El espía refinado

Una húmeda mañana de primavera de 1977, David Kimche instruía a los paisajistas árabes sobre los arreglos de su jardín, en un suburbio de Tel Aviv. Sus modales reservados y su tono de voz suave, más adecuada para una universidad que para tratar con obreros, delataba que Kimche descendía de generaciones de administradores que habían hecho ondear la Unión Jack británica sobre grandes extensiones de territorio.

Nacido en Inglaterra, hijo de judíos de clase media, los modales impecables de Kimche dibujaban la imagen de un inglés de pies a cabeza. La ropa cortada a medida realzaba una figura que se mantenía en buena forma gracias al ejercicio y a una dieta estricta. Kimche parecía tener veinte años menos de los que tenía, casi sesenta, debido a su aspecto juvenil. Cada uno de sus gestos, mientras hablaba con los jardineros —el sacudirse el pelo de la frente, las largas pausas, la mirada pensativa—, sugería una vida entera pasada en un claustro universitario.

En realidad, David Kimche había sido lo que Meir Amit llamaba «una de las fábricas intelectuales» detrás de muchas operaciones del Mossad. Su capacidad de razonamiento se unía a un valor asombroso. Era capaz de sorprender al más astuto con un movimiento inesperado, y eso le había valido el respeto incluso de sus colegas más cínicos. Pero muchas veces su intelectualismo los había apartado de él: era demasiado distante y abstracto para sus modos mundanos.

Varios de ellos pensaban, como Rafi Eitan, «que si le decían buenos días a David su mente pensaría al instante cuan bueno era y cuánto faltaba para la noche».

Dentro del Mossad, Kimche era considerado el epítome del espía caballero con la astucia de un gato de callejón. Su incorporación al redil del Mossad empezó después de dejar la Universidad de Oxford con una matrícula en ciencias sociales, en 1968. Al cabo de pocos meses, el Mossad, dirigido desde hacía no mucho por Meir Amit, que deseaba incorporar a sus filas graduados universitarios para complementar la dureza de hombres como Rafi Eitan, que habían aprendido su oficio en la calle, lo reclutó.

Cómo, dónde y por quién fue reclutado era una de las cosas que mantendría para siempre guardada bajo siete llaves. Los rumores de la comunidad de inteligencia proponían variados escenarios: que había firmado después de una cena con un editor de Londres, un judío que ejercía como reclutador desde mucho tiempo antes; que la propuesta llegó en una sinagoga de Golders Green; que un pariente lejano había dado el paso inicial.

La única certeza es que una mañana de primavera, a comienzos de los años sesenta, Kimche entró en el cuartel general del Mossad en Tel Aviv como flamante miembro del Departamento de Planes y Estrategia. A un lado del edificio había una sucursal del Banco de Israel, varias oficinas comerciales y un café. Dudoso sobre qué hacer o adonde ir, Kimche se quedó esperando en el vestíbulo sombrío.

Qué distinto de la imponente entrada de la CIA, sobre la que había leído. En Langley, la agencia proclamaba orgullosamente su existencia con una estrella de dieciséis puntas sobre un escudo dominado por el perfil de un águila grabado sobre el suelo de mármol y una inscripción que decía: «Agencia Central de Inteligencia de los Estados Unidos de Norteamérica». Una placa recogía las palabras del apóstol Juan sobre la verdad que nos hará libres. Detrás, había filas de ascensores custodiados por hombres armados.

Pero aquí, en el casi miserable vestíbulo del edificio del paseo del Rey Saúl, sólo había cajeros en sus ventanillas y gente sentada en las sillas de plástico del café. Ninguno de ellos parecía ni remotamente un empleado del Mossad. En el extremo más lejano se abrió una puerta sin identificar y salió una figura conocida: el funcionario consular de la embajada de Israel en Londres, que le había proporcionado sus papeles de viaje. Mientras acompañaba a Kimche hacia la puerta, le explicó que su condición de diplomático protegía su verdadero trabajo como katsa en Londres. En la puerta, le entregó dos llaves y le dijo que en adelante serían su único medio para entrar en el cuartel general del Mossad. Una de las llaves abría la puerta y la otra, los ascensores que subían los ocho pisos del edificio. El cuartel general era un edificio dentro de otro, con sus propios servicios de agua, electricidad y cloacas independientes del resto de la torre.

Se había convertido en cuartel del Mossad poco después del fin de la guerra de Suez, en 1956.

Ese año, en octubre, las fuerzas conjuntas británicas, francesas e israelíes habían invadido Egipto para recuperar el canal de Suez, nacionalizado por el presidente Gamal Nasser. La invasión tenía el sello de la «diplomacia cañonera» que durante tanto tiempo había dominado la zona. Estados Unidos casi no fue advertido de una invasión que resultó ser el último aliento de la dominación inglesa y francesa en Oriente Medio. Washington había ejercido una fuerte presión para detener la lucha, temiendo que la Unión Soviética se pusiera a favor de Egipto y se produjera una confrontación de super-potencias. Cuando la guerra terminó, a orillas del canal, Gran Bretaña y Francia se encontraron con que habían sido reemplazadas por Estados Unidos como poder foráneo dominante en la región.

Pero Israel insistió en retener la tierra que había conquistado en el desierto del Sinaí. Richard Helms, futuro director de la CIA, voló a Tel Aviv y fue recibido por la plana mayor del Mossad. Le impresionaron como «un grupo de corredores de fincas sacando a relucir las comodidades».

Mientras subían en el ascensor, el guía de Kimche le explicó que en el primer piso se encontraba el centro de comunicaciones y escuchas; ocupaban el siguiente las oficinas del personal sin cualificar. Los pisos superiores eran para los analistas, planificadores y el personal operativo. Investigación y Desarrollo contaba con un piso propio. En el último, se encontraban las oficinas del director general y sus ayudantes.

Kimche fue colocado entre los planificadores y estrategas. Su oficina estaba equipada como todas las demás: un escritorio de madera barata, un archivador de metal con una sola llave, un teléfono negro y un directorio con la advertencia «No se lo lleve». Una alfombra completaba el mobiliario. La oficina estaba pintada de verde aceituna y ofrecía una buena vista panorámica de la ciudad. Después de trece años, el edificio mostraba signos de desgaste, la pintura se había desconchado en algunas paredes y las alfombras necesitaban un cambio.

Pero, a pesar de estos defectos, David Kimche sentía que había llegado en un momento crucial. Meir Amit estaba a punto de dejar su puesto para ser reemplazado por Rafi Eitan y otros oficiales superiores del Mossad. Kimche no tardó en conocer las manías de sus colegas: el analista que invariablemente anteponía a sus palabras «esto es una maniobra europea, en el clásico estilo Clausewitz»; el jefe del departamento que señalaba una acción, echando hebras de tabaco negro en su pipa y, cuando el humo blanco salía, tomaba decisiones; el estratega que invariablemente terminaba sus informes diciendo que el espionaje era un continuo aprendizaje sobre las debilidades humanas. Estos hombres, que se habían ganado sus medallas, dieron la bienvenida al entusiasmo de Kimche y su habilidad para desentrañar problemas. También captaron que entendía muy bien que descubrir las artimañas del enemigo era tan importante como mantener las del Mossad.

Parte de su trabajo consistía en seguir los acontecimientos en Marruecos; allí había aún un gran número de judíos viviendo bajo el régimen represor del rey Hassan. En un intento de hacerles la vida más fácil, Kimche había entablado «una relación de trabajo» con el temido servicio de seguridad del monarca, encontrando una causa común en la necesidad de derrocar a Nasser, cuyo odio hacia Israel sólo era comparable con el que sentía por el rey. Nasser veía en Hassan un obstáculo para su sueño de establecer una poderosa coalición árabe, desde el canal de Suez hasta la costa atlántica de Marruecos. La amenaza potencial para Israel de tal coalición había persuadido a Meir Amit de entrenar a hombres del rey en métodos de contra-espionaje e interrogatorio que distaban poco de una tortura sofisticada.

En Marruecos sobrevivía una pequeña pero igualmente dura oposición, liderada por Mehdi ben Barka. Kimche había estudiado la carrera de Ben Barka: fiel tutor del monarca, había sido durante algún tiempo presidente de la Asamblea Nacional, una especie de Parlamento inocuo que se limitaba a sellar los decretos cada vez más represivos de Hassan. Finalmente, Ben Barka se había convertido en la única voz opositora al monarca.

Una y otra vez, Ben Barka había evitado ser capturado por los hombres del rey.

Pero, sabiendo que su arresto era sólo cuestión de tiempo, el carismático ex maestro de escuela se había marchado a Europa. Desde allí continuaba planeando la caída de Hassan.

Dos veces, el pequeño pero eficiente movimiento de resistencia de Ben Barka había estado cerca de tener éxito en su intento de eliminar al monarca por medio de bombas. El enfurecido Hassan ordenó que Ben Barka fuera juzgado en rebeldía y condenado a muerte. Éste respondió ordenando nuevos ataques contra el rey.

En mayo de 1965 Hassan le pidió al Mossad que le prestara ayuda para lidiar con Ben Barka. La tarea de evaluar esa solicitud le fue encomendada a David Kimche. Más adelante, ese mismo mes, viajó a Londres con su pasaporte británico. Aparentemente, estaba de vacaciones. Pero en realidad iba a dar los últimos toques a su plan. Equipado con un segundo pasaporte legítimo, provisto por un sayan y con visado marroquí, Kimche voló a Roma; pasó un día visitando la ciudad y moviéndose para asegurarse de que no era seguido, y luego viajó a Marruecos.

En el aeropuerto de Rabat fue recibido por Muhammed Oufkir, el temible ministro del Interior del reino. Esa noche, en una cena animada por la danza del vientre de las mejores bailarinas, Oufkir le reveló lo que deseaba el rey: la cabeza de Ben Barka. Haciendo gala de un crudo sentido del humor y de su conocimiento de la historia judía, Oufkir añadió: «Después de todo, su Salomé judía le pidió al rey Herodes la cabeza de un revolucionario».

Kimche le contestó que, si bien eso era correcto, no era un asunto que él mismo pudiera resolver. Oufkir debía ir con él a Israel.

Al día siguiente, los dos hombres volaron a Roma y, desde allí, tomaron un avión a Tel Aviv. Meir Amit se reunió con ellos en un piso franco. Estuvo cortés, pero cauteloso.

Le dijo a Kimche que no le entusiasmaba mucho la idea de hacer el trabajo sucio de Oufkir e insistió en que «nuestro compromiso debe limitarse al trabajo preliminar».

Sin el conocimiento de Meir Amit, Oufkir había hecho arreglos con una facción del servicio de inteligencia francés para matar a Ben Barka, si éste podía ser sacado de su fortaleza de Ginebra y llevado a Francia cruzando la frontera.

Todavía reacio, Meir Amit insistió en que el primer ministro, Levi Eshkol, debía autorizar personalmente la intervención del Mossad. El primer ministro accedió.

El Mossad puso manos a la obra. Un katsa nacido en Marruecos viajó a Ginebra y se infiltró en el círculo de amistades de Ben Barka. Durante meses, el agente trabajó la versión de que tenía acceso a un millonario francés que deseaba ver destronado a Hassan para que Marruecos tuviera una verdadera democracia.

Era Kimche quien había inventado esta ficción. El 26 de octubre de 1965 se enteró de que Ben Barka, «como el antiguo Pimpinela Escarlata», estaba a punto de viajar a París.

El centro de comunicaciones del Mossad envió un mensaje clave a Oufkir, a Marruecos. Al día siguiente, el ministro y un reducido equipo de la seguridad marroquí viajaron a París. Esa noche, el ministro recibió información del grupo en servicio francés. Preocupado porque había sido excluido del encuentro, el katsa que había acompañado a Ben Barka hasta París llamó a Kimche pidiendo instrucciones. Kimche consultó con Meir Amit. Ambos estuvieron de acuerdo en que «se estaba cocinando algo desagradable y nosotros debíamos quedar limpios».

La noche siguiente, una furgoneta del grupo francés estaba estacionada frente al restaurante de St. Germain donde Ben Barka acudió a cenar creyendo que iba a conocer al millonario. Después de esperar una hora sin que nadie apareciera, Ben Barka abandonó el local. En cuanto pisó la acera, fue atrapado por dos agentes franceses e introducido en la furgoneta. Lo llevaron a una finca del distrito de Fontenay-le-Vicomte, que la facción utilizaba de vez en cuando para interrogar a sospechosos. A lo largo de la noche, Oufkir supervisó el interrogatorio y la tortura de Ben Barka hasta que, al amanecer, el hombre, totalmente quebrado, fue ejecutado. Oufkir tomó fotos del cuerpo antes de que lo enterraran en el jardín de la finca. El ministro volvió a casa con las pruebas para el rey.

Cuando se descubrió el cadáver, en Francia los clamores llegaron hasta el palacio presidencial. Charles de Gaulle ordenó una investigación sin precedentes, que condujo a una purga masiva del servicio de inteligencia francés. Su director, ansioso por mantener la colaboración corporativa, luchó por mantener el nombre del Mossad fuera del incidente. Pero De Gaulle, poco amigo de Israel, estaba convencido de que el Mossad había estado involucrado en el asunto. Dijo a sus asistentes que la operación llevaba «el sello de Tel Aviv». Sólo los israelíes, había resoplado, mostrarían tal desprecio por las leyes internacionales. La estrecha relación entre Israel y Francia, entablada durante la guerra de Suez, en 1956, había concluido. De Gaulle ordenó inmediatamente que los envíos de armas a Israel cesaran, así como toda cooperación en materia de inteligencia. Meir Amit «recordaría el chaparrón que caía desde París».

Para Kimche, «fue heroico el modo en que Meir Amit manejó la situación. Podía haber tratado de culparme a mí o a otros involucrados en la operación. En cambio, insistió en asumir toda la responsabilidad. Era un verdadero líder».

El Gobierno del primer ministro Eshkol, golpeado por la reacción de París, se distanció del jefe del Mossad. Cuanto más insistía Meir Amit en que el papel del Mossad había sido «marginal», poco más que «facilitar algunos pasaportes y coches», más insistía su predecesor, Isser Harel, en que el asunto Ben Barka jamás hubiera tenido lugar durante su gestión. Meir Amit advirtió al primer ministro que se hundirían juntos bajo semejantes críticas. Eshkol respondió creando un comité de investigación, encabezado por el ministro de Asuntos Exteriores. El comité concluyó que Meir Amit debía renunciar, pero éste se negó a menos que Eshkol también lo hiciera. La partida quedó en tablas. Poco después de un año, Meir Amit admitió que la muerte de Ben Barka ya no habría de causarle más problemas. Pero había sido un aviso peligroso.

Para entonces, Kimche se ocupaba de otras cuestiones. Los palestinos habían entrenado un comando secreto para explotar un flanco débil de la seguridad que ni siquiera el Mossad había previsto: el secuestro de aviones en pleno vuelo. Una vez que el avión era tomado durante el trayecto, se lo desviaba hacia un país árabe amistoso. Allí los pasajeros eran retenidos para pedir sustanciales sumas de dinero como rescate o para ser intercambiados por prisioneros árabes en poder de Israel. Había un beneficio añadido: la propaganda que la difusión mundial del secuestro supondría para la causa de la OLP.

En julio de 1968, un vuelo de El Al procedente de Roma fue desviado hacia Argelia. El Mossad quedó anonadado por la audacia de la operación. Un equipo de katsas voló a Argelia, mientras Kimche y otros estrategas trabajaban contra reloj para urdir un plan y liberar a los aterrorizados pasajeros. Pero la masiva presencia de los medios de comunicación impedía cualquier intento de asaltar el avión. Kimche recomendó hacer tiempo con la esperanza de que la historia perdiera actualidad y los katsas pudieran efectuar su maniobra. Pero los secuestradores lo habían previsto y comenzaron a amenazar con una carnicería a menos que se cumpliera su exigencia: la liberación de los prisioneros palestinos de las cárceles de Israel. Kimche se dio cuenta: «Estábamos entre la espada y la pared». Fue uno de los que recomendaron, a regañadientes, liberar a los presos a cambio de los pasajeros, «siendo plenamente consciente de las consecuencias de esa acción. Prepararía el camino para nuevos secuestros y aseguraría que la causa de la OLP iba a recibir, en el futuro, total cobertura de los medios. Israel quedaba a la defensiva. Y también los Gobiernos occidentales que no tenían respuesta frente a los secuestros. Sin embargo, ¿qué otra cosa podíamos hacer sino esperar sombríamente el siguiente ataque?». Y los ataques se sucedieron, cada uno mejor preparado que el anterior. En poco tiempo, media docena más de aviones comerciales fueron tomados por los secuestradores, que no sólo eran expertos en esconder armas y explosivos a bordo, sino que también estaban entrenados para pilotar el avión u ocupar el lugar de la tripulación. En el desierto libio practicaban el intercambio de disparos en la cabina de un avión porque sabían que El Al había introducido guardias armados en sus vuelos: una de las primeras medidas que Kimche recomendó. También había predicho con acierto que los secuestradores conocerían las leyes de los distintos países involucrados, de modo que, si eran capturados, sus colegas pudieran servirse de esas leyes para liberarlos, mediante la negociación o con amenazas.

Kimche sabía que el Mossad iba a necesitar un incidente que le permitiera vencer a los secuestradores con las dos armas que le habían dado renombre: astucia y crueldad. Y así como los secuestradores aprovechaban la publicidad, Kimche quería una operación cuyo resultado despertara la admiración por Israel, tanta como la que había producido el secuestro de Eichmann. El incidente que Kimche necesitaba debía tener mucho dramatismo, considerable riesgo y un final feliz contra todo pronóstico. Esos elementos debían combinarse para demostrar que el Mossad lideraba el contraataque.

El 27 de junio de 1976, un avión de Air France repleto de pasajeros judíos en ruta de París a Tel Aviv fue secuestrado tras hacer escala en el aeropuerto de Atenas, famoso por su falta de seguridad. Los secuestradores eran miembros de la facción extremista Wadi Haddad y exigieron dos cosas: la liberación de cuarenta palestinos prisioneros en Israel y de otros doce que se encontraban en prisiones europeas y la libertad de dos terroristas alemanes arrestados en Kenia cuando trataban de derribar un jet de El Al, con un cohete Sam-7, mientras despegaba del aeropuerto de Nairobi.

Después de hacer escala en Casablanca, y cuando se le negó permiso para aterrizar en Jartum, el avión voló a Entebbe, Uganda. Desde allí, los secuestradores anunciaron que el avión sería dinamitado con todos sus pasajeros a bordo si no se cumplían sus exigencias. El 30 de junio vencía el último plazo.

En las sesiones secretas del Gabinete de Tel Aviv, la jactanciosa imagen pública de no rendirse ante el terrorismo comenzó a marchitarse. Los ministros se ponían a favor de liberar a los prisioneros palestinos. El primer ministro Rabin mostró un informe del Shin Bet para demostrar que había un precedente para liberar a criminales convictos. El jefe del Estado Mayor, Mordechai Gur, anunció que no podía recomendar una acción militar, debido a que la inteligencia con que contaban en Entebbe era insuficiente. Mientras continuaban sus angustiosas deliberaciones, llegaron noticias de Entebbe: los pasajeros judíos habían sido separados del resto y los demás, tras ser liberados, se encontraban camino de París.

Ésa era la jugada de apertura que necesitaba el Mossad. Yitzhak Hofi, jefe del Mossad en la que sería su hora más gloriosa, argumentó poderosa y apasionadamente que debía montarse una operación de rescate. Sacó a relucir el plan que Rafi Eitan había usado para capturar a Eichmann. Existían similitudes: Rafi Eitan y sus hombres habían trabajado lejos de casa, en un ambiente hostil.

Habían improvisado mientras hacían el trabajo, utilizando las argucias de un jugador de póquer. Podía volver a hacerse. Empapado en sudor, con la voz ronca de tanto argumentar y rogar, Hofi miró fijamente a los miembros del Gabinete. «Si dejamos que nuestra gente muera, se abrirán las compuertas. Ningún judío estará a salvo en parte alguna. Hitler obtendría una victoria desde la tumba».

«Muy bien —dijo Rabin—. Lo intentaremos».

Kimche y todos los estrategas del Mossad fueron movilizados. El primer paso consistía en abrir un canal de comunicación seguro entre Tel Aviv y Nairobi; Hofi había alimentado los contactos secretos entre el Mossad y la inteligencia keniana iniciados por Meir Amit. El enlace tuvo resultados inmediatos. Media docena de katsas llegaron a Nairobi y fueron alojados en un piso franco del servicio de inteligencia de Kenia. Constituirían la cabeza de puente para el asalto principal.

Entretanto, Kimche había solucionado otro problema. Cualquier misión de rescate requeriría una parada para repostar combustible en Nairobi. Por teléfono, consiguió la autorización de Kenia en cuestión de horas, basada en «razones humanitarias».

Pero todavía quedaba el formidable problema de llegar hasta Entebbe. La OLP había tomado el aeropuerto como su propio punto de entrada en Uganda, desde donde la organización dirigía sus operaciones contra el régimen pro-israelí de Sudáfrica. Idi Amin, el despótico dictador de Uganda, le había entregado a la OLP la residencia del embajador israelí como cuartel general, después de romper relaciones con Jerusalén en 1972.

Kimche sabía que era esencial conocer si la OLP todavía se encontraba en el país. Sus guerrillas experimentadas serían una fuerza difícil de vencer en el corto tiempo disponible para la misión: las fuerzas israelíes sólo podían estar en tierra durante minutos o, de lo contrario, se exponían a un furioso contraataque. Kimche mandó a dos katsas en lancha desde Nairobi, a través del lago Victoria. Atracaron cerca de Entebbe y encontraron los cuarteles de la OLP desiertos: los palestinos se habían mudado hacía poco a Angola.

Luego, con el golpe de suerte que toda operación necesita, uno de los guardias kenianos de seguridad que había acompañado a los katsas descubrió que un pariente de su mujer era uno de los guardianes de los rehenes. El keniano se infiltró en el aeropuerto y pudo ver que los rehenes estaban a salvo, pero contó quince guardias muy nerviosos y tensos. La información fue comunicada por radio a Tel Aviv.

Entretanto, otros dos agentes, ambos pilotos experimentados, alquilaron un Cessna y salieron de Nairobi con la excusa de tomar fotografías aéreas del lago Victoria para un folleto turístico. Su avión pasó directamente sobre el aeropuerto de Entebbe, lo que les permitió tomar buenas fotos de las pistas y los edificios circundantes. La película fue enviada a Tel Aviv. Allí, Kimche recomendó todavía otra estrategia para confundir a los secuestradores.

En el transcurso de varias conversaciones telefónicas con el palacio de Amin, los negociadores de Tel Aviv dejaron claro que su Gobierno estaba dispuesto a aceptar los términos de los secuestradores. Un diplomático de un consulado europeo en Uganda fue utilizado para añadir credibilidad a esta rendición aparente; lo llamaron «confidencialmente» para ver si podía negociar unos términos aceptables para los terroristas. Kimche dijo al emisario: «Debe ser algo no demasiado humillante para Israel pero al mismo tiempo no demasiado inaceptable para los secuestradores». El diplomático corrió hacia el aeropuerto con las noticias y empezó a redactar las frases adecuadas. Todavía lo estaba haciendo cuando la Operación Trueno comenzó su última etapa.

Un Boeing 707 israelí sin identificar, preparado para ser usado como hospital aéreo, aterrizó en el aeropuerto de Nairobi. Lo pilotaban hombres de las fuerzas de defensa que conocían el aeropuerto de Entebbe. Entretanto, seis katsas del Mossad habían rodeado el aeropuerto: cada agente llevaba una radio de alta frecuencia y un aparato electrónico para interferir el radar de la torre de control.

Nunca había sido probado en combate.

Cincuenta paracaidistas israelíes salieron del avión hospital al amparo de la oscuridad y se dirigieron a toda velocidad hacia el lago Victoria. Inflaron botes de goma y remaron hacia la costa de Uganda, listos para atacar el aeropuerto de Entebbe. En Tel Aviv, la operación de rescate había sido ensayada a la perfección; cuando llegó el momento, una escuadrilla de Hércules C-130 cruzó el mar Rojo, se dirigió hacia el sur, repostó combustible en Nairobi y luego, volando por encima de los árboles, se precipitó sobre el aeropuerto de Entebbe.

La interferencia del radar funcionó perfectamente. Las autoridades del aeropuerto todavía se preguntaban qué había pasado cuando los tres Hércules y el avión sanitario aterrizaron. Los comandos corrieron hacia el edificio donde se encontraban los rehenes. Quedaban sólo los judíos; todos los de otras nacionalidades habían sido liberados por Amin, que disfrutaba su momento de esplendor en la escena mundial. Los paracaidistas de apoyo jamás fueron llamados. Remaron a través del lago de vuelta a Nairobi. Allí serían recogidos por otro transporte israelí y llevados a casa.

En cinco minutos —dos menos de lo calculado— los rehenes fueron liberados y los terroristas, junto a dieciséis guardias ugandeses que custodiaban a los prisioneros, eliminados. La fuerza de ataque sufrió una baja: el teniente coronel Yonatan Netanyahu, hermano mayor del futuro primer ministro Benjamín Netanyahu. Solía decir que su política dura contra los terroristas se debía a la muerte de Yonatan. También murieron tres rehenes.

El deseo de Kimche de un contragolpe al terrorismo que encabezara los titulares se hizo realidad con creces. El rescate de Entebbe fue un episodio que, aún más que el secuestro de Eichmann, pasó a ser la carta de presentación del Mossad.

Kimche se encontró cada vez más involucrado en los esfuerzos del Mossad contra la OLP. Esta lucha mortal se llevaba a cabo más allá de las fronteras de Israel, en las calles de las ciudades europeas. Kimche fue uno de los estrategas que preparó el terreno para los asesinos del Mossad, los kidon. Dieron golpes en París, Munich, Atenas y Chipre. Para Kimche, las matanzas eran algo lejano, como el piloto de un bombardero que no ve dónde caen las bombas. Las muertes ayudaron a incrementar la permanente sensación de invulnerabilidad del Mossad.

La información que aportaban los estrategas indicaba que los kidon iban siempre un paso por delante del enemigo.

Una mañana, Kimche llegó a su oficina y encontró a sus colegas casi en estado de conmoción. Uno de sus katsas más experimentados había sido asesinado en Madrid por un miembro de la OLP. El asesino había sido un contacto que el katsa estaba cultivando en un esfuerzo por infiltrarse en el grupo.

Pero no había tiempo para el luto. Cada mano disponible se dispuso a devolver golpe por golpe. Para Kimche «era un tiempo en que no esperábamos piedad ni tampoco la teníamos».

La implacable presión continuó: se trataba de encontrar nuevos caminos para acercarse a la conducción de la OLP y descubrir lo suficiente sobre sus movimientos internos como para asesinar a sus líderes. Según Kimche «cortar la cabeza era la única manera de evitar que la cola siguiera meneándose». Yasser Arafat era la primera cabeza en la lista de blancos de los kidon.

En 1973 otra amenaza más seria había empezado a tomar cuerpo en la mente de Kimche: la posibilidad de una segunda guerra árabe a gran escala, liderada por Egipto, contra Israel.

Pero el Mossad era una voz solitaria dentro de la comunidad de inteligencia israelí. Las preocupaciones de Kimche, apoyadas por sus superiores, eran rechazadas de plano por Aman, la inteligencia militar. Sus estrategas señalaban que Egipto había expulsado a sus veinte mil consejeros militares soviéticos, lo que debía interpretarse como una indicación clara de que el presidente Sadat buscaba una solución política para Oriente Medio.

Kimche no quedó convencido. Por toda la información que llegaba a su escritorio, cada vez estaba más seguro de que Sadat lanzaría un ataque por sorpresa, simplemente porque para Israel era imposible aceptar las pretensiones árabes: Egipto quería que le devolvieran las tierras conquistadas y la creación de un Estado palestino dentro de Israel. Kimche opinaba que aun haciendo estas concesiones, la OLP continuaría su campaña sangrienta hasta que Israel se arrodillara.

La alarma de Kimche aumentó cuando Sadat reemplazó a su ministro de Defensa por un halcón, cuyo primer acto fue reforzar las defensas a lo largo del canal de Suez. Los comandantes egipcios realizaban visitas regulares a otras capitales árabes para buscar apoyo. Sadat había firmado un nuevo convenio para comprar armas a la Unión Soviética.

Para Kimche, las señales eran ominosas: «No era una cuestión de cuándo se iniciaría la guerra sino de en qué día preciso».

Pero los jefes de inteligencia de Aman continuaron subestimando las advertencias del Mossad. Dijeron a las autoridades militares que, aun si la guerra parecía a punto de estallar, habría «al menos un plazo de cinco días de advertencia», tiempo más que suficiente para que las Fuerzas Aéreas israelíes repitieran sus éxitos de la guerra de los Seis Días.

Kimche suponía que seguramente los árabes habían aprendido de los errores del pasado. Se lo tildó de miembro de «un Mossad obsesionado por la guerra», una acusación que no cuadraba con un hombre tan cuidadoso de sus palabras.

Todo lo que pudo hacer fue vigilar los preparativos egipcios y tratar de deducir una probable fecha de ataque.

El calor ardiente de aquel agosto de 1973 dio paso a un septiembre más fresco. Los últimos informes de los katsas, desde la orilla del canal de Suez en el Sinaí, demostraban que los preparativos egipcios estaban llegando a su punto culminante. Los ingenieros militares se encontraban dando los toques finales a los pontones para que las tropas y los carros blindados cruzaran el curso de agua.

Cuando el Mossad convenció al ministro de Asuntos Exteriores de exponer su preocupación por los preparativos bélicos ante las Naciones Unidas, el representante egipcio dijo tranquilizadoramente que eran «actividades de rutina».

Para Kimche, esas palabras tenían «la misma credibilidad» que las pronunciadas por el embajador japonés en Washington la víspera del ataque a Pearl Harbor.

Sin embargo, Aman aceptó la explicación egipcia. Lo más increíble para Kimche fue que, para octubre, allí donde sus ojos inquisidores se posaban había cada vez más signos de problemas candentes: Libia había nacionalizado las compañías petroleras extranjeras y en los países productores del Golfo se hablaba de cortar los suministros de petróleo a los países occidentales.

A pesar de todo, los estrategas de Aman seguían mal interpretando el panorama de manera lamentable. Cuando los jets de las Fuerzas Aéreas israelíes fueron sorprendidos por los MiG sobre Siria, con el resultado de doce aviones sirios derribados —debido al conocimiento táctico de los pilotos israelíes, aprendido en el MiG robado a Irak— el hecho fue visto por Aman como una evidencia de que si los árabes volvían a la guerra serían derrotados de igual modo.

La noche del 5 al 6 de octubre, el Mossad recibió la prueba más clara de que las hostilidades eran inminentes, quizá cuestión de pocas horas. Sus katsas e informadores en Egipto informaban que el Alto Mando egipcio había entrado en alerta roja. La evidencia no podía seguir siendo ignorada.

A las 6 de la mañana, el jefe del Mossad, Zvi Zamir, se reunió con los jefes de Aman en el Ministerio de Defensa. El edificio estaba casi desierto: era Yom Kippur, la más sagrada de las fiestas judías, que guardaban aun los judíos no practicantes. Todos los servicios públicos, incluida la radio, estaban cerrados. La radio siempre había sido el medio para movilizar a los miembros de la reserva en caso de emergencia nacional.

Finalmente, obligados a la acción por las pruebas irrefutables que presentaba el Mossad, las alarmas comenzaron a sonar en todo Israel anunciando que el país estaba a punto de ser sometido a un ataque desde dos frentes, Siria por el norte y Egipto por el sur.

La guerra empezó a la 1:55 de la tarde, hora local, mientras el Gabinete de Israel estaba reunido en una sesión de emergencia, mal informado por los estrategas de Aman, que anunciaban el inicio de las hostilidades para las 6 de la tarde, hora que resultó ser una mera conjetura.

Nunca en la historia de la inteligencia israelí había ocurrido tan calamitoso fracaso en la predicción de los hechos. La gran cantidad de pruebas impecables que Kimche y otros habían proporcionado fue totalmente ignorada.

Tras el fin de la guerra, cuando Israel había arrebatado la victoria de las garras de la derrota, hubo una purga masiva en los escalafones superiores de Aman. El Mossad reinaba, una vez más, supremo sobre la comunidad de inteligencia, aunque también allí hubo un cambio clave: Zamir fue relevado de su puesto, acusado de no haber sido suficientemente explícito con sus homólogos de Aman.

Su lugar fue ocupado por Yitzhak Hofi.

Kimche recibió su llegada con sentimientos encontrados. En algunos sentidos, Hofi se parecía a Meir Amit: el mismo porte erguido, la misma experiencia de combate, las mismas maneras incisivas y una total incapacidad de tolerancia con los necios. Pero Hofi también era franco hasta la rudeza y la tirantez entre ambos databa de los días en que, entre otras tareas, habían instruido reclutas en la escuela de entrenamiento del Mossad. Hofi, con su mentalidad de kibutz no apta para tonterías, había demostrado poca paciencia con el lánguido intelectualismo de Kimche y su refinado acento inglés cuando se dirigía a los estudiantes. Pero Kimche no sólo era ya un agente maduro, sino también el segundo de Hofi. Había sido promovido a director general adjunto poco antes de que Zamir dejara el cargo. Hofi y Kimche aceptaron que debían dejar a un lado sus diferencias personales para que el Mossad continuara actuando con la máxima eficiencia.

Se le encomendó a Kimche una de las tareas más difíciles dentro del Mossad: fue puesto a cargo de la «cuenta libanesa». La guerra civil en el Líbano había empezado dos años después de la guerra del Yom Kippur y, cuando Kimche se hizo cargo de «la cuenta», los cristianos libaneses libraban una batalla perdida.

Tal como, años antes, Salman había ido a la embajada israelí en París para dar los primeros pasos en el robo del MiG iraquí, en septiembre de 1975 un emisario de los cristianos fue hasta allí para solicitar a Israel las armas necesarias para evitar su aniquilación. La solicitud terminó en el escritorio de Kimche, que vio en ella una oportunidad para que el Mossad se introdujera en «la carpintería libanesa».

Le dijo a Hofi que políticamente tenía sentido «apoyar en parte» a los cristianos contra los musulmanes que estaban decididos a destruir Israel. Una vez más su interpretación fue aceptada. Israel daría a las milicias cristianas armas para enfrentarse a los musulmanes, pero no las suficientes como para que representaran una nueva amenaza. El Mossad empezó a embarcar armas hacia el Líbano. Luego, Kimche colocó oficiales del Mossad en los puestos de comando cristianos. Aparentemente estaban allí para sacar el máximo partido del armamento pero, en realidad, los oficiales proporcionaban a Kimche un continuo flujo de información que le permitía trazar un mapa del desarrollo de la guerra civil.

Dicha información permitió al Mossad lanzar con éxito una serie de ataques contra fortalezas de la OLP en el sur del Líbano.

Pero la relación del servicio con los cristianos se agrió en el verano de 1976, cuando los líderes de las milicias invitaron al Ejército sirio a brindarle ayuda adicional contra el Hezbolá pro-iraní. Ese grupo era visto como una amenaza en Damasco. En pocos días, miles de experimentados combatientes sirios entraron en el Líbano moviéndose hacia la frontera con Israel. Muy tarde comprobaron las milicias cristianas que, en palabras de Kimche, «se habían comportado como Caperucita Roja invitando al lobo».

Una vez más, los cristianos libaneses recurrieron al Mossad en busca de ayuda. Kimche advirtió que su red para la provisión de armamento, cuidadosamente construida, era insuficiente. Se necesitaba una operación logística a gran escala. Fueron enviados tanques, misiles antitanque y otras armas. La guerra civil del Líbano estaba fuera de control.

Bajo esa tapadera, Kimche dirigió su propia guerrilla contra la bestia negra de Israel, la OLP. Pronto se extendió contra los libaneses chiítas. El Líbano se convirtió en un campo de prácticas para depurar las tácticas del Mossad, no sólo en asesinatos sino en acción psicológica. Fue una época de halcones para los hombres que trabajaban desde la torre gris, en el paseo del Rey Saúl.

Dentro del edificio, las relaciones entre Kimche y Hofi se estaban deteriorando.

Había rumores de violentos desacuerdos sobre cuestiones prácticas; de que Hofi temía que Kimche ambicionara su puesto; de que Kimche sentía que no se apreciaba debidamente su indudable cooperación. Incluso en la actualidad, Kimche se refiere a ello sólo para decir «que nunca le daría fundamento a un rumor comentándolo».

Una mañana de primavera de 1980, David Kimche usó su tarjeta de acceso sin restricciones, que había reemplazado las dos llaves, para entrar en el edificio. Al llegar a su oficina se le comunicó que Hofi deseaba verlo inmediatamente. Kimche caminó por el pasillo hacia la oficina del director general, llamó, entró y cerró la puerta tras de sí.

Lo que allí ocurrió ha pasado a formar parte de la leyenda del Mossad como un episodio de voces cada vez más airadas y acusaciones mutuas. La discusión duró veinte minutos de infarto. Luego Kimche salió de la oficina con los labios apretados. Su carrera en el Mossad había terminado. Pero sus actividades de inteligencia en favor de Israel estaban a punto de entrar en un terreno familiar: Estados Unidos. Esta vez no se trataría del robo de materiales nucleares sino del escándalo que llegó a ser conocido como Irán-Contra.

Tras plantearse su futuro una temporada, Kimche aceptó el cargo de director general del Ministerio de Asuntos Exteriores israelí. Era el puesto ideal dada su capacidad lógica para desentrañar situaciones. Le ofrecía la oportunidad de utilizar sus aptitudes en el ámbito internacional, mucho más allá del Líbano.

En Estados Unidos, el culebrón del presidente Nixon y su Watergate se había precipitado hacia un final ineludible. La CIA estaba bajo sospecha, de un modo nunca visto desde el asesinato de Kennedy, a causa de las cada vez más numerosas revelaciones sobre las actividades de la agencia durante la Administración Nixon.

Kimche estudió todos los aspectos del drama, «asimilando las lecciones de una catástrofe que nunca debió haber ocurrido. El golpe de gracia fue que Nixon guardó esas cintas. No tendría que haberlo hecho jamás. Sin ellas, probablemente todavía sería presidente».

Más cerca de casa, lo que ocurría en Irán, un asunto de permanente interés para Israel, también lo mantenía ocupado. Con Jomeini y sus ayatolás firmemente al mando, Kimche se sentía verdaderamente impresionado del modo en que la CIA y el Departamento de Estado se habían equivocado al juzgar la situación.

Pero ahora había un nuevo presidente en la Casa Blanca, Ronald Reagan, que prometía un nuevo amanecer para la CIA. Kimche sabía por sus contactos en Washington que la agencia se convertiría en el «as en la manga» de Reagan en materia de política exterior. A la cabeza de la CIA estaba William Casey.

Instintivamente, Kimche supo que no era amigo de Israel pero que no resultaría difícil manipularlo en caso de necesidad.

Durante los dos años siguientes, como parte de su trabajo, Kimche siguió de cerca las actividades de la CIA en Afganistán y América Central. Muchas de ellas lo impresionaron por ser «anticuadas operaciones de inteligencia combinadas con algún asesinato brutal».

Luego, una vez más, la atención de Kimche se volvió hacia Irán y hacia lo que había ocurrido en Beirut.

Unos meses después de que Kimche se hiciera cargo de sus tareas en el Ministerio de Asuntos Exteriores, Israel había empezado a armar a Irán, con el apoyo tácito de Estados Unidos. Israel había aportado la ayuda necesaria para debilitar al régimen de Bagdad como parte de la vieja táctica de Jerusalén que Kimche llamaba «jugar a dos bandas».

Tres años más tarde, dos hechos habían influido en la situación: se había producido una masacre de marines norteamericanos en Beirut y Estados Unidos albergaba la creciente sospecha de que no sólo el Mossad conocía previamente el ataque sino que también el servicio de inteligencia iraní había ayudado a prepararlo. Se presionó a Israel para que dejara de entregar armas a Teherán. La tensión aumentó con el rapto, tortura y muerte de William Buckley, jefe de la sede de la CIA en Beirut. En rápida sucesión, otros siete norteamericanos fueron tomados como rehenes por grupos apoyados por Irán.

Para la dura Administración Reagan, que había llegado al poder con la promesa de aniquilar el terrorismo, la idea de ciudadanos norteamericanos languideciendo bajo los escombros de Beirut exigía acción inmediata. Pero una represalia quedaba completamente descartada: la opción de bombardear Teherán, como sugería Reagan, fue rechazada incluso por sus consejeros más duros. Una misión de rescate también fracasaría, aseguraron los jefes de la Fuerza Delta.

En ese punto, tuvo lugar una conversación entre el presidente y Robert McFarlane, un ex marine, consejero de seguridad nacional. Kimche recordaba que McFarlane le había relatado el diálogo de este modo:

—¿Qué es lo que más necesitan los iraníes, señor presidente?

—Dígamelo usted, Bob.

—Armas para luchar contra Iraq.

—Entonces les damos lo que quieren y a cambio nos devuelven a nuestra gente.

Reagan y McFarlane, contra el consejo de Casey y otros jefes de inteligencia, hicieron un razonamiento simple: con armar a Irán no sólo se lograría que los mullahs presionaran al grupo de Beirut para que liberara a los rehenes, sino que mejorarían las relaciones con Teherán. Podría incluso obtenerse el beneficio añadido de debilitar la posición de Moscú en Irán. Se plantaron las semillas de lo que se convertiría en el escándalo Irán-Contra.

El coronel de la Marina Oliver North fue puesto a cargo de la entrega de armas.

North y McFarlane decidieron excluir a la CIA de sus planes. Ambos eran hombres de acción. Así que, en palabras de North, «era hora de meter a Israel en cintura».

También tenía el proyecto personal de visitar Tierra Santa: cristiano practicante, North acariciaba la idea de seguir los pasos de Jesús.

El primer ministro de Israel, Yitzhak Shamir, decidió que había una sola persona capaz de manejar la solicitud de Washington con la seguridad de que los intereses de Israel serían protegidos. El 3 de julio de 1983, David Kirnche viajó para encontrarse con McFarlane en la Casa Blanca. Kimche dijo que pensaba que el trato, armas por rehenes, funcionaría. Preguntó si la CIA estaba «activamente involucrada». Se le respondió que no.

A su vez, McFarlane le preguntó hasta qué punto se comprometería el Mossad:

«Después de todo, son los tipos que hacen el trabajo secreto en el extranjero».

Kimche le dijo que Rabin, entonces ministro de Defensa, y Shamir habían decidido excluir al Mossad y dejar el asunto en sus manos. McFarlane estuvo de acuerdo.

Kimche no le había dicho que el entonces jefe del Mossad, Nahum Admoni, compartía los temores de Casey sobre un trato lleno de riesgos.

McFarlane condujo hasta el Hospital Naval de Bethesda para informar a Reagan, que se reponía de una intervención en el colon, sobre los puntos de vista de Kimche. El presidente hizo sólo una pregunta: «¿Aseguraba Kimche que Israel mantendría el trato en secreto?». Una fuga podía dañar las relaciones de Estados Unidos con otros países árabes moderados, ya temerosos del creciente fundamentalismo de Teherán. McFarlane le aseguró que Israel iba a «cerrar las escotillas». El trato se puso en marcha. Kimche regresó a Israel. Dos semanas después volvía a Washington. En la cena, reveló a McFarlane su estrategia de juego. Kimche recordaba la conversación de este modo:

—¿Quiere primero las buenas o las malas noticias?

—Las buenas.

—Embarcaremos las armas por ustedes, usando las mismas rutas anteriores.

—No hay problema —dijo McFarlane.

El método de Kimche aseguraría que Estados Unidos no tuviera ningún contacto directo con Irán, de modo que no se comprometiera la belicosa actitud de la Administración sobre el manejo del terrorismo: el embargo de Estados Unidos a Irán quedaría intacto y los rehenes, una vez libres, no habrían sido directamente canjeados por armas.

Entonces McFarlane quiso saber las malas noticias. Kimche dijo que sus contactos, bien situados en Irán, dudaban de que los mullahs pudieran realmente lograr la liberación de los rehenes. «Los grupos radicales se les están escapando de las manos», comentó a su anfitrión.

Si McFarlane estaba desilusionado, no lo demostró. Al día siguiente, el Secretario de Estado, George Shultz, le dijo a Reagan, ya de vuelta en el despacho oval, que los riesgos eran muy elevados. ¿Qué ocurriría si los iraníes tomaban las armas y luego revelaban el trato para avergonzar al «gran Satanás» como llamaban a Estados Unidos? ¿No provocaría eso un acercamiento mayor de Irak hacia el bando soviético? ¿Y qué pasaría con los rehenes?

Su situación podía empeorar. Toda la mañana continuó con sus argumentos.

Para el mediodía, Reagan estaba visiblemente cansado. Cuando se decidió, lo hizo de manera repentina. El presidente acordó que Estados Unidos reemplazaría todo el armamento que Israel vendiera a Irán. Una vez más, Kimche regresó a casa con luz verde. Sin embargo, Shamir insistió en que debía dar todos los pasos necesarios para «negar cualquier relación con el asunto en caso de que hubiera problemas».

Con este fin, Kimche reunió un pintoresco grupo de personajes para iniciar la operación.

Estaba Adnan Khashoggi, un millonario saudí del petróleo con el hábito de comer caviar a espuertas y buen ojo para las chicas de portada; Manacher Thorbanifer, un ex agente del conocido SAVAK, servicio secreto del sha, que todavía se comportaba como un espía y programaba encuentros en plena noche.

También participaba el igualmente misterioso Yakov Nimrodi, que había dirigido agentes de Aman y había sido agregado militar de la embajada israelí en Teherán durante el reinado del sha. Siempre invariablemente acompañado de Al Schwimmer, el silencioso fundador de las Industrias Aéreas Israelíes.

Khashoggi cerró un trato precursor de lo que vendría. Encabezó un consorcio que indemnizaría a Estados Unidos si Irán no cumplía sus obligaciones y que protegería igualmente a Irán si las armas no eran aceptables según las especificaciones. Por estas garantías, el consorcio recibiría un diez por ciento en efectivo, en moneda norteamericana, por la venta total de armas. A cambio, actuaría también como parachoques para asegurar una inmunidad razonable a los Gobiernos de Estados Unidos e Irán si algo salía mal. Todo el mundo entendió que el consorcio trabajaría fuera del control político y estaría motivado exclusivamente por el interés económico.

A fines de agosto de 1985, la primera carga de armas aterrizó en Teherán, procedente de Israel. El 14 de septiembre, un rehén norteamericano, el reverendo Benjamín Weir, fue liberado en Beirut. A medida que se aceleraba el paso, más personajes dudosos se agregaron al consorcio, entre ellos Miles Copeland, un ex agente de la CIA, que en la víspera de la caída del monarca había mandado gente a los mercados de Teherán para que repartieran billetes de cien dólares a los que se animaran a gritar «Viva el sha». Otras figuras turbias, como un ex oficial de los SAS que dirigía una compañía en Londres y había prestado servicios al Mossad, también participaron. Mientras tanto, los políticos de Israel y Washington miraban para otro lado. Todo lo que importaba era que la operación se estaba llevando a cabo bajo las narices de un mundo ignorante, al menos por el momento.

En total, Irán recibiría ciento veintiocho tanques norteamericanos, doscientos mil cohetes Katysha requisados en el Líbano, diez mil toneladas de obuses de todo calibre, tres mil misiles aire-aire, cuatro mil rifles y casi cincuenta millones de municiones.

Desde la base aérea de Marama, en Arizona, más de cuatro mil misiles TOW fueron trasladados a Guatemala para proseguir desde allí su camino hacia Tel Aviv. Desde Polonia y Bulgaria, ocho mil misiles Sam 7 fueron embarcados, junto con mil AK-47. China aportó cientos de misiles navales Gusano de seda, autos blindados y transportes anfibios. Suecia mandó proyectiles de artillería de 105 mm y Bélgica, misiles aire-aire.

Las armas fueron embarcadas con certificados que indicaban Israel como destino final. Desde las bases aéreas del Negev, el consorcio enviaba las armas a Teherán en aviones de transporte especialmente contratados. El consorcio recibía «una comisión por el flete» pagada por Irán con fondos de las cuentas suizas. La suma alcanzó unos siete millones de dólares. Israel no recibió recompensa económica, sólo la satisfacción de ver que Irán mejoraba su capacidad para matar a más iraquíes en la larga guerra abierta entre ambos países. Para David Kimche era un ejemplo más de la política del «divide y vencerás» que siempre había alentado.

Sin embargo, sus bien entrenados instintos le advertían que lo que había empezado como una «operación dulce» corría el peligro de descontrolarse. En su opinión, «los hombres inadecuados tenían ahora demasiado poder en el consorcio».

Su creación había demostrado una vez más la realpolitik[22] israelí: el país estaba listo para ayudar a Estados Unidos porque reconocía que no podía sobrevivir sin el apoyo de Washington en otras áreas. También era un modo de probar que Israel podía actuar decisivamente en el escenario mundial y guardar el secreto.

Pero cuanto más duraba la operación de intercambio de armas por rehenes, Kimche sentía que aumentaba la posibilidad de que fueran descubiertos. En diciembre de 1985 avisó al consorcio de que no podía seguir involucrado en sus actividades por más tiempo, con la vieja excusa de que el trabajo en el ministerio lo superaba.

El consorcio le agradeció su ayuda, le ofreció una cena de despedida en un hotel de Tel Aviv y le comunicó que iba a ser reemplazado como enlace israelí por Amiram Nir, consejero de Peres en materia de terrorismo. Ese fue el momento, Kimche lo admitiría después, en que el trato de armas por rehenes se empezó a deslizar rápidamente hacia la autodestrucción. Si alguien podía descarrilarlo, ése era Nir. Ex periodista, Nir había mostrado los signos alarmantes de considerar las tareas de inteligencia en la vida real parte del mismo mundo descrito en las novelas de James Bond que tanto le gustaban. Compartía esa debilidad fatal con hombres del Mossad, que habían decidido también que los periodistas podían ser útiles a sus propósitos.

En abril de 1999, David Kimche demostró que no había perdido su habilidad para interpretar correctamente la situación política en Oriente Medio. Yasser Arafat, el hombre a quien alguna vez había planeado asesinar, «porque era mi enemigo de sangre, seguro de que su muerte sería una gran victoria para Israel», se había convertido ahora en «la mejor esperanza de Israel para una paz duradera. El señor Arafat sigue sin ser mi idea de un perfecto vecino, pero es el único líder palestino capaz de hacer concesiones a Israel y retener el poder y el apoyo de su gente».

Kimche creía que había encontrado algo en común con Arafat. Estaba convencido de que el líder de la OLP se había dado cuenta finalmente de algo que Kimche había entendido un cuarto de siglo antes: «La verdadera amenaza que implica el fundamentalismo islámico para el nuevo milenio».

Sentado en su pequeño estudio, que daba a un jardín pictórico, Kimche estaba en condiciones de emitir un juicio equilibrado. «No puedo perdonar a mi viejo enemigo por aprobar la muerte de mis compatriotas, décadas atrás. Pero también sería imperdonable negar a Arafat —y a los israelíes— la oportunidad de terminar para siempre con el derramamiento de sangre».