La espada nuclear de Gedeón

En 1945, en la oscuridad de un cine de Tel Aviv, Rafi Eitan había visto nacer la era nuclear sobre Hiroshima. Mientras los soldados que lo rodeaban silbaban y festejaban frente a las imágenes del noticiero que mostraban la devastación de la ciudad japonesa, tuvo sólo dos pensamientos: ¿Podría Israel poseer alguna vez un arma tan poderosa? ¿Y si sus vecinos árabes la conseguían primero?

De vez en cuando, a lo largo de los años, había vuelto a plantearse esas preguntas. De tener Egipto una bomba atómica hubiera ganado la guerra de Suez y no habría estallado la guerra de los Seis Días o la del Yom Kippur. Israel se hubiera convertido en un desierto radiactivo. Con un arma nuclear, Israel sería invencible.

En esos días, para un agente cuyo trabajo consistía principalmente en matar terroristas, tales preguntas tenían solamente un interés académico y responderlas era cosa de otros. Sin embargo, cuando se hizo cargo de LAKAM, comenzó a considerar el asunto seriamente. Ahora tenía sólo una pregunta: ¿Cómo podía contribuir a que Israel dispusiera de un escudo nuclear?

Leyendo toda la noche, fortalecido por las cuarenta cápsulas de vitaminas que tomaba por día, descubrió de qué modo los políticos y los científicos israelíes estaban divididos en lo referente a la cuestión nuclear. En los archivos encontraba detalles de airadas reuniones de Gabinete, amargos monólogos de los científicos y siempre, la imponente voz del primer ministro Ben Gurión, abriéndose paso entre la angustia, las protestas y las interminables argumentaciones.

El problema había comenzado en 1956, año en que Francia envió un reactor de veinticuatro mega-vatios a Israel. Ben Gurión anunció que su propósito era crear una «estación de bombeo» para convertir el desierto «en un paraíso agrícola desalinizando casi cinco mil millones de metros cúbicos de agua de mar por año».

El anuncio tuvo como consecuencia la renuncia de seis de los siete miembros de la Comisión de Energía Atómica israelí bajo pretexto de que el reactor se convertiría «en el precursor del oportunismo político que va a unir al mundo en contra de nosotros». Los estrategas militares los apoyaron. Yigal Allon, héroe de la guerra de la independencia, condenó radicalmente «la opción nuclear»; Yitzhak Rabin, que pronto se convertiría en jefe del Estado Mayor de las Fuerzas Armadas fue igualmente explícito en su protesta. Incluso Ariel Sharon, líder de los halcones israelíes, se opuso con vehemencia al proyecto de un arsenal nuclear porque «tenemos el mejor ejército convencional de la región».

Ignorando toda oposición, Ben Gurión ordenó que el reactor fuera emplazado en el desierto del Negev, cerca del desolado asentamiento de Dimona. Antaño posta de caravanas en la ruta entre El Cairo y Jerusalén, Dimona se había convertido en un lugar olvidado por el tiempo. Pocos mapas marcaban su posición en el desierto, al sur de Tel Aviv. Pero de entonces en adelante, a ningún cartógrafo le sería permitido precisar el sitio donde Israel daba sus primeros pasos hacia la era nuclear.

La cúpula plateada de Dimona, que servía de refugio al reactor, se levantaba sobre el calor del desierto. Kirya le Mehekar Gariny, el nombre hebreo de Dimona, daba empleo a más de 2500 científicos y técnicos. Trabajaban dentro de la planta más fortificada de la tierra. La arena que rodeaba el perímetro cercado era revisada continuamente en busca de rastros de intrusos. Los pilotos sabían que cualquier aeronave que volara dentro de una zona de exclusión de ocho kilómetros podía ser derribada. Los ingenieros habían excavado una cámara a veinticinco metros de profundidad para albergar el reactor, parte de un complejo subterráneo conocido como Machon-Dos. En el centro se encontraba la planta separadora-reprocesadora que había sido embarcada en Francia como «maquinaria textil».

Por sí solo, el reactor no podía proporcionar a Israel una bomba nuclear. Para producirla se necesitaba material radiactivo, uranio o plutonio. El pequeño grupo de potencias nucleares había acordado no proporcionar más de un gramo de estas sustancias a nadie que no perteneciera al «club». Imponente como parecía, el reactor de Dimona era poco más que un adorno hasta que recibiera aquellos materiales.

Tres meses después de instalado el reactor, fue abierta una pequeña compañía procesadora de materiales nucleares en una vieja acería de la segunda guerra mundial, en el desabrido pueblo de Apollo, Pensilvania. La compañía se llamaba Numec. Su principal ejecutivo era el doctor Salman Shapiro.

En la base de datos del ordenador de LAKAM con la lista de judíos norteamericanos destacados en ciencias, Shapiro figuraba también como un importante recaudador de fondos para Israel. Rafi Eitan supo que había encontrado una respuesta potencial para que Dimona obtuviera material radiactivo. Ordenó una investigación completa sobre los antecedentes de Shapiro y todo el personal de la corporación. La investigación le fue encargada al katsa de Washington.

Iniciado el proceso, Rafi Eitan se encontró inmerso en una historia que conectaba el calor del desierto de Dimona con los fríos corredores de la Casa Blanca.

Entre los datos que había enviado el agente de Washington había una copia de un memorando redactado el 20 de febrero de 1962 por la Comisión Nacional de Energía Atómica en el que advertía duramente a Shapiro que «cualquier falta de la compañía al cumplimiento de las normas de seguridad sería punible según la ley, incluidas el Acta de Energía Atómica de 1954 y las leyes de espionaje».

La amenaza aumentó la sensación de Rafi Eitan de que había encontrado el camino hacia la industria nuclear norteamericana. Numec parecía ser una compañía no sólo con escasa seguridad sino también con un manejo relajado de los libros y una gerencia que dejaba mucho que desear para cualquier sabueso nuclear norteamericano. Esas mismas deficiencias la convertían en un blanco atractivo.

Hijo de un rabino ortodoxo, Salman Shapiro poseía una brillantez que lo había hecho llegar lejos. Se había doctorado en química en la Universidad Johns Hopkins a la edad de veintiocho años. Su capacidad de trabajo lo había convertido en un miembro importante del equipo de investigación y desarrollo en el laboratorio de la Westinghouse. La compañía tenía un contrato de la Marina norteamericana para la fabricación de reactores destinados a submarinos. Los datos sobre la familia de Shapiro indicaban que algunos de sus parientes eran víctimas del holocausto y que él mismo «con su típica discreción» había enviado fondos al Instituto Tecnológico de Haifa para la enseñanza de ciencia e ingeniería.

En 1957, Shapiro dejó la Westinghouse y fundó la Numec. La empresa contaba con veinticuatro accionistas, todos partidarios de Israel. Shapiro se encontró a la cabeza de una pequeña compañía en una industria despiadada. Sin embargo, Numec había logrado varios contratos para recuperar uranio enriquecido, un proceso que normalmente conllevaba una cierta pérdida de material. No había manera de decir qué cantidad se perdía ni en qué momento. La noticia hizo que Rafi Eitan tragara vitaminas con renovado entusiasmo.

Sabía hasta qué punto la ya tensa relación entre Estados Unidos e Israel por la pretensión del Estado judío de convertirse en potencia nuclear se había deteriorado con la visita de Ben Gurión a Washington en 1960. En una serie de reuniones con funcionarios del Departamento de Estado, se le advirtió claramente que la aspiración de Israel de contar con armas nucleares influiría en el equilibrio de poderes en Oriente Medio. En febrero de 1961, el presidente Kennedy escribió a Ben Gurión para sugerirle que Dimona fuese inspeccionada periódicamente por inspectores de la Agencia Internacional de Energía Atómica.

Alarmado, Ben Gurión voló a Nueva York a encontrarse con Kennedy en el Waldorf Astoria. El líder israelí estaba muy preocupado por lo que estimaba «implacables presiones norteamericanas». Pero Kennedy se mantuvo firme: debía hacerse una inspección. Ben Gurión cedió, tratando de disimular su contrariedad.

Volvió a casa convencido de que «un católico en la Casa Blanca es mal negocio para los judíos». El primer ministro se volvió hacia el único hombre en quien podía confiar en Washington, Abraham Feinberg, un sionista partidario de las aspiraciones nucleares de Israel.

Por un lado, el neoyorquino era el principal recaudador de fondos judío para el Partido Demócrata. Feinberg no ocultó sus intenciones al juntar millones de dólares para la campaña: cada dólar estaba destinado a que el partido apoyara a Israel en el Congreso. También había aportado discretamente millones de dólares para crear Dimona. El dinero llegó en cheques de caja al Banco de Israel en Tel Aviv, para evitar la injerencia del control de cambio israelí. Ben Gurión le dijo a Feinberg: «Trate de que el muchacho se sitúe: que entienda la realidad de la vida».

El método de Feinberg consistió en una directa presión política, del mismo tipo que había enfurecido a Kennedy cuando estaba en campaña. En aquel entonces, Feinberg le dijo francamente: «Estamos dispuestos a pagar sus cuentas si nos deja el control de su política en Oriente Medio». Kennedy había prometido darle a Israel todas las oportunidades posibles. Feinberg había acordado una contribución inicial de quinientos mil dólares para la campaña y «más para después».

Ahora usaba el mismo acercamiento directo: si el presidente Kennedy insistía en el asunto de la inspección a Dimona, «no podría contar con el apoyo financiero de los judíos en la próxima campaña electoral». Un refuerzo poderoso vino en su auxilio. El secretario de Estado, Robert S. McNamara, le dijo a Kennedy que podía «entender por qué Israel quiere una bomba nuclear».

Sin embargo, Kennedy estaba decidido e Israel tuvo que aceptar una inspección en Dimona. En el último momento, el presidente hizo dos concesiones.

A cambio del acceso a Dimona, Estados Unidos vendería a Israel misiles Halcón tierra-aire, por entonces el arma de defensa más moderna del mundo. Y la inspección no sería llevada a cabo por una comisión internacional sino por un equipo norteamericano, que anunciaría su llegada con semanas de antelación.

Rafi Eitan se entusiasmaba contando detalladamente cómo los israelíes habían engañado a los inspectores norteamericanos.

Un centro de operaciones falso fue construido sobre el verdadero en Dimona, con paneles de control y medidores informatizados, que estimaban la producción de un hipotético reactor ocupado en un programa de riego para convertir el Negev en pastos exuberantes. El área que contenía el agua pesada, traída de contrabando desde Noruega y Francia, fue colocada fuera de los límites de la inspección «por razones de seguridad personal». El volumen de agua pesada hubiera sido la prueba de que el reactor estaba siendo preparado para otros fines.

Cuando llegaron los norteamericanos, los israelíes se sintieron aliviados al descubrir que ninguno de ellos hablaba hebreo. Disminuía aún más la posibilidad de que los inspectores descubrieran las verdaderas intenciones de Dimona.

El escenario estaba listo para Rafi Eitan.

Lograr acceso a la planta de Numec fue relativamente fácil. La embajada de Israel en Washington pidió permiso a la Comisión de Energía Atómica para que «un equipo de nuestros científicos visitara la planta para entender mejor las preocupaciones de los inspectores en el reciclado de los residuos nucleares». La autorización fue concedida, aunque el FBI estaba llevando a cabo una operación de vigilancia sobre Shapiro para descubrir si había sido reclutado como espía por Israel.

No lo había sido, ni lo sería nunca. Rafi Eitan se sentía satisfecho de que Shapiro fuera un auténtico patriota, un sionista que creía en el derecho de Israel a defenderse de sus enemigos. Shapiro no sólo era rico por herencia familiar e inversiones en el mercado bursátil, sino que su fortuna personal se había incrementado largamente con las ganancias de Numec. De todos modos, al contrario que Jonathan Pollard, Shapiro no era un traidor: su amor por Estados Unidos era manifiesto. Rafi Eitan sabía que incluso el intento de reclutarlo sería contraproducente; Shapiro debía permanecer fuera de la operación que empezaba a cristalizar en su mente.

No obstante, algunos riesgos eran inevitables. Para saber más acerca de Numec, Eitan había enviado a dos agentes de LAKAM hasta Apollo: Abraham Hermoni, cuya cobertura diplomática en la embajada era la de «consejero científico» y Jeryham Kafkafi, un katsa que operaba en Estados Unidos como escritor independiente sobre temas científicos.

Ambos agentes recorrieron la planta de reciclado, pero no se les permitió tomar fotos. Shapiro señaló que sería una transgresión de las normas de la Comisión de Energía Atómica. Los agentes se llevaron la impresión de que Shapiro era cálido pero, en opinión de Hermoni, «un hombre que estaba en otra cosa».

Rafi Eitan decidió que ya era hora de viajar a Apollo. Reunió un grupo de «inspectores», que incluía a dos científicos de Dimona con conocimientos especializados en el tratamiento de residuos nucleares. Otro miembro del equipo constaba como director del «Departamento de Electrónica de la Universidad de Tel Aviv, Israel». No existía tal cargo en el campus: el hombre era un oficial de seguridad de LAKAM cuya tarea consistiría en encontrar el modo de robar los residuos nucleares de Numec. Hermoni también formaba parte de él: su trabajo sería señalar las áreas de escasa seguridad que había descubierto durante su visita previa. Rafi Eitan viajaba con su propio nombre como «consejero científico del primer ministro de Israel».

Los delegados recibieron la aprobación de la embajada norteamericana en Tel Aviv y se les dio el permiso. Rafi Eitan les advirtió que estarían bajo vigilancia del FBI desde el momento en que aterrizaran en Nueva York. Pero sorprendentemente, sus ojos experimentados no vieron prueba alguna de ello.

La llegada de los israelíes a Apollo coincidió con el regreso de Shapiro de una gira por las universidades norteamericanas en busca de científicos «amistosos» con Israel que quisieran ir a ese país para ayudarlo a «solucionar sus problemas técnicos y científicos». El se haría cargo de todos sus gastos y compensaría cualquier disminución de sus sueldos.

Durante la estancia en Apollo, Eitan y su equipo se alojaron en un motel y pasaron la mayor parte del tiempo en la planta de Numec, estudiando los problemas de convertir hexafluoruro de uranio gaseoso en uranio altamente enriquecido. Shapiro explicó que la Comisión de Energía Atómica los obligaba a pagar multas por cada gramo de material enriquecido que no pudiera contabilizarse.

Rafi Eitan y sus espías abandonaron Apollo tan sigilosamente como habían llegado.

Lo que siguió sólo puede deducirse de los informes del FBI y aun así quedan sin responder inquietantes preguntas sobre las sospechas de Shapiro acerca de lo que había detrás de la visita de Eitan. Un informe del FBI declaraba que, un mes después de que los israelíes se hubieran marchado, Numec se asoció con el Gobierno de Israel en un negocio descrito como «la pasteurización de comida y la esterilización de materiales médicos por medio de radiación».

Otro informe incluye la queja de que «con un cartel de advertencia pegado a cada contenedor que alertaba sobre su contenido radiactivo, nadie se atrevía a abrirlos o revisarlos y nadie estaba dispuesto a permitirnos hacerlo».

La razón de la negativa se debía a que la embajada de Israel había dejado bien claro al Departamento de Estado que ante cualquier intento de inspeccionar los contenedores éstos serían puestos bajo inmunidad diplomática. El Departamento de Estado llamó al Departamento de Justicia y advirtió sobre las consecuencias diplomáticas que produciría quebrar tal inmunidad. Todo lo que los burlados agentes del FBI podían hacer era observar cómo se llevaban los contenedores en aviones de carga de El Al desde el aeropuerto Idleward.

A pesar de sus esfuerzos, el jefe del cuartel de la CIA en Tel Aviv, John Hadden, dijo que no podía afirmar que los contenedores terminaran en Dimona. El FBI contabilizó nueve envíos en los seis meses siguientes a la visita de Rafi Eitan.

Notaban que los contenedores llegaban al anochecer y partían antes del amanecer. Iban cuidadosamente recubiertos de plomo, necesario para transportar uranio enriquecido, y cada uno etiquetado con un sello en hebreo que señalaba Haifa como su destino final.

En varias ocasiones los agentes vieron «chimeneas», bidones para almacenar uranio enriquecido, colocadas en contenedores de acero en el patio de carga de Numec. Cada chimenea llevaba un número que indicaba que provenía de las bóvedas de alta seguridad de la compañía. Pero el FBI nada podía hacer. Un informe hablaba de la presión política del Departamento de Estado para no desencadenar un incidente diplomático. «Al cabo de diez meses, los embarques cesaron abruptamente. El FBI supuso que, para entonces, ya había llegado a Dimona suficiente cantidad de material radiactivo». Durante las entrevistas a Shapiro que la agencia llevó a cabo posteriormente, éste negó que hubiera facilitado a Israel materiales para la fabricación de bombas atómicas. El FBI anotó que su registro de archivos de la compañía mostraba que había una discrepancia en la cantidad de material procesado. Shapiro insistió en que la explicación más lógica para la «pérdida» de uranio era que se hubiera filtrado en el suelo o desvanecido en el aire. Faltaban cincuenta kilos de material. Shapiro nunca fue acusado de ningún crimen.

En años posteriores Rafi Eitan tenía disculpa si pensaba que era fácil robar materiales atómicos después de la caída de la Unión Soviética. Prueba de esto fue el incidente que tuvo lugar en el aeropuerto Sheremeteyevo de Moscú, el 10 de agosto de 1994.

A las 12:45 del mediodía, Justiano Torres, sobriamente vestido con un traje gris de ejecutivo, llegó deliberadamente tarde para el vuelo 3369 de Lufthansa a Munich. A pesar de su fuerza física, transpiraba bajo el peso de una flamante maleta Delsey de cuero negro.

Torres sacó su billete de primera clase y sonrió a la empleada. La sonrisa quedó grabada por la cámara instalada detrás del escritorio para registrar todos sus movimientos.

Otras cámaras lo habían filmado durante meses. Guardados en cintas estaban sus encuentros con un científico ruso despedido, Igor Tashanka: sus citas en los parques, sus paseos en bote por el río Moscú y, finalmente, la reunión en que Tashanka le entregó la maleta y recibió a cambio 5000 dólares. En todos los sentidos Torres había hecho un negocio fabuloso: la maleta contenía material radiactivo.

Justiano Torres era el correo de un cartel colombiano de la droga que había ampliado horizontes con un tráfico aún más letal. La maleta contenía, en recipientes sellados, los doscientos gramos de plutonio 239 que Tashanka le había vendido. Tenían un valor de 50 millones de dólares. El plutonio era tan peligroso que aun el contacto con una partícula microscópica habría sido fatal. Lo que había en la maleta era suficiente para armar una pequeña bomba atómica.

Para Uri Saguy, jefe de la inteligencia militar israelí, la perspectiva constituía «la pesadilla de cualquier persona con dos dedos de frente: un grupo terrorista con acceso a suficiente material atómico como para devastar Tel Aviv o cualquier otra ciudad. En el trabajo diario de inteligencia, el problema de la amenaza nuclear es de máxima prioridad».

Los servicios de inteligencia israelíes sabían desde mucho tiempo antes que los terroristas podían fabricar una bomba nuclear elemental. Un norteamericano, graduado en física en los años setenta, había descrito cómo llevar a cabo cada uno de los procesos requeridos. La publicación de su obra causó una gran consternación en el Mossad.

Los posibles escenarios del Día del Juicio comenzaron a plantearse. Una bomba podía llegar desarmada en un barco o de contrabando por la frontera terrestre y luego ser armada en Israel. El arma sería detonada por control remoto a menos que se cumplieran exigencias imposibles. ¿Seguiría firme el Gobierno?

Los analistas del Mossad decidieron que no habría rendición. Esta expectativa se basaba en la profunda comprensión de la mentalidad terrorista de entonces: en los años setenta, aun los grupos más extremistas hubieran dudado en detonar una bomba atómica debido al precio político que tendrían que haber pagado por ello.

Habrían sido considerados parias incluso por aquellas naciones que los apoyaban en secreto.

El colapso del comunismo soviético había renovado los temores del Mossad.

Se había generado un escenario de nuevas incertidumbres: nadie podía asegurar cómo se iban a desarrollar las políticas dentro de Rusia. Ya el Mossad había descubierto que los rusos exportaban misiles Scud, pagados en efectivo por varios países de Oriente Medio.

Técnicos soviéticos habían ayudado a Argelia a construir un reactor nuclear.

Rusia tenía una gran reserva de armamento biológico que incluía una superplaga capaz de matar a millones de personas. ¿Qué pasaría si sólo una pequeña parte fuera a parar a manos de los terroristas? Incluso un jarrito lleno del germen podía diezmar Tel Aviv. Pero el temor de que Rusia vendiera su arsenal nuclear era la preocupación más acuciante. Para Uri Saguy ésa era una amenaza «que nadie podía ignorar».

Los psicólogos del Mossad trazaron perfiles de los científicos rusos y sus posibles motivos para entregar materiales: algunos lo harían sólo por dinero y otros, por complejas razones ideológicas. La lista de instalaciones soviéticas desde donde podía salir el material era penosamente larga. El director general del Mossad, Shabtai Shavit, envió a Moscú a dos agentes con órdenes concretas de infiltrarse en la comunidad científica.

Lila era una de ellos. Nacida de padres judíos, en Beirut, se había graduado en física por la Universidad Hebrea de Jerusalén y trabajaba en la sección de inteligencia científica del Mossad. Había seguido los encuentros de Torres con Tashanka y el progreso del intercambio.

Lila y su colega habían trabajado codo a codo con agentes del Mossad en Alemania y otros lugares. Las pistas la habían conducido a Colombia y de vuelta a Oriente Medio. Otros agentes del Mossad habían seguido las reuniones en El Cairo, Damasco y Bagdad. Se encontraron nuevos indicios: Bosnia parecía una posible ruta para el contrabando de plutonio 239 hacia su destino final, Irak. Pero, no por primera vez, probar la complicidad del régimen de Saddam resultaba muy difícil.

Ese era el motivo por el que Torres viajaba en una intachable línea aérea comercial con su carga mortífera. La decisión de permitirlo había sido sopesada por los servicios de inteligencia alemán y ruso. Concluyeron que el riesgo de explosión era ínfimo. Ambos Gobiernos acordaron permitir a Torres viajar con su carga para que los guiara hacia el usuario final del producto. Israel no había sido consultado. La operación era oficialmente germano-rusa. Ya en el pasado, el Mossad había sido un socio oculto mientras las otras agencias se atribuían los méritos.

Desde su puesto en las puertas de salida del aeropuerto, aquella mañana de agosto, Lila supo que su papel en aquel caso había concluido. Un agente del Mossad, de nombre clave Adler, ocupaba su posición en el hotel Excelsior de Munich, donde Torres iba a efectuar la entrega. Otro agente, Mort, esperaba la llegada del vuelo 3369.

Un tercer agente, Ib, iba sentado dos asientos por detrás de Torres durante las tres horas de vuelo hacia el oeste. Al otro lado del pasillo viajaba Viktor Sidorenko, viceministro de energía atómica de Rusia. Una de sus responsabilidades era proteger el material nuclear de su país. Rusia contaba con alrededor de ciento treinta toneladas de plutonio para uso bélico, suficientes para fabricar dieciséis mil bombas atómicas, cada una de ellas doblemente potente que la que destruyó Hiroshima.

Sidorenko había recibido una gran cantidad de informes alarmantes que destacaban la relajación de los controles y la falta de moral del personal en los cientos de institutos científicos y centros de investigación que tenían acceso a materiales radiactivos. Unos meses antes, un trabajador de una planta nuclear en los Urales había sido arrestado llevando bolitas de uranio en una bolsa de plástico.

Cinco kilos de uranio habían sido sustraídos por los trabajadores de otra planta de Minsk, que los escondieron en sus casas. Los robos sólo habían sido descubiertos cuando un kilo del material fue vendido por veinte botellas de vodka. Sidorenko viajaba a Alemania para tranquilizar al Gobierno del canciller Helmut Kohl y asegurarle que casos como éstos no volverían a repetirse; los alemanes amenazaban con sanciones.

A las 5:45 de la tarde, perfectamente puntual, el vuelo 3369 aterrizó en Munich y avanzó hasta la terminal C. El primero en bajar fue Viktor Sidorenko. Lo recogió un coche que lo llevó a una zona de alta seguridad. Allí se le comunicó que Tashanka acababa de ser arrestado en Moscú. Torres ingresó en el área de arribos. La presencia de policías alemanes fuertemente armados no lo sorprendió.

Munich había exagerado las medidas de seguridad después de la masacre de atletas israelíes en los Juegos Olímpicos. Torres hizo una llamada al hotel Excelsior y se comunicó con la habitación 23. Esperando allí, se encontraba un español, Javier Arratibel, cuyo pasaporte lo describía como industrial. De hecho, era el comprador del plutonio. Debía llamar a un hombre a quien sólo conocía como Julio O.

Las llamadas habían sido escuchadas por agentes alemanes. Mientras Torres caminaba hacia la cinta para retirar su maleta, era observado por el superintendente de la policía de Munich, Wolfgang Stoephasios y por el oficial principal de inteligencia.

Torres recogió su maleta y caminó hacia la salida con luz verde. Ib y Mort lo seguían. No podían hacer nada más. No tenían poder para arrestarlo allí.

Stoephasios salió de su oficina. Fue la señal para el comienzo de la acción. En un instante, Torres fue rodeado y arrastrado a la fuerza. La maleta fue llevada a una habitación. Dentro esperaba una persona vestida de blanco con un contador Geiger. Con él había expertos en bombas. Usaron una máquina portátil de rayos X para ver si la maleta estaba cargada con explosivos. No lo parecía. Tampoco se oyó el ruido delator del Geiger detectando alguna fuga radiactiva. Abrieron la maleta. Dentro, envueltos en plástico grueso, estaban los contenedores de plutonio 239. Fueron extraídos, guardados en cajas a prueba de bombas y llevados a un camión blindado. Desde allí los trasladaron a un complejo de energía atómica alemán.

En el hotel Excelsior Arratibel fue arrestado. Pero el siguiente hombre de la cadena, Julio O, había cruzado la frontera hacia Hungría, punto de entrada hacia el oeste de los contrabandistas rusos.

Los hombres del Mossad informaron a Tel Aviv de lo ocurrido. Allí, el director general, Shabtai Shavit consideró el resultado otra pequeña victoria en la interminable batalla contra el terrorismo nuclear. Pero no era el único que pensaba cuántas maletas se habrían filtrado y cuánto faltaba para que hubiese una explosión nuclear a menos que se cumplieran determinadas exigencias.

A unos kilómetros de distancia del lugar donde Shavit se hacía estas preguntas, Rafi Eitan, el hombre que había dirigido lo que el FBI y la CIA consideraban el robo de material nuclear de la planta de Numec en Apollo, seguía pasando su tiempo libre con las estatuas de chatarra. Aparentemente se encontraba en paz con el mundo. Ambas operaciones, la Pollard y la Apollo se habían desvanecido de su memoria; cuando lo presionaban decía que no recordaba el nombre de pila de Pollard o de Shapiro. LAKAM estaba oficialmente cerrado. Rafi Eitan insistía en que su trabajo actual era muy diferente de lo que había hecho antes: era director de una pequeña compañía naviera en La Habana, donde también tenía intereses en una fábrica de pesticidas agrícolas.

Declaraba mantener una estrecha relación con Fidel Castro, «que probablemente no agrade a los norteamericanos».

No había vuelto a pisar Estados Unidos desde su viaje a Apollo. Decía que no tenía ningún interés en hacerlo, porque sospechaba que todavía tendría que responder muchas preguntas acerca de Jonathan Pollard y lo ocurrido después de su visita a Numec.

Entonces, en abril de 1997, el nombre de Rafi Eitan comenzó a reflotar en relación con un espía del Mossad en Washington, identificado por el FBI como Mega.

Su propia fuente bien situada en el Mossad le había contado a Eitan que el FBI había comenzado a investigar la participación de Mega en el manejo del asunto Pollard. ¿Había sido Mega la fuente del material ultra-secreto que Pollard había entregado? El FBI había interrogado recientemente a Pollard en prisión y él había admitido que ni siquiera su salvoconducto de alta seguridad hubiera sido suficiente para obtener algunos de los documentos que su jefe, el fúnebre Yagur, le había solicitado. El FBI sabía que esos documentos se abrían mediante una contraseña secreta que cambiaba frecuentemente, incluso a diario. No obstante, Yagur parecía conocer los códigos en cuestión de horas para dárselos a Pollard.

¿Habían sido entregados por Mega? ¿Era Mega el segundo espía israelí en Washington, tal como sospechaba el FBI? ¿Cuán cercano había estado a Rafi Eitan? Estas eran las preguntas peligrosas que se formulaban en Washington y que podían deteriorar las relaciones entre la capital norteamericana y Tel Aviv.

Después de que el FBI lo identificara como el titiritero de Pollard, Rafi Eitan había aceptado que su trabajo en la inteligencia israelí no podía continuar.

Deseaba terminar sus días sin afrontar otro riesgo que el de chamuscarse con el soldador que blandía para realizar sus esculturas.

Instintivamente se dio cuenta de que los acontecimientos de Washington representaban una amenaza para él, que podía ser raptado por la CIA al entrar y salir de Cuba y ser llevado a Washington para un interrogatorio, con resultados imprevisibles. Y lo que era peor, el descubrimiento de la existencia de Mega pondría a trabajar las mentes de los altos cargos de la inteligencia israelí, del Va'adat Rashei Hesherytin, el Comité de Jefes de Servicio, cuya función primaria es coordinar todas las actividades de inteligencia y seguridad interior y en el extranjero.

Pero ni siquiera ellos conocían la identidad de Mega. Todo lo que se les había dicho era que ocupaba un alto cargo en la administración Clinton.

Si el presidente lo había heredado del Gobierno de Bush, era otro secreto bien guardado. Sólo los miembros pertinentes del Mossad sabían cuánto tiempo había ocupado Mega su puesto.

Los componentes del comité sabían, sin embargo, que la contra-inteligencia del FBI creía que la falta de acción contra el Mossad se debía al poder de la comunidad judía en Washington y a la resistencia de las sucesivas administraciones a enfrentarse con ella.

Una vez más se podía recurrir a ese lobby para sofocar el fuego que se había generado desde que el FBI detectara por primera vez a Mega. El 16 de febrero de 1997, la Agencia Nacional de Seguridad había entregado al FBI la grabación de una charla telefónica nocturna, realizada desde la embajada israelí, entre un oficial de inteligencia del Mossad, identificado como Dov, y su superior en Tel Aviv, cuyo nombre no había sido revelado.

Dov había pedido consejo acerca de recurrir a Mega para pedirle copia de una carta del secretario de Estado, Warren Christopher, al jefe de la OLP, Yasser Arafat. La carta contenía una serie de garantías ofrecidas por Christopher a Arafat, el 16 de enero, acerca de la retirada de tropas israelíes de la ciudad de Hebrón, en la orilla occidental. Dov recibió de Tel Aviv la orden de «olvidar la carta. Esto no es algo para lo que usamos a Mega».

La breve conversación fue la primera pista que tuvo el FBI sobre la importancia de Mega. El nombre no había sido oído antes, durante la estrecha vigilancia sobre la embajada israelí y sus diplomáticos. Por ordenador, el FBI redobló la búsqueda de la identidad de Mega y la centró en quienes trabajaban allí o bien tenían acceso a algún funcionario del Consejo de Seguridad Nacional, el organismo que aconseja al presidente en materia de inteligencia y defensa. Su sede está en la Casa Blanca y entre sus miembros se cuentan el vicepresidente y los secretarios de Estado y Defensa. El director de la CIA y el presidente del Estado Mayor Conjunto actúan como consejeros. La base permanente está encabezada por el consejero del presidente en seguridad nacional.

De qué manera habían descubierto los israelíes que su canal de comunicación seguro con Tel Aviv había sido violado seguía siendo un misterio tan bien guardado como la identidad de Mega. Como todas las sedes diplomáticas israelíes, la embajada en Washington estaba completamente al día en los adelantos técnicos más sofisticados para codificar e interceptar transmisiones: una parte significativa de estos equipos había sido adaptada sobre planos robados a Estados Unidos.

El 27 de febrero de 1997, una agradable mañana de primavera en Tel Aviv, los miembros del Comité de Jefes de Servicio salieron de sus oficinas en distintos lugares de la ciudad y se dirigieron, por la amplia calle Rehov Shaul Hamaleku, hacia una entrada bien custodiada en un alto muro blanco coronado de alambre espinoso. Todo lo que se veía detrás de los muros eran los techos de los edificios.

Elevándose entre ellos se alzaba una sólida torre de cemento, visible en todo Tel Aviv. A diversas alturas había numerosos racimos de antenas electrónicas. La torre era el centro del cuartel general de las Fuerzas de Defensa Israelíes. El complejo se conoce como Kyria, que significa simplemente «lugar».

Poco después de las once, los jefes de inteligencia utilizaron sus tarjetas magnéticas para acceder a un edificio cercano a la torre. Como la mayoría de las oficinas gubernamentales israelíes, el salón de conferencias tenía un aspecto miserable.

Presidía la reunión Danny Yatom, nombrado jefe del Mossad por el primer ministro Benjamín Netanyahu. Yatom tenía una reputación de duro muy al estilo de Netanyahu. Los rumores que corrían por Tel Aviv afirmaban que el nuevo jefe del Mossad había cubierto al acorralado primer ministro cuando su pintoresca vida privada amenazaba su carrera. Los hombres sentados alrededor de la mesa de cedro escucharon atentamente cuando Yatom trazó una estrategia en caso de que el asunto de Mega llegara a un punto crítico.

Israel presentaría una protesta por la violación de su status diplomático, por el uso de micrófonos en su embajada en Washington, una maniobra que indudablemente avergonzaría a la Administración Clinton.

Luego, los colaboradores en los medios de prensa norteamericanos recibirían instrucciones de divulgar historias sobre la decodificación incorrecta de Mega por la palabra hebrea Elga, nombre en argot con que el Mossad se refería a la CIA.

Además, la palabra Mega era parte de un vocablo bien conocido por la inteligencia norteamericana. Megawatt era el nombre en clave que habían usado hasta hacía poco tiempo para referirse a la inteligencia compartida. Los sayanim añadirían que otra palabra, kilowatt, era usada para referirse a datos compartidos sobre terrorismo.

Pero por el momento, no se haría nada, concluyó Yatom.

En marzo de 1997, al recibir información del agente en Washington, Yatom se dispuso a entrar en acción. Mandó un equipo de yahalomin para seguir el informe del agente sobre repetidas conversaciones de carácter sexual del presidente Clinton con una ex becaria de la Casa Blanca, Mónica Lewinsky. Éste efectuaba sus llamadas desde el despacho oval al apartamento de Lewinsky, en el complejo Watergate. Sabiendo que la Casa Blanca estaba enteramente protegida por contra-medidas electrónicas, los yahalomin se concentraron en el apartamento de la chica. Empezaron a interceptar llamadas sexuales explícitas del presidente a la becaria. Las grabaciones eran enviadas por cartera diplomática a Tel Aviv.

El 27 de marzo, Clinton invitó una vez más a Lewinsky al despacho oval y le reveló que creía que una embajada extranjera estaba grabando sus conversaciones. No le dio más detalles pero, poco después, el affaire terminó.

En Tel Aviv, los estrategas del Mossad calibraban cómo usar unas conversaciones tan comprometedoras; eran apropiadas para el chantaje, pero nadie sugirió que se pudiera chantajear al presidente de Estados Unidos. Algunos, sin embargo, vieron las cintas como un recurso útil si Israel se encontraba contra la pared en Oriente Medio y sin el apoyo de Clinton. Hubo un consenso generalizado de que el FBI también debía conocer las conversaciones entre Clinton y Lewinsky. Algunos sugirieron a Yatom que usara el canal privado con Washington para hacer saber al FBI que el Mossad estaba al tanto de tales conversaciones: sería una forma nada sutil de obligar a la agencia a abandonar su caza de Mega. Otros analistas propusieron una política de espera argumentando que la información sería explosiva cualquiera que fuese el momento en que se revelara. Este punto de vista prevaleció.

En septiembre de 1998 se publicó el informe Starr. Yatom ya había dejado el cargo. El informe contenía una breve referencia a las advertencias de Clinton en marzo de 1997 sobre la intervención del teléfono de Lewinsky por parte de una embajada extranjera.

Starr no había insistido en el tema cuando Lewinsky declaró ante el Gran Jurado sobre su affaire con Clinton. Sin embargo, el FBI pudo haber considerado esto como una prueba mayor de que no podía desenmascarar a Mega.

Seis meses después, el 5 de marzo de 1998, el New York Post publicó una historia de portada sobre las revelaciones contenidas en este libro. El artículo del Post empezaba así:

«Israel chantajeó al presidente Clinton con las grabaciones de sus conversaciones sexuales con Mónica Lewinsky, según se afirma en un famoso libro de reciente publicación. El precio que pagó Clinton por el silencio del Mossad fue disuadir al FBI de que continuara con la cacería de un "topo" israelí de alto rango».

Al cabo de pocas horas, esta completa distorsión de los hechos relatados en el libro (que yo había repasado cuidadosamente con fuentes en Israel y que Ari Ben Menashe, ex consejero de inteligencia del Gobierno israelí podía confirmar) había aparecido, a través de la versión del Post, en todos los diarios del mundo.

El punto esencial de mi historia, que el fiscal Kenneth Starr no había llevado a cabo el procesamiento de Clinton, se perdió. Starr había anotado en su informe, que el 29 de marzo de 1997 «él [Clinton] le dijo a ella [Lewinsky] que sospechaba que una embajada extranjera [no especificó cuál] estaba grabando las conversaciones. Si alguien preguntaba alguna vez sobre el sexo telefónico, ella debía contestar que estaban al tanto de que sus conversaciones eran escuchadas durante todo el día y que el sexo era simplemente una simulación».

Las palabras del presidente indicaban de manera clara que se daba cuenta de que se había convertido en un blanco potencial para el chantaje. Al hablar con Lewinsky por un teléfono público —tampoco hay pruebas de que intentara asegurar el teléfono de la joven—, el presidente se había expuesto claramente a las escuchas extranjeras y, lo que es más, a las microondas de la Agencia Nacional de Seguridad. Dado que todo presidente electo recibe, rutinariamente, los informes de dicha agencia, también debería haber sabido que sus llamadas a Mónica podían terminar en la fábrica de rumores de Washington.

Una idea del pánico que mis revelaciones causaron en la Casa Blanca se detecta en esta declaración que hicieron los portavoces, Barry Toiv y David Leavy, ante la prensa:

P: ¿Por qué se dijo que el presidente le había comentado a Mónica Lewinsky que estaba preocupado porque grababan sus conversaciones?

Toiv: Bueno, aparte del testimonio del presidente sobre el caso, no hemos comentado detalles como ése y no vamos a empezar a hacerlo ahora.

P: Cuando el presidente se enteró de esto, ¿estaba preocupado o molesto?

Toiv: Para ser honesto, desconozco la reacción del presidente en cuanto al libro.

P: ¿Por qué le dijo eso a Mónica Lewinsky? ¿Por qué le advirtió eso?

Toiv: Yo no he contestado esa pregunta (risas). Lo siento.

P: Sé que no la ha contestado, pero es muy pertinente.

Toiv: Bueno, una vez más, no haremos comentarios sobre detalles, aparte de lo que el presidente ha declarado.

P: No entiendo por qué le parece legítimo no comentar los supuestos comentarios del presidente sobre las escuchas de un Gobierno extranjero.

Toiv: Ha habido preguntas sobre toda clase de comentarios y testimonios, pero nosotros no vamos a añadir nada a las declaraciones del propio presidente.

P: Eso es porque según ustedes dicen es indecoroso y se refiere a sexo. Se refiere a la seguridad nacional de Estados Unidos y a los supuestos comentarios del presidente sobre las escuchas de un Gobierno extranjero. ¿Y van a seguir sin hacer comentarios?

Toiv: No voy a añadir nada nuevo a su declaración.

P: No lo está negando.

Leavy: Obviamente no sabemos nada sobre un topo en la Casa Blanca.

Pero es una antigua práctica de la gente que habla en este estrado derivar las reclamaciones a las autoridades apropiadas que hacen este tipo de investigaciones.

P: ¿Hubo algún intento del presidente por intervenir en cualquier tipo de investigación para encontrar al topo?

Leavy: No. No hay ninguna base para tales afirmaciones.

P: Bueno, sí hay una base. Hay un testimonio de Lewinsky, bajo juramento, que atribuye al presidente un comentario sobre las grabaciones de una embajada extranjera…

Leavy: Y Barry ya contestó esa pregunta.

P: Su contestación fue que no va a hacer comentarios. Eso no es una respuesta, con todo respeto.

Leavy: Déjenme decir dos cosas.

Toiv: No añadiré nada a mis comentarios.

Leavy: Sí. Definitivamente, yo tampoco voy a agregar nada a los comentarios de Barry. Pero permítanme decir sólo esto. Tomamos todas las precauciones para asegurar las llamadas telefónicas del presidente. No existe ninguna base para las afirmaciones del libro.

P: ¿Se lo ha dicho la CIA o el FBI? ¿O simplemente se trata de un reflejo condicionado?

Leavy. Pueden tomarlo como un hecho probado.

P: Entiendo que aseguraran sus comunicaciones. Pero si él toma el teléfono y llama a cualquier ciudadano común a las dos y media de la madrugada, ¿qué nos asegura que ese teléfono no está intervenido? ¿Acaso su sistema de seguridad prevé tales situaciones?

Leavy: Se hacen algunas afirmaciones muy serias en este libro y lo que yo estoy diciendo es que no tienen ningún fundamento. Así que lo dejamos ahí.

Ningún periódico serio intentó desentrañar unas respuestas tan reveladoras.

Resultó que el Mossad no era la única organización que había grabado las conversaciones sexuales. El senador republicano por Arizona, Jon Kyl, miembro del selecto comité de inteligencia, declaró a su diario local, el Arizona Republic, «que una agencia de inteligencia puede haber grabado conversaciones telefónicas entre el presidente Clinton y Mónica Lewinsky. Hay distintas agencias en el Gobierno cuyo negocio es grabar ciertas cosas por ciertas razones, y fue una de ellas».

Kyl se negó a identificar la agencia y/o agencias: «eso es algo sobre lo que no puedo entrar en detalles». De sus fuentes agregó: «En virtud de quienes son, poseen credibilidad. Pueden suponer que se trata de gente que durante algún tiempo formó parte del Gobierno federal». Siguió comparando la existencia de las cintas con las flagrantes pruebas del escándalo Watergate.

Esas explosivas declaraciones de un respetado político jamás llegaron a ser de dominio público.

De acuerdo con una fuente importante de la inteligencia israelí, Rafi Eitan había recibido una llamada telefónica de Yatom para recordarle la necesidad de que se mantuviera alejado de Estados Unidos en el futuro inmediato.

Rafi Eitan no necesitaba que le dijeran lo irónico que resultaría que lo atraparan con la misma técnica que lo había convertido en leyenda: el rapto de Adolf Eichmann. Peor sería todavía que lo eliminaran con los métodos que le habían forjado una reputación entre los hombres que consideraban el asesinato parte de su trabajo.