Al salir de la autopista, al norte de Tel Aviv, Meir Amit mantuvo la velocidad un poco por encima del límite permitido. Burlar discretamente el sistema se había vuelto parte de su vida desde que, casi cuarenta años antes, planeara el robo de un jet iraquí.
Se negaba temerariamente a seguir el reglamento como parte de su condición de galileo: había nacido en la ciudad favorita del rey Herodes, Tiberíades, cerca de la costa del mar de Galilea y había pasado la mayor parte de su juventud en un kibutz. Mucho tiempo atrás todo rastro de acento regional había sido borrado por su madre, maestra de oratoria, quien también le había legado ese sentido de la independencia, su intolerancia con los tontos y un apenas oculto desprecio por los de ciudad. Y, por encima de todo, había alentado su capacidad de análisis y su habilidad para pensar en dos cosas a la vez.
En su larga carrera se había servido de todo ello para detectar las intenciones del enemigo. A menudo no podía esperar confirmación para actuar: los motivos y el engaño constituían el núcleo de su trabajo. A veces, sus críticos en el servicio de inteligencia israelí se mostraban preocupados por lo que consideraban raptos de imaginación. Sólo tenía una respuesta: lean el archivo sobre el robo del MiG.
En aquella mañana de marzo de 1997 en que salía de Tel Aviv, Meir Amit estaba oficialmente retirado. Pero nadie en el servicio se lo creía: sus vastos conocimientos eran demasiado valiosos para dejarlo apartado.
El día anterior, Meir Amit había regresado de Ho Chi Minh, la antigua Saigón, donde había visitado a ex-oficiales de inteligencia del Vietcong. Habían intercambiado experiencias y encontrado un punto en común en lo referente a superar a un enemigo más poderoso: los vietnamitas contra los norteamericanos; los israelíes contra los árabes. Meir Amit había realizado muchos viajes a lugares donde sus maniobras secretas alguna vez habían creado el caos: Ammán, El Cairo, Moscú.
Nadie se atrevía a preguntar el propósito de tales visitas, al igual que durante sus cinco años al frente del Mossad, entre 1963 y 1968, nadie se había atrevido a poner en tela de juicio el valor de sus fuentes o sus métodos.
Durante ese período había convertido un equipo de inteligencia en una obra de arte. Ninguna otra agencia era comparable en cuanto a recaudar información.
Había enviado gran cantidad de espías a cada país árabe, a Europa, a Sudamérica, África y Estados Unidos.
Sus katsas se habían infiltrado en el Mukabarat jordano, el mejor de los servicios de inteligencia árabes, y en la inteligencia militar siria, la más cruel. Eran hombres con una sangre fría y unos nervios tan templados que quedaban fuera del alcance de la imaginación de cualquier novelista.
Poco después de convertirse en director general, Meir Amit hizo circular por la agencia un memorando robado por un agente en la oficina de Yasser Arafat: «El Mossad tiene un dossier sobre cada uno de nosotros. Conoce nuestros nombres y direcciones. Sabemos que hay dos fotografías nuestras en cada expediente. Una con la cabeza cubierta y otra con la cabeza descubierta, de modo que siempre saben qué aspecto tenemos».
Para crear más miedo, Meir Amit había contratado a un número de informadores árabes sin precedentes. Trabajaba según el principio de la ley de probabilidades: siempre encontraría un número suficiente para sus propósitos. Los árabes sobornados traicionaban a los terroristas de la OLP: revelaban la ubicación de sus arsenales y refugios y comunicaban sus planes de viaje. Por cada terrorista muerto por el Mossad, Meir Amit pagaba al informador una recompensa de un dólar.
En la escalada hacia la guerra de los Seis Días, en 1967, hubo un katsa o un informador en cada base egipcia o cuartel militar. No había menos de tres en el Alto Mando de El Cairo, oficiales de carrera que habían sido convencidos por Meir Amit. Cómo lo había logrado llegó a ser su secreto mejor guardado: «Hay cosas que es mejor dejarlas como están».
A cada informador y agente le había dado las mismas instrucciones: necesitaba no sólo «las líneas generales» sino «los pequeños detalles». ¿Cuánto tenía que caminar un piloto desde el barracón hasta la cantina para comer?
¿Cuánto le costaba a un militar superar el proverbial atasco de tráfico de El Cairo?
¿Tenía una amante el hombre clave de una operación? Sólo él comprendía cabalmente qué utilidad podían tener esas minucias disparatadas.
Un katsa había conseguido un trabajo de camarero en una base militar del frente de combate. Cada semana aportaba detalles sobre el estado de los aviones y el estilo de vida de los pilotos y los técnicos. Sus hábitos con la bebida y sus placeres sexuales eran parte de la información enviada secretamente por radio a Tel Aviv.
El recientemente creado Departamento de Psicología de Guerra trabajaba a destajo preparando expedientes de pilotos egipcios, personal de tierra y oficiales de Estado Mayor: su habilidad para el vuelo, si habían logrado el rango por mérito o influencias, si tenían problemas con el alcohol, frecuentaban prostíbulos o tenían predilección por los chicos.
Por las noches, Meir Amit revisaba los expedientes buscando debilidades en hombres susceptibles de ser chantajeados y obligados a trabajar para él. «No era una tarea agradable pero la inteligencia es a menudo un trabajo sucio».
Las familias de los militares egipcios empezaron a recibir cartas misteriosas mataselladas en El Cairo que contenían detalles explícitos sobre el comportamiento de sus seres queridos. Los informadores comunicaron a Tel Aviv que numerosos incidentes familiares obligaban a los miembros de las tripulaciones aéreas a pedir la baja por motivos de salud. Los oficiales del Estado Mayor recibían mediante llamadas anónimas informes sobre la vida privada de alguno de sus colegas. Una maestra de escuela atendió la amable llamada de una mujer que intentaba explicarle que el bajo rendimiento de un alumno se debía a que su padre, un oficial de alto rango, tenía un amante varón. La llamada tuvo como consecuencia el suicidio del acusado. Esta campaña implacable causó considerables conflictos en el Ejército egipcio y aportó una gran satisfacción a Meir Amit.
A principios de 1967 se hizo evidente, por los informes de la red de espionaje en Egipto, que su líder, Gamal Abdel Nasser, se estaba preparando para entrar en guerra con Israel. Se reclutaron, por las buenas o por las malas, más informadores que ayudaran al Mossad a saberlo todo sobre las Fuerza Aéreas egipcias y los mandos militares.
En mayo de 1967 estaban en condiciones de informar a los mandos de las Fuerzas Aéreas israelíes el preciso momento del día en que les convenía asestar un golpe mortal contra las bases egipcias. Los analistas del Mossad habían elaborado una descripción notable de la vida en todas las bases aéreas egipcias.
Entre las 7:30 y 7:45 de la mañana, los radares de las bases se encontraban en su momento más vulnerable. Durante esos quince minutos, el personal saliente se retiraba cansado del turno de noche, mientras que los reemplazos no estaban todavía completamente atentos y, a menudo, llegaban tarde al servicio debido a retrasos en los comedores. Los pilotos desayunaban entre las 7:15 y las 7:45.
Después, normalmente, volvían a los barracones a buscar su equipo de vuelo. El recorrido duraba diez minutos de promedio. La mayoría de los aviadores pasaban algunos minutos en el baño antes de volver a las filas. Llegaban a las 8 de la mañana, hora oficial de incorporarse al servicio. A esa hora, el personal de tierra había comenzado a sacar los aviones de los hangares para armarlos y llenar los depósitos de combustible. Durante los quince minutos siguientes, las pistas estaban repletas de camiones de combustible y municiones.
También se conocían con minuciosidad los movimientos de los militares del Alto Mando egipcio en El Cairo. De promedio, un oficial tardaba treinta minutos en llegar al trabajo desde su casa de los suburbios. Los planificadores de estrategia nunca estaban en sus escritorios antes de las 8:15 de la mañana. Solían pasar diez minutos colocando sus cosas, tomando café o intercambiando chismes con sus colegas. El oficial promedio nunca empezaba a estudiar las señales de tráfico aéreo nocturno en las bases antes de las 8:30 de la mañana.
Meir Amit le sugirió al comandante aéreo israelí que el mejor momento para que sus aviones llegaran al blanco sería entre las 8:00 y las 8:30 de la mañana.
En esos treinta minutos estarían en condiciones de pulverizar las bases enemigas porque en ese lapso el personal clave del Alto Mando en El Cairo no estaría en condiciones de repeler el ataque.
La mañana del 5 de junio de 1967, las Fuerzas Aéreas israelíes atacaron a las 8:01 con un efecto devastador, volando bajo sobre el Sinaí para bombardear violentamente a discreción. A ratos el cielo se volvía negro rojizo debido a las llamas de los camiones de combustible y a las municiones que estallaban.
En Tel Aviv, Meir Amit, sentado mirando por la ventana de su oficina hacia el sur, sabía que sus analistas de inteligencia habían decidido el curso de la guerra.
Ese fue uno de los ejemplos más asombrosos de su extraordinaria habilidad, más notable aún si se considera el reducido número de agentes del Mossad.
Desde que se hizo cargo de la organización, Meir Amit se resistió a convertir el Mossad en una versión de la CIA o el KGB. Esos servicios empleaban miles y miles de analistas, científicos, estrategas y planificadores para apoyar a sus agentes de campo. Los iraníes e iraquíes contaban con aproximadamente diez mil agentes, y hasta la DGI cubana sumaba cerca de mil agentes en activo.
Pero Meir Amit había insistido en que el Mossad se mantuviera con un personal permanente que no superara los mil doscientos hombres. Cada uno sería reclutado especialmente y debía poseer varias capacidades: un científico debía ser apto para trabajo de espionaje en caso de necesidad; un katsa usaría sus conocimientos especializados para entrenar a otros.
Para todos ellos, Amit sería el memune, que en hebreo significa «primero entre iguales». El título implicaba el libre acceso al primer ministro del momento y el rito anual de presentar el presupuesto del Mossad ante el Gabinete israelí.
Mucho antes de la guerra de los Seis Días ya había creado la reputación del Mossad: sembraba el terror entre sus enemigos, se infiltraba en sus filas, se apropiaba de sus secretos y los mataba con escalofriante eficiencia. Pronto el Mossad alcanzó proporciones míticas.
Gran parte de su éxito se basaba en las reglas que seguía para reclutar a los agentes de campo, que en última instancia eran los responsables del éxito del Mossad. Y comprendía perfectamente los profundos y complejos motivos que los llevaban a estrechar su mano, después de la selección, en un gesto que significaba que se ponían enteramente a sus órdenes.
Aunque muchas cosas habían cambiado en el Mossad, Meir Amit sabía, en aquel día de marzo de 1997, que sus criterios de selección seguían intactos: Ningún katsa motivado principalmente por el dinero será aceptado en el Mossad. El fanático sionista no tiene cabida en él; el fanatismo enturbia la comprensión de un trabajo que requiere calma, claridad de juicio, previsión y equilibrio. La gente quiere unirse al Mossad por todo tipo de razones. A unos los atrae el glamour; a otros, la idea de aventura. Algunos creen que mejorará su condición; son gente pequeña que desea ser grande. Unos pocos desean el secreto poder que creen alcanzar en el Mossad. Ninguna de estas razones es aceptable.
Y siempre, siempre, hay que asegurarse de que el agente de campo tiene un total apoyo. Cuidarán a su familia, se asegurarán de que sus hijos sean felices. AI mismo tiempo deberán protegerlo: si su mujer cree que tiene una amante, deben asegurarle que no es así; si la tiene, no se lo dirán. Si es ella la que se descarría, vuelvan a conducirla por el camino recto. No se lo cuenten al marido. Nada debe distraerlo. El trabajo de un buen jefe de espías es tratar a su gente como a su propia familia. Háganle sentir que están siempre a su lado, noche y día, sin que importe la hora. Así se compra la lealtad y se logra que un katsa haga lo que se le ordena. Y entonces, lo que ustedes quieran será importante.
Cada agente pasaba tres años de entrenamiento intensivo, incluida la extrema violencia física durante un interrogatorio. Él o ella se convertían en expertos tiradores con el arma elegida por el Mossad: la Beretta calibre 22.
Los primeros agentes enviados fuera de los países árabes se instalaron en Estados Unidos, Gran Bretaña, Francia y Alemania. En Norteamérica había agentes residentes en Nueva York y Washington. El de Nueva York tenía una responsabilidad especial: estar al corriente de las misiones diplomáticas ante la ONU y los distintos grupos étnicos de la ciudad. El de Washington cumplía una misión similar, con el añadido de «vigilar» la Casa Blanca.
Otros agentes operaban en áreas localizadas de tensión y regresaban a casa cuando la misión concluía.
Meir Amit amplió también considerablemente la organización con departamentos destinados a operaciones de inteligencia en el exterior y relaciones con otros servicios, principalmente la CIA y el MI6 británico. El Departamento de Investigaciones contaba con quince secciones o «escritorios» cuyo objetivo eran los países árabes. Estados Unidos, Canadá, América Latina, Gran Bretaña, el resto de Europa y la Unión Soviética contaban con sus propios escritorios. Esta infraestructura iba a cubrir, con los años, China, Sudáfrica y el Vaticano. Pero en esencia el Mossad seguiría siendo una organización reducida.
No pasaba un día sin que llegaran fajos de noticias desde las secciones del extranjero, que se hacían circular por el deslustrado y alto edificio gris en el paseo del Rey Saúl. Según el punto de vista de Meir Amit «si lograban que alguien se sintiera más orgulloso, mejor. Y por supuesto, hacían que nuestro enemigo pareciera más temible».
Los katsas del Mossad eran fríamente eficientes y astutos más allá de lo imaginable; estaban preparados para responder al fuego con más fuego. Se realizaban operaciones para iniciar disturbios que sembraban la enemistad entre los países árabes; se hacía circular contra propaganda y se reclutaban informadores según la divisa de Amit: «Divide y vencerás». Sus hombres demostraban en todo cuanto hacían sangre fría y profesionalidad. Se movían como ladrones en la oscuridad y dejaban a su paso muerte y destrucción. Nadie estaba a salvo de su venganza.
Concluida una misión, regresaban para presentar un informe a la oficina de Meir Amit, situada en la esquina de la calle que lleva el nombre del rey guerrero.
Desde allí dirigió personalmente a dos espías que harían historia en el Mossad. Al recordar sus contribuciones le invadía la nostalgia y sonreía como si se auto justificara mientras repasaba los detalles biográficos.
Eli Cohen nació en Alejandría, Egipto, el 16 de diciembre de 1924. Como sus padres, era un judío ortodoxo devoto. En diciembre de 1956 estuvo entre los judíos expulsados de Egipto después de la crisis de Suez. Llegó a Haifa y se sintió extranjero en su nueva tierra. En 1957 fue reclutado para el servicio de contra-espionaje militar israelí, pero su trabajo como analista le resultaba aburrido.
Averiguó cómo ingresar en el Mossad, pero fue rechazado. Meir Amit recordaba:
«Oímos decir que nuestro rechazo ofendió profundamente a Eli Cohen. Renunció al Ejército y se casó con una iraquí llamada Nadia».
Durante dos años, Cohen llevó una vida común trabajando en la oficina de archivos de una compañía de seguros en Tel Aviv. Sin que él lo supiera, Meir Amit había revisado su currículo en una selección realizada entre los aspirantes rechazados. Estaba buscando «un determinado tipo de agente para un determinado tipo de trabajo». No había encontrado ninguno apropiado entre los que estaban en activo, así que se le ocurrió revisar los expedientes de los rechazados. Cohen parecía la única posibilidad. Fue puesto bajo vigilancia. Los informes semanales del oficial de reclutamiento describían sus hábitos minuciosos y su devoción hacia su esposa y su recién formada familia. Era muy trabajador, rápido para captar las cosas y respondía bien bajo presión. Finalmente se le comunicó que el Mossad lo encontraba apto para el servicio.
Eli comenzó un curso intensivo de seis meses en la academia de entrenamiento del Mossad. Expertos en sabotaje le enseñaron a fabricar explosivos y bombas de relojería con los elementos más simples. Aprendió combate cuerpo a cuerpo y se convirtió en un experto tirador y un perfecto ladrón.
Descubrió los misterios de cifrar y descifrar; aprendió a usar una radio, tintas invisibles y a esconder mensajes. Constantemente sorprendía a los instructores con su facilidad para todo. Su fenomenal memoria se debía a que de joven había memorizado capítulos enteros de las Escrituras. En el informe de graduación se decía que poseía todas las cualidades necesarias para un katsa. Sin embargo, Meir Amit todavía dudaba.
«Me pregunté cientos de veces si Eli podría hacer lo que yo quisiera. Por supuesto, nunca le demostré desconfianza. Nunca permití que pensara que estaría siempre a un paso de la trampa que lo mandaría al otro mundo. Los mejores cerebros del Mossad le enseñaron todo cuanto sabían. Finalmente, decidí trabajar con Eli».
Meir Amit pasó semanas inventando una pantalla para su protegido. Pasaron mucho tiempo sentados, estudiando mapas y fotos de Buenos Aires, hasta que su nueva identidad, Kamil Amin Taabes, le resultara a Cohen totalmente familiar. El jefe del Mossad vio «qué rápido aprendía Eli el lenguaje de un exportador e importador sirio. Memorizó la diferencia entre listas de mercancías y certificados de flete, contratos y garantías, todo lo que necesitaba saber. Era como un camaleón, lo absorbía todo. Ante mis ojos Cohen se evaporó y apareció Taabes, el sirio que jamás había abandonado el deseo de volver a su hogar en Damasco. Cada día Eli se sentía más confiado, más seguro y ansioso por probar que podía representar bien su papel, como un campeón mundial de maratón entrenado para puntuar desde el comienzo de la carrera. Pero la suya podía durar por años. Habíamos hecho todo lo posible para enseñarle cómo vivir su nueva vida; el resto dependía de él. Todos lo sabíamos. No hubo grandes despedidas. Simplemente salió de Israel por el mismo camino que tomaban todos mis espías».
En la capital siria, Cohen no tardó en establecerse en la comunidad empresarial y cultivó un distinguido círculo de amistades entre las que se contaba Maazi Zahreddin, sobrino del presidente de Siria.
Zahreddin era un hombre jactancioso, desesperado por demostrar que su país era invencible. Cohen le siguió la corriente. No tardaron en llevarlo a una visita a los fortificados Altos del Golán. Vio los profundos búnkeres de hormigón que albergaban la artillería de largo alcance enviada por Rusia. Incluso se le permitió tomar fotografías. Al cabo de pocas horas Cohen pasaba un informe a Tel Aviv sobre la llegada de doscientos tanques rusos T-54. Obtuvo incluso un plano completo de la estrategia siria para ocupar el norte de Israel. La información no tenía precio.
A pesar de que Cohen continuaba confirmando su creencia de que un solo agente valía más que una división entera de soldados, de repente Meir Amit empezó a inquietarse. Cohen siempre había sido un fanático del fútbol. Al día siguiente de que un equipo visitante derrotara a Israel en Tel Aviv, rompió la regla de «sólo negocios» en su transmisión. Comunicó a su operador: «Ya es hora de que comencemos a vencer en el campo de juego».
Otros mensajes no autorizados fueron descifrados: «Manden a mi esposa un saludo de aniversario» o «Feliz cumpleaños para mi hija».
Meir Amit estaba furioso en su fuero interno. Pero entendía muy bien las presiones que Cohen sufría, y esperaba que el comportamiento de Cohen fuera «sólo una anomalía temporal, frecuente en los mejores agentes. Traté de meterme en su cabeza. ¿Estaba desesperado y lo demostraba bajando la guardia? Traté de pensar como él, sabiendo que yo había reescrito su vida. Debía probar y medir cien factores. Pero, en definitiva, lo único importante era si Eli podría hacer su trabajo».
Meir Amit decidió que sí.
Una noche de enero de 1965, Eli Cohen esperaba en su habitación de Damasco el momento de transmitir. Cuando preparaba el receptor, los oficiales de la inteligencia siria irrumpieron en el apartamento. Cohen había sido localizado por una de las unidades móviles de detección más sofisticadas del mundo, de fabricación rusa.
Bajo interrogatorio, se lo obligó a enviar un mensaje al Mossad. Los sirios no se dieron cuenta del sutil cambio en la velocidad y el ritmo de la transmisión. En Tel Aviv, Meir Amit se enteró de que Cohen había sido apresado. Dos días después, Siria confirmó su captura.
«Fue como perder a alguien de la familia. Uno se hace siempre las mismas preguntas cuando se pierde a un agente. ¿Podríamos haberlo salvado? ¿Quién lo traicionó? ¿Se debió a su propio descuido o a alguien cercano a él? ¿Estaba hundido y no nos dimos cuenta? ¿Sentía algún deseo de morir? Eso también pasa. ¿O fue sólo mala suerte? Uno se pregunta y se pregunta; jamás obtiene una respuesta cierta, pero hacer preguntas es una manera de soportarlo».
En ningún momento los sirios lograron quebrar a Eli Cohen, a pesar de las torturas a las que lo sometieron antes de condenarlo a muerte.
Meir Amit pasaba casi todo su tiempo tratando de salvarlo. Nadia Cohen se lanzó por su parte a una campaña internacional de publicidad en favor de su marido: reclamó ante el Papa, la reina de Inglaterra, primeros ministros y presidentes. Meir Amit trabajaba en secreto. Viajó a Europa para ver a los jefes de los servicios secretos francés y alemán. No podían hacer nada. Realizó acercamientos informales con la Unión Soviética. Peleó sin tregua hasta el 18 de mayo de 1965, día en que, poco después de las dos de la madrugada, un convoy salió de la prisión de El Maza, en Damasco. En uno de los camiones iba Eli Cohen.
Con él viajaba el primado de los rabinos de Siria, Nissim Andabo, de ochenta años. Superado por las circunstancias, el rabino lloraba abiertamente. Eli Cohen trataba de calmarlo. El convoy llegó a la plaza de El Marga, en el centro de Damasco. Allí Eli recitó una oración hebrea para el momento de la muerte: «Dios todopoderoso perdona todos mis pecados y faltas».
Poco después de las tres y media, ante la mirada de miles de sirios, bajo la intensa luz de las cámaras de televisión, Eli subió al cadalso.
En Tel Aviv, Nadia Cohen vio morir a su marido y trató de suicidarse. Fue llevada a un hospital y le salvaron la vida.
Al día siguiente, en una ceremonia privada, Meir Amit rindió tributo a Eli Cohen.
Luego volvió a su trabajo de dirigir a su segundo agente destacado.
Wolfgang Lotz, un judío alemán, había llegado a Palestina poco después de que Hitler tomara el poder. Meir Amit lo había elegido entre una lista de candidatos para una misión de espionaje en Egipto. Mientras Lotz se sometía al mismo entrenamiento intenso que Cohen, Meir Amit meditaba cuidadosamente la pantalla que usaría su agente. Decidió transformarlo en un instructor de equitación, un refugiado alemán que había servido en la fuerza militar alemana enviada al norte de África, el Afrika Korps, durante la II Guerra Mundial y había regresado a Egipto para abrir una academia.
El trabajo le daría acceso a la alta sociedad cairota que se congregaba alrededor del círculo ecuestre.
Lotz no tardó en reunir una nutrida clientela. Eran sus alumnos el jefe de la inteligencia militar egipcia y el jefe de seguridad de la zona del canal de Suez.
Emulando a Cohen, Lotz logró que sus flamantes amigos hicieran alarde de las formidables defensas egipcias: las rampas de lanzamiento de cohetes en el Sinaí y en la frontera del Negev.
También obtuvo una lista de los científicos nazis que vivían en El Cairo y trabajaban en los programas egipcios de armamento. Fueron sistemáticamente eliminados por agentes del Mossad.
Finalmente, dos años después, arrestaron y condenaron a Lotz. Los egipcios, conscientes de que era demasiado valioso para matarlo, lo mantuvieron vivo a la espera de canjearlo por soldados egipcios en una futura guerra con Israel. De nuevo Meir Amit se sintió profundamente apenado por la captura de su agente.
Escribió al entonces presidente de Egipto, Gamal Abdel Nasser, solicitándole canjear a Lotz y su esposa por prisioneros de guerra egipcios que Israel tenía en su poder. Nasser se negó. Amit ejerció presión psicológica.
«Permitimos que los prisioneros egipcios supieran que Nasser rehusaba entregar dos israelíes a cambio de su liberación. Los dejamos escribir a sus casas. Las cartas expresaban claramente sus sentimientos al respecto».
Meir Amit escribió a Nasser otra vez, alegando que Israel le reconocería públicamente el mérito de haber conseguido la liberación de los prisioneros, sin mencionar el intercambio por Lotz y su esposa. Nasser se negó nuevamente.
Entonces Amit llevó la causa ante el comisionado de las Naciones Unidas encargado de mantener la paz en el Sinaí. El funcionario voló a El Cairo y obtuvo la seguridad de que Lotz y su esposa serían liberados «en una fecha próxima».
Meir Amit entendió el mensaje velado. Un mes más tarde Lotz y su esposa salían en secreto de El Cairo hacia Ginebra. Pocas horas después estaban de regreso en su oficina.
Meir Amit se dio cuenta de que sus katsas necesitaban apoyo sobre el terreno.
Creó los sayanim, ayudantes voluntarios judíos. Cada sayan era un ejemplo de la cohesión de todas las comunidades judías en el mundo. Aunque leal a su país de origen, en última instancia el sayan admitiría una fidelidad superior: la fidelidad mística hacia Israel y a la necesidad de protegerlo contra sus enemigos.
Aquellos hombres cumplían muchas funciones. Uno que se dedicara al alquiler de coches podía proporcionar a un agente un vehículo sin el habitual papeleo. El que tenía una inmobiliaria podía ofrecer alojamiento. El que trabajaba en un banco podía retirar fondos fuera del horario habitual. Un médico, curar heridas de bala sin informar a las autoridades. Todos ellos percibían dinero únicamente para cubrir gastos.
Entre todos recopilaban datos técnicos y cualquier clase de información: rumores en una fiesta, un comentario hecho en la radio, un párrafo de los periódicos, una historia inconclusa en una cena. Proporcionaban pistas a los agentes. Sin sus sayanim, el Mossad no podía actuar.
Una vez más, el legado de Amit estaba destinado a permanecer, pero a gran escala. En 1998 había más de cuatro mil colaboradores en Gran Bretaña y casi cuatro veces más en Estados Unidos. Mientras que el Mossad de Meir Amit había trabajado con un presupuesto exiguo, ahora, para mantener sus operaciones mundiales, la agencia gastaba varios cientos de millones de dólares al mes para pagar a los colaboradores, los pisos francos, la logística y los gastos operativos.
Amit también había dejado otro recuerdo de su época: un lenguaje propio. Su sistema de escritura de informes se llamaba naka; «luz del día», y significaba alerta máxima; un kidon era un miembro del equipo de asesinos; un neviot, un especialista en vigilancia e información recogida por micrófonos en viviendas forzadas; yahalomin, la unidad que proporcionaba comunicaciones a los agentes de campo; sayanim los que tenían encargado la recolección de información y tenían como blanco a la OLP; un balder era un correo que llevaba mensajes entre los pisos; un slick, un sitio seguro para guardar documentos, y las falsificaciones se llamaban teuds.
Aquella mañana de marzo de 1997, mientras conducía para encontrarse con el pasado, Meir Amit sabía que muchas cosas habían cambiado en el Mossad.
Presionado por las exigencias políticas, en especial por el primer ministro Benjamín Netanyahu, el Mossad se había aislado peligrosamente de otros servicios extranjeros a los que Meir Amit había cortejado con paciencia. Una cosa era vivir según el credo «Primero y último, siempre Israel» y otra muy distinta, tal como él decía, «ser pescado con las manos en los bolsillos de los amigos». La palabra clave era «pescado», agregaba con una ligera sonrisa.
Un ejemplo era la creciente penetración del Mossad en Estados Unidos a través del espionaje económico, científico y tecnológico. Una unidad especial, cuyo nombre en clave era Al, en hebreo «arriba», merodeaba por Silicon Valley y la ruta 128 a Boston en busca de secretos de alta tecnología. En un informe al Comité de Inteligencia del Senado, la CIA había identificado a Israel como uno de los seis países «cuyo esfuerzo por apropiarse de secretos económicos norteamericanos está dirigido y orquestado desde el Gobierno».
El presidente de la inteligencia interna de Alemania había advertido a los jefes de departamento que el Mossad constituía la primera amenaza en lo referente a apoderarse de los últimos secretos cibernéticos de la república. La Dirección General de Seguridad francesa tomó también sus precauciones cuando un agente del Mossad fue detectado cerca del centro de interpretación de imágenes por satélite, en Creil. Israel había tratado durante mucho tiempo de incrementar su capacidad espacial para igualarla a su potencial nuclear terrestre. El servicio de contra-espionaje británico, el MI5, incluía en su informe al primer ministro Tony Blair, detalles de los esfuerzos del Mossad por conseguir importantes datos científicos y defensivos en el Reino Unido.
No es que Meir Amit se opusiera a tales acciones en sí mismas, pero consideraba que a menudo parecían tomarse sin un plan previo y sin pensar en las consecuencias a largo plazo.
Lo mismo se podía decir del modo en que el Departamento de Psicología llevaba a cabo sus campañas. En su época, habían establecido una red global de contactos con los medios de comunicación y la utilizaban con gran maestría. Un incidente terrorista en Europa producía una llamada al contacto en una agencia de noticias que aportaba elementos de suficiente interés para la historia, imprimiéndole el sesgo que le interesaba al Departamento. La unidad incluso creaba notas de prensa para los agregados en las embajadas de Israel que podían ser confiadas a un periodista durante un cóctel o cena, cuando el «secreto», sigilosamente compartido, podía arruinar discretamente una reputación.
Aunque, en esencia, esa mala publicidad persistía, había una diferencia crucial: la elección de los blancos o víctimas. Meir Amit opinaba que la decisión se basaba muy a menudo en necesidades políticas, ya fuese la de distraer la atención de alguna maniobra diplomática provechosa para Israel en Oriente Medio o la de recuperar su popularidad fluctuante, especialmente en Estados Unidos.
Cuando el vuelo 800 de Trans World cayó al sur de la costa de Long Island, el 17 de julio de 1996, con un saldo de 230 muertos, el Departamento inició una campaña sugiriendo que podía tratarse de un atentado orquestado por Irán o Iraq, las dos bestias negras de Israel. Miles de historias mediáticas divulgaron el rumor.
Tras gastar quinientos mil dólares e invertir miles de horas de trabajo, el investigador del FBI James K. Kallstrom descartó un año después que se hubiera tratado de una bomba o que hubiese alguna prueba criminal del origen de la tragedia. En privado dijo a sus colegas: «Si hubiera una manera de acusar a esos mal nacidos de Tel Aviv por la pérdida de tiempo, me gustaría conocerla. Tuvimos que revisar cada palabra que divulgaron en los medios».
El Departamento actuó otra vez después de la bomba de los Juegos Olímpicos de Atlanta. Se hizo correr la voz de que el artefacto tenía todo el aspecto de haber sido fabricado por alguien que había aprendido el oficio en el valle del Beká, en el Líbano.
La historia tomó fuerza inmediatamente y el fantasma del terrorismo se cernió sobre el público norteamericano, ya comprensiblemente atemorizado. El único sospechoso fue un infortunado guardia de seguridad de los juegos sin ninguna vinculación con el terrorismo internacional; de ese modo, los rumores se desvanecieron.
Meir Amit comprendía la necesidad de recordarle al mundo la presencia del terrorismo, «pero la advertencia debía ser fundada, algo en lo que siempre insistí».
Tras la crítica se encogió de hombros, como si algo en su interior hubiera extinguido esa chispa de irritabilidad. Mucho antes había aprendido a ocultar sus sentimientos y a ser impreciso en los detalles. Durante años su fuerza había residido en el disimulo.
En su opinión, la espiral descendente del Mossad había empezado cuando el primer ministro Yitzhak Rabin fue asesinado en Tel Aviv en noviembre de 1995.
Un poco antes de que Rabin fuera acribillado por un extremista judío —un signo del profundo malestar que Amit veía en la sociedad israelí— el entonces director general del Mossad, Shabtai Shavit, había advertido a su personal de vigilancia que podría cometerse un atentado contra el primer ministro. Y de acuerdo con uno de sus allegados, la posibilidad se ignoró por demasiado vaga «para constituir una verdadera amenaza».
Durante el período de Meir Amit, el Mossad no tenía poder para actuar dentro de Israel, del mismo modo que la CIA no lo tiene para hacerlo dentro de Estados Unidos. Sin embargo, a pesar de sus críticas, a Meir Amit le agradaba decir que el Mossad había compartido el destino de Israel. Durante su jefatura, el impacto de sus logros había repercutido en todo el mundo. Atribuía muchos de esos logros a la lealtad, una cualidad que ahora parecía pasada de moda. Los agentes todavía hacían su trabajo, tan peligroso y sucio como siempre, pero estaban pendientes de ser tenidos en cuenta no sólo por sus superiores sino también por alguna figura política de peso. Esa interferencia era la culpable de la frecuente paranoia de poner en duda la entidad de Israel como una verdadera democracia.
Junto a la autopista, entre la localidad de Herzliya y Tel Aviv, hay un recinto erizado de antenas. Es la escuela de entrenamiento del Mossad. La ubicación de este edificio es una de las primeras cosas que aprende cualquier espía de las embajadas extranjeras en Tel Aviv. Sin embargo, para la prensa israelí, revelar su existencia significa un proceso judicial seguro. En 1996 hubo un intenso debate en la comunidad de inteligencia sobre qué actitud adoptar cuando un diario de Tel Aviv publicó el nombre del último director general del Mossad, el austero Danny Yatom. Se habló de arrestar al periodista osado y a su editor. Al final, cuando se dieron cuenta de que el nombre ya había sido publicado en todo el mundo no sucedió nada.
Meir Amit se oponía firmemente a tal publicidad: «Nombrar a un jefe en activo es grave. El espionaje es un asunto secreto y poco agradable. No importa lo que alguien haya hecho, se lo debe proteger de los extraños. Se lo puede tratar tan duramente como sea necesario dentro de la organización. Pero para el mundo exterior, debe permanecer intocable y, lo que es mejor, limpio y en el anonimato».
En su gestión como director general, su alias había sido Ram. La palabra tenía un eco agradable a Viejo Testamento para un chico criado en el indomable espíritu de los pioneros, cuando toda la Palestina árabe se había alzado contra los británicos y los judíos. Desde la infancia se había entrenado para la dureza.
Físicamente enjuto, Meir Amit se volvió fuerte y apto, sostenido por la creencia de que aquélla era su tierra: Eretz Israel, la tierra de Israel. No importaba que el resto del mundo la siguiera llamando Palestina hasta 1947, cuando las Naciones Unidas propusieron su división.
El nacimiento de la nación de Israel estuvo al borde de su inmediata aniquilación cuando las tropas árabes trataron de recuperar el territorio.
Seiscientos judíos murieron. Nadie sabe cuántos árabes cayeron. La visión de tantos cadáveres hizo madurar a Meir Amit, proceso que se completó con la llegada de los supervivientes de los campos de concentración nazis, cada uno de ellos con un odioso tatuaje en la piel.
«Esa marca era un recordatorio de la innata perversidad humana». Dichas por otro estas palabras parecerían banales, pero Meir Amit les daba dignidad.
Su carrera militar era la biografía de un soldado destinado a llegar a la cima: comandante de compañía en la guerra por la independencia de 1948; dos años después, comandante de brigada bajo las órdenes de Moshe Dayan y, al cabo de cinco, jefe de operaciones del Ejército, el segundo cargo en importancia de las Fuerzas de Defensa israelíes. Un accidente, el fallo de un paracaídas al abrirse, puso fin a su carrera militar. El Gobierno israelí lo envió a la Universidad de Columbia a estudiar administración de empresas. Volvió a Israel sin ninguna ocupación.
Moshe Dayan propuso que Amit fuera jefe de inteligencia militar. A pesar de una oposición inicial por su falta de experiencia en la materia fue nombrado: «La única ventaja que yo tenía era que había sido comandante militar y conocía la importancia de un buen servicio de inteligencia para ayudar a los soldados en combate». El 25 de marzo de 1963 se hizo cargo del Mossad, de manos de Isser Harel. Sus logros fueron tantos que para exponerlos haría falta un libro aparte.
Fue el hombre que introdujo en el Mossad la política de asesinar a sus enemigos, que estableció una relación de trabajo secreta con el KGB mientras millones de judíos eran perseguidos, que refino el papel de las mujeres y la seducción sexual en el trabajo de inteligencia, que aprobó la penetración en el palacio del rey Hussein de Jordania antes de que el monarca hashemita se convirtiera en espía de la CIA en el mundo árabe.
Las técnicas que creó para lograr esas cosas siguen vigentes. Pero ningún extraño sabrá jamás cómo fueron puestas en funcionamiento. Con las mandíbulas apretadas, todo lo que diría es: «Existen secretos y existen mis secretos».
Cuando llegó el momento de dejar una nueva mano al timón del Mossad partió sin alboroto, tras reunir a sus hombres para recordarles que, si alguna vez el ser judíos y trabajar para el Mossad significaba un conflicto entre su ética personal y las exigencias del Estado, debían renunciar inmediatamente. Luego, después de estrecharles la mano, se fue para siempre.
Pero ningún jefe nuevo del Mossad dejaba de ir a visitarlo para tomar un café con él en su oficina de la calle Jabotinsky, en el suburbio de Ramat Gan. En tales ocasiones, la puerta de Meir Amit permanecía cerrada y el teléfono desconectado.
«Mi madre siempre decía que una confianza defraudada es un amigo perdido», explicaba en inglés con la sonrisa de un viejo astuto.
Fuera de su familia cercana —una pequeña tribu de hijos, nietos, primos y varias generaciones de parientes— pocos conocen realmente a Meir Amit. No hubiera permitido que fuera de otro modo.
Aquella mañana de marzo de 1997, al volante, Meir Amit tenía un aspecto sorprendentemente joven, más cercano a los sesenta que a los setenta y cinco años cumplidos. El físico que en otro tiempo le había permitido pasar un test completo de estrés a un ritmo insuperable se había suavizado; una leve barriga se insinuaba debajo de la chaqueta bien cortada. Sin embargo, seguía teniendo unos ojos temiblemente penetrantes y una mirada inescrutable mientras conducía por la avenida de eucaliptos.
Ni él mismo podía contar las veces que había recorrido aquel trayecto, pero cada visita le recordaba una vieja verdad: «que sobrevivir siendo judío es defenderse hasta la muerte».
La misma convicción se pintaba en los rostros de los soldados que esperaban transporte bajo los árboles, fuera del campo de entrenamiento de Glilot, al norte de Tel Aviv.
Se contoneaban con cierta insolencia: estaban haciendo el servicio militar obligatorio en las Fuerzas Armadas israelíes, imbuidos de la creencia de que servían en el mejor Ejército del mundo.
Pocos miraron dos veces a Meir Amit. Para ellos era otro anciano que venía a rememorar viejos tiempos en un monumento de guerra próximo al lugar. Israel es una tierra de monumentos levantados en honor de los paracaidistas, los pilotos, los artilleros y la infantería. Los memoriales honran a los muertos en cinco guerras oficiales y casi cincuenta años de refriegas fronterizas e incursiones contra los guerrilleros. Sin embargo, en una nación que venera a sus soldados caídos de una manera nunca vista desde que los romanos ocuparon su tierra, no hay otro monumento en Israel, ni en el mundo, como el que Meir Amit contribuyó a crear.
Se levanta dentro del perímetro del campo de entrenamiento y consiste en varios edificios de cemento y una masa de muros de arenisca con la forma de un cerebro humano. Meir Amit eligió esa forma porque «la inteligencia es cosa mental, no una figura de bronce en pose heroica».
El monumento rinde tributo a 557 hombres y mujeres de la comunidad de inteligencia, de los cuales 71 servían en el Mossad.
Murieron en todos los rincones del mundo: en los desiertos de Irak, en las montañas de Irán, en las selvas de Sudamérica, la jungla de África, las calles de Europa. Cada uno a su modo trató de vivir según el lema del Mossad: «Harás la guerra con las armas del engaño».
Meir Amit conocía a muchos de ellos personalmente; a algunos los había enviado a la muerte en misiones que iban «más allá del peligro, pero eso es lamentablemente inevitable en este trabajo. La muerte de una persona debe ser valorada en función de la seguridad nacional. Siempre ha sido así».
En las suaves paredes de arenisca están grabados los nombres y las fechas de defunción. No hay otros indicios acerca de las circunstancias en que murieron: la horca en los países árabes, destino de los espías judíos; el cuchillo asesino en un callejón sin nombre; la piadosa liberación después de meses de tortura en prisión. Nadie lo sabrá nunca. Incluso Meir Amit a veces sólo tenía sospechas y se guardaba para sí esos pensamientos oscuros.
El monumento en forma de cerebro es sólo parte del complejo. Dentro de los edificios de cemento se encuentra el archivo que guarda las biografías de los agentes muertos. La vida anterior y el servicio militar de cada persona están debidamente documentados, pero no su misión final. El aniversario de cada agente tiene su día conmemorativo en una pequeña sinagoga.
Detrás de la sinagoga hay un anfiteatro donde las familias de los muertos se reúnen en el día del servicio de inteligencia. Algunas veces, les habla Meir Amit.
Después visitan el museo, lleno de aparatos: un transmisor en la base de una plancha, un micrófono en una cafetera, tinta invisible en frascos de perfume y la auténtica grabadora que captó la conversación entre Hussein de Jordania y el presidente Nasser de Egipto previa a la guerra de los Seis Días.
Meir Amit había coloreado las historias de los hombres que usaron el equipo con el brillo del mito heroico. Señalaba el disfraz que usó Ya'a Boqa'i para entrar y salir de Jordania hasta que fue capturado y ejecutado en Ammán, en 1949. Y la radio de cristal que Max Binnet y Moshe Marzuk usaron para dirigir la más fructífera red de espionaje en Egipto antes de morir penosamente en prisión.
Para Meir Amit, todos eran sus «gedeones». Gedeón[15] fue el juez del Antiguo Testamento que salvó a Israel de una gran fuerza enemiga gracias a su inteligencia superior.
Finalmente llegaba el momento de ir hacia el laberinto acompañado por el cuidador del museo. Paraban delante de cada nombre grabado e inclinaban imperceptiblemente la cabeza; después seguían caminando. De repente, llegó a su fin. No más muertos a los que saludar con reverencia: sólo un amplio espacio para más nombres en la lápida color arena.
Por un momento, Meir Amit se perdió en el ensueño. En hebreo le susurró al guarda: «Pase lo que pase, debemos asegurarnos de que este lugar no desaparezca nunca».
Como quien no quiere la cosa, Meir Amit agregó que en la oficina del presidente sirio Hafiz al Assad hay solamente un cuadro: una fotografía del lugar de la victoria de Saladino sobre los Cruzados en 1187, que había conducido a los árabes a la reconquista de Jerusalén.
Para Amit, el apego de Assad a esa fotografía tiene un profundo significado para Israel. «Nos ve del mismo modo que Saladino vio a los cristianos, como alguien a quien vencer. Hay muchos que comparten esa aspiración. Algunos incluso pretenden ser nuestros amigos. Debemos mantenernos especialmente vigilantes con ellos…».
Se detuvo, dijo adiós al guarda y caminó de vuelta a su coche como si ya hubiera hablado demasiado; como si lo que había dicho pudiera añadir energía a los rumores que comenzaban a circular en el servicio de inteligencia israelí. Otra crisis en la actual alianza entre el Mossad y la inteligencia norteamericana estaba a punto de desatarse con resultados devastadores para Israel.
Ya atrapado en el hervidero del escándalo, se encontraba uno de los agentes más pintorescos y despiadados que había servido bajo la dirección de Meir Amit; un hombre que se había asegurado un lugar en la historia como raptor de Adolf Eichmann y que, sin embargo, aún seguía jugando con fuego.