Vengadores

Una tarde cálida, a mediados de octubre de 1995, un técnico de la división de seguridad interna del Mossad, Autahat Paylut Medienit, usaba un detector manual para rastrear micrófonos en un apartamento de la calle Pinsker, en el centro de Tel Aviv. El apartamento era uno de los muchos refugios del Mossad en la ciudad. La búsqueda indicaba la importancia de la reunión que iba a celebrarse allí. Satisfecho de encontrarlo limpio, el hombre abandonó el apartamento.

Los muebles parecían de saldo: nada combinaba. Algunos cuadros pobremente enmarcados colgaban en las paredes: vistas turísticas de Israel. Cada habitación tenía su teléfono sin registrar. En la cocina, en lugar de utensilios domésticos había un ordenador provisto de módem, una cortadora de papel, un fax y, en el lugar del horno, una caja fuerte.

Generalmente los pisos francos servían de alojamiento a estudiantes de la escuela de espías del Mossad, situada en las afueras de la ciudad, mientras aprendían el trabajo de calle: cómo seguir a alguien o evitar ser descubiertos, preparar un buzón de correspondencia seguro e intercambiar información camuflada en un periódico. Noche y día, las calles de Tel Aviv se convertían en un campo de pruebas bajo los ojos vigilantes de los entrenadores. De regreso en los refugios, las lecciones continuaban: cómo instruir a un agente que parte hacia una misión en el extranjero; cómo escribir cartas con tintas especiales o usar un ordenador para generar información capaz de ser transmitida en lapsos de una frecuencia determinada.

Una parte sustancial de las interminables horas de entrenamiento consistía en trabar relaciones con la gente común, incapaz de albergar la más mínima sospecha. Yaakov Cohen, que trabajó veinticinco años como agente en todo el mundo, creía que una de las razones de su éxito eran las lecciones aprendidas durante esas clases: «Todos se convertían en instrumentos. Podía mentirles porque la verdad no era parte de mi relación con ellos. Lo único que importaba era usarlos en beneficio de Israel. Desde el comienzo aprendí esa filosofía: hacer lo correcto para el Mossad y para Israel».

Aquellos que no podían vivir según ese credo eran rápidamente separados del servició. Para David Kimche, considerado uno de los mejores agentes del Mossad:

«Es la vieja historia. Muchos son los llamados y pocos los elegidos. En ese sentido somos un poco como la Iglesia católica. Aquellos que se quedan, entablan relaciones que los acompañarán durante toda su vida. Vivimos según la regla del "hoy por ti, mañana por mí". Se aprende a poner la propia vida en manos de la gente. No hay mayor confianza que ésa entre los seres humanos».

Llegado el momento en que cada hombre o mujer dejaba el refugio para que lo ocupara el siguiente grupo, esa filosofía se había grabado en su mente. Ahora eran katsas listos para partir en alguna misión o para ser examinados. Eran conocidos como «saltadores» porque operaban en el extranjero durante un corto período, así que, inevitablemente, llamaban a los refugios «trampolines». Sus superiores desaprobaban tanta imaginación descriptiva.

Finalmente, los refugios eran usados como lugares de encuentro con un informador o para interrogar a un sospechoso al que cabía la posibilidad de reclutar como topo.

El único indicio de la cantidad de gente que trabajaba como topo fue proporcionado por un ex oficial menor del Mossad, Víctor Ostrovsky. Declaró que en 1991 había «casi treinta y cinco mil en todo el mundo, veinte mil en activo y quince mil en la reserva. Se llamaba "negros" a los agentes árabes y "blancos" a los que no lo eran. Los "avisadores" son agentes usados estratégicamente para advertir sobre preparativos de guerra: un médico de un hospital sirio que nota la llegada de un gran número de drogas y medicinas; un empleado portuario que observa un incremento en la actividad de los buques de guerra».

Algunos de estos agentes habían recibido su primera instrucción en un piso como el que había sido meticulosamente revisado aquella tarde de octubre. Más tarde, un grupo de oficiales superiores de la inteligencia israelí se sentarían alrededor de la mesa del comedor para decidir un asesinato que contaría con la total aprobación del primer ministro Yitzhak Rabin.

En los tres años que llevaba en el cargo, Rabin había asistido a numerosos funerales de las víctimas de atentados terroristas. Caminaba en cada ocasión detrás de los portadores del ataúd y veía llorar a los ancianos mientras escuchaban la plegaria final. Con cada muerte «había hecho un duelo en mi propio corazón». Después leía otra vez las palabras del profeta Ezequiel: «Y los enemigos sabrán que soy el Señor cuando haga caer mi venganza sobre ellos».

Esta no era la primera vez que se hacía sentir la venganza de Rabin; él mismo había participado muchas veces en algún acto de revancha. El más notable había sido el asesinato del asistente de Yasser Arafat, Khalil al Wazir, conocido en todo el mundo y por el ordenador central del Mossad como Abu Jihad, la voz de la Guerra Santa, que vivía en Túnez. En 1988, Rabin había sido ministro de Defensa de Israel cuando, en ese mismo apartamento de la calle Pinsker, se tomó la decisión de que Abu Jihad debía morir.

Durante dos meses, agentes del Mossad llevaron a cabo un exhaustivo reconocimiento de la finca de Abu Jihad, en el paraje de Sidi Bou Said, en las afueras de Túnez. Caminos de acceso, puntos de entrada, altura y tipo de cercas, ventanas, puertas, cerraduras, defensas, recorrido de los guardias: todo fue grabado y revisado una y otra vez.

Observaron a la mujer de Abu Jihad jugando con sus hijos y se acercaron a ella cuando iba de compras o a la peluquería. Escucharon las conversaciones telefónicas de su marido, pusieron micrófonos en su dormitorio y los oyeron mientras hacían el amor. Calcularon las distancias entre las habitaciones, averiguaron qué hacían los vecinos cuando estaban en casa y anotaron los modelos, colores y marcas de todos los coches que entraban y salían de la finca.

La regla que Meir Amit había establecido muchos años antes para cometer asesinatos aún seguía clara en sus mentes: «Piensen como su blanco y dejen de identificarse con él sólo cuando aprieten el gatillo».

Satisfecho, el equipo regresó a Tel Aviv. Durante un mes, practicaron su misión letal en una finca segura del Mossad, cerca de Haifa, que se parecía a la de Jihad.

Desde el momento en que entraran en la casa, sólo tardarían veintidós segundos en eliminar a su blanco.

El 16 de abril de 1988 se dio la orden de llevar a cabo la operación.

Esa noche varios Boeing 707 de las Fuerzas Aéreas israelíes partieron desde una base militar al sur de Tel Aviv. Uno de ellos llevaba a Yitzhak Rabin y a otros oficiales de alto rango. Su avión se encontraba en permanente contacto seguro con el equipo ejecutor, ya en su puesto y conducido por un agente cuyo nombre en clave era Espada. Otro de los aviones iba cargado de equipo para bloquear y rastrear comunicaciones. Dos 707 más llevaban combustible de repuesto. Muy por encima de la finca, la flotilla de aviones volaba en círculo, siguiendo cada movimiento en tierra a través de una radio de frecuencia segura. Un poco después de la medianoche del 17 de abril, los oficiales de los aviones recibieron el comunicado de que Abu Jihad había regresado a casa en el Mercedes Benz que Arafat le regalara con motivo de su boda. Previamente, el equipo había instalado aparatos de escuchas muy sensibles, capaces de registrar todo lo que sucedía dentro.

Desde su punto de observación, cerca de la finca, Espada comunicó por micrófono que Abu Jihad subía las escaleras, caminaba hacia su dormitorio, cuchicheaba con su esposa, iba de puntillas a besar a su hijo dormido y, finalmente, se dirigía a su estudio de la planta baja. Los detalles fueron recibidos en el avión de combate electrónico, una versión del AWAC norteamericano, y derivados a la nave de Rabin. A las doce y diecisiete minutos, éste ordenó proceder.

Fuera de la casa, el chófer de Abu Jihad dormía en el Mercedes. Uno de los hombres de Espada se adelantó, apoyó una Beretta con silenciador en su oído y apretó el gatillo. El hombre cayó muerto sobre el asiento delantero.

Luego, Espada y otro miembro del grupo colocaron explosivos en la base de la pesada puerta principal de hierro: un nuevo tipo de explosivo plástico «silencioso» que hacía poco ruido al despegar las puertas de sus goznes limpiamente. Dos guardaespaldas de Jihad, que se encontraban en el vestíbulo de entrada, quedaron tan sorprendidos por la voladura de las puertas que no atinaron a moverse. También les dispararon con silenciador.

Espada corrió hacia el estudio y encontró a Jihad viendo vídeos de la OLP.

Cuando se puso de pie, Espada le disparó dos veces en el pecho. Abu Jihad cayó pesadamente al suelo. Su agresor se acercó rápidamente y le asestó dos tiros más en la frente.

Cuando salía de la habitación se topó con la mujer de Abu Jihad. Llevaba a su hijito en brazos. «Vuelva a su habitación», le ordenó en árabe.

Luego él y sus hombres se desvanecieron en la noche. Desde el momento en que entraron en la casa hasta que se fueron habían pasado sólo trece segundos, nueve segundos vitales menos que en su mejor ensayo.

Por primera vez un asesinato israelí mereció la condena pública. El ministro Ezer Weizman advirtió que «liquidar gente no va a mejorar el proceso de paz».

No obstante, los asesinatos continuaron.

Dos meses después, la policía sudafricana se vio obligada a revelar un secreto que la presión de Israel la había forzado a mantener: el Mossad había ejecutado a un hombre de negocios de Johannesburgo, Alan Kidger, por proporcionar equipo de alta tecnología a Irán e Irak para fabricar armas bioquímicas. Kidger había sido encontrado con los brazos y las piernas amputados. El jefe de policía de Johannesburgo, el coronel Charles Landman, declaró que la muerte era «un claro mensaje del Gobierno de Israel, a través de su Mossad».

Seis semanas antes de la ejecución de Abu Jihad, el Mossad había jugado un papel importante en otro asesinato controvertido, el de tres miembros del IRA desarmados. Resultaron muertos a balazos una tarde de domingo en Gibraltar por un grupo de tiradores de los Servicios Aéreos Especiales británicos.

En años anteriores, algunos de sus colegas de la inteligencia británica habían sido invitados a Tel Aviv, por Rafi Eitan, para presenciar de qué manera el Mossad ejecutaba a terroristas árabes en los arrabales de Beirut y en el valle del Beká.

Cuatro meses antes de la matanza de Gibraltar, los agentes del Mossad habían iniciado su propia vigilancia sobre Mairead Farrell, Sean Savage y Daniel McCann, en la creencia de que una vez más se encontraban «en vías de comprar armas a los árabes».

El estrecho interés del Mossad en las actividades del IRA se remontaba a los tiempos del Gobierno de Margaret Thatcher, cuando Rafi Eitan había sido invitado a Belfast, en el más absoluto secreto, para instruir a las fuerzas de seguridad sobre las crecientes conexiones entre los terroristas irlandeses y Hezbolá.

«Llegué un día de lluvia. Llovió todos los días mientras estuve en Irlanda. Les conté a los británicos todo lo que sabíamos. Luego fui a dar un paseo por la provincia, hacia la frontera con la república de Irlanda. Tuve buen cuidado de no cruzar. Imaginen lo que hubiera dicho el Gobierno irlandés si me pescaban. Antes de partir, arreglé con los SAS para que vinieran a Israel a ver algunos de nuestros métodos para el tratamiento de terroristas».

Desde esos tempranos comienzos se había creado una estrecha relación entre los SAS y el Mossad. Oficiales de alto rango del servicio secreto israelí volaban a menudo al cuartel general de los SAS, en Hereford, para instruir a la División Aérea Especial sobre operaciones en Oriente Medio. Por lo menos en una ocasión, unidades conjuntas del Mossad y los SAS siguieron el rastro de varios miembros importantes del IRA, desde Belfast a Beirut, y los fotografiaron en reuniones con miembros de Hezbolá.

En octubre de 1987, los agentes del Mossad siguieron el rastro del carguero Eksund en su desplazamiento por el Mediterráneo con ciento veinte toneladas de armas a bordo, incluidos misiles, lanzadores de granadas, ametralladoras, explosivos y detonadores. Todo había sido adquirido a través de los contactos del IRA en Beirut. El Eksund fue interceptado por las autoridades francesas.

Incapaz de progresar con las autoridades irlandesas —debido a la oposición de Israel al papel de Irlanda en el mantenimiento de la paz en el Líbano—, el Mossad utilizaba a los SAS como conducto para advertir a Dublín sobre otros embarques de armas para el IRA.

Los agentes del Mossad que seguían los pasos del comando del IRA en España se dieron cuenta rápidamente de que no estaban allí para encontrarse con traficantes de armas o para establecer contacto con ETA, el grupo terrorista vasco.

No obstante, el Mossad continuó tras los pasos de la Unidad Anti-terrorista española, que también seguía al trío irlandés.

Al principio, la actitud de los españoles fue mantenerlos a distancia. Ésta era su operación, en la que por primera vez trabajaban seriamente con el MI5 y los SAS para ocuparse del IRA. Comprensiblemente, los españoles querían asegurarse la gloria en caso de que la operación fuera un éxito. El Mossad les hizo saber que sólo quería ayudar. Aliviados, los españoles comenzaron a colaborar con los israelíes; cuando perdieron el rastro de Mairead Farrell, un katsa la localizó.

Descubrió que había alquilado otro coche, un Ford Fiesta blanco, y lo había estacionado con sesenta y cuatro kilos de Semtex y treinta y seis kilos de granadas de metralla, en un aparcamiento subterráneo de Marbella.

El lugar de veraneo de moda no sólo es el refugio favorito contra el crudo sol del desierto donde muchos árabes famosos pasan su tiempo soñando con el día en que el odiado Israel sea vencido, sino que está a un tiro de piedra de Puerto Banús, donde muchos millonarios del petróleo atracan sus yates de lujo.

El Mossad había temido durante mucho tiempo que esos yates atravesaran el Mediterráneo con armas y explosivos de contrabando para los terroristas árabes.

El coche de Farrell podía estar estacionado allí con ese propósito: listo para ser llevado a bordo de un crucero hacia Tierra Santa.

El equipo del Mossad mantuvo su vigilancia sobre el vehículo. También localizó a Farrell al volante de otro Fiesta, el mismo que había utilizado para transportar por España a Savage y McCann durante las últimas tres semanas. Dos de los agentes siguieron a la unidad del IRA cuando se dirigía al sur, hacia Puerto Banús.

Diez minutos después de dejar Marbella, Farrell se desvió y continuó por la costa.

Por la radio de su automóvil, usando la frecuencia de la policía, el katsa advirtió a los españoles que el trío del IRA se dirigía hacia Gibraltar. Los españoles alertaron a las autoridades británicas. Los equipos de los SAS tomaron posiciones.

Horas más tarde, Farrell, McCann y Savage fueron liquidados a balazos. No se les dio ninguna oportunidad de rendirse. Fueron ejecutados.

Una semana después, Stephen Lander, el oficial del MI5, se arrogó oficialmente el éxito de la operación. El que luego sería director general del MI5 telefoneó a Admoni para agradecerle la colaboración del Mossad en el asesinato.

Aquella noche de octubre de 1995, en el piso de la calle Pinsker, estaba todo listo para la reunión que decidiría el siguiente asesinato. La víctima de la ejecución era el jefe religioso de la Jihad, la Guerra Santa islámica, Fathi Shiqaqi. El Mossad había establecido que su grupo era responsable de la muerte de más de veinte pasajeros israelíes de un autobús destruido el mes de enero anterior por dos terroristas suicidas en la pequeña ciudad de Beit Lid.

Con el incidente, el número de ataques terroristas superaba los diez mil en el último cuarto de siglo. Durante ese período, más de cuatrocientos israelíes habían sido asesinados y, otros mil, heridos. Muchos de los responsables de este catálogo de matanzas y mutilaciones habían sido cazados y ejecutados en situaciones que el katsa Yaakov Cohen describía como «esos callejones sin nombre donde un cuchillo puede ser más efectivo que una pistola, donde se trata de matar o morir».

En este mundo despiadado, Shiqaqi había sido endiosado por su gente. Él en persona había garantizado a los terroristas de Beit Lid el perdón por transgredir la ley inviolable del islam contra el suicidio. Con ese fin, había estudiado el Corán en busca de razones filosóficas sobre la opresión que infunde nuevas fuerzas a los oprimidos. Para conseguir terroristas suicidas explotaba las debilidades de jóvenes desequilibrados que, como los kamikazes[18] japoneses durante la segunda guerra mundial, se encaminaban a su propio fin en estado de fervor religioso.

Después, Shiqaqi había pagado las esquelas en el periódico de la Jihad y, en las oraciones del viernes, había alabado su sacrificio y asegurado a las familias que sus seres queridos se habían ganado un lugar en el paraíso.

En la tensión de las calles donde actuaba la organización se había vuelto una cuestión de honor familiar entregar un hijo a Shiqaqi para el sacrificio. Aquellos que morían eran recordados todos los días, después de que el muecín iniciara su lamento llamando a la oración de los fieles a través de los altavoces cascados. En la oscura frialdad de las mezquitas al sur del Líbano, su memoria se mantenía viva.

Elegidos los nuevos reclutas y seleccionado el blanco, Shiqaqi entregaba a los jóvenes a los fabricantes de bombas. Eran los estrategas que estudiaban las fotos del blanco y calculaban qué cantidad de explosivos sería necesaria. Como antiguos alquimistas, trabajaban por experiencia e instinto, y su lenguaje estaba lleno de palabras mortales: «oxidante», «densificador», «plastilinas» y «depresores de congelamiento». Ésta era la gente de Shiqaqi. Usando la frase de uno de los líderes de su peor enemigo, Israel, les decía a todos: «Peleamos, luego existimos».

Aquella noche de octubre, cuando su suerte iba a ser echada en una casa de Tel Aviv, Shiqaqi estaba en su casa de Damasco con su esposa, Fathia. El apartamento no se parecía en absoluto a los miserables campos de refugiados donde lo veneraban. Las costosas alfombras y tapices eran regalo de los ayatolás iraníes. Había una foto enmarcada en oro con Muammar al Gaddafi, recuerdo del líder libio y un juego de café de plata, regalo del presidente de Siria. La vestimenta de Shiqaqi nada tenía que ver con la sencilla túnica que usaba en su cruzada entre las masas pobres del sur del Líbano. En casa, usaba ropa de los mejores tejidos, comprada en la calle Savile de Londres, y calzaba zapatos hechos a medida en Roma, no las sandalias de bazar que llevaba en público.

Mientras comía su cuscús[19] favorito, Fathi aseguraba a su esposa que estaría a salvo en su futuro viaje a Libia para conseguir más fondos de Gaddafi. Esperaba regresar con un millón de dólares, la suma total que había pedido por fax al cuartel general revolucionario de Libia, en Trípoli. Como de costumbre, el dinero sería lavado a través de un banco libio en La Valletta, Malta. Shiqaqi pensaba pasar menos de un día en la isla antes de tomar un avión de regreso a casa.

Las noticias de su escala en Malta habían entusiasmado a sus dos hijos adolescentes, que le hicieron un encargo: media docena de camisas cada uno, de una tienda de Malta donde había comprado en otras ocasiones.

Fathia Shiqaqi diría después: «Mi marido insistía en que si los israelíes planeaban algún movimiento en su contra ya habrían actuado. Los judíos siempre responden rápido a un incidente. Pero mi marido estaba seguro de que en su caso no harían nada que pudiera enojar a Siria».

Hasta tres meses antes, Shiqaqi hubiera juzgado correctamente las intenciones de Tel Aviv. A principios del verano de 1995, Rabin había desistido del plan de poner una bomba en su apartamento del suburbio occidental de Damasco. Uri Saguy, por entonces jefe de inteligencia militar y cabeza suprema efectiva de la inteligencia israelí, incluso con autoridad sobre el Mossad, le había comunicado a Rabin que había detectado «un cambio de marea en Damasco. Assad sigue siendo nuestro enemigo en la superficie, pero la única manera de vencerlo es hacer lo inesperado. Y eso significa abandonar los Altos del Golán. Sacar a nuestra gente de allí. Es un precio alto. Pero es el único modo de conseguir una paz duradera».

Rabin le había hecho caso. Sabía cuánto le habían costado a Saguy los Altos del Golán. Había pasado la mayor parte de su carrera militar defendiendo ese terreno escarpado. Había sido herido cuatro veces defendiéndolo. Sin embargo, estaba dispuesto a dejar de lado todas esas consideraciones por la paz de Israel.

El primer ministro había pospuesto los planes del Mossad para eliminar a Shiqaqi, mientras Saguy continuaba explorando la posibilidad de materializar sus esperanzas.

Estas se habían marchitado con el calor del verano y Rabin, ahora ganador del Premio Nobel de la Paz, había ordenado la ejecución de Shiqaqi.

Shabtai Shavit, en su última operación de envergadura como jefe del Mossad, ordenó a un agente «negro» de Damasco proseguir con la vigilancia del apartamento de Shiqaqi. El equipo norteamericano del agente era suficientemente sofisticado como para anular los circuitos defensivos de su sistema de comunicaciones ruso.

Los detalles del inminente viaje de Shiqaqi a Libia y Malta fueron comunicados a Tel Aviv.

Aquella noche de octubre de 1995, los jefes de los tres servicios de inteligencia más poderosos de Israel se abrieron paso entre la multitud, caminando por la calle Pinsker. Todos ellos apoyaban las condiciones para ejecutar a un enemigo de Israel que Meir Amit había planteado claramente mientras estaba al frente del Mossad.

No habría matanzas de líderes políticos; éstos debían ser tratados por medios políticos. No se mataría a la familia de los terroristas; si sus miembros se interponían en el camino, ése no era nuestro problema. Cada ejecución tenía que ser autorizada por el primer ministro del momento. Y todo debía hacerse según el reglamento. Había que redactar un acta de la decisión tomada.

Todo limpio y claro. Nuestras acciones no deben ser vistas como crímenes patrocinados por el Estado sino como la última sanción judicial que el Estado puede ofrecer. No deberíamos ser diferentes del verdugo o de cualquier ejecutor legalmente nombrado.

Desde la exitosa cacería de los nueve terroristas que habían asesinado a los atletas israelíes en los Juegos Olímpicos de 1972, todos los asesinatos habían seguido al pie de la letra estas reglas. Casi veintitrés años después de que Meir Amit estableciera las normas para las matanzas por razones de Estado, sus sucesores se encaminaban hacia el piso de la calle Pinsker.

El primero en llegar fue Shabtai Shavit. Sus colegas opinaban con malevolencia que tenía aspecto de conserje de hotel barato, con la ropa cuidadosamente planchada y un apretón de manos que nunca mantenía firme.

Llevaba tres años en el cargo y daba la impresión de que no sabía cuánto tiempo iba a durar en él.

Luego llegó el general de brigada Doran Tamir, oficial principal de inteligencia de las Fuerzas de Defensa israelíes. Ágil y en la flor de la vida, todo en él expresaba la autoridad que proviene de muchos años de mando.

Por último llegó Uri Saguy. Entró en el piso como un dios guerrero en su camino hacia un futuro aún más brillante que su posición de director de Aman, el servicio de inteligencia militar. Cortés y auto-exigente, continuaba provocando la división de opiniones entre sus iguales porque aseguraba que, a pesar de sus renovadas bravatas, Siria estaba dispuesta a hablar de paz.

La relación entre los tres hombres era, según Shavit «cautelosamente cordial».

Uri Saguy dijo: «No podemos compararnos unos con otros. Como jefe de Aman, yo podía darles indicaciones. Había competencia entre nosotros pero, mientras sirviéramos al mismo propósito, estaba bien».

Durante dos horas estuvieron sentados alrededor de la mesa revisando el plan para asesinar a Shiqaqi. Su ejecución sería un acto de pura venganza, el principio del ojo por ojo bíblico que para los israelíes justificaba tales matanzas. Aunque, a veces, el Mossad mataba a quienes se negaban tercamente a apoyar las aspiraciones de Israel. Entonces, en vez de arriesgarse a que su talento cayera en manos enemigas, también los eliminaba sin piedad.

El doctor Gerald Bull, un científico canadiense, era el mayor experto mundial en balística de cañones. Israel había hecho muchos intentos infructuosos de comprar sus conocimientos. En cada ocasión Bull había dejado claro su falta de aprecio por el Estado judío.

En cambio, había ofrecido sus servicios a Saddam Hussein para construir una super-arma capaz de lanzar proyectiles con cabeza nuclear, química o bacteriológica desde Irak, directamente hacia Israel. El super-cañón medía ciento cincuenta metros de largo y estaba fabricado con treinta y dos toneladas de acero procedente de firmas británicas. En 1989, se había probado un prototipo en un polígono de Mosul, al norte de Irak. Saddam Hussein había ordenado que se construyeran tres armas, a un coste de veinte millones de dólares. Bull fue contratado como consejero por un millón de dólares. El proyecto llevaba el nombre en clave de Babilonia.

Su compañía, la Corporación de Investigaciones Espaciales, estaba registrada en Bruselas como empresa dedicada al diseño de armas. Desde allí había enviado instrucciones a los proveedores europeos, veinte de ellos de Gran Bretaña, para comprar componentes de alta tecnología.

El 17 de febrero de 1990, un katsa de Bruselas obtuvo copias de documentos que describían las metas técnicas de Babilonia: la super-arma consistiría realmente en un misil balístico de alcance intermedio. El corazón del sistema de lanzamiento del arma estaría formado por misiles Scud, agrupados en racimos de ocho, que darían a las cabezas un alcance de 2000 kilómetros. Eso colocaría en el punto de mira no sólo a Israel, sino también a muchas ciudades europeas. Bull creía posible fabricar un super-cañón capaz de acertar directamente en Londres desde Bagdad.

El director general del Mossad, Admoni, solicitó de inmediato audiencia al primer ministro, Yitzhak Shamir. Un antiguo guerrillero urbano que había combatido a los ingleses sin cuartel durante las últimas semanas de dominio británico, Shamir era la clase de líder político que agradaba al Mossad, listo para apoyar la destrucción de los enemigos de Israel si, llegado el momento crítico, todo lo demás fallaba. En los años sesenta, cuando los fabricantes de cohetes nazis trabajaban en Egipto para crear armas de largo alcance, capaces de llegar hasta Israel a través del Sinaí, Shamir había sido convocado por el Mossad por su experiencia en la planificación de asesinatos. Su especialidad durante el Mandato había sido desarrollar métodos para eliminar soldados británicos. Shamir había enviado a antiguos miembros de su grupo clandestino a asesinar a los científicos alemanes. Algunos de estos verdugos habían sido miembros fundadores de la unidad kidon del Mossad.

Shamir pasó poco tiempo estudiando el expediente del Mossad sobre Bull. El servicio había hecho su trabajo, impecable como de costumbre, y rastreado la carrera de Bull hasta la época en que, con veintidós años, se había doctorado en física y se había puesto a trabajar para el Gobierno canadiense. Allí había tenido encontronazos con los funcionarios de carrera que sembraron las semillas de lo que se convertiría en un eterno odio por los burócratas. Se había instalado como consejero privado, un «pistolero a sueldo» según constaba literalmente en su expediente con un humor bastante macabro.

Su reputación como inventor de armamento se afianzó cuando en 1976 diseñó un obús calibre 45 capaz de alcanzar blancos situados a 37 kilómetros de distancia: por entonces, el alcance máximo de la única arma comparable que poseía la OTAN de veinticinco kilómetros. Pero, una vez más, Bull se sintió molesto con las actitudes gubernamentales. Los miembros de la OTAN no pudieron adquirir el arma porque los principales fabricantes europeos contaban con lobbies políticos muy efectivos. Bull acabó vendiendo el arma a Sudáfrica.

Luego se mudó a China para ayudar al Ejército Revolucionario del Pueblo a desarrollar sus misiles. Bull mejoró los cohetes Gusano de seda dándoles un mayor alcance y una mayor carga explosiva. Posteriormente, China vendió series de esos cohetes a Saddam Hussein. Al principio Irak los utilizó en la larga guerra contra su país vecino, Irán. Pero en las plataformas de lanzamiento iraquíes quedaron suficientes Gusanos de seda para hacer creer a Israel que serían usados en su contra.

Entretanto, el proyecto Babilonia seguía adelante. Ya se había probado la capacidad de fuego de un prototipo más avanzado. Los oponentes al régimen de Saddam, reclutados por Israel como informadores del Mossad, revelaron que las cabezas de los misiles habían sido diseñadas para transportar armas biológicas y químicas.

La tarde del 20 de marzo de 1990, el primer ministro Yitzhak Shamir acordó con Nahum Admoni que Bull debía morir.

Dos días después de que se tomara la decisión, un equipo de dos hombres llegó a Bruselas. Allí los esperaba el agente que había vigilado las actividades de Bull.

A las 6:45 de la tarde del 22 de marzo, los tres hombres se dirigieron en un coche alquilado al edificio donde vivía Bull. Cada ocupante llevaba un arma en una pistolera, bajo la chaqueta.

Veinte minutos más tarde, Bull, un hombre de sesenta y un años, acudía a la llamada del timbre de su lujoso apartamento. Recibió cinco disparos en la cabeza y el cuello. Sus atacantes se alternaron para dispararle. Quedó tendido en la puerta. Más tarde, el hijo de Bull, Michael, insistió en que su padre había sido prevenido de que el Mossad iba a eliminarlo. No podía decir quién le había hecho la advertencia ni por qué su padre la había ignorado.

Una vez que el equipo estuvo a salvo en casa, el Departamento de Psicología difundió rumores en los medios de comunicación de que Gerald Bull había muerto porque pensaba renegar de su trato con Saddam Hussein. Ahora, cinco años después, las tácticas usadas para ejecutar a Bull, un científico a quien Israel consideraba tan terrorista como Fathi Shiqaqi, iban a ser puestas en práctica una vez más, por orden expresa de otro primer ministro, Yitzhak Rabin.

El 24 de octubre de 1995, dos hombres de casi treinta años cuyos nombres en clave eran Gil y Ran salieron de Tel Aviv en vuelos separados. Ran voló a Atenas y Gil, a Roma. En los respectivos aeropuertos de llegada recibieron un pasaporte británico nuevo que les entregó un colaborador local. Llegaron a Malta en un vuelo de la tarde y se registraron en el hotel Diplomat, en el puerto de La Valletta.

Esa mañana, a Ran le fue enviada una moto. Dijo al personal del hotel que pensaba usarla para recorrer la isla.

Nadie en el establecimiento recordaba que los dos hombres tuvieran algún contacto. Pasaron la mayor parte del tiempo en sus habitaciones. Cuando uno de los botones comentó que el maletín Samsonite de Gil era muy pesado, éste le guiñó un ojo y le dijo que estaba lleno de lingotes de oro.

Esa noche, un carguero que había salido de Haifa hacia Italia envió un mensaje por radio a las autoridades del puerto maltés diciendo que tenía una avería en las máquinas y que, mientras la reparaba, el buque permanecería anclado cerca de la isla. A bordo del carguero iban Shabtai Shavit y un grupo de técnicos en comunicaciones del Mossad. Establecieron contacto por radio con Gil, cuyo maletín contenía un receptor pequeño pero potente.

Los cierres del maletín debían ser abiertos en sentido contrario a las agujas del reloj para desactivar los fusibles de las dos cargas colocadas en la tapa, diseñadas para explotar en la cara de cualquiera que intentara abrirlo en el sentido de las agujas del reloj. La antena romboidal de la radio, un cable de fibra óptica de cuatrocientos metros, estaba enrollado para formar un disco de quince centímetros de diámetro. El disco estaba conectado a cuatro polos soldados en una esquina del Samsonite. Durante esa noche Gil recibió numerosos mensajes desde el barco.

Fathi Shiqaqi había llegado ese día, más temprano, en el ferry Trípoli-La Valletta. Iba acompañado por guardaespaldas libios que se habían quedado a bordo; eran responsables de la seguridad de Shiqaqi mientras estuviera en el barco. Antes de desembarcar se había afeitado la barba. Se identificó ante las autoridades maltesas de inmigración como Ibrahim Dawish, con pasaporte libio.

Después de registrarse en el hotel Diplomat pasó varias horas en cafés, frente al mar, tomando infinidad de tazas de café y comiendo tortas árabes. Hizo varias llamadas telefónicas.

Al día siguiente, Shiqaqi iba con las camisas prometidas a sus hijos caminando por la costa, cuando dos hombres en una moto se le acercaron. Uno de ellos le disparó seis tiros a quemarropa en la cabeza. Murió instantáneamente. Los motoristas desaparecieron. Ninguno de ellos fue encontrado. Una hora más tarde un bote de pesca salió de La Valletta y ancló junto al carguero. Poco después, el capitán comunicó a las autoridades del puerto que las máquinas habían sido reparadas de manera provisional pero que debía regresar a Haifa para un arreglo definitivo.

En Irán, patria espiritual de Shiqaqi, los dignatarios religiosos impusieron un día de duelo nacional. En Tel Aviv, cuando se le pidió un comentario sobre el hecho, Yitzhak Rabin respondió: «Desde luego, no estoy triste».

Unos días después, el 4 de noviembre de 1995, Rabin fue asesinado en una manifestación por la paz en Tel Aviv, cerca de la casa donde se había orquestado la ejecución de Shiqaqi. Rabin murió a manos de un judío fanático, Yigal Amir, que en muchos sentidos poseía la misma falta de piedad que el primer ministro tanto había admirado en el Mossad.

Yitzhak Rabin, el halcón que se había convertido en paloma, el poderoso líder político que se había dado cuenta de que la única posibilidad de paz en Oriente Medio era, parafraseando su libro favorito, la Biblia, «convertir las espadas en arados y trabajar la tierra con nuestros vecinos árabes», fue asesinado por uno de los suyos porque no quiso aceptar que sus enemigos judíos iban a comportarse con la misma ferocidad que sus adversarios árabes, ambos decididos a destruir el futuro.

En 1998 había cuarenta y ocho miembros en la unidad kidon, seis de ellos mujeres. Todos veinteañeros y muy aptos. Vivían y trabajaban lejos del cuartel general del Mossad en Tel Aviv, en un área restringida de una base militar en el desierto del Negev. La instalación podía ser adaptada para parecerse a una calle o edificio donde se debía llevar a cabo el asesinato. Había coches para la huida y una pista con obstáculos que sortear.

Los instructores eran ex miembros de la unidad que supervisaban las prácticas con todo tipo de armas y enseñaban a esconder bombas, administrar una inyección letal entre la multitud y hacer que una muerte pareciera accidental. Los kidon veían películas sobre asesinatos logrados —el del presidente Kennedy, por ejemplo—, estudiaban las caras y hábitos de los blancos potenciales almacenados en sus ordenadores de alta seguridad memorizaban los cambiantes planos de las ciudades más importantes, así como las instalaciones de puertos y aeropuertos.

La unidad trabajaba en equipos de cuatro, que viajaban con regularidad al extranjero para familiarizarse con Londres, París, Frankfurt y otras ciudades europeas. Realizaban también ocasionales viajes a Nueva York, Los Ángeles y Toronto. Durante estas salidas, el equipo iba acompañado de instructores que observaban su habilidad para planear operaciones sin llamar la atención. Los blancos se elegían entre los colaboradores locales que se ofrecían como voluntarios; se les decía solamente que formaban parte de un ejercicio de seguridad para proteger una sinagoga o un banco. Los voluntarios se encontraban con que eran asaltados en plena calle y arrojados al interior de un coche o despertaban en mitad de la noche frente al cañón de una pistola.

Los kidon se tomaban estos ejercicios muy seriamente, porque cada equipo estaba al tanto de lo que se conocía como «el fracaso Lillehammer».

En julio de 1973, en plena cacería de los asesinos de los atletas israelíes de Munich, el Mossad recibió el dato de que Ali Hassan Salameh, el Príncipe Rojo, que había planeado la operación, se encontraba trabajando de camarero en el pueblecito de Lillehammer, en Noruega.

El entonces director de operaciones, Michael Harari, había reunido un equipo que no pertenecía a la unidad kidon; sus miembros estaban desparramados por todo el mundo, persiguiendo a los restantes terroristas que habían participado en la masacre. El equipo de Harari no tenía experiencia sobre el terreno, pero él confiaba en que su propio bagaje como katsa, en Europa, fuera suficiente.

Formaban parte del grupo dos mujeres, Sylvia Rafael y Marianne Gladnikoff, y un argelino, Kemal Bename, que había sido correo de Septiembre Negro hasta que Harari lo convenció para que se convirtiera en agente doble.

La operación se había encaminado al desastre desde el principio. La llegada de una docena de extranjeros a Lillehammer, donde no había habido ningún asesinato durante cuarenta años, levantó todo tipo de sospechas. La policía local empezó a vigilarlos. Los oficiales estaban cerca cuando Harari y su equipo mataron a un camarero marroquí llamado Ahmed Bouchiki que no tenía ninguna relación con el terrorismo y que ni siquiera se parecía a Salameh. Harari y parte de su escuadrón pudieron escapar. Pero seis agentes del Mossad fueron apresados, incluidas las dos mujeres.

Lo confesaron todo y revelaron por primera vez los métodos de asesinato del Mossad, así como otros detalles igualmente comprometedores acerca de las actividades clandestinas del servicio. Las mujeres, junto a sus colegas, fueron acusadas de asesinato en segundo grado y sentenciadas a cinco años de prisión.

A su vuelta a Israel, Harari fue despedido y toda la red subterránea del Mossad en Europa —refugios, apartados postales y teléfonos secretos— tuvo que ser abandonada. Aquello había ocurrido seis años antes de que Ali Hassan Salameh muriera finalmente en la operación organizada por Rafi Eitan, que dijo.

«Lillehammer fue un ejemplo de lo que pasa cuando se usa a gente inadecuada para un trabajo inadecuado. Nunca debió haber ocurrido y no debe volver a ocurrir».

Pero pasó.

El 31 de julio de 1997, un día después de que dos terroristas suicidas de Hamas mataran a quince personas e hirieran a otras ciento cincuenta y siete en un mercado de Jerusalén, el jefe del Mossad, Danny Yatom, asistió a una reunión presidida por el primer ministro Benjamín Netanyahu. El primer ministro había asistido a una conmovedora conferencia de prensa, en la que había prometido no descansar hasta que los patrocinadores de esos terroristas suicidas dejaran de ser una amenaza.

Públicamente, Netanyahu se mostraba tranquilo y decidido, sus respuestas eran medidas y magistrales: Hamas no escaparía a las represalias, pero la forma en que serían encaradas no era materia de discusión. Éste era el Bibi de los días de Netanyahu en la CNN, durante la guerra del Golfo, cuando se había ganado repetidas alabanzas por sus declaraciones terminantes sobre las reacciones de Saddam Hussein y cómo eran vistas en Israel.

Pero ese día sofocante, lejos de las cámaras y rodeado sólo por Yatom, otros oficiales superiores de inteligencia y sus propios asesores políticos, Netanyahu ofrecía una imagen muy diferente. No se mostraba frío ni analítico. Todo lo contrario: en la repleta sala de conferencias contigua a su oficina, interrumpía frecuentemente para gritar que iba «a atrapar a esos mal nacidos de Hamas, aunque sea lo último que haga».

Añadió, según ha contado uno de los presentes, que «ustedes están aquí para decirme cómo va a suceder esto. Y no quiero leer nada en los diarios acerca de la venganza de Bibi. Se trata de justicia. Un justo pago».

Los términos de la acción quedaban claros.

Yatom, acostumbrado a los cambios de humor del primer ministro, estaba sentado en silencio mientras Netanyahu seguía vociferando. «Quiero sus cabezas. Los quiero muertos. No me interesa cómo se haga, sólo quiero que se haga. Y quiero que se haga cuanto antes».

La tensión creció cuando Netanyahu pidió a Yatom una lista de todos los líderes de Hamas y sus respectivos paraderos. Ningún primer ministro había pedido antes detalles tan delicados en la etapa inicial de una operación. Más de uno pensó que Bibi estaba sugiriendo que iba a ponerse manos a la obra en aquel asunto.

El hecho de que el servicio estuviera siendo forzado a acercarse demasiado a Netanyahu aumentó la inquietud de varios oficiales del Mossad. Quizá consciente de este hecho, Yatom le contestó que entregaría la lista más adelante. En cambio, el jefe del Mossad sugirió que «era el momento de ver el lado práctico de las cosas». Localizar a los líderes de Hamas sería como «buscar ratas concretas en las cloacas de Beirut».

Una vez más, Netanyahu saltó. No quería excusas, quería acción. Y quería que empezara «aquí y ahora».

Al final de la reunión, varios oficiales de inteligencia tenían la impresión de que Bibi Netanyahu había cruzado la delgada línea que separa la conveniencia política de las exigencias operativas. No había ningún hombre en la sala que no se diera cuenta de que Netanyahu necesitaba imperiosamente un golpe de publicidad para convencer a la gente de que su política de dureza frente al terrorismo, que lo había llevado al poder, no era sólo retórica. Había superado escándalo tras escándalo y salido indemne al dejar que otros cargaran con las culpas. Su popularidad estaba más baja que nunca. Su vida personal no dejaba de salir en la prensa. Necesitaba desesperadamente demostrar que todavía estaba al mando.

Entregar la cabeza de un líder de Hamas era un medio efectivo para lograrlo.

Un oficial superior habló, indudablemente, por todos, cuando dijo: «Si bien estábamos de acuerdo en que cortar la cabeza de la serpiente era eliminarla, las prisas nos preocupaban. Toda la perorata de Bibi sobre una acción inmediata era una completa tontería. Cualquier operación de ese tipo requiere una cuidadosa planificación; Bibi quería resultados, como si aquello fuera un juego de ordenador o alguna de esas viejas películas de acción que suele ver. Pero el mundo real no funciona así».

Yatom ordenó un completo rastreo de los países árabes y envió katsas a Gaza y a la franja occidental para descubrir más sobre el paradero de las figuras que controlan Hamas desde las sombras. A lo largo de agosto de 1997, fue llamado varias veces por el primer ministro para informar sobre sus progresos. No había ninguno. En la comunidad de inteligencia israelí corrían los comentarios acerca de cómo el primer ministro había ordenado que Yatom pusiera más hombres sobre el terreno y se empezaba a sospechar que si no veía resultados rápidos iba a iniciar «otras acciones». Si Netanyahu intentaba que esto fuera una torpe amenaza al jefe del Mossad, no tuvo éxito. Yatom decía simplemente «que estaba haciendo todo lo posible». La implicación tácita era que, si el primer ministro deseaba despedirlo, estaba en su derecho, pero que en el debate público que inmediatamente seguiría Netanyahu debería responder a preguntas sobre su propio papel. Pero el primer ministro continuaba presionando para que mataran a un líder de Hamas y para que lo hicieran lo antes posible.

En septiembre de 1997 Netanyahu había empezado a llamar a Yatom noche y día para exigirle resultados. El presionado jefe del Mossad cedió. Sacó agentes de otras sedes. Según uno de ellos: «Que Yatom reorganizara el mapa era un sometimiento a las demandas de Bibi. Yatom es un tipo duro, pero cuando llegaba el tira y afloja no podía compararse con Bibi, que había empezado a recordarle qué rápido había organizado su hermano el raid sobre Entebbe. La comparación no tenía pies ni cabeza. Pero así son las cosas con Bibi: echa mano de cualquier cosa que lo ayude a lograr sus propósitos».

El 9 de septiembre llegaron noticias a Tel Aviv de que Hamas había golpeado otra vez y herido a dos guardaespaldas de la embajada israelí, recientemente abierta en Ammán, capital de Jordania.

Tres días más tarde, antes de que empezara el Sabbat,[20] Netanyahu invitó a almorzar a Yatom en su residencia de Jerusalén. Los dos hombres comieron sopa, ensalada y un plato de carne regados con cerveza y agua mineral. El primer ministro inmediatamente sacó a colación el ataque de Ammán. ¿Cómo pudieron los tiradores acercarse tanto para disparar? ¿Cómo no había existido ninguna advertencia previa? ¿Qué estaba haciendo al respecto el destacamento del Mossad?

Yatom interrumpió a Netanyahu en medio de su discurso: había un líder de Hamas, llamado Khalid Meshal, que dirigía la oficina política de la organización en la ciudad. Meshal había pasado semanas viajando por varias ciudades árabes, pero ya había regresado a Ammán.

Netanyahu estaba fascinado. «Entonces vayan y derríbenlo —dijo a través de la mesa—. Cárguenselo. Mande a su gente para hacerlo».

Tenso por seis semanas de implacable presión por parte de un primer ministro que había demostrado no tener ni idea de la delicadeza que requería cualquier operación de inteligencia, el jefe del Mossad le dio una precisa lección. Con ojos echando chispas detrás de las gafas, le advirtió que lanzar un ataque en Ammán destruiría la relación con Jordania que su antecesor, Yitzhak Rabin, había establecido. Matar a Meshal en suelo jordano pondría en peligro todas las operaciones del Mossad en un país que había brindado un flujo continuo de información sobre Siria, Irak y los extremistas palestinos. Yatom sugirió que sería mejor esperar a que Meshal abandonara otra vez el país para dar el golpe.

«Excusas. Eso es todo lo que me da —gritó Netanyahu—. Quiero acción y la quiero ahora. La gente quiere acción. Pronto será Rosh Hashanah.[21] Este será mi regalo».

Desde ese momento, cada movimiento de Yatom debía ser aprobado personalmente por Netanyahu. Ningún otro primer ministro israelí se había tomado un interés tan personal en una operación de asesinato patrocinada por el Estado.

Khalid Meshal, de cuarenta y un años, era un hombre fuerte y barbudo. Vivía cerca del palacio real de Hussein y, según las referencias, era un marido devoto y padre de siete hijos. Era, además de educado y culto, una figura poco conocida en el movimiento fundamentalista islámico. Pero los datos recopilados por la sede del Mossad en Ammán indicaban que Meshal era la fuerza conductora de los ataques terroristas suicidas contra civiles israelíes.

Los detalles sobre los movimientos de Meshal habían llegado junto con una fotografía tomada a escondidas y una petición personal a Yatom de que tratara de convencer a Netanyahu de no proseguir con el plan de asesinato en Ammán. Una acción tan salvaje pondría en peligro los dos años de importante trabajo de contra-espionaje que el Mossad había llevado a cabo con la cooperación de Jordania.

Netanyahu rechazó la petición. Según él pronosticaba fracaso, algo que no estaba dispuesto a tolerar.

Mientras tanto, un kidon de ocho agentes se había estado preparando: un equipo de dos hombres daría el golpe a plena luz del día; los otros proporcionarían el apoyo necesario, incluidos los vehículos. El equipo regresaría a Israel cruzando el puente de Allenby, próximo a Jerusalén.

El arma elegida por el Mossad era inusual, no una pistola sino un aerosol lleno de gas nervioso. Por primera vez, una unidad kidon usaría este método letal, aunque había sido perfeccionado mucho tiempo antes por la KGB y otras agencias del bloque soviético. Los científicos rusos recientemente emigrados a Israel habían sido reclutados por el Mossad para crear un surtido de toxinas mortales, como tabún, sarín y soman, agentes nerviosos prohibidos por los tratados internacionales. Las sustancias producían una muerte inmediata o retardada; en ambos casos, la víctima perdía el control sobre sus órganos internos y sufría un dolor tan extremo que la muerte se convertía en un alivio piadoso. Esta forma de ejecución había sido la elegida para Meshal.

El 24 de septiembre de 1997 el equipo kidon voló a Ammán, desde Roma, Atenas y París, donde sus miembros habían permanecido varios días. Algunos de ellos viajaban con pasaportes franceses e italianos. Los verdugos contaban con pasaportes canadienses, a nombre de Barry Beads y Sean Kendall. Se registraron en el hotel Intercontinental, como turistas. Los otros katsas se alojaron en la embajada israelí, a corta distancia.

Beads y Kendall se reunieron con los demás al día siguiente. Los dos hombres inspeccionaron el aerosol una vez más. Los agentes especulaban con que podía producir desde alucinaciones hasta un ataque al corazón, antes de la muerte.

Fueron informados sobre los últimos movimientos de Meshal por el jefe de destacamento, quien había estado en Londres, en 1978, cuando un desertor búlgaro, Georgi Markov, fue asesinado con un gas nervioso. Un transeúnte lo había pinchado con la punta del paraguas. Markov había tenido una muerte terrible, causada por ricino, un veneno mortal hecho con semillas de esa planta. El transeúnte era un agente del KGB que jamás fue encontrado.

Con ese comentario optimista, Beads y Kendall regresaron al hotel antes de medianoche.

Ordenaron que les llevaran el desayuno a la habitación: café, jugo de naranja y galletitas danesas. A las nueve en punto de la mañana siguiente, Beads apareció en el vestíbulo y firmó el recibo de uno de los coches alquilados, un Toyota azul.

El segundo, un Hyundai verde, llegó un poco más tarde y fue reclamado por Kendall. Dijo a los conserjes que él y «su amigo» iban a explorar el sur del país.

A las diez de la mañana Meshal era conducido al trabajo por su chófer; viajaba en el asiento trasero con tres de sus hijos menores, un varón y dos niñas. Beads lo seguía a una distancia prudente en su coche alquilado. Otros miembros del grupo estaban en la calle, con otros coches.

Cuando entraron en el distrito del Jardín, el chófer le comunicó a Meshal que los estaban siguiendo. Meshal usó el teléfono del automóvil para averiguar la matrícula y el propietario del coche de Beads en las oficinas centrales de la policía jordana.

Cuando el Toyota alquilado pasó junto a ellos, los hijos de Meshal saludaron a Beads, tal como lo habían hecho con otros conductores. El agente del Mossad los ignoró. Enseguida, el Hyundai verde de Kendall se adelantó y ambos vehículos desaparecieron en el tráfico.

Al cabo de un momento la policía de Ammán llamó para informar a Meshal que el coche había sido alquilado por un turista canadiense. Meshal se relajó y miró a sus hijos, que saludaban a los automovilistas apoyados en las ventanillas. Cada mañana se turnaban para acompañar a su papá al trabajo, antes de que el chófer los llevara al colegio.

Poco antes de las diez y media el chófer frenó en la calle Wasfi al Tal, donde se había congregado una multitud frente a las oficinas de Hamas. Allí estaban Kendall y Beads. Su presencia no provocaba alarma; muchos turistas curiosos se acercaban a la sede de Hamas para conocer sus aspiraciones.

Meshal besó rápidamente a sus hijos antes de apearse. Beads se adelantó como si quisiera estrechar su mano. Kendall estaba a su lado, manoseando una bolsa de plástico.

—¿El señor Meshal? —preguntó Beads amablemente.

Meshal lo miró con desconfianza. En ese momento, Kendall extrajo el aerosol y trató de rociar su contenido en el oído izquierdo de Meshal.

El líder de Hamas retrocedió sorprendido, secándose el lóbulo de la oreja, Kendall hizo otro intento de rociar la sustancia en el oído de Meshal. A su alrededor, la multitud empezaba a recobrarse de la sorpresa y muchas manos se extendieron tratando de sujetar a los agentes.

—Corre —dijo Beads en hebreo.

Seguido por Kendall, corrió hacia su auto, estacionado calle arriba. El chófer de Meshal había visto todo lo ocurrido y dio marcha atrás para embestir al Toyota.

Meshal se tambaleaba, gimiendo. La gente trataba de sostenerlo. Algunos pedían a gritos una ambulancia.

Beads, con Kendall a su lado sosteniendo todavía el aerosol usado a medias, logró evitar la embestida del chófer y aceleró calle arriba.

Otros vehículos salieron en su persecución. Uno de los conductores llevaba un teléfono móvil y pedía que se bloquearan las calles. El chófer usaba el del coche para llamar a la policía.

Para entonces los refuerzos del kidon habían llegado. Uno de ellos paró y avisó a Beads para que pasara a su coche. Cuando los dos agentes salieron del Toyota, otro vehículo les cortó el paso. Bajaron muchos hombres armados. Obligaron a Beads y a Kendall a tirarse al suelo. Poco después llegó la policía. Al darse cuenta de que nada podían hacer, los otros miembros del kidon se alejaron y regresaron sanos y salvos a Israel.

Beads y Kendall fueron menos afortunados. Los llevaron a la comisaría central de Ammán, donde presentaron sus pasaportes canadienses e insistieron en que eran víctimas de un «terrible complot». La llegada de Samih Batihi, el formidable jefe de contra-espionaje jordano, puso fin a la ficción. Les dijo que sabía quiénes eran: acababa de hablar con el jefe de destacamento del Mossad. Según Batihi, el jefe de los espías «se había sincerado. Admitió que era su gente y que Israel trataría el asunto directamente con el rey».

Batihi ordenó que los dos agentes fueran encerrados por separado, pero que no se les hiciera ningún daño.

Entretanto, Meshal había ingresado en la unidad de cuidados intensivos del principal hospital de Ammán. Se quejaba de un campanilleo persistente en su oído izquierdo, «una sensación de escalofríos, como una descarga eléctrica en el cuerpo» y creciente dificultad para respirar.

Los médicos le conectaron un respirador artificial.

Las noticias del fracaso de la operación llegaron a Yatom, mediante una llamada segura del jefe de destacamento, desde la embajada israelí en Ammán.

Se dijo que ambos hombres estaban «más que furiosos» por el desastre.

Cuando Yatom llegó a la oficina de Netanyahu, el primer ministro había recibido una llamada del rey Hussein de Jordania por la línea directa que los ponía en contacto en caso de emergencia. El tono de la conversación fue comentado más tarde por un oficial de inteligencia israelí: «Hussein le hizo dos preguntas a Bibi: A qué carajo estaba jugando y si tenía el antídoto para el gas tóxico».

El rey dijo que se sentía como un hombre cuya hija hubiese sido violada por su mejor amigo y que si Netanyahu pensaba negarlo todo debía saber que sus dos agentes habían confesado en un vídeo dirigido a Madeleine Albright, la secretaria de Estado, que iba ya camino de Washington. Netanyahu quedó encorvado sobre el teléfono, «blanco como alguien a quien han pescado con las manos en la masa».

Netanyahu se ofreció a volar hasta Ammán «para explicar el asunto» al rey.

Hussein le dijo que no perdiera el tiempo. El oficial de inteligencia recordaba: «Se notaba el hielo en la línea desde Jordania. Bibi ni siquiera protestó cuando Hussein le dijo que esperaba que ahora Israel pusiera en libertad al jeque Ahmed Yassin, un líder de Hamas encarcelado desde hacía algún tiempo, así como a otros prisioneros palestinos. La llamada duró cinco minutos. Debió de haber sido el peor momento de la carrera política de Bibi».

Los hechos seguían ahora su propio curso. Al cabo de una hora, el antídoto contra el gas nervioso había sido transportado en un avión militar a Ammán y se le había administrado a Meshal. Empezó a recuperarse y, pocos días después, se encontraba suficientemente bien como para ofrecer una conferencia de prensa en la que ridiculizó al Mossad. El jefe del destacamento de Ammán y Samih Batihi tuvieron una breve reunión, en el transcurso de la cual llamaron a Yatom. El director general prometió fervientemente que jamás se volvería a repetir un intento de asesinato en suelo jordano. Al día siguiente, Madeleine Albright realizó dos llamadas breves a Netanyahu: le hizo saber qué pensaba sobre lo ocurrido, en un lenguaje por momentos tan subido como el del rey Hussein.

Sabiendo que sus pasaportes estaban comprometidos, el Gobierno de Canadá llamó a su embajador en Israel, un movimiento muy próximo a la ruptura de relaciones diplomáticas.

Cuando los detalles empezaron a ser conocidos, Netanyahu recibió tales críticas de la prensa local e internacional, que hubieran obligado a cualquier hombre a renunciar.

En una semana, el jeque Yassin fue liberado y regresó como un héroe a Gaza.

Para entonces, Kendall y Beads estaban de vuelta en Israel, sin sus pasaportes canadienses. Estos habían sido devueltos «a la custodia» de la embajada de Canadá en Ammán.

Los dos katsas nunca volvieron a la unidad kidon; se les asignaron tareas burocráticas de carácter general en Tel Aviv. Como dijo un oficial de inteligencia:

«Eso podía significar que estarían a cargo de la seguridad de los baños del edificio».

Pero Yatom ya era un jefe desautorizado. Su plana mayor sentía que había sido incapaz de hacerle frente a Netanyahu. La moral en el Mossad sufrió otro bajón. La oficina del primer ministro filtró el rumor de «que Yatom se vaya, es sólo cuestión de tiempo».

Yatom trató de frenar la marea de abatimiento en que se estaban hundiendo.

Adoptó lo que llamaba «su pose prusiana». Trató de intimidar a su personal. Hubo iracundas confrontaciones y amenazas de renuncia.

En febrero de 1998, Yatom renunció en un intento de abortar lo que consideraba «un inminente motín». El primer ministro Netanyahu no envió a su caído jefe de inteligencia la usual carta de agradecimiento por los servicios prestados.

Yatom dejó el cargo con las primeras olas que empezaban a levantarse sobre el asesinato del primer ministro, Yitzhak Rabin. Un concienzudo periodista de investigación, Barry Chamish, había reunido por su cuenta informes médicos y balísticos y declaraciones de testigos oculares: de los guardaespaldas de Rabin, su esposa, médicos y enfermeras, así como de miembros de la inteligencia israelí con quienes había hablado. Muchas de estas pruebas se habían presentado ante un tribunal a puerta cerrada.

En 1999, Chamish, arriesgando su vida, había empezado a publicar en Internet algunos de sus descubrimientos. Son una fantástica repetición de las dudas que plantea la actuación de un tirador solitario en el asesinato del presidente Kennedy, en 1963. Las conclusiones extraídas por Chamish resultan, como mínimo, fascinantes y convincentes. Ha determinado que «la teoría del pistolero, aceptada por la Comisión Shamgar del Gobierno israelí, sobre el asesinato de Rabin, es una tapadera para lo que debía ser la puesta en escena de un asesinato fallido destinado a reavivar la decreciente popularidad del primer ministro ante el electorado». Yigal Amir acordó hacer el papel de tirador solitario con su controlador o controladores en la comunidad de inteligencia israelí.

Amir disparó una bala de fogueo. Y disparó sólo un tiro, no los tres mencionados. Las pruebas periciales de laboratorio de la policía israelí demuestran que el proyectil encontrado en la escena del crimen no corresponde al arma de Amir. No se vio sangre en el cuerpo de Rabin. Y, además, subsiste el misterio de cómo el coche de Rabin se perdió durante ocho o diez minutos en lo que debió haber sido un viaje de cuarenta y cinco segundos hasta el hospital, con las calles vacías, acordonadas por la policía para la manifestación a favor de la paz.

La afirmación más explosiva de Chamish, entre otras, y que todavía debe ser refutada por algún oficial de inteligencia en activo, es que «durante ese extraño viaje al hospital en un vehículo conducido por un chófer experimentado, Rabin recibió dos disparos de bala reales procedentes del arma de su propio guardaespaldas, Yoram Rubin. Las dos balas extraídas del cuerpo de Rabin se perdieron durante once horas. Después, Rubin se suicidó».

Chamish habló con los tres cirujanos que lucharon para salvar la vida del primer ministro. El periodista estudió los testimonios de los policías que habían estado presentes cuando Amir disparó. Los oficiales declararon que, cuando fue llevado al coche, Rabin no tenía heridas visibles. Los cirujanos se mostraron terminantes. Cuando el primer ministro llegó al hospital mostraba señales claras de una herida masiva en el pecho y de un severo daño en la espina dorsal, a la altura del cuello. Los cirujanos insistieron en que no era posible que un disparo semejante pasara inadvertido en el lugar del atentado y que luego el herido llegara al hospital con daños generalizados.

La Comisión Shamgar concluyó que no había pruebas de que tales heridas existieran. En consecuencia, los médicos dejaron de hablar del asunto.

Además de las investigaciones de Chamish existen declaraciones juradas independientes que sostienen su argumento: «Lo que ocurrió es insondable y una conspiración».

En la audiencia del proceso, Amir había dicho al tribunal: «Si digo la verdad, todo el sistema se derrumbará. Sé lo suficiente como para destruir este país».

Un agente del Shin Bet que estaba cerca de Amir cuando éste disparó contra Rabin testificó: «Oí a un policía que pedía calma a la gente y decía que era una bala de fogueo». La prueba se presentó a puerta cerrada.

Lea Rabin declaró en la misma audiencia que su marido ni siquiera cayó hasta que no le dispararon desde muy cerca. «Seguía de pie y con buen aspecto».

El perfil de Barry Chamish no es el de «un loco de las conspiraciones». Es muy cuidadoso con lo que escribe y contrasta cada prueba con testimonios que la corroboren. Ha tardado en emitir un juicio y da la impresión de que tiene mucho más para decir, pero que no lo hará por el momento. Más aún, es una rareza en la actual generación de periodistas israelíes: un hombre que se mueve por su cuenta, no debe nada a nadie y, lo más importante, es de fiar.

Ha puesto en Internet todas las pruebas recabadas, en parte como seguro y en parte porque desea que la verdad salga a la luz. También es lo suficientemente realista como para aceptar que quizá los hechos nunca lleguen a ser juzgados de la manera apropiada.