El espía de la máscara de hierro

Los ricos residentes del suburbio de Afeka, al norte de Tel Aviv, solían ver a Rafael Rafi Eitan, un hombre de edad, regordete y miope, totalmente sordo del oído derecho desde la guerra de la independencia, volviendo a casa con trozos de cañería, cadenas de bicicleta y todo tipo de chatarra. Vestido con unos pantalones y una camisa ordinarios, la cara cubierta con una máscara de soldador, moldeaba la basura hasta convertirla en esculturas surrealistas.

Algunos vecinos se preguntaban si no sería una forma de evadirse de lo que había hecho en el pasado. Sabían que había matado por su país, no en el campo de batalla sino en encuentros secretos que formaban parte de la guerra subterránea que Israel libraba contra los enemigos del Estado. Ningún vecino sabía a ciencia cierta cuántos hombres había matado Rafi con sus propias manos, cortas y poderosas. Todo lo que les había contado era que: «Cada vez que mataba a un hombre, necesitaba ver sus ojos. Entonces me calmaba y concentraba sólo en lo que debía hacer. Luego lo hacía. Eso es todo».

Y acompañaba sus palabras con la sonrisa que usan los hombres fuertes cuando buscan la aprobación de los débiles.

Rafi Eitan había sido durante un cuarto de siglo director adjunto de operaciones del Mossad. Pero una vida detrás del escritorio, leyendo informes y enviando a otros a hacer su trabajo, no era para él. En cuanto veía la oportunidad, salía en alguna misión y viajaba por el mundo siempre decidido y motivado por una filosofía que supo reducir a una breve frase: «Si no eres parte de la solución, entonces eres parte del problema».

No había habido otro como él. Poseía una brutal sangre fría, astucia, habilidad para improvisar a una velocidad tremenda, capacidad innata para desbaratar el mejor plan y perseguir incansablemente a su presa. Todas esas cualidades se habían juntado en la operación que le dio fama: el rapto de Adolf Eichmann, el burócrata nazi que simbolizaba todo el horror de la solución final de Hitler.

Para sus vecinos de la calle Shay, Rafi Eitan era una figura reverenciada: el hombre que había vengado a sus parientes muertos, el antiguo guerrillero que había tenido la oportunidad de demostrar al mundo que ningún nazi estaba a salvo. Nunca se cansaban de visitarlo y escucharle contar los detalles de una operación que aún no tiene parangón por su osadía. Rodeado de valiosos objetos de arte, Rafi Eitan solía cruzar los brazos musculosos, inclinar la cabeza cuadrada hacia un lado y permanecer un momento en silencio, dejando que sus oyentes se transportaran al tiempo en que, contra todo pronóstico, nació Israel. Luego, con voz poderosa, la voz de un actor capaz de representar cualquier papel, sin olvidar nada, empezaba a contar a sus amigos de confianza cómo había capturado a Adolf Eichmann. Primero describía el escenario para una de las historias de secuestro más dramáticas de todos los tiempos.

Después de la segunda guerra mundial, la caza de criminales nazis fue llevada a cabo principalmente por supervivientes del holocausto. Se hacían llamar nokmin, «vengadores». No se molestaban en llevar a juicio a los nazis. Simplemente ejecutaban a los que encontraban. Rafi Eitan no tenía noticia de que se hubieran equivocado alguna vez de persona. Oficialmente, en Israel había poco interés en perseguir a criminales de guerra. Era un asunto de prioridades. Como nación, Israel todavía estaba al borde del abismo, rodeada por estados árabes hostiles. Se vivía día a día. El país estaba casi en la bancarrota. No había dinero para enmendar los males del pasado.

En 1957, el Mossad recibió la impactante noticia de que Eichmann había sido visto en la Argentina. Rafi Eitan, una estrella en ascenso debido a sus exitosas incursiones contra los árabes, fue elegido para capturar a Eichmann y llevarlo a juicio en Israel.

Se le dijo que el resultado tendría múltiples beneficios. Sería un acto de justicia divina para su pueblo. Recordaría al mundo lo que pasó en los campos de concentración y aseguraría que nunca más volviera a suceder. Colocaría al Mossad al frente de la comunidad de inteligencia internacional. Ningún otro servicio se había atrevido a realizar una operación semejante. Los riesgos eran igualmente grandes. Trabajaría a miles de kilómetros de su país, viajando con documentos falsos, confiado sólo en sus propios recursos y en un entorno hostil.

La Argentina era un santuario de nazis. El equipo del Mossad podía terminar en la cárcel o muerto.

Durante dos largos años Rafi Eitan esperó pacientemente a que se confirmara la primera identificación: el hombre que vivía en un suburbio de clase media de Buenos Aires, bajo el alias de Ricardo Klement, era Adolf Eichmann.

Cuando se dio la orden de partir, Rafi Eitan se volvió frío como el hielo. Había meditado todo lo que podía salir mal. Las repercusiones políticas, diplomáticas y, para él, profesionales, serían enormes. También se había preguntado qué iba a pasar si después de capturar a Eichmann intervenía la policía argentina. «Decidí que estrangularía a Eichmann con mis propias manos. Si me apresaban, argumentaría ante los tribunales que se trataba del bíblico ojo por ojo».

Con fondos del Mossad, El Al, la aerolínea nacional de Israel, había adquirido un avión Britannia para el largo vuelo a Buenos Aires. Rafi Eitan subrayaba:

«Mandamos a alguien a Inglaterra a comprarlo. Entregó el dinero y nosotros nos quedamos con el avión. Oficialmente, el vuelo a la Argentina llevaba a la delegación israelí a los festejos del ciento cincuenta aniversario de la Revolución de Mayo. Ninguno de los delegados sabía a qué íbamos ni tampoco que habíamos construido una celda especial en el fondo de la aeronave para llevar a Eichmann».

Rafi Eitan y su equipo llegaron a Buenos Aires el 1 de mayo de 1960. Se mudaron a uno de los siete pisos francos que habían alquilado previamente. Uno de ellos llevaba el nombre hebreo de Maoz, «Fortaleza». El apartamento serviría como base de operaciones. Otra de las viviendas se llamaba Tira, «Palacio», y estaba destinada a albergar a Eichmann después de su captura. Las otras servirían en caso de que Eichmann tuviera que ser trasladado debido a la presión policial. Una docena de coches habían sido alquilados para la operación.

Con todo listo, Rafi Eitan se sentía confiado y seguro. Las dudas sobre el fracaso habían desaparecido: la expectativa de la acción se había impuesto a la tensión de la espera. Durante tres días, él y sus hombres mantuvieron una discreta vigilancia sobre Eichmann, que en otro tiempo había viajado en un Mercedes con chófer y ahora tomaba un ómnibus y bajaba en la calle Garibaldi, en las afueras de la ciudad, tan puntualmente como alguna vez había firmado las órdenes para enviar gente a los campos de exterminio.

La noche del 10 de mayo de 1960 eligió para el golpe a un chófer y dos hombres que deberían reducir a Eichmann una vez que estuviera en el coche. Uno de los hombres había sido entrenado para dominar a un individuo en plena calle.

Rafi Eitan se sentaría junto al chófer, «listo para ayudar de cualquier manera».

La operación fue planeada para la noche siguiente. A las ocho de la tarde del día 11 de mayo, el equipo del coche entró en la calle Garibaldi.

No había tensión. Todos estaban más allá del bien y del mal. Nada que decir.

Rafi Eitan consultó el reloj: eran las ocho y tres minutos. A las ocho y cinco llegó un ómnibus. Vieron apearse a Eichmann. A Rafi Eitan le pareció que «tenía aspecto de cansado, quizá como después de un día de mandar a mi gente a los campos de exterminio».

La calle estaba vacía. Detrás de mí, oí a nuestro especialista en secuestros abrir la puerta del coche. Marchábamos justo detrás de Eichmann. Iba caminando rápido, como si quisiera llegar pronto a casa para cenar. Podía escuchar la respiración profunda del especialista, tal como se le había enseñado en el entrenamiento. Había logrado bajar el tiempo del rapto a doce segundos. Salir, tomar al objetivo por el cuello y arrastrarlo al interior del coche. Salir, tirón, adentro. El coche se acercó a Eichmann. Apenas tuvo tiempo de darse vuelta y mirar con asombro al especialista que salía del vehículo. El hombre tropezó con el cordón de uno de sus zapatos y estuvo a punto de caer. Por un momento Rafi Eitan quedó anonadado. Había recorrido medio mundo para atrapar al hombre responsable de mandar a seis millones de judíos a la muerte y podían perderlo sólo por un cordón mal atado. Eichmann apretó el paso. Rafi Eitan saltó del coche.

Lo agarré por el cuello con tanta fuerza que vi cómo se le desorbitaban los ojos. Un poco más y lo hubiera estrangulado. El especialista ya estaba de pie, con la puerta del coche abierta. Arrojé a Eichmann al asiento trasero. El especialista entró rápidamente sentándose casi encima de Eichmann. El asunto no duró más de cinco segundos.

Desde el asiento delantero, Eitan percibía la respiración pesada de Eichmann que trataba de recobrar el aliento. El especialista trató de relajarle la mandíbula y Eichmann se calmó. Incluso preguntó qué significaba aquel ultraje.

Nadie le habló. En silencio llegaron a su refugio, a cinco kilómetros de distancia. Rafi Eitan obligó a Eichmann a quitarse la ropa. Luego cotejó sus medidas con las de un archivo de la SS que había conseguido. No se sorprendió al ver que Eichmann había logrado borrarse el tatuaje de la SS. Pero sus medidas concordaban con las del archivo: el tamaño de la cabeza, la distancia del codo a la muñeca y de la rodilla al tobillo. Tenía a Eichmann encadenado a una cama.

Durante diez horas fue dejado en completo silencio. Rafi Eitan «quería aumentar su sensación de desamparo. Justo antes del amanecer, Eichmann cayó en un pozo depresivo. Le pregunté su nombre. Dio su nombre español. Yo dije "no, no, su nombre alemán". Respondió con su alias, el que había usado para escapar de Alemania. Dije otra vez "no, no, no. Su nombre verdadero, su nombre de la SS"».

«Se estiró en la cama como si quisiera ponerse en posición de firme y contestó alto y claro: "Adolf Eichmann". No le pregunté nada más. Ya no era necesario».

Durante los siete días siguientes Eichmann y sus captores permanecieron encerrados en la casa. Sin embargo, nadie hablaba con él. Comía, se bañaba e iba al baño en completo silencio.

Para Rafi Eitan «guardar silencio era más que una necesidad operativa. No queríamos demostrarle a Eichmann que estábamos nerviosos. Eso le habría dado esperanzas. Y la esperanza vuelve peligroso a un hombre acorralado. Necesitaba que se sintiera tan desprotegido como mi gente cuando él la enviaba en tren a los campos».

La decisión de cómo transportarlo al avión de El Al que esperaba para regresar con la delegación estuvo teñida de humor negro. Primero lo vistieron con el uniforme de vuelo sobrante que habían traído de Israel. Luego lo obligaron a beberse una botella de whisky que lo dejó sumido en un estado de profundo sopor.

Rafi Eitan y su equipo se pusieron los uniformes, que rociaron deliberadamente con whisky.

Le colocaron una gorra en la cabeza a Eichmann y lo arrastraron hasta el asiento trasero del coche. Partieron hacia la base militar donde esperaba el Britannia, listo para salir, con los motores encendidos.

A la entrada de la base, los soldados argentinos dieron el alto al vehículo. En el asiento de atrás, Eichmann roncaba. Rafi Eitan rememoró: «El auto olía como una destilería. ¡Ése fue el momento en que ganamos el Oscar del Mossad! Hicimos de judíos borrachos que no podían aguantar el licor argentino. Los guardias parecían divertidos y ni siquiera miraron a Eichmann».

Cinco minutos después de la medianoche del 21 de mayo de 1960, el Britannia despegó con Adolf Eichmann todavía roncando en una celda en la parte de atrás del avión.

Después de un largo juicio, Eichmann fue hallado culpable de crímenes contra la humanidad. El día de su ejecución, el 31 de mayo de 1962, Rafi Eitan se encontraba en el recinto de la prisión de Ramla.

«Eichmann me miró y dijo: "Llegará la hora de que me sigas, judío". Yo le contesté: "Pero no es hoy, Adolf, no es hoy". Inmediatamente la trampa se abrió. Eichmann emitió un leve sonido de ahogo. Se percibió el olor de la defecación, luego sólo el sonido de la cuerda al estirarse. Un sonido muy satisfactorio».

Se había construido un horno especial para quemar el cadáver. Al cabo de pocas horas las cenizas habían sido esparcidas en el mar sobre un área extensa.

Ben Gurión había ordenado que no quedaran rastros que pudieran alentar a los simpatizantes de Eichmann a convertirlo en un nazi de culto. Israel lo quería borrado de la faz de la tierra. Después, el horno fue desmantelado y nunca más se usó. Esa noche Rafi Eitan se paró frente al mar, sintiéndose finalmente en paz, «sabiendo que había cumplido mi misión. Ésa es siempre una sensación placentera».

Como jefe adjunto de operaciones del Mossad, el ajetreo de Rafi Eitan lo llevó por toda Europa para encontrar y ejecutar a terroristas árabes. Para esto usaba bombas activadas por control remoto, la Beretta del Mossad y, cuando se requería estricto silencio, sus propias manos para estrangular a su víctima con un alambre de acero o con un golpe letal. Siempre mataba sin remordimientos.

Cuando volvía a casa, pasaba horas en su horno al aire libre, cubierto de chispas, totalmente concentrado en doblegar el metal a su voluntad. Luego se iba otra vez, en viajes que muchas veces requerían varios transbordos antes de llegar al destino final. Para cada viaje elegía una identidad y una nacionalidad diferentes, a las que daba cuerpo con diversos pasaportes robados o falsificados por el Mossad.

Entre matanza y matanza, su otra ocupación era reclutar sayanim. Utilizaba un discurso que despertaba el patriotismo de los judíos.

Les decía: «Durante dos mil años nuestro pueblo soñó. Durante dos mil años los judíos hemos rezado por nuestra liberación. En canciones, en prosa, en nuestro corazón hemos mantenido vivo el sueño y el sueño nos había mantenido con vida. Ahora se ha realizado». Luego agregaba: «Para asegurarnos de que continúe, necesitamos a gente como usted».

En los cafés de París, en restaurantes a orillas del Rin, en Madrid, en Bruselas, en Londres, repetía sus dramáticas palabras. La mayoría de las veces, con su visión de lo que significaba ser judío ahora atraía a nuevos colaboradores. Ante quienes dudaban, mezclaba diestramente lo personal y lo político, combinando cuentos de su época en la Haganah con anécdotas cariñosas sobre Ben Gurión y otros líderes. La resistencia que quedaba se derrumbaba.

Pronto tuvo más de cien hombres y mujeres en toda Europa para cumplir sus requerimientos: abogados, maestras, dentistas, médicos, sastres, empleados, amas de casa, secretarias. Tenía un grupo particularmente preferido: los judíos alemanes que habían regresado a su tierra después del holocausto. Rafi Eitan los llamaba sus «espías supervivientes».

Trabajando duro en la caldera del Mossad, Rafi Eitan tuvo el cuidado de distanciarse del politiqueo que continuaba acosando a la comunidad de inteligencia. Por supuesto, sabía lo que pasaba: estaba al tanto de las maniobras del Aman, la inteligencia militar, y el Shin Bet por reducir en parte la suprema autoridad del Mossad. Había oído hablar acerca de las camarillas que se formaban y se volvían a formar y de los informes secretos que hacían llegar al escritorio del primer ministro. Pero bajo Meir Amit, el Mossad había permanecido firme como una roca y acabado con todos los intentos de mirar su posición privilegiada.

Luego, un día, Meir Amit dejó de estar al frente; sus vigorosas zancadas por los corredores se apagaron junto con su mirada penetrante y aquella sonrisa que jamás parecía llegar a sus labios. Después de su partida, los colegas habían pedido a Rafi Eitan que les permitiera hacer piña a su favor como sustituto de Amit; según ellos tenía las cualidades necesarias, era popular y contaba con la lealtad del servicio. Pero antes de que Rafi Eitan pudiera decidir, el puesto fue para un candidato del Partido Laborista, el insulso y pedante Zvi Zamir. Rafi Eitan dimitió. No tenía problemas con el nuevo jefe: simplemente le pareció que el Mossad ya no sería un sitio cómodo para él. Bajo las órdenes de Meir Amit, se había despachado a sus anchas; pensó que Zamir haría «las cosas sólo según el reglamento. Eso no era para mí».

Rafi Eitan se estableció como asesor privado. Ofreció su experiencia a compañías que tenían que reforzar la seguridad o a individuos ricos que necesitaban personal entrenado que los defendiera de actos terroristas.

Pero el trabajo escaseó pronto. Rafi Eitan hizo saber que estaba listo para reincorporarse al camino vertiginoso del servicio de inteligencia.

Cuando Yitzhak Rabin llegó a primer ministro en 1974, nombró jefe del Mossad a Yitzhak Hofi, un hombre agresivo y comprometido que debía responder ante el halcón Ariel Sharon, consejero de Rabin en materia de defensa. Sharon no tardó en hacer de Eitan su asistente personal. Hofi se encontró trabajando con un hombre que compartía con él una actitud despiadada en las operaciones de inteligencia.

Tres años más tarde, en otro recambio de Gobierno, un nuevo primer ministro, Menahem Begin, nombró a Rafi Eitan consejero personal sobre cuestiones de terrorismo. La primera acción de Eitan fue matar a los palestinos que habían organizado la masacre de once atletas israelíes en los Juegos Olímpicos de Munich. Los asesinos materiales ya habían sido ejecutados por el Mossad.

El primero en morir estaba en el vestíbulo del edificio de apartamentos donde residía; en Roma, y fue acribillado a quemarropa; recibió once balazos, uno por cada atleta asesinado. Cuando el siguiente terrorista levantó el auricular del teléfono de su piso de París, una bomba colocada en el receptor y activada por control remoto le voló la cabeza. Otro terrorista dormía en un cuarto de hotel en Nicosia cuando fue desintegrado por una bomba similar. Para crear pánico entre los miembros de Septiembre Negro,[16] la organización que había asesinado a los atletas, los sayanim árabes del Mossad publicaron sus esquelas en los periódicos y sus familias recibieron flores y tarjetas de pésame poco antes de que cada uno de ellos fuera ejecutado.

Rafi Eitan se dispuso a encontrar y eliminar a su jefe, Ali Hassan Salameh, conocido en todo el mundo árabe como el Príncipe Rojo. Desde Munich se había desplazado de una capital árabe a otra para enseñar estrategia a grupos terroristas. Una y otra vez, cuando Rafi Eitan estaba listo para dar el golpe, el Príncipe Rojo se escabullía. Pero finalmente se estableció entre los fabricantes de bombas de Beirut. Rafi Eitan conocía bien la ciudad. No obstante, decidió refrescar su memoria. Actuando como un comerciante griego, viajó al Líbano. A los pocos días conocía el paradero y los movimientos de Salameh.

Eitan regresó a Tel Aviv e hizo sus planes. Tres agentes del Mossad que podían pasar por árabes cruzaron al Líbano y entraron en la ciudad. Uno de ellos alquiló un coche. El segundo sujetó una serie de bombas al chasis, el techo y los paneles de las puertas. El tercer agente estacionó el vehículo en la ruta que el Príncipe Rojo tomaba para ir a su oficina todos los días. Con los relojes de precisión que Rafi Eitan les había proporcionado, el auto quedó preparado para explotar justo en el momento en que pasara Salameh. Y así fue: el hombre voló en pedazos.

Rafi Eitan había demostrado que jugaba nuevamente en el terreno de la inteligencia israelí. Pero el primer ministro Begin decidió que era demasiado valioso para arriesgarlo en parecidas aventuras. Le ordenó que se limitara a ser su asesor.

Pero él deseaba estar en medio de la acción, no varado detrás de un escritorio o asistiendo a una interminable sucesión de reuniones estratégicas. Empezó a importunar a Begin para que le diera algo que hacer. Después de algunas dudas, ya que Eitan era un excelente consejero en cuestiones de anti-terrorismo, Begin lo nombró para uno de los cargos más delicados de la comunidad de inteligencia; un cargo que lo satisfaría intelectualmente y le permitiría poner manos a la obra. Fue nombrado director de la Oficina de Enlace Científico, conocida por su sigla hebrea como LAKAM.

Creada en 1960, había funcionado como unidad de espionaje del Ministerio de Defensa para obtener datos científicos «por todos los medios disponibles». En un principio eso había significado robar o sobornar para conseguir información.

Desde el principio, el trabajo de LAKAM había sido entorpecido por la hostilidad del Mossad, que consideraba esa unidad el «chico nuevo del barrio». Isser Harel y Meir Amit habían tratado de que LAKAM se cerrara o fuera absorbida por el Mossad. Pero Shimon Peres, ministro de Defensa, había insistido tercamente en que su ministerio necesitaba una agencia de información propia. Lenta y laboriosamente, LAKAM había desarrollado sus actividades y abierto oficinas en Nueva York, Boston y Los Ángeles, centros punteros de la ciencia. Todas las semanas, el personal de LAKAM embarcaba puntualmente cajas y publicaciones técnicas hacia Israel, sabiendo que el FBI mantenía sus actividades bajo vigilancia.

Esta vigilancia se acrecentó a partir de 1968, cuando uno de los ingenieros que construía el caza Mirage IIIC francés fue descubierto después de haber robado más de doscientos mil planos. Se lo condenó a cuatro años y medio de prisión por haber proporcionado a LAKAM los datos para construir su propia réplica del Mirage. Desde entonces LAKAM no había tenido otros grandes éxitos.

Para Rafi Eitan el recuerdo del golpe del Mirage fue un factor decisivo. Lo que se había logrado antes podía volver a lograrse. Se haría cargo de un LAKAM moribundo y lo transformaría en una fuerza para ser tenida en cuenta.

Trabajando en modestas oficinas, en un lugar apartado de Tel Aviv, hizo saber a su gente, impresionada por estar al mando de una figura legendaria, que sus conocimientos científicos eran en el mejor de los casos pobres. Pero añadió que aprendía rápido.

Se sumergió en el mundo de la ciencia, buscando blancos potenciales. Dejaba su casa al amanecer y a menudo regresaba después de medianoche con paquetes de informes técnicos que leía durante horas. Le quedaba poco tiempo libre para dedicarse a la escultura de chatarra. En los escasos momentos que le dejaba la gran cantidad de datos que debía asimilar, restableció contacto con su antiguo servicio, el Mossad, cuyo nuevo director, Nahum Admoni, como Eitan, albergaba profundas sospechas acerca de las intenciones de Estados Unidos en Oriente Medio. De cara a la galería, Washington continuaba manifestando su abierto compromiso con Israel y la CIA mantenía abierto el canal de comunicación que Isser Harel y Dulles habían establecido. Pero Admoni se quejaba de que la información proveniente de esa fuente tenía escasa importancia.

También estaba preocupado por los informes de sus agentes y colaboradores residentes en Washington. Habían descubierto discretas reuniones entre funcionarios de alto rango del Departamento de Estado y algunos líderes árabes cercanos a Yasser Arafat en las que se discutía la manera de presionar a Israel para que flexibilizara su posición frente a las exigencias palestinas. Admoni le dijo a Eitan que ya no podía considerar a Estados Unidos «un amigo en las buenas y en las malas».

Esta actitud se vio reforzada por un incidente que golpearía el sentimiento de invulnerabilidad norteamericano más que ningún otro evento desde la guerra de Vietnam.

En agosto de 1983, los agentes del Mossad descubrieron que se planeaba un ataque contra las fuerzas norteamericanas en Beirut, enviadas por la ONU para preservar la paz. Los agentes habían identificado un camión Mercedes Benz cargado con media tonelada de explosivos. Según los convenios, el Mossad tendría que haber pasado la información a la CIA.

Pero en una reunión celebrada en el cuartel general del Mossad, se comunicó al personal que «debía asegurarse de que nuestra gente vigile el camión. En cuanto a los yanquis, no estamos aquí para protegerlos. Pueden hacer su propio trabajo. Si empezamos a hacer demasiado por los yanquis estaremos cagando en nuestro propio umbral».

El 23 de octubre de 1983, mientras era seguido de cerca por los agentes del Mossad, el camión se estrelló a toda velocidad contra el cuartel del Octavo Batallón de Infantería de Marina estacionado en Beirut. Doscientos cuarenta y un soldados norteamericanos murieron.

La reacción de los altos cargos del Mossad, según el ex oficial Víctor Ostrovsky fue: «Querían meter sus narices en este asunto del Líbano, pues que paguen las consecuencias».

Esta actitud había animado a Rafi Eitan a pensar seriamente en concentrarse en Estados Unidos. Su comunidad científica era la más avanzada del mundo y su tecnología militar no tenía parangón. Para LAKAM, echar mano a alguno de esos datos habría sido un golpe tremendo. El primer obstáculo que habría que superar sería encontrar un informante lo suficientemente bien situado como para aportar el material.

Con la colaboración de los sayanim norteamericanos que había ayudado a reclutar estando en el Mossad, corrió la voz de que necesitaba a alguien de Estados Unidos, con conocimientos científicos y pro-israelí. Durante meses, nada pasó.

Luego, en abril de 1984, Aviem Sella, un coronel de las Fuerzas Aéreas israelíes que se encontraba de permiso para estudiar informática en la Universidad de Nueva York, asistió a la fiesta de un rico ginecólogo judío en el East Side de Manhattan. Sella se había convertido en una especie de estrella de la comunidad judía de la ciudad por ser el piloto que tres años antes había dirigido el ataque en el que se destruyó un reactor nuclear en Irak.

En la fiesta había un joven reservado, de sonrisa tímida, que no se sentía demasiado cómodo entre el grupo de doctores, abogados y banqueros. Le dijo a Sella que se llamaba Jonathan Pollard y que se encontraba allí con la única intención de conocerlo. Avergonzado por la adulación, Sella le dio conversación educadamente. Ya estaba a punto de marcharse cuando Pollard le reveló que no sólo era un sionista comprometido sino que trabajaba para la inteligencia naval estadounidense. Inmediatamente, el astuto Sella averiguó que Pollard estaba destinado en el Centro de Alerta Anti-terrorista, uno de los más secretos de la Marina, en Suitland, Maryland. Una de las tareas de Pollard consistía en el seguimiento de todo el material secreto sobre las actividades terroristas a nivel mundial. Tan importante era su trabajo que contaba con el acceso de seguridad más alto de la inteligencia norteamericana.

Sella no podía creer lo que estaba oyendo, especialmente cuando Pollard empezó a darle detalles concretos sobre incidentes en los que los servicios norteamericanos no habían colaborado con los israelíes. Sella empezó a preguntarse si Pollard no sería parte de una operación del FBI para reclutar a un israelí.

Sin embargo, había algo en el vehemente Pollard que inspiraba confianza. Esa noche, Sella llamó a Tel Aviv y habló con su comandante en el servicio de inteligencia de las Fuerzas Aéreas. El oficial pasó la llamada al jefe del Estado Mayor. Se le ordenó profundizar en su relación con Pollard.

Empezaron a encontrarse: en la pista de hielo de la plaza Rockefeller, en un café de la calle 48, en Central Park. En cada ocasión, Pollard le entregaba documentos secretos para confirmar la verdad de lo que decía. Sella enviaba el material a Tel Aviv, disfrutando la emoción de formar parte de una importante operación de inteligencia. De modo que quedó bastante sorprendido cuando le comunicaron que el Mossad lo sabía todo sobre Pollard; se había ofrecido para espiar dos años antes y había sido rechazado por «inestable». Un katsa de Nueva York lo había descrito como «un hombre solitario […] con una visión distorsionada sobre Israel».

Reacio a abandonar su papel en una operación ciertamente más excitante que estar sentado en una clase frente a un ordenador, Sella buscó la manera de mantener el asunto en marcha. Durante su estancia en Nueva York había conocido al agregado científico en el consulado de Israel. Se llamaba Yosef Yagur y era el hombre de Rafi Eitan para todas las operaciones de LAKAM en Estados Unidos.

Sella invitó a Yagur a cenar con Pollard. Durante la comida, Pollard repetía que se negaba información a Israel para que se defendiera de los terroristas porque Estados Unidos no deseaba arruinar sus relaciones con los productores de petróleo árabes.

Esa noche, utilizando un teléfono seguro del consulado, Yagur telefoneó a Eitan. Era muy temprano en Tel Aviv pero Rafi Eitan se encontraba trabajando en su oficina. Casi amanecía cuando colgó el teléfono. Estaba feliz: ya tenía a su informador.

Durante los tres meses siguientes Yagur y Sella frecuentaron a Pollard y su futura esposa, Anne Henderson. Los llevaron a restaurantes caros, espectáculos de Broadway, estrenos de cine. Pollard seguía entregando información valiosa.

Rafi Eitan no podía más que maravillarse de la calidad del material. Decidió que había llegado el momento de conocer a su fuente.

En noviembre de 1984, Sella y Yagur invitaron a Pollard y Henderson a viajar a París con todos los gastos pagados. Yagur le dijo a Pollard que el viaje era «una pequeña recompensa por todo lo que estaba haciendo por Israel». Volaron juntos en primera clase; los recogió un coche con chófer que los condujo al hotel Bristol.

Rafi Eitan estaba esperándolos.

Al final de la velada Eitan había hecho los arreglos necesarios para que Pollard continuara su tarea de espionaje. Las cosas ya no seguirían siendo improvisadas.

Sella, cumplido su papel, desaparecería de la escena. Yagur se convertiría en el contacto oficial de Pollard. Se planeó un sistema adecuado para la entrega de documentos. Pollard los entregaría en el apartamento de Irit Erb, una secretaria de la embajada en Washington. Habían instalado, en la cocina de su casa, una fotocopiadora de alta velocidad para duplicar el material. Las visitas se intercalarían con idas a diferentes túneles de lavado. Mientras lavaban el coche de Pollard, éste entregaría los documentos a Yagur, cuyo coche también estaría siendo lavado. Debajo del tablero habría una copiadora a pilas. El apartamento de Erb y los túneles de lavado estaban cerca del aeropuerto internacional de Washington, de modo que Yagur podía volar rápido desde Nueva York, ida y vuelta y, desde el consulado, transmitir el material a Tel Aviv con absoluta seguridad.

Rafi Eitan regresó a Tel Aviv a esperar los resultados. Excedieron sus más delirantes expectativas: detalles del envío de armas rusas a Siria y otros países árabes, incluida la ubicación precisa de los misiles SS-21 y SA-5; mapas y fotografías de satélite de los arsenales iraquíes, sirios e iraníes, incluida la ubicación de las plantas de fabricación de armas químicas.

Rafi Eitan se hizo una idea inmediata de los métodos de espionaje de Estados Unidos, no sólo en Oriente Medio sino también en Sudáfrica. Pollard había entregado informes de agentes de la CIA que proporcionaban un plano global de la red de espionaje en todo el país. Uno de los documentos contenía un informe detallado de cómo Sudáfrica había detonado un artefacto nuclear, el 14 de septiembre de 1979, al sur del océano Indico. El Gobierno de Pretoria se había apresurado a negar que la nación se hubiera convertido en una potencia nuclear.

Rafi Eitan logró que el Mossad distribuyera copias del material sobre Sudáfrica y destruyó prácticamente la red de la CIA. Doce agentes se vieron forzados a abandonar precipitadamente el país.

Durante los once meses siguientes continuó desvalijando a la inteligencia norteamericana. Más de mil documentos secretos fueron pasados a Israel. Allí, Rafi Eitan los devoraba antes de entregarlos al Mossad. Los datos permitieron a Nahum Admoni advertir al Gobierno de coalición de Shimon Peres de qué modo responder a las políticas norteamericanas en Oriente Medio, de una manera antes imposible. Un taquígrafo de las reuniones dominicales del Gabinete aseguró que «oír a Admoni resultaba casi como estar sentado en el despacho oval. No sólo conocíamos los últimos pensamientos de Washington acerca de nuestros asuntos sino que teníamos suficiente tiempo para responder antes de tomar una decisión».

Pollard se había convertido en un factor crucial en los misterios políticos de Israel y en los vericuetos de la toma de decisiones. Rafi Eitan autorizó la emisión de un pasaporte israelí para Pollard a nombre de Danny Cohen y le asignó una generosa suma mensual. A cambio, le pidió a Pollard información sobre las escuchas secretas de la Agencia Nacional de Seguridad norteamericana en Israel y los métodos de espionaje electrónico en la embajada israelí en Washington y sus otras sedes diplomáticas en todo el país.

Antes de que Pollard pudiera obtener la información fue arrestado, el 21 de noviembre de 1985, en el exterior de la embajada de Israel en Washington. Horas más tarde, Yagur, Sella y el secretario de la embajada habían tomado un avión de El Al, antes de que el FBI pudiera detenerlos. En Israel desaparecieron entre los brazos protectores de la comunidad de inteligencia. Pollard fue sentenciado a cadena perpetua y su mujer, a cinco años.

En 1999 Pollard se sintió reconfortado por los esfuerzos incansables de los grupos judíos para liberarlo. La Conferencia de Organizaciones Judías Americanas, un consorcio de más de cincuenta grupos, había mantenido una campaña sostenida para que lo dejaran libre sobre la base de que no había cometido alta traición contra Estados Unidos «porque Israel era y sigue siendo un aliado». Grupos religiosos, igualmente influyentes, tales como la Unión de Congregaciones Hebreas y la Unión Ortodoxa, prestaron su apoyo. El profesor de derecho en Harvard, Alan M. Dershowitz, que había sido abogado de Pollard, dijo que nada demostraba que Pollard hubiera puesto en peligro «la capacidad de inteligencia de la nación ni traicionado datos de inteligencia internacionales».

Alarmada por lo que consideraba una hábil campaña de relaciones públicas orquestada desde Israel, la comunidad de inteligencia norteamericana dio un paso inusual. Salió al paso de la opinión pública y expuso los hechos sobre la traición de Pollard. Fue una decisión audaz y peligrosa. No sólo echaría luz sobre materiales delicados sino que movilizaría al cada vez más poderoso lobby judío[17] contra ellos. Se había visto lo ocurrido con otros en la frenética atmósfera de Washington. Cualquier reputación podía ser discretamente empañada durante un cóctel diplomático o en una tranquila cena en Georgetown.

Los servicios secretos temían que Clinton «en uno de sus arranques quijotescos», según me relató un oficial de la CIA, pusiera en libertad a Pollard antes de que terminara su mandato, si con eso se aseguraba de que Israel participara en un acuerdo de paz que le supusiera un último éxito en política exterior. El director de la CIA en el momento de escribir este libro, George Tenet, le advirtió que «la liberación de Pollard va a desmoralizar a la comunidad de inteligencia». Clinton se limitó a responder: «Ya veremos, ya veremos».

En Tel Aviv, Rafi Eitan ha seguido de cerca cada movimiento y dicho a sus amigos «que cuando llegue el día en que Pollard salga hacia Israel, me encantaría tomar una taza de café con él».

Entretanto, Eitan siguió regocijándose por el éxito de otra operación montada contra Estados Unidos que llevó a Israel a convertirse en la primera potencia nuclear de Oriente Medio.