mago que saca un conejo de la chistera, Maxwell les presentó a Viktor Chebrikov, vicepresidente del KGB y uno de los agentes más poderosos del mundo.

Ben Menashe admitiría con claridad que «a un líder del KGB encontrarse en la oficina de un editor británico le hubiera parecido una fantasía imposible. Pero, en una época en la que el presidente Gorbachov mantenía muy buenas relaciones con la primera ministra Margaret Thatcher, era aceptable para Chebrikov encontrarse en Londres».

Repantigados en los sillones de cuero hechos a mano, Admoni y Ben Menashe dirigieron la conversación. Querían saber si, en el caso de que «cantidades muy sustanciales» de dinero fuesen transferidas a la Unión Soviética Chebrikov garantizaba que los depósitos estarían a salvo. Se trataba de las ganancias de ORA con la venta de armas norteamericanas a Irán.

Chebrikov preguntó de cuánto dinero estaban hablando.

Ben Menashe le respondió que de «cuatrocientos cincuenta millones iniciales de dólares estadounidenses. Seguidos de cantidades semejantes. Quizás hasta mil millones o más».

Chebrikov miró a Maxwell para asegurarse de que había oído correctamente.

Maxwell asintió, moviendo la cabeza con entusiasmo. «¡Esto es la perestroika!»,[24] exclamó.

Para Ben Menashe, la simplicidad del asunto era un atractivo más. No habría un enjambre de intermediarios llevándose comisiones. Sólo serían «Maxwell con sus contactos y Chebrikov, debido al poder que poseía. Su participación constituía una garantía de que los soviéticos no robarían los fondos. Se acordó que los cuatrocientos cincuenta millones iniciales serían transferidos del Crédit Suisse al Banco de Budapest, en Hungría. Desde allí, el dinero sería distribuido a otros bancos del bloque soviético».

Una prima neta de ocho millones le sería pagada a Robert Maxwell por negociar el trato. Los arreglos quedaron sellados con un apretón de manos y Maxwell propuso un brindis por el futuro capitalismo de Rusia. Después, sus huéspedes fueron transportados en un helicóptero del magnate hasta el aeropuerto de Heathrow para tomar un vuelo a casa.

Aparte de Nicholas Davies, ningún periodista de los que se encontraban en el edificio del Daily Mirror se enteró de que acababa de pasar inadvertida una noticia de primera. No tardaría en escapárseles de las manos otra primicia cuando Maxwell traicionó sus intereses profesionales tratando de proteger a Israel.

En el comienzo de su relación con el Mossad, se acordó que Maxwell era demasiado valioso como para involucrarlo en la rutina de recabar información.

Según un miembro de la comunidad de inteligencia israelí: «Maxwell era el máximo comodín del Mossad. Abría las puertas de los despachos más encumbrados. El poder de sus periódicos significaba que presidentes y primeros ministros estaban siempre dispuestos a recibirlo. A causa de lo que era, le hablaban como si fuera de hecho un gobernante, sin darse cuenta nunca de a dónde iba a parar la información. Mucho de lo que oía eran probablemente chismes, pero sin duda algunas cosas resultaban pepitas de oro. Maxwell sabía cómo hacer preguntas. No había recibido entrenamiento por parte nuestra, pero se le habían dado indicios de las áreas a explorar».

El 14 de septiembre de 1986 Robert Maxwell llamó a Nahum Admoni por su línea directa con noticias devastadoras. Un periodista colombiano independiente, Oscar Guerrero, se había acercado al periódico dominical de Maxwell, el Sunday Mirror, con una historia sensacional que descubría la tapadera cuidadosamente elaborada acerca del propósito real de Dimona. Guerrero decía actuar para un ex técnico que había trabajado en la planta nuclear. Durante ese tiempo, el hombre había reunido, en secreto, fotografías y otras pruebas para demostrar que Israel ya se había convertido en una potencia nuclear de primera y que contaba con no menos de cien artefactos atómicos de diverso poder destructivo.

Como todas las llamadas del jefe del Mossad, ésta se grabó automáticamente.

Según ese mismo miembro de la inteligencia israelí declaró más tarde, la cinta contenía el siguiente diálogo:

Admoni: ¿Cuál es el nombre del técnico?

Maxwell: Vanunu. Mordechai Vanunu.

Admoni: ¿Dónde está ahora?

Maxwell: En Sidney, Australia, creo.

Admoni: Lo llamo más tarde.

La primera llamada de Admoni fue para el primer ministro Shimon Peres, que ordenó tomar todas las medidas para «controlar la situación». Con esas palabras, Peres autorizó una operación que demostraría una vez más la despiadada eficiencia del Mossad.

El personal de Admoni confirmó rápidamente que Vanunu había trabajado en Dimona desde febrero de 1977 hasta noviembre de 1986. Había sido asignado a Machon-Dos, una de las más secretas de las diez unidades productivas de la planta. El edificio sin ventanas parecía un almacén. Pero sus muros eran tan espesos que bloqueaban las más poderosas lentes de los satélites. Dentro de la estructura acorazada, un sistema de paredes falsas conducía a los ascensores que descendían seis pisos, hasta el sitio donde se fabricaban las armas nucleares.

El permiso de seguridad de Vanunu, le permitía acceder a todos los rincones de Machon-Dos. Su pase especial de seguridad, número 520, coincidía con su firma en la Oficina de Actas Oficiales Secretas y le aseguraba absoluta inmunidad mientras cumplía las funciones de menahil, controlador del turno noche. Un asombrado Admoni recibió la noticia de que, durante meses, Vanunu había fotografiado secretamente las instalaciones de Machon-Dos: los paneles de control y la maquinaria nuclear para la fabricación de bombas. Las pruebas sugerían que había almacenado las películas en su taquilla y las había sacado a escondidas del que se suponía que era el sitio más seguro de Israel.

Admoni preguntó de qué modo Vanunu había logrado todo esto y, tal vez, más.

¿Y si ya había mostrado el material a la CIA? ¿O a los rusos, los británicos o, incluso, los chinos? El daño sería incalculable. Israel quedaría ante el mundo como un país mentiroso y embustero, capaz de destruirlo en buena parte. ¿Quién era Vanunu? ¿Para quién trabajaba?

Las respuestas llegaron pronto. Vanunu era un judío marroquí, nacido el 13 de octubre de 1954 en Marrakesh, donde sus padres eran modestos comerciantes.

En 1963, cuando el antisemitismo, siempre a flor de piel en Marruecos, se desbordó con extrema violencia, la familia emigró a Israel y se estableció en la ciudad de Bersheba.

Mordechai tuvo una adolescencia común. Como todos los jóvenes, al llegar el momento fue llamado a las filas del Ejército israelí. Ya empezaba a perder el pelo y parecía mayor a los diecinueve años. Alcanzó el grado de sargento primero en una unidad busca-minas, estacionada en los Altos del Golán. Finalizado el servicio militar, ingresó en la Universidad Ramat Aviv, en Tel Aviv. Después de suspender dos exámenes al final de su primer año de la carrera de física, abandonó los estudios.

En el verano de 1976 se presentó a un anuncio en el que se solicitaban técnicos aprendices para trabajar en Dimona. Después de una prolongada entrevista con el oficial de seguridad de la planta, fue aceptado para, la preparación y lo apuntaron a un curso intensivo de física, química, matemáticas e inglés. Salió suficientemente airoso como para entrar en Dimona a trabajar como técnico, en febrero de 1977.

Vanunu había sido declarado prescindible en noviembre de 1986. En su expediente de Dimona constaba que había dado muestras de tener «creencias de izquierda y pro árabes». Vanunu partió hacia Australia y llegó a Sidney en mayo del año siguiente. En algún sitio a lo largo del viaje, que había seguido el conocido itinerario de los jóvenes judíos hacia Extremo Oriente, Vanunu había renunciado a su otrora firme fe judía y se había convertido al cristianismo. La figura que emergía de las fuentes consultadas por Admoni era la de un joven poco atractivo, el clásico solitario: no había hecho amigos en Dimona, no tenía novia y pasaba su tiempo libre leyendo libros de filosofía y política. Los psicólogos del Mossad le dijeron a Admoni que un hombre así podía ser temerario, tener los valores distorsionados y, a menudo, estar desilusionado. Ese tipo de personalidad podía volverse peligrosamente impredecible.

En Australia, Vanunu había conocido a Oscar Guerrero, un periodista colombiano que trabajaba en Sidney, mientras pintaba una iglesia. El dicharachero periodista no tardó en inventarse una extraña historia para divertir a sus amigos del conflictivo barrio King's Cross, en Sidney. Declaraba que había ayudado a un importante científico nuclear israelí a desertar llevándose los planes secretos para destruir a sus vecinos árabes y que, un paso por delante del Mossad, el científico se ocultaba ahora en un refugio suburbano de Sidney mientras Guerrero orquestaba «la venta del notición del siglo».

A Vanunu le molestaban estos comentarios delirantes. Convertido en pacifista confeso, quería que su historia apareciera en una publicación seria, para alertar al mundo sobre la amenaza que significaba la capacidad nuclear de Israel. No obstante, Guerrero se había puesto en contacto con la oficina en Madrid del Sunday Times y el osado periódico londinense mandó un reportero a Sidney para entrevistar a Vanunu.

Las fantasías de Guerrero se hicieron evidentes cuando lo entrevistaron. El colombiano empezó a sentir que perdía el control de la historia de Vanunu. Sus temores aumentaron cuando el enviado del Sunday Times dijo que llevaría a Vanunu a Londres, donde sus declaraciones iban a ser cabalmente investigadas.

El periódico intentaba que el técnico fuera examinado por uno de los principales científicos nucleares británicos.

Guerrero vio a Vanunu y su acompañante tomar el vuelo a Londres y sus recelos aumentaron aceleradamente. Necesitaba consejo para manejar la situación. La única persona a quien acudir que se le ocurría era un antiguo miembro del Servicio de Inteligencia y Seguridad Australiano. Guerrero le dijo que le habían arrebatado una historia impactante y describió exactamente lo que Vanunu había sacado de Dimona: sesenta fotografías de Machon-Dos, con mapas y dibujos. Revelaban más allá de toda duda que Israel era la sexta potencia nuclear del mundo.

Una vez más, Guerrero no tuvo suerte. Había elegido al hombre equivocado. El ex agente del SISA se puso en contacto con su antiguo jefe y le repitió lo que Guerrero le había contado. Había un firme contacto de trabajo entre el Mossad y el SISA. El primero aportaba información sobre los movimientos de los terroristas árabes hacia el Pacífico. SISA informó al katsa agregado en la embajada israelí en Canberra sobre la llamada de su ex empleado.

La información fue mandada inmediatamente por fax a Admoni. Para entonces le habían llegado noticias aún más preocupantes.

En su viaje hacia Australia, Vanunu había hecho una escala en Nepal y allí había visitado la embajada soviética en Katmandú. ¿Acaso había mostrado sus pruebas a Moscú?

Al sayan situado en la corte del rey de Nepal le llevó tres días descubrir que el único propósito de Vanunu al visitar la embajada había sido averiguar qué papeles se necesitaban para pasar unas vacaciones en la Unión Soviética, en una fecha posterior todavía por determinar. Le habían entregado una serie de folletos.

Durante las horas pasadas desde que Vanunu fuera llevado a Londres por el Sunday Times, Guerrero había tratado de adelantarse ofreciendo copias de los documentos de Vanunu a dos diarios australianos. Rechazaron el material creyéndolo falsificado.

Desesperado, Guerrero partió hacia Londres en pos de Vanunu. Al no encontrarlo, llevó los documentos al Sunday Mirror, con una foto de Vanunu tomada en Australia. Al cabo de pocas horas Nicholas Davies ya sabía que estaban allí.

Inmediatamente se lo comunicó a Maxwell. El editor llamó a Admoni. Varias horas después, cuando el jefe del Mossad volvió a llamar a Maxwell, recibió otro susto. El Sunday Times tomaba en serio la historia de Vanunu. Por lo tanto, se volvía de una importancia crítica saber qué había fotografiado el técnico. Se esperaba urdir una respuesta que limitara los perjuicios. Los informes de Canberra indicaban que Guerrero tenía una clara motivación económica. Si Vanunu tenía los mismos intereses, entonces se podría montar una campaña efectiva contra el Sunday Times diciendo que había sido engañado por los dos hombres que trabajaban en complicidad.

Una vez más, el infatigable Ari Ben Menashe fue llamado al servicio. Admoni le ordenó viajar a Londres para obtener las copias que Guerrero había mostrado al Sunday Mirror.

Ben Menashe contó después al veterano periodista estadounidense Seymour Hersh: «Nicholas Davies lo había arreglado para que Guerrero conociera a un "agresivo" reportero norteamericano: yo. En la reunión, Guerrero, ansioso por conseguir otra venta, desplegó algunas de las fotos en color de Vanunu. Yo no sabía si eran importantes. Debían verlas los expertos en Israel. Le dije a Guerrero que necesitaba copias. Se sobresaltó. Le advertí que necesitaba saber si eran auténticas antes de pagarle y que Nick se hacía responsable por mí».

Guerrero entregó varias fotos a Ben Menashe. Fueron enviadas a Tel Aviv.

Su llegada aumentó la consternación. Los funcionarios de Dimona identificaron el Machon-Dos en las fotos. Una de las copias mostraba el área donde se habían fabricado minas terrestres nucleares que fueron luego sembradas en los Altos del Golán, en la frontera con Siria. No era posible destruir la credibilidad de Vanunu.

Cualquier físico nuclear reconocería para qué servía el equipo.

El primer ministro Peres formó un gabinete de crisis para seguir la situación.

Algunos de los jefes de departamento del Mossad sugirieron que se enviara un grupo kidon para matar a Vanunu. Admoni rechazó la idea. El Sunday Times no tendría espacio para publicar todo lo que Vanunu había relatado al periódico: se habría necesitado un libro entero para exponer toda la información a la que el técnico había tenido acceso. Pero una vez que el diario hubiera terminado con Vanunu, éste sería llamado por la CIA y el MI5, e Israel afrontaría todavía más problemas. Necesitaban imperiosamente saber de qué modo Vanunu había llevado a cabo su operación de espionaje en Dimona, si había trabajado solo o con otros, y de ser ese el caso, para quién trabajaban. La única manera de saber todo esto era trayendo a Vanunu de vuelta a Israel para someterlo a un interrogatorio.

Admoni necesitaba una manera de sacar a Vanunu del sitio donde el Times lo tenía escondido. Al aire libre sería más fácil manejar a Vanunu y, en último término, si había que asesinarlo, no sería la primera vez que el Mossad mataba a alguien en las calles de Londres. Durante la caza de los terroristas que cometieron la masacre de los atletas israelíes en Munich, el Mossad había matado a uno de los líderes de Septiembre Negro atropellándolo con un coche mientras caminaba hacia su hotel en Bloomsbury.

En Londres, el Sunday Times, dándose cuenta de que Israel iba a hacer todo lo posible por desacreditar a Vanunu, había dispuesto que fuera interrogado por el doctor Frank Barnaby, un físico nuclear con referencias impecables que había trabajado en las instalaciones nucleares británicas de Aldermaston. Este dictaminó que las fotografías eran auténticas y el relato detallado del técnico muy exacto.

Luego el Sunday Times dio un paso fatal. Su reportero presentó, ante la embajada israelí en Londres, un resumen de todo lo que Vanunu les había revelado, junto con copias de su pasaporte, las fotografías y el dictamen del doctor Barnaby. La intención era forzar al Gobierno israelí a admitir los hechos. En cambio, la embajada rechazó el material «por carecer totalmente de base».

En Tel Aviv, las fotocopias entregadas a la embajada causaron aún más estupor. Para Ben Menashe: «El secreto se había descubierto. Yo todavía estaba en Londres cuando Davies y Maxwell me llamaron. Nos encontramos en la misma oficina donde le había prometido pagarle ocho millones de dólares de comisión por esconder nuestro dinero detrás del telón de acero. Maxwell aclaró que entendía qué hacer con la historia de Vanunu. Dijo que ya había hablado con mi jefe en Tel Aviv».

Como resultado de esa llamada, Admoni había descubierto una manera de descubrir a Vanunu.

En la siguiente edición del Sunday Mirror se publicó una foto enorme de Mordechai Vanunu, con una historia que dejaba al técnico y a Guerrero en el más completo ridículo. El colombiano era tildado de mentiroso y estafador y las declaraciones sobre el poder nuclear de Israel, de burdo engaño. El artículo lo había dictado Maxwell, que también había supervisado la destacada posición de la foto de Vanunu. Se había disparado el primer tiro de una campaña de desinformación a gran escala, orquestada por el departamento de acción psicológica.

Después de leerlo, Vanunu se alteró tanto que dijo a sus guardianes del Sunday Times, los periodistas que lo habían vigilado desde su llegada a Londres, que quería desaparecer. «No quiero que nadie sepa dónde estoy».

El aterrorizado técnico se alojaba en el último hotel que sus guardianes le habían conseguido, el Mountbatten, cerca de la avenida Shaftesbury, en el centro de Londres.

Siguiendo la publicación del Sunday Mirror, los sayanim de Londres fueron movilizados para buscarlo. Numerosos voluntarios judíos de fiar llevaban una lista de hoteles y pensiones para revisar. En cada establecimiento daban una descripción de Vanunu a partir de la foto publicada en el diario, siempre haciéndose pasar por parientes que trataban de averiguar si se había registrado.

El miércoles 25 de septiembre, Admoni recibió la noticia de que Vanunu había sido localizado. Era hora de dar el siguiente paso de su plan.

El lazo entre el trabajo de inteligencia y la trampa sexual es tan viejo como el espionaje mismo. En el cuarto libro de Moisés, la prostituta Rahab salva la vida de dos espías de Josué de las manos de los contra-espías del rey de Jericó: el primer encuentro registrado entre las dos profesiones más antiguas del mundo. Una de las herederas de Rahab en el negocio de amor y espionaje fue Mata Hari, la seductora holandesa que trabajó para los alemanes durante la Gran Guerra y fue ejecutada por los franceses. Desde el principio, el Mossad había reconocido el valor de la seducción sexual. Para Meir Amit:

«Era otra arma. Una mujer tiene habilidades que no poseen los hombres. Sabe cómo escuchar. Las conversaciones de alcoba no son problema para ella. La historia de la inteligencia moderna está plagada de referencias a mujeres que utilizaron su sexo por el bien de su país. Decir que Israel no hizo lo mismo sería estúpido. Pero nuestras mujeres son voluntarias, mujeres inteligentes que saben el riesgo que corren. Eso requiere una forma especial de coraje. No es tanto el hecho de acostarse con alguien como el de hacer que un hombre crea que se acuestan con él a cambio de lo que tiene para contar. Y eso es un mínimo ejemplo de las habilidades que hacen falta para conseguirlo».

Nahum Admoni había elegido una agente que poseía todas esas cualidades para entregar a Mordechai Vanunu a manos del Mossad. Cheryl ben Tov era una bat leveyha, estaba un grado por debajo de un katsa. Hija de una rica familia judía de Orlando, Florida, había visto el fin del matrimonio de sus padres en un juicio de divorcio amargamente conflictivo. Encontró consuelo en los estudios religiosos, que la llevaron a pasar tres meses en un kibutz de Israel. Allí se compenetró con la historia judía y la lengua hebrea. Decidió quedarse en Israel. A la edad de dieciocho años conoció a un sabra, un nativo de Israel, llamado Ofer ben Tov, y se enamoró de él. Trabajaba como analista de Aman. Se casaron un año después.

Entre los invitados a la boda había varios miembros importantes de la comunidad de inteligencia, incluido uno de Meluckha, la unidad de reclutamiento del Mossad. Durante el banquete de bodas hizo las preguntas que cualquier novia podía esperar. ¿Pensaba seguir trabajando? ¿Iba a tener hijos enseguida?

Atrapada en el alboroto de la celebración, Cheryl había dicho que su único plan era encontrar la manera de devolver algo a un país del que tanto había recibido, como si fuera su propia familia. Un mes después de regresar de su luna de miel, el invitado la llamó por teléfono: había estado pensando en lo que ella le dijo y creía posible que pudiera ayudar. Acordaron encontrarse en un café del centro de Tel Aviv. La sorprendió mencionando detalladamente sus estudios, su historia familiar y cómo había conocido a su esposo. Quizás al percibir su enojo por ver invadida su intimidad le explicó que toda la información constaba en el expediente de su esposo en Aman.

El reclutador entendía que la relación entre él y un potencial recluta podía ser a menudo delicada; ha sido comparada con la de un brujo que inicia a un neófito en una secta secreta, con sus signos especiales, conjuros y ritos: es la confraternidad de Orfeo sin el amor por la música. Después de decirle a Cheryl para quién trabajaba, el hombre hizo su oferta. El Mossad siempre buscaba gente que quisiera servir a su país. En la boda, ella había comparado Israel con una familia.

Pues bien, el Mossad lo era. Una vez aceptado, te transformabas en parte de la familia, eras protegido y alimentado. A cambio, servías a la familia de la manera que fuera necesario. ¿Estaba interesada?

Cheryl aceptó. Se le dijo que debía superar unas pruebas preliminares.

Durante los tres meses siguientes se sometió a una serie de exámenes orales y escritos, en varios pisos francos de Tel Aviv. Su alto coeficiente —140 en las pruebas—, su ascendencia norteamericana, conocimientos generales y ductilidad social hacían de ella una recluta que destacaba de la media.

Se le comunicó que era apta para el entrenamiento.

Antes de eso, tuvo una sesión más con su reclutador. Él le dijo que estaba a punto de entrar en un mundo donde no podría compartir sus experiencias con nadie, ni siquiera con su esposo. En una posición tan solitaria, se sentiría vulnerable al peligroso señuelo de la confianza. Pero no debía confiar en nadie, excepto en sus colegas. Se le enseñaría a engañar, a usar métodos que violaban todo sentido de la decencia y el honor; debía aceptar nuevas maneras de hacer las cosas. Encontraría muy desagradables algunos actos que se le ordenaría ejecutar, pero siempre debía situarlos en el contexto de su misión. El reclutador se inclinó sobre la mesa de la habitación y le dijo que todavía estaba a tiempo de cambiar de parecer. No habría recriminaciones ni debía albergar una sensación de fracaso.

Cheryl dijo que estaba completamente preparada para iniciar el entrenamiento.

Durante los dos años que siguieron se encontró en un mundo que, hasta entonces, había formado parte de su diversión favorita: ir al cine. Aprendió a sacar un arma sentada en una silla y a memorizar la mayor cantidad de nombres proyectados a toda velocidad sobre una pequeña pantalla. Se le mostró cómo ajustar su Beretta a la ropa interior y cómo cortar una abertura invisible en su falda o vestido para acceder rápidamente al arma.

De vez en cuando, otros aspirantes dejaban la escuela de entrenamiento: tales desapariciones jamás se comentaban. Fue enviada a misiones de práctica: entrar en una habitación de hotel ocupada, robar documentos de una oficina. Sus métodos eran analizados por sus instructores durante horas. La sacaban de la cama en plena noche y la enviaban a cumplir órdenes: ligarse a un turista en una discoteca y luego deshacerse de él al llegar al hotel. Cada movimiento que hacía era observado por sus tutores.

Se le hicieron preguntas íntimas sobre su vida sexual. ¿Cuántos hombres había tenido antes de su marido? ¿Se acostaría con un extraño si la misión lo requería? Contestó la verdad: no había habido nadie antes de su esposo y, si estuviera absolutamente segura de que el éxito de una misión dependía de ello, se iría a la cama con un hombre. Sería simplemente sexo, no amor. Aprendió cómo usar el sexo para coaccionar, seducir y dominar. Se volvió especialmente buena en eso.

Se le explicó cómo matar disparando un cargador entero sobre el blanco.

Estudió las sectas del islam y cómo crear un mishlashim, un buzón seguro para recibir o dejar información. Pasó un día perfeccionando cómo enviar una tira de microfilm pegada dentro de un sobre. Otro día lo dedicó a disfrazarse poniéndose algodón en la parte interior de las mejillas para alterar levemente la forma de su cara. Aprendió a robar coches, a hacerse la borracha y a embaucar a los hombres.

Un día fue llamada a la oficina del jefe de la escuela de entrenamiento. La miró de arriba abajo, como si estuviera haciéndole una inspección y revisando cada punto de una lista mental. Finalmente, le comunicó que había pasado.

Cheryl ben Tov fue asignada como bat leveyha, en el departamento Kaisrut del Mossad, relacionado con los enlaces de las embajadas israelíes. Su papel era en concreto dar cobertura, como novia o esposa, a los katsas en activo. Trabajó en muchas ciudades europeas a las que se desplazaba como ciudadana norteamericana. No se acostó con ninguno de sus «amantes» ni «maridos».

Admoni en persona la puso al corriente de la importancia de su última misión: localizado Vanunu, dependería de ella usar sus habilidades para obligarlo a salir de Gran Bretaña. Esta vez se haría pasar por una turista norteamericana que viajaba sola por Europa tras un penoso divorcio. Para dar credibilidad a esa parte de la historia, usaría detalles de la separación de sus propios padres. La parte final de su historia incluía una «hermana» que vivía en Roma. Su orden era llevar hasta allí a Vanunu.

El martes 23 de septiembre de 1986, Cheryl ben Tov se unió a un equipo de nueve katsas que ya estaban en Londres. Se encontraban a las órdenes del director de operaciones del Mossad, Beni Zeevi, un hombre hosco con los dientes manchados de nicotina.

Los katsas se alojaban en hoteles entre Oxford Street y el Strand. Dos se habían registrado en el Regent Palace. Cheryl ben Tov se inscribió como Cindy Johnson en el Strand Palace, habitación 320. Zeevi había tomado una habitación, en el Mountbatten, próxima a la 105 que ocupaba Vanunu.

Puede muy bien haber sido el primero en notar los cambios de humor del técnico. Aceleradamente, Vanunu iba mostrando signos de tensión. Londres era un ambiente hostil para alguien que había crecido en la vida pueblerina de Bersheba. Y, a pesar de los esfuerzos de sus acompañantes, se sentía solo y hambriento de compañía femenina, de una mujer que tuviera relaciones con él.

Los psicólogos del Mossad habían predicho esa posibilidad.

El miércoles 24 de septiembre, Vanunu insistió en que sus guardianes del Sunday Times debían dejarlo salir solo. Aceptaron de mala gana. No obstante, un reportero lo siguió discretamente hacia Leicester Square. Allí vio que Vanunu empezaba a hablar con una mujer. El periódico la describiría después como «de unos veinticinco años, 1,75 de estatura, rellena, con el cabello rubio teñido, labios gruesos, traje pantalón de cheviot, tacones altos y, probablemente, judía».

Al cabo de un rato, se separaron. De vuelta en el hotel, Vanunu confirmó a su vigilante que había conocido «a una chica norteamericana llamada Cindy». Dijo que planeaba volver a verla. Los reporteros estaban preocupados. Uno de ellos comentó que la aparición de Cindy en Leicester Square parecía demasiada coincidencia. Vanunu rechazó sus inquietudes. Algo le había dicho Cindy que le resultaba suficiente para querer pasar más tiempo con ella y no en Londres, sino en el departamento de su hermana, en Roma.

Beni Zeevi y otros cuatro katsas eran pasajeros del vuelo en el que viajaban Cheryl y Vanunu a Roma. La pareja tomó un taxi hacia el casco antiguo de la ciudad.

En su interior había tres katsas. Dominaron a Vanunu y le inyectaron una droga paralizante. Por la noche llegó una ambulancia y Vanunu fue sacado del edificio en camilla. Con cara de aflicción, los katsas informaron a los vecinos que un pariente había enfermado. Cheryl se metió en la ambulancia y ésta partió.

El vehículo salió de Roma a toda velocidad y enfiló hacia la costa. En un punto preestablecido esperaba una lancha rápida, a la que Vanunu fue trasladado. La lancha se acercó a un carguero anclado a cierta distancia de la costa. Vanunu fue subido a bordo.

Beni Zeevi y Cheryl viajaron con él. Tres días después, en plena noche, el carguero atracó en el puerto de Haifa.

Mordechai no tardó en encontrarse frente a los hábiles interrogadores de Admoni. Fue el preludio de un juicio sumario y de su condena a cadena perpetua confinado en solitario. Cheryl ben Tov desapareció en su mundo secreto.

Durante más de once años, Mordechai Vanunu permaneció aislado en la celda donde Israel intentaba retenerlo hasta el siglo que viene. Sus condiciones de vida eran tristes: comida mala y una hora de ejercicio al día. Pasaba su tiempo rezando y leyendo. Luego, cediendo a la presión internacional, el Gobierno de Israel accedió a que Vanunu estuviera sometido a condiciones menos rigurosas. Sin embargo, ha seguido siendo un preso de conciencia para Amnistía Internacional y el Sunday Times a menudo recuerda su desgracia a los lectores. Vanunu no recibió dinero alguno por la primicia mundial que entregó a los periódicos. En 1998 fue sacado del aislamiento pero, a pesar de las sucesivas apelaciones de sus abogados, parece poco probable que vayan a ponerlo en libertad.

Diez años después, más rellena todavía, con el cabello al vuelo en la brisa de Florida, Cheryl regresó a Orlando, aparentemente de vacaciones, con sus dos hijas menores.

En abril de 1997, cuando un periodista del Sunday Times se encaró con ella, no negó su papel en el secuestro. Su única preocupación era que la publicidad podía «perjudicar su posición» en Estados Unidos.

No le fue tan bien a Ari Ben Menashe. Había visto a muchos hombres buenos ir y venir, víctimas de la manipulación constante en el servicio de inteligencia israelí.

Pero nunca pensó que llegaría su hora.

En 1989 fue arrestado en Nueva York, acusado de conspirar «con otros» en la violación del Acta de Control para la Exportación de Armas, por intentar vender aviones militares C-130 a Irán. Los aviones habían sido originalmente vendidos a Israel.

Durante la audiencia preliminar, el Gobierno de Israel dijo que «desconocía» a Ben Menashe. Él mostró un expediente con referencias de sus superiores en la comunidad de inteligencia israelí. El Gobierno de Israel dijo que se trataba de falsificaciones. Ben Menashe probó ante el tribunal que eran auténticas. El Gobierno de Israel declaró que Ben Menashe era un «traductor de bajo nivel», empleado «dentro» de la comunidad de inteligencia israelí. Ben Menashe alegó que la acusación a la que se enfrentaba, la venta de las aeronaves, había sido autorizada por los Gobiernos de Israel y Estados Unidos. Habló de «cientos de millones de dólares de ventas autorizadas a Irán».

En Tel Aviv, una vez más, cundió el pánico. Rafi Eitan y David Kimche fueron interrogados sobre cuánto sabía Ben Menashe y cuánto daño les podía causar.

Las respuestas no pudieron ser menos alentadoras. Rafi Eitan dijo que Ben Menashe estaba en posición de sacar a la luz la red, creada por Estados Unidos e Israel, para vender armas a Irán, que ya se había extendido por todas partes: a América Central y del Sur, a través de Londres, hacia Australia, por África, y al interior de Europa.

Mientras estaba en la espera de juicio en el Centro Penitenciario Metropolitano de Nueva York, Ben Menashe fue visitado por los abogados del Gobierno de Israel. Le ofrecieron un trato: declararse culpable a cambio de una generosa prima económica que le aseguraría una buena vida al salir de prisión. Ben Menashe decidió contar cómo había sucedido todo. Había empezado a hacerlo cuando, de repente, en noviembre de 1990, fue absuelto de todos los cargos.

Muchos de sus ex socios en la comunidad de inteligencia israelí pensaron que Ben Menashe había sido afortunado al escapar; declaraban que en sus intentos de recuperar la libertad había usado lo que un oficial del Mossad llamó «el efecto ventilador»: atacar a todos los que amenazaban su libertad. Kimche expresó el ferviente deseo de muchos cuando dijo: «Todo lo que queríamos era que desapareciera de nuestra vista. Estaba dispuesto a hacernos daño, a hacérselo a su país y a la seguridad de éste. El hombre era y sigue siendo una amenaza».

Pero Israel no contaba con la venganza de Ben Menashe. Escribió un libro, Ganancias de guerra, que esperaba tuviera el mismo efecto que Woodward y Bernstein lograron con la revelación del Watergate que hundió a Richard Nixon. La intención de Ben Menashe era clara: «Enmendar los terribles errores de los años ochenta y ayudar a que los responsables pierdan el poder».

En Tel Aviv hubo reuniones urgentes. Se discutió la posibilidad de comprar el manuscrito y guardarlo bajo siete llaves. Se señaló que Ben Menashe ya había rechazado una gran suma de dinero, un millón de dólares, por guardar silencio; difícilmente hubiera cambiado de opinión. Se tomó la decisión de que cada sayan entre los editores neoyorquinos debía tratar de impedir por todos los medios la publicación del libro.

Si tuvieron éxito, es discutible, aunque el manuscrito fue presentado ante varias editoriales importantes antes de ser publicado por Sheridan Square Press, una empresa pequeña de Nueva York.

Ben Menashe describía así su libro:

«Es la historia del gobierno de una camarilla, un puñado de gente de las agencias de inteligencia que determinaba las políticas de su Gobierno, dirigía secretamente operaciones de enorme envergadura, abusaba del poder y la confianza de la gente, mentía, manipulaba los medios de comunicación y engañaba al público. Por último, pero no menos importante, es una historia de guerra, una guerra dirigida no por generales sino por hombres cómodamente sentados en sus oficinas con aire acondicionado, indiferentes al sufrimiento humano».

Muchos vieron el libro como un acto de reparación de su autor; otros, como una exagerada versión de los hechos, con Ari Ben Menashe en el centro de la escena.

En Londres, como muchas otras veces, Robert Maxwell se escudó en la ley y amenazó con llevar al estrado a cualquiera que osara repetir las acusaciones de Ben Menashe contra él. Ningún editor inglés estaba preparado para desafiar al magnate; ningún periódico usaría su capacidad de investigación para dar fundamento a las afirmaciones de Ben Menashe.

Robert Maxwell, como Ben Menashe había creído firmemente, estaba convencido de que era invencible por una simple razón: se había convertido en un ladrón del Mossad. Cuanto más había robado para ellos, más crecía su certeza de que era indispensable para el servicio.

Además, como a Ben Menashe, a Maxwell le agradaba decir en sus visitas a Israel que él también sabía dónde estaban las pruebas de la infamia. Una declaración que no pasó desapercibida en el Mossad.