Aquel último viernes de abril de 1988, el vestíbulo del hotel Meridien Palestina, en Bagdad, estaba repleto como siempre, y el ánimo era entusiasta. Irak acababa de ganar una batalla decisiva contra Irán en el golfo de Basra y había consenso en que la guerra se encaminaba a su fin, después de siete años sangrientos.
La inminente victoria iraquí podía ser atribuida, al menos en parte, a los extranjeros que se hallaban sentados en el vestíbulo, con sus chaquetas de buen corte, los pantalones impecablemente planchados y la sonrisa permanente de los hombres de negocios con éxito. Eran vendedores de armas que esperaban colocar sus últimos modelos, aunque nunca utilizaban esa palabra: preferían expresiones más neutrales como «intercambio óptimo», «sistemas de control» o «capacidad de crecimiento». Representaban a la industria de Europa, la Unión Soviética, China y Estados Unidos. El lenguaje común de su negocio era el inglés, hablado en gran variedad de dialectos.
Sus anfitriones iraquíes no necesitaban traducción: se les ofrecía un surtido de bombas, torpedos, minas y otros elementos de destrucción. Los folletos que pasaban de mano en mano mostraban helicópteros con nombres de dibujo animado: Caballero del mar, Chinook, Caballo de mar. Un helicóptero Mamá grande podía transportar un pequeño puente; otro, la Máquina increíble, podía trasladar un pelotón entero. Los folletos anunciaban armas que disparaban dos mil tiros por minuto o acertaban a un blanco en movimiento, en plena oscuridad, por medio de una mira informatizada. Cualquier tipo de arma se encontraba a la venta.
Sus anfitriones hablaban una jerga esotérica que los vendedores también entendían: «veinte en el día», «treinta a mitad y mitad menos uno», veinte millones de dólares contra entrega o treinta millones por un envío a pagar mitad en el acto y, la otra mitad, el día anterior al embarque de las armas.
Vigilando este cambiante mercado de comerciantes y clientes que bebían té de menta, se encontraban los oficiales del Da'lrat al Mukabarat al Amah, el principal servicio de inteligencia de Irak, controlado por Sabba'a, el medio hermano de Saddam Hussein, casi tan temible como él.
Algunos de esos vendedores de armas habían estado en aquel mismo lugar siete años antes, cuando sus azorados anfitriones les habían contado que Israel, un enemigo aún más odiado que Irán, había dado un golpe poderoso contra la maquinaria militar iraquí.
Desde la formación del Estado judío, entre Israel e Irak había existido una situación de guerra declarada. Israel había confiado en que sus fuerzas convencionales podían derrotar a Irak. Pero en 1977, Israel descubrió que el Gobierno francés, que le había proporcionado su capacidad nuclear, también había enviado un reactor y «asistencia técnica» a Irak. La instalación se encontraba en Al Tuweitha, al norte de Bagdad.
Las Fuerzas Aéreas israelíes habían planeado bombardear el emplazamiento antes de que se volviera demasiado «caliente», con las barras de uranio dentro del núcleo del reactor. Destruirlo entonces habría causado muerte y contaminación masiva y convertido Bagdad y una considerable parte del territorio iraquí en un desierto radiactivo. Para Israel habría significado una condena mundial.
Por estas razones, Yitzhak Hofi, el entonces jefe del Mossad, se opuso a la operación, argumentando que, de cualquier manera, un ataque aéreo causaría la muerte de muchos técnicos franceses y aislaría a Israel de los países europeos a los que trataba de convencer de sus intenciones pacíficas. Bombardear el reactor también significaría poner fin a la delicada maniobra de persuadir a Egipto para que firmara un tratado de paz.
Se encontró con una casa dividida. Varios de sus jefes de departamento argumentaban que no había otra alternativa que neutralizar el reactor. Saddam era un enemigo despiadado; una vez que tuviera un arma nuclear, no dudaría en usarla contra Israel. ¿Y desde cuándo Israel se preocupaba por hacer amigos en Europa? Norteamérica era lo único que interesaba y en Washington se rumoreaba que eliminar el reactor no iba a costarles más que un tirón de orejas por parte del Gobierno.
Hofi probó una nueva táctica. Sugirió que Estados Unidos presionara diplomáticamente a Francia para que no enviara el reactor. Washington recibió un brusco desaire desde París. Israel eligió entonces una ruta más directa. Hofi mandó un equipo de katsas a hacer una incursión en la planta francesa de La Seyne-sur-Mer, cerca de Tbulon, donde se construía el núcleo del reactor nuclear.
Fue destruido por una organización de la que nadie había oído hablar hasta entonces, el Grupo Ecológico Francés. Hofi en persona había inventado el nombre.
Mientras los franceses empezaban a construir un nuevo reactor, los iraquíes enviaron a París a Yahya al Meshad, miembro de la Comisión de Energía Atómica, para arreglar el embarque de combustible nuclear hacia Bagdad. Hofi mandó un equipo kidon para asesinarlo. Mientras los otros patrullaban las calles circundantes, dos de ellos usaron una llave maestra para entrar en la habitación de Meshad. Le cortaron el cuello y lo apuñalaron en el corazón. El cuarto fue revuelto para simular un robo. Una prostituta de la habitación contigua dijo a la policía que había prestado servicios al científico pocas horas antes de su muerte.
Más tarde, ocupada con otro cliente, había oído un «movimiento inusual» en la habitación de Al Meshad. Horas después de que declarara ante la policía fue atropellada por un automóvil. El vehículo jamás fue encontrado. El equipo kidon tomó un vuelo de El Al con destino a Tel Aviv.
A pesar de este nuevo golpe, Irak, con la ayuda de Francia, continuó con sus intenciones de convertirse en una potencia nuclear. En Tel Aviv, las Fuerzas Aéreas proseguían con sus preparativos mientras los jefes de inteligencia discutían con Hofi por sus continuas objeciones.
El jefe del Mossad se vio desafiado por un adversario insólito. Su adjunto, Nahum Admoni, argüía que destruir el reactor no sólo era esencial sino que daría «una lección a otros árabes con ideas brillantes».
Para octubre de 1980, el debate ocupaba todas las reuniones de gabinete del primer ministro Menahem Begin. Se traían a colación viejos argumentos. Hofi se convirtió en una voz solitaria contra el ataque. No obstante, siguió luchando y presentando alegatos bien escritos, sabiendo que redactaba su propio obituario profesional.
Admoni ocultaba cada vez menos su desprecio por la posición de Hofi. Los dos hombres, que habían sido amigos íntimos, se convirtieron en fríos colegas. A pesar de todo, transcurrieron seis meses de agrias discusiones entre el jefe del Mossad y su personal superior hasta que el Estado Mayor ordenó el ataque, el 15 de marzo de 1981.
El ataque fue una obra maestra de la táctica. Ocho caza-bombarderos F-16, escoltados por seis cazas F-15, pasaron en vuelo rasante sobre las dunas y el Jordán antes de partir como rayos hacia Irak. Llegaron al blanco en el momento preciso, a las 5:34 de la tarde, hora local, minutos después de que el personal francés abandonara el lugar. Hubo nueve bajas. La planta nuclear quedó reducida a escombros. La escuadrilla regresó sin novedad. La carrera de Hofi en el Mossad había terminado. Admoni lo reemplazó.
Ahora, esa mañana de abril de 1988, los traficantes de armas —que hacía siete años se habían compadecido de sus huéspedes por el ataque israelí, antes de venderle a Iraq mejores equipos de radar— se hubieran asombrado de saber que, en el hotel, un agente del Mossad tomaba nota de sus nombres y sus ventas.
Ese viernes, un poco más temprano, los tratos se habían interrumpido momentáneamente por la llegada de Sabba'a al Tikriti, jefe de la policía secreta iraquí, acompañado por su propia guardia pretoriana. El medio hermano de Saddam Hussein se dirigió a los ascensores para subir a la suite del último piso.
Allí lo esperaba una prostituta alta y curvilínea, traída de París para su placer. Se le pagaba muy bien por un trabajo de alto riesgo. Algunas de las rameras anteriores habían simplemente desaparecido del mapa después que Sabba'a terminara con ellas.
El jefe de seguridad se fue a media tarde. Un poco después, de una suite contigua a la de la prostituta salió un joven alto, vestido con una chaqueta de algodón azul y pantalones livianos. Tenía un aire decadente y el hábito nervioso de pasarse la mano por el bigote o restregarse la cara acentuaba su vulnerabilidad.
Se llamaba Farzad Bazoft. En el registro del hotel, cuya copia había sido enviada como de costumbre a Sabba'a, Bazoft constaba como «jefe de corresponsales extranjeros» para el Observer, el periódico dominical inglés.
La descripción era inexacta: sólo el personal fijo del periódico que trabajaba en el extranjero podía ser considerado «corresponsal en el extranjero». Bazoft era un periodista independiente que, durante el último año, había realizado colaboraciones para el Observer y escrito varios artículos sobre temas de Oriente Medio. Bazoft había admitido frente a otros periodistas que se encontraban en Bagdad, que siempre se hacía pasar por «jefe de corresponsales» del Observer en viajes a ciudades como Bagdad, porque con eso conseguía las mejores habitaciones disponibles. La inocente mentira formaba parte de su encanto algo infantil.
Había otra faceta más oscura de la personalidad de Bazoft que sus colegas de la prensa desconocían y que podía incluso ponerlos en peligro si se involucraban en las verdaderas razones por las cuales estaba en Bagdad. Bazoft era espía del Mossad.
Lo habían reclutado tres años antes, cuando llegó a Londres procedente de Teherán, donde sus crecientes críticas al régimen de Jomeini habían puesto en peligro su vida. Como a muchos antes que él, a Bazoft Londres le resultaba una ciudad ajena y encontraba a los ingleses muy reservados. Había tratado de hacerse un lugar en la comunidad iraní en el exilio y, durante una temporada, sus considerables conocimientos sobre la estructura política de Teherán lo convirtieron en un huésped bienvenido a la hora de cenar. Pero ver siempre los mismos rostros familiares acabó por cansar al joven inquieto y ambicioso.
Bazoft había empezado a buscar algo más excitante que disecar noticias de Teherán. Comenzó a establecer contactos con Irak, el enemigo de Irán. A mediados de 1980, había un gran número de iraquíes en Londres. Eran visitantes apreciados porque los británicos veían en Iraq no sólo un buen comprador para sus productos, sino también una nación que, bajo el régimen de Saddam Hussein, controlaría el amenazador régimen fundamentalista islámico de Jomeini.
Bazoft decidió frecuentar a los iraquíes. Sus nuevos amigos eran más distendidos y estaban más dispuestos a «desmelenarse» que los iraníes. A cambio, quedaban cautivados por sus modales gentiles y sus interminables agudezas sobre los ayatolás de Teherán.
En una fiesta conoció a un hombre de negocios iraquí, Abu al Hibid al que, una vez más ligeramente ebrio al final de la noche, confesó su ambición de convertirse en reportero y que sus héroes eran Bob Woodward y Carl Bernstein, los responsables de la caída del presidente Nixon. Bazoft le dijo a Abu al Hibid que moriría feliz si pudiera derribar a Jomeini. En aquel entonces, Bazoft escribía artículos para un periódico iraní de escasa circulación entre los exiliados en Londres.
Abu al Hibid era el alias de un katsa nacido en Irak.
En su siguiente informe a Tel Aviv, incluyó una nota sobre Bazoft, su trabajo y sus aspiraciones. No había nada inusual en ello: miles de nombres pasaban todas las semanas a engrosar la base de datos del Mossad.
Pero Nahum Admoni dirigía el Mossad con mucha ansiedad por desarrollar sus contactos en Irak. El katsa de Londres recibió instrucciones de relacionarse con Bazoft. Invitado a cenar varias veces, Bazoft se quejó a Al Hibid de que sus editores no aprovechaban plenamente su potencial. Su anfitrión le sugirió que debía abrirse paso en las altas esferas del periodismo inglés. Debía haber una oportunidad para un reportero con buen dominio lingüístico y conocimientos sobre Irán. Al-Hibid sugirió que la BBC podría ser un buen comienzo.
En la cadena de radio-televisión había varios sayanim cuyas tareas eran revisar los programas que se emitían sobre Israel y vigilar a las personas contratadas por la BBC para el servicio en lengua árabe. Si algún sajan tuvo algo que ver en la contratación de Bazoft nunca se sabrá con certeza pero, muy poco después de hablar con Al Hibid, le encargaron un trabajo de investigación. Lo hizo bien. Siguió otro. Los editores de noticias podían confiar en Bazoft a la hora de encontrar sentido a las intrigas de Teherán.
En Tel Aviv, Admoni decidió que era el momento de hacer la siguiente jugada.
Con las revelaciones del Irán-Contra saliendo a la luz en Estados Unidos, el jefe del Mossad decidió exponer el papel de Yakov Nimrodi, un ex agente de Aman, en el floreciente escándalo. Había sido miembro del consorcio creado por David Kimche y había usado su propio historial de inteligencia para mantener al Mossad apartado de lo que estaba ocurriendo. Hombre astuto y de habla fácil, Nimrodi había llevado al secretario de Estado, George Shultz, a comentar que «el programa de Israel no es el mismo que el nuestro y no podríamos confiar plenamente en ellos en lo que concierne a Irán».
Cuando Kimche se retiró del consorcio, Nimrodi permaneció en él un tiempo más. Pero, a medida que las repercusiones desde Washington se volvían peores y más comprometedoras para Israel, el ex agente de Aman se iba esfumando.
Admoni, picado por la forma en que Nimrodi había tratado al Mossad, tenía otros planes: humillaría públicamente a Nimrodi y, al mismo tiempo, daría un espaldarazo a la carrera de Bazoft para mayor beneficio del Mossad.
Al Hibid brindó suficientes detalles al reportero para que se diera cuenta de que aquél podía ser su gran despegue. Llevó la historia al Observer. Fue publicada con referencias a «un misterioso israelí, Nimrodi, implicado en el asunto Irán-contra».
Pronto Bazoft se convirtió en colaborador habitual del Observer, Finalmente, un premio codiciado para alguien que no formaba parte de la plantilla, se le dio un escritorio propio. Significaba que no tendría que seguir pagando los gastos telefónicos para rastrear una historia desde casa y que podría además cargar los de entretenimiento. Pero todavía le seguirían pagando sólo por lo que apareciera en el diario. Era un incentivo para conseguir historias y para que realizara algún viaje a Oriente Medio. Mientras estuviera viajando tendría todos los gastos pagados y, como todos los periodistas, podría manipularlos para ganar algún dinero más del que de hecho le correspondía. La escasez de dinero siempre había sido un problema para Bazoft, algo que ocultaba cuidadosamente a sus colegas del periódico. Por cierto, ninguno sospechaba que el reportero, que pasaba horas hablando por teléfono en persa, era un ladrón convicto. Bazoft había pasado dieciocho meses en la cárcel después de asaltar una sociedad constructora. En la sentencia, el juez había ordenado que Bazoft fuera deportado tras su liberación.
Bazoft apeló sobre la base razonable de que sería ejecutado si lo enviaban de vuelta a Irán. Aunque la apelación fue rechazada, se le concedió una «dispensa excepcional» para permanecer en Gran Bretaña por tiempo indefinido. Las causas de una decisión tan inusual han permanecido ocultas en alguna bóveda del Ministerio del Interior.
Si el Mossad, habiendo detectado el potencial de Bazoft, utilizó uno de sus bien situados colaboradores en Whitehall para facilitar las cosas, sigue siendo una cuestión sin respuesta. Pero la posibilidad no debe ser descartada.
Cuando Bazoft salió de la cárcel empezó a sufrir episodios depresivos que combatía con un tratamiento homeopático. Estos antecedentes habían sido desempolvados por el katsa del Mossad. Más tarde, un escritor inglés, Rupert Alison, miembro conservador del Parlamento y reconocido experto en materia de reclutamientos de inteligencia, diría que una personalidad como la de Bazoft constituía un blanco perfecto para el Mossad.
Un año después de conocerse, Al Hibid reclutó a Bazoft. Cómo y dónde se hizo continúa siendo un misterio. El dinero tuvo que ser un buen aliciente para Bazoft, siempre escaso de recursos. Y para alguien que veía el mundo de un modo dramático, la perspectiva de hacer realidad otro de sus sueños —ser espía como otro de los corresponsales a los que admiraba, Philby, que también había trabajado en el Observer como tapadera para sus actividades como espía soviético— puede que también fuera otro factor decisivo.
Lo cierto es que Bazoft comenzó a labrarse una reputación propia: sabía suplir la falta de estilo con un sólido trabajo de investigación. Todo lo que descubría en Irán lo transmitía al katsa de Londres. Al mismo tiempo que los artículos para el Observer, Bazoft recibió encargos de la ITN, una agencia televisiva de noticias, y de los diarios del grupo Mirror.
En esa época, el editor para noticias del extranjero del Daily Mirror era Nicholas Davies. Tenía un don para el chisme, mucha resistencia a la bebida y siempre estaba listo para pagar una ronda. Su acento del norte de Inglaterra no había desaparecido: los colegas decían que se había pasado horas ensayando el tono melifluo que usaba ahora. Las mujeres encontraban atractivos sus modales sencillos y la manera imperiosa en que ordenaba la cena y elegía un buen vino.
Adoraban su carácter mundano, la manera en que hablaba de lugares lejanos como si fueran parte de su propio feudo. Avanzada la noche y tras tomar otro trago, relataba aventuras que los cínicos consideraban meras fabulaciones.
Ni por un momento, nadie —ni sus colegas en el Mirror, ni su vasto círculo de amigos ajenos al periódico, ni siquiera su esposa Janet, una australiana que había protagonizado la famosa serie de la BBC Dr. Who— supo que Nahum Admoni había autorizado que reclutaran a Davies.
Davies siempre insistió en que, aunque «había existido un acercamiento», nunca había servido como agente del Mossad y que su presencia en el vestíbulo del hotel aquella tarde de un viernes de abril se debía sólo a su labor como periodista. Vigilaba a los tratantes de armas mientras hacían su trabajo. No recordaba de qué había hablado con Bazoft en el vestíbulo, pero dijo: «Me imagino que habrá sido sobre lo que estaba sucediendo». Se negó a concretar qué, una posición que mantuvo a ultranza.
Ambos periodistas habían viajado a Irak con otros colegas (entre ellos, el autor de este libro, que lo hizo para la Asociación de Prensa, el servicio nacional de cable británico). Durante el viaje desde Londres, Davies había entretenido a sus colegas con historias indecorosas sobre Robert Maxwell, que había comprado la cadena Mirror. Lo llamaba «un monstruo sexual con un apetito voraz para seducir a sus secretarias». Dejó claro que estaba muy próximo a Maxwell, «aunque el capitán Bob es un infierno, sabe que sé demasiado como para echarme». La pretensión de Davies de ser invulnerable debido a lo que sabía acerca de la vida del magnate fue considerada por todos una exageración.
Durante el vuelo Farzad Bazoft se mantuvo silencioso, habló poco con los demás y se limitó a conversar en persa con las azafatas. En el aeropuerto de Bagdad, su pericia como traductor allanó las dificultades con los «guías» iraquíes asignados al grupo. En un susurro, Davies aseguró que eran agentes de seguridad. «Estos cabrones dormidos no reconocerían un espía aunque llevara un cartel», dijo Davies proféticamente.
En el Meridian-Palestina, el hombre del Daily Mirror informó a sus compañeros de viaje que se encontraba allí porque estaba «asquerosamente aburrido de Londres». Pero dejó claro que no tenía ninguna intención de seguir el itinerario oficial, que incluía una visita al campo de batalla de Basra, donde el Ejército iraquí estaba ansioso por hacer gala de los despojos de la guerra tras su victoria sobre las fuerzas iraníes. Bazoft dijo que no creía que el viaje al golfo interesara a su periódico.
Esa noche del viernes de abril de 1988, después de pasar horas contemplando a los tratantes de armas y mantener varias conversaciones con Davies, Farzad Bazoft comió solo en la cafetería del hotel. Declinó una invitación para unirse a otros periodistas de Londres con la excusa de que «debía revisar su agenda».
Durante la comida le avisaron para que atendiera una llamada telefónica en el vestíbulo. Volvió unos minutos después con aspecto pensativo. Había pedido postre, pero repentinamente dejó la mesa e ignoró los chistes groseros de otros periodistas que lo acusaban de tener una chica escondida por ahí.
No regresó hasta el día siguiente. Apareció aún más tenso y dijo, entre otros a Kim Fletcher, un periodista independiente que trabajaba en ese momento para el Daily Mail, que «todo está bien para ustedes, nacidos y criados en Gran Bretaña».
«Yo soy iraní y eso me hace diferente». Fletcher no fue el único en preguntarse si aquello no era «un nuevo gimoteo de Bazoft sobre las dificultades de tener un pasado como el suyo».
Bazoft pasó el día paseando por el vestíbulo del hotel o en su suite. Abandonó brevemente el establecimiento dos veces. En el vestíbulo mantuvo varias conversaciones con Davies, que más tarde declaró que Bazoft «andaba como cualquiera detrás de una historia, preguntándose si lograría lo que deseaba». Por su parte, el editor de la sección internacional del Mirror anunció que no pensaba escribir nada «porque aquí no hay nada que pueda interesarle al capitán Bob».
Esa tarde, Bazoft dejó una vez más el hotel. Como de costumbre, un iraquí lo siguió. Pero cuando reapareció iba solo. Los periodistas le oyeron comentar a Davies «que no estaba dispuesto a ser seguido como una perra en celo».
La risa de Davies no logró animar a Bazoft. Una vez más se dirigió a su suite.
Cuando volvió a aparecer en el vestíbulo les dijo que no regresaría a Londres con ellos. «Ha surgido algo», dijo en el tono misterioso que le gustaba usar de vez en cuando.
«Tendría que ser una historia muy buena para que yo me quedara aquí», comentó Fletcher.
Horas después, Bazoft dejó el hotel. Aquélla fue la última vez que sus compañeros lo vieron hasta que apareció en un vídeo distribuido por el régimen iraquí en todo el mundo, siete semanas después de su arresto, en el que confesaba ser un espía del Mossad.
Durante ese tiempo, Bazoft llevó a cabo una misión que hubiera puesto a prueba la destreza del katsa mejor entrenado. Se le había ordenado descubrir los avances en los planes de Gerald Bull para fabricar una super-arma en Irak. Que se le hubiera encomendado tal tarea indicaba hasta qué punto sus superiores estaban dispuestos a explotarlo. El Mossad también había tomado sus precauciones para que, en caso de que Bazoft fuera atrapado, pareciera que trabajaba para una compañía con sede en Londres, Sistemas de Defensa Limitada. Cuando Bazoft fue arrestado cerca de uno de los enclaves de prueba de la super-arma, los agentes iraquíes encontraron en su poder documentos reveladores de su relación con la compañía. La empresa ha negado toda relación con Bazoft o cualquier contacto con el Mossad.
En el vídeo, Bazoft tenía la mirada a veces perdida. Luego le centelleaban los ojos y echaba una mirada rápida a la habitación. De fondo se veía una bonita cortina estampada con profusión de zarcillos. Tenía el aspecto de alguien que no puede evitar que lo aniquilen.
Los psicólogos del Mossad en Tel Aviv estudiaron cada fotograma. Para ellos, las etapas en la desintegración de Bazoft seguían el mismo esquema que habían notado cuando extraían confesiones de un terrorista capturado. Primero Bazoft habría experimentado incredulidad, una negación instintiva de que lo que estaba pasando le estuviera ocurriendo precisamente a él. Eso habría dado paso a una certeza sobrecogedora y destructiva. Le estaba pasando a él. En esa etapa, el indefenso periodista pudo haber experimentado dos reacciones: pánico paralizante y un compulsivo deseo de hablar. Este era el momento del vídeo en el que confesó que trabajaba para el Mossad.
Su tono monótono sugería que había sufrido ataques de depresión exógena durante su cautiverio, como resultado de haber sido separado de su ambiente habitual y de haber visto su estilo de vida totalmente desbaratado. Se habría sentido continuamente cansado y el sueño permitido no le sería suficiente. En ese punto la auto-acusación habría llegado a su punto más destructivo y su sensación de desesperanza, maximizada. La culpa se habría apoderado de él. Como el prisionero de El proceso de Kafka, se habría sentido «estúpido» por la manera en que se había comportado y puesto en peligro a otros.
En el vídeo, los ojos de Bazoft mostraban signos de que había sido drogado.
Los farmacólogos del Mossad encontraban imposible determinar qué tipo de drogas habían usado con él.
Nahum Admoni sabía que una confesión tan abyecta como la que contenía el vídeo era el preludio a la ejecución de Bazoft. El jefe del Mossad ordenó a sus especialistas en acción psicológica lanzar una campaña para desviar las preguntas embarazosas sobre la relación del servicio con Bazoft.
Algunos miembros del Parlamento inglés criticaron inmediatamente al Observer por enviar a Bazoft a Irak. Al mismo tiempo, periodistas con credibilidad lanzaron el rumor de que Saddam Hussein seguía atentamente por vídeo los interrogatorios a Bazoft. Bien pudo haber sido cierto. Por lo menos, era un buen medio para recordar al mundo que la tortura y el asesinato constituían elementos de la política de Irak. Bazoft fue ejecutado en la horca en marzo de 1990. Sus últimas palabras fueron: «No soy un espía israelí».
En Londres, Nicholas Davies leyó la noticia de la ejecución en una nota de la agencia Reuters, que llegó hasta su escritorio de la sección internacional del Daily Mirror. Como hacía con todas las historias sobre Oriente Medio que consideraba importantes, la llevó a la oficina de Robert Maxwell.
Desde 1974, el editor había sido el sayan más poderoso de Gran Bretaña.
Davies recordaba que «Bob leyó la nota sin comentarios», pero que «honestamente» no podía recordar lo que había sentido por la muerte de Bazoft.
En Tel Aviv, entre los que se enteraron de la ejecución, se encontraba uno de los personajes más pintorescos que había servido al espionaje israelí, Ari Ben Menashe. Hasta ese momento no había sabido de la existencia de Bazoft. Pero eso no impidió que el apasionado Ben Menashe sintiera pena por «otro buen hombre que estaba en el lugar equivocado en el momento equivocado». Juicios emocionales como ése habían impedido al bien parecido y sagaz Ben Menashe ocupar puestos importantes en la comunidad de inteligencia israelí. Sin embargo, durante diez años, de 1977 a 1987, había ocupado un cargo relevante en el Departamento de Relaciones Exteriores de las Fuerzas Armadas israelíes, una de las organizaciones de espionaje más poderosas.
El DRE había sido creado en 1974 por el primer ministro Yitzhak Rabin. Dolido por la manera en que la coalición sirio-egipcia había sorprendido a Israel en la guerra del Yom Kippur, había decidido que la única manera de evitar otro fracaso de inteligencia semejante sería tener un perro guardián que vigilara a los otros servicios y, al mismo tiempo, realizara su propia tarea de inteligencia.
Cuatro ramas se habían abierto para operar bajo el paraguas del DRE. La más importante era el SIM, que proporcionaba «asistencia especial» para el creciente número de «movimientos de liberación» en Irán, Irak y, en menor grado, Siria y Arabia Saudí. La segunda rama, el RESH, proporcionaba enlaces con otros servicios de inteligencia amigos. A la cabeza estaba la Oficina de Seguridad del Estado de Sudáfrica. El Mossad tenía una unidad similar, llamada TEVEL, que también tenía lazos con la inteligencia de la República Sudafricana. La relación entre el RESH y TEVEL era a menudo tensa porque sus funciones se solapaban.
Un tercer departamento del DRE, Relaciones Externas, se ocupaba de los agregados militares israelíes y de todo el personal de las Fuerzas Armadas que trabajaba en el extranjero. El departamento seguía también las actividades de los agregados militares extranjeros en Israel. Eso causó otro conflicto, esta vez con el Shin Bet, que hasta ese momento tenía la prerrogativa de informar sobre dichas actividades. La cuarta rama del DRE se llamaba Inteligencia Doce. Destinada a tratar con el Mossad, esta unidad había agriado todavía más las relaciones con los hombres del edificio del paseo del Rey Saúl. Sentían que el DRE iba a disminuir su poder.
Ben Menashe había sido destinado al RESH con la responsabilidad específica de la «cuenta iraní». Llegó en un momento en que Israel estaba a punto de perder a su más poderoso aliado en la región. Durante más de un cuarto de siglo, el sha de Irán había trabajado diligentemente entre bastidores para persuadir a los vecinos árabes de Israel de que cesaran sus hostilidades contra el Estado judío.
Aún continuaba progresando de manera limitada, especialmente con el rey Hussein de Jordania, cuando su propio trono fue barrido por la revolución fundamentalista islámica del ayatolá Jomeini, en febrero de 1979. Jomeini entregó de inmediato la embajada israelí en Teherán a la OLP. Igualmente rápido, Israel comenzó a apoyar la guerra declarada de los guerrilleros kurdos contra el nuevo régimen. Al mismo tiempo, continuaba proveyendo de armas a Irán para que las usara contra Irak. La política de «matar por ambos lados» que David Kimche y otros patrocinaban en el Mossad se encontraba en plena vigencia.
Ben Menashe se vio envuelto pronto en el gran plan de David Kimche para el canje de armas por rehenes con Irán. Los dos hombres viajaron juntos a Washington. Ben Menashe presumía de haber paseado por los anchos pasillos de la Casa Blanca, conocido a Reagan y departido en los mejores términos con sus principales asesores.
Encantador y con una actitud temeraria, Ben Menashe era una figura popular en las fiestas de la comunidad de inteligencia israelí, donde los políticos poderosos intercambiaban anécdotas con los espías para beneficio mutuo. Pocos podían contar una historia mejor que Ben Menashe. En el momento en que David Kimche iniciaba su intercambio de armas por rehenes, Ben Menashe había sido nombrado «asesor personal» del primer ministro Yitzhak Shamir en materia de inteligencia. Le había comunicado que sabía «dónde estaban las pruebas de la infamia». Kimche decidió que Ben Menashe era la persona ideal para trabajar con alguien a quien admiraba más que a ningún otro oficial de inteligencia: Rafi Eitan.
Con la plena aprobación del primer ministro, Ben Menashe fue liberado de otras tareas para trabajar con Eitan. Los dos hombres viajaron a Nueva York en marzo de 1981. Su propósito, según Ben Menashe, era concreto: «Nuestros amigos en Teherán estaban desesperados por tener equipo electrónico sofisticado para las Fuerzas Aéreas y las tropas terrestres. Israel, por supuesto, deseaba ayudarlos lo más posible en su guerra contra Irak».
Viajando con pasaporte británico, el preferido del Mossad, instalaron una compañía en el distrito financiero de Nueva York. Reclutaron un grupo de cincuenta corredores que rastrearon toda la industria electrónica en busca del equipo adecuado. Todas las ventas iban acompañadas de certificados en los que Israel constaba como destino final. Ben Menashe recordaba: «Teníamos fajos de certificados que completábamos y enviábamos al archivo de Tel Aviv, por si alguien se tomaba la molestia de revisarlo».
El equipo se enviaba por avión a Tel Aviv. Allí, sin pasar por la aduana, era transferido a un transporte aéreo contratado en Irlanda y enviado a Teherán. La idea de usar pilotos irlandeses también había sido de Rafi Eitan. Había mantenido lo que llamaba sus «contactos irlandeses». «Cuando se trata de un negocio, los irlandeses conocen las reglas. La única que interesa es el pago puntual».
A medida que crecía el volumen de la operación en Nueva York se hizo necesario contar con una compañía central para manejar los miles de millones de dólares que se movían en la compraventa de armas. El nombre elegido para ella fue ORA, que en hebreo significa «luz».
En marzo de 1983, Rafi Eitan le ordenó a Ben Menashe que reclutara a Davies para ORA. Seguramente el viejo espía había oído hablar de Davies a través del Mossad y al mismo tiempo, el servicio se habría puesto en contacto con Davies a través de Bazoft, que había realizado trabajos independientes para el editor de internacionales del Daily Mirror. Más adelante, ese mismo mes, Ben Menashe y Davies se encontraron en el hotel Churchill de Londres. En el momento de despedirse, Ben Menashe sabía que «era nuestro hombre». Al día siguiente almorzaron en casa de Davies. La esposa de Davies, Janet, estaba presente. Ben Menashe se figuró inmediatamente que el sofisticado Davies tenía miedo de perderla. «Eso era bueno. Lo hacía vulnerable».
El papel de Davies como asesor de ORA fue finalmente definido en el hotel Dan Acadia, frente a la playa, al norte de Tel Aviv. Ben Menashe rememoraba:
«Acordamos que sería nuestro conducto en Londres para las armas, nuestro intermediario en los tratos con los iraníes y otros. Su dirección aparecería impresa en el membrete de ORA y, durante el día, el número directo de su oficina —822-3530— sería el usado por nuestros contactos iraníes».
A cambio, Davies recibiría una cantidad de dinero acorde con su fundamental papel en la operación armas por rehenes. En total ganaría un millón y medio de dólares, que sería depositado en bancos de Gran Caimán, Bélgica y Luxemburgo.
Parte del dinero sirvió para pagar su divorcio. Janet recibió un pago único de cincuenta mil dólares. Davies liquidó sus deudas bancarias y compró una casa de cuatro pisos. Se convirtió en la oficina europea de ORA y su número de teléfono —231-0015—, en otro contacto para los tratantes de armas que habían empezado a formar parte de la vida del periodista. En su condición de editor de noticias internacionales, empezó a visitar Estados Unidos, Europa, Irán e Irak.
Ben Menashe notó con aprobación que «en sus viajes se presentaba como representante del grupo ORA. Solía organizar una reunión, usualmente los fines de semana, y volaba a la ciudad convenida para acordar el número de armas requerido y la forma de pago».
En 1987, el ayatolá iraní Ali Akbar Hashemi Rafsanjani recibió un telegrama de ORA concerniente a la venta de cuatro mil misiles TOW, a un coste de 13 800 dólares cada uno. El telegrama concluía así: «Nicholas Davies es el representante de ORA autorizado para firmar contratos».
Era una época de gloria para Ari Ben Menashe, Nicholas Davies y la poderosa figura que se perfilaba, todavía más imponente, en el trasfondo de los acontecimientos: Robert Maxwell. Pero nadie sospechó ni por un momento la sombría verdad del tópico hollywoodiense que Davies solía repetir: «No hay nada gratis en este mundo».