Antes del comienzo

Desde el amanecer, los fieles habían llegado al muro más sagrado del mundo, la única reliquia que existe del segundo templo de Herodes el Grande en Jerusalén, el Muro de las Lamentaciones. Jóvenes y viejos, delgados y gordos, barbudos y calvos: todos se habían abierto paso por las calles angostas.

Oficinistas caminaban al lado de pastores de las colinas situadas al otro lado de Jerusalén; jóvenes que acababan de hacer su bar mitzvah[2] desfilaban orgullosamente con ancianos. Maestros de las escuelas religiosas de la ciudad se encontraban codo a codo con comerciantes que habían hecho un largo viaje desde Haifa, Tel Aviv y los pueblos que bordean el mar de Galilea.

Todos iban vestidos de negro, cada uno llevaba un libro de rezos y se paraba ante el enorme muro a recitar partes de las Escrituras.

Los judíos han hecho esto a lo largo de los siglos. Pero este viernes de septiembre de 1929 era distinto. Los rabinos habían instado a que tantos hombres como fuera posible se unieran en un rezo colectivo y demostraran la convicción de su derecho a hacerlo. No era solamente una expresión de su fe, sino también una muestra visible de su sionismo y un recordatorio a la población árabe, ampliamente superior en número, de que no serían intimidados.

Durante meses habían corrido insistentes rumores de que crecía el descontento de los musulmanes por lo que ellos interpretaban como expansión sionista. Los temores habían comenzado con la Declaración Balfour de 1917 y su compromiso con una patria judía oficial en Palestina. Para los árabes que allí vivían y que podían remontarse en sus orígenes hasta el Profeta, esto era un ultraje. Veían amenazadas las tierras que habían cultivado durante siglos, que les serían incluso arrebatadas por los sionistas y sus protectores británicos llegados al finalizar la Gran Guerra para poner Palestina bajo su mandato. Los ingleses gobernaban como en otros lugares del Imperio, procurando complacer a ambas partes; era una fórmula catastrófica. Las tensiones entre árabes y judíos iban en aumento. Hubo escaramuzas y derramamientos de sangre, muchas veces allí donde los judíos pretendían levantar sinagogas y escuelas religiosas. Pero éstos seguían empecinados en ejercer sus «derechos de rezo» en el Muro de las Lamentaciones de Jerusalén. Para ellos era parte esencial de su fe.

A mediodía había cerca de mil hombres recitando las antiguas Escrituras. El sonido de sus voces tenía una cadencia tranquilizadora.

De pronto, con asombrosa rapidez, una lluvia de piedras, latas y botellas rotas cayó sobre los congregados. Los árabes habían lanzado el ataque desde varios puntos alrededor del muro. Sonaron los primeros disparos de los musulmanes.

Caían judíos y eran arrastrados por otros que huían. Por milagro no hubo muertos, aunque sí muchos heridos.

Esa noche se reunieron los líderes de la Yishuv[3], la comunidad judía de Palestina. Reconocieron de inmediato que su manifestación, planeada con tanto cuidado, había tenido un fallo fundamental: no conocer de antemano las intenciones árabes de atacarlos.

Uno de los presentes en la reunión habló por todos: «Debemos recordar las Escrituras. Desde los tiempos del rey David nuestro pueblo ha dependido de una buena inteligencia».

Entre dulces y café turco se gestó lo que algún día sería el servicio de inteligencia más destacado del mundo moderno: el Mossad. Pero aún faltaba casi un cuarto de siglo para su creación. Lo único que los líderes de la Yishuv sugirieron en esa cálida noche de septiembre fue realizar una colecta entre todos los judíos del lugar. El dinero recaudado sería usado para sobornar a árabes todavía tolerantes con los judíos que pudieran mantenerlos al corriente de futuros ataques.

Mientras tanto, los judíos seguirían ejerciendo su derecho a rezar en el Muro de las Lamentaciones. No dependerían de los británicos para protección, sino que serían defendidos por la Haganah,[4] la recientemente creada milicia judía. En los meses siguientes, una combinación de las advertencias previas con la presencia de la milicia evitó los ataques árabes. Se recuperó una relativa calma entre árabes y judíos que se mantuvo durante cinco años.

Durante ese tiempo los judíos continuaron ampliando en secreto su servicio de inteligencia. No tenía nombre oficial ni cúpula. Reclutaron simpatizantes árabes de diversos oficios: vendedores ambulantes que trabajaban en el barrio árabe de Jerusalén, limpiabotas que lustraban los zapatos de los oficiales británicos, estudiantes del prestigioso colegio Arab Rouda, maestros y comerciantes. Todos ellos pasaron a engrosar la nómina. Cualquier judío podía reclutar a un espía árabe con la condición de no compartir la información. Poco a poco la Yishuv obtuvo datos de valor no sólo sobre los árabes, sino también sobre las intenciones británicas.

La llegada al poder de Hitler en 1933 marcó el comienzo del éxodo de judíos alemanes hacia Palestina. En 1936 más de trescientos mil habían hecho el largo viaje cruzando Europa; muchos llegaron a Tierra Santa sumidos en la pobreza más absoluta. De alguna manera la Yishuv les consiguió alojamiento y comida. Al cabo de unos meses los judíos constituían un tercio de la población. Los árabes reaccionaron igual que antes: desde los minaretes de cien mezquitas se alzó el grito de los mullahs,[5] para empujar a los sionistas de vuelta al mar.

En cada mafafeth árabe, lugar de reuniones de los consejeros locales, se alzaron las mismas voces de protesta: debemos impedir que los judíos nos quiten nuestras tierras; debemos impedir que los británicos les den armas y los entrenen.

A su vez los judíos protestaban exactamente por lo opuesto: los ingleses instaban a los árabes a robarles tierras que habían adquirido de manera legal.

Los británicos siguieron intentando apaciguar a unos y otros y fracasaron. En 1936, los enfrentamientos esporádicos se transformaron en un levantamiento árabe contra judíos y británicos. Estos últimos reprimieron la rebelión sin compasión. Pero los judíos entendieron que sólo era cuestión de tiempo que los árabes atacaran con renovada furia.

Jóvenes judíos de todo el territorio se apresuraron a unirse a la Haganah. Se convirtieron en el núcleo de un formidable ejército en la sombra: curtidos, excelentes tiradores y tan astutos como los zorros del desierto.

La red de informadores árabes se amplió. Se creó un departamento político en la Haganah para llevar al desacuerdo mediante la desinformación. Hombres que llegaron a ser legendarios en la inteligencia israelí se formaron en esa etapa inicial previa al comienzo de la segunda guerra mundial. La Haganah —que significa «defensa» en hebreo— se convirtió en la mejor informada de las fuerzas de Tierra Santa.

La segunda guerra mundial trajo nuevamente una paz endeble a Palestina.

Tanto árabes como judíos presentían el futuro lúgubre que les esperaba si ganaban los nazis. Los primeros datos sobre lo que ocurría en los campos de exterminio de Europa habían llegado a la Yishuv.

David Ben Gurión y Yitzhak Rabin se contaban entre los que concurrieron a una reunión en Haifa en 1942. Hubo consenso: los supervivientes del holocausto debían ser traídos a su hogar espiritual, Eretz Israel.[6] Nadie sabía calcular cuántos serían, pero todos coincidían en que la llegada de los refugiados avivaría la confrontación con los árabes, y esta vez los británicos se pondrían abiertamente en contra de los judíos. Gran Bretaña había afirmado de manera tajante que no aceptaría a los supervivientes en Palestina, una vez derrotado Hitler, con el pretexto de que eso crearía un desequilibrio de población.

La insistencia de Ben Gurión para ampliar la capacidad de inteligencia de la Haganah obtuvo pleno apoyo en la reunión. Se reclutarían más informadores. Se crearía una unidad de contra-espionaje para descubrir a los judíos que colaboraban con los británicos y desenmascarar a «judíos comunistas y disidentes en nuestro seno». La nueva unidad se llamaba Rigul Hegdi y la dirigía un hombre que había pertenecido a la Legión Extranjera francesa y trabajaba encubierto como vendedor ambulante.

No tardó en entregar a mujeres judías que se relacionaban con oficiales del Mandato, comerciantes que comerciaban con los británicos, dueños de cafés que confraternizaban con ellos. En el silencio de la noche, los sospechosos eran llevados ante un tribunal militar de la Haganah; los culpables eran sentenciados a recibir una dura paliza o ejecutados de un tiro en la nuca. Un anticipo de la crueldad que luego demostraría el Mossad.

En 1945 la Haganah contaba con una unidad encargada de conseguir armamento. Las partidas de armas italianas y alemanas capturadas en el norte de África tras la derrota de Rommel eran pasadas de contrabando a través del desierto del Sinaí a Palestina por soldados judíos que servían en las Fuerzas Aliadas. Las armas llegaban en camiones destartalados y caravanas de camellos y eran almacenadas en las cuevas del desierto donde Jesús fue tentado por el diablo. Uno de esos escondites se encontraba cerca de donde luego se descubrirían los Rollos del mar Muerto.

Cuando la derrota de Japón en 1945 puso fin a la guerra, los judíos que habían servido en las unidades de inteligencia militar aliada llegaron para ofrecer su experiencia a la Haganah. Se habían dado las consignas para encarar lo que Ben Gurión pronosticaba: «la guerra por nuestra independencia».

Sabía que el detonante sería el bricha, el nombre hebreo de la operación sin precedentes para traer supervivientes del holocausto en Europa. Primero llegaron cientos, luego millares y, por fin, decenas de millares. Muchos aún vestían su ropa de los campos de concentración; cada uno llevaba un tatuaje con el número de identificación nazi. Llegaban por tierra y ferrocarril a través de los Balcanes y luego cruzaban el Mediterráneo hasta las costas de Israel. Cada barco disponible había sido comprado o alquilado por los grupos humanitarios judíos de los Estados Unidos, muchas veces a precios desorbitados. Cualquier cosa que flotara fue puesta al servicio de la operación. No se había dado una evacuación semejante desde Dunkerque, en 1940.

Esperando a los supervivientes en las playas, entre Haifa y Tel Aviv, se encontraban algunos de los soldados británicos evacuados en aquella ocasión.

Estaban allí para cumplir las órdenes de su Gobierno de evitar la entrada de los supervivientes del holocausto. Hubo enfrentamientos desagradables, pero a veces los soldados, quizá recordando su propio rescate, hacían la vista gorda a la llegada de alguna tanda de refugiados.

Ben Gurión decidió que estas muestras de compasión no eran suficientes.

Había llegado la hora de que finalizara el Mandato. Esto sólo se podía lograr por la fuerza. Hacia 1946 había reunido todos los movimientos judíos clandestinos. Se dio la orden de lanzar una ofensiva guerrillera tanto contra los británicos como contra los árabes.

Cada comandante judío sabía que era una jugada peligrosa: pelear en ambos frentes agotaría sus recursos hasta el límite. Las consecuencias de un fracaso serían catastróficas. Ben Gurión ordenó una política de «todo vale». La lista de atrocidades no tardó en ser espeluznante. Hubo judíos fusilados bajo la sospecha de colaborar con la Haganah. Los soldados británicos eran acribillados y sus cuarteles bombardeados. Se llegó a una ferocidad medieval.

Para la Haganah, la inteligencia era fundamental, especialmente para hacer creer a los enemigos que los judíos contaban con más hombres de los que en realidad podían reunir. Los británicos se encontraron persiguiendo a un enemigo desconcertante. Comenzó a bajar la moral entre las fuerzas del Mandato.

Estados Unidos percibió una brecha e intentó negociar un trato en la primavera de 1946: urgió a Gran Bretaña a permitir la entrada en Palestina de cien mil supervivientes del holocausto. La propuesta fue rechazada y las luchas continuaron. Finalmente, en febrero de 1947, Gran Bretaña accedió a abandonar Palestina en mayo de 1948. Desde ese momento la ONU se ocuparía de lo que llegaría a ser el Estado de Israel.

Conscientes de que tenían por delante un conflicto decisivo con los árabes para garantizar la continuidad de la joven nación, Ben Gurión y sus comandantes sabían que debían continuar dependiendo de su superior inteligencia. Se obtuvo información vital sobre la moral y la fuerza militar de los árabes. Espías judíos apostados en El Cairo y Ammán robaron los planes de ataque de los Ejércitos egipcio y jordano. Cuando comenzó la guerra de la independencia, los israelíes lograron victorias militares espectaculares. Pero a medida que continuaban las luchas se hizo evidente para Ben Gurión que el triunfo debía basarse en una distinción clara entre objetivos militares y políticos. Cuando finalmente llegó la victoria, en 1949, esa distinción aún no estaba bien definida y esto llevó a desacuerdos internos en la inteligencia israelí en lo referente a sus obligaciones en tiempos de paz.

En vez de manejar la situación con su habitual agudeza, Ben Gurión —el primer Ministro de Israel—, organizó cinco servicios de inteligencia para que operasen tanto de manera interna como en el exterior. El servicio extranjero se formó según el modelo de los servicios de seguridad de Francia y Gran Bretaña.

Ambos estuvieron dispuestos a trabajar con los israelíes. También se establecieron contactos con la Oficina de Servicios Estratégicos (OSE) de Estados Unidos, en Washington, a través del jefe de contra-espionaje de la agencia en Italia, James Jesús Angleton. Su vinculación con los jóvenes espías de Israel jugaría un papel esencial en los futuros vínculos entre ambas agencias de inteligencia.

Sin embargo, a pesar de este comienzo prometedor, el sueño de Ben Gurión de una inteligencia integrada trabajando en armonía se extinguió con los dolores de parto de una nación que luchaba por una identidad coherente. Las demostraciones de poder estaban a la orden del día mientras ministros y funcionarios luchaban por escalar posiciones. Había choques de todo orden.

¿Quién coordinaría una estrategia general de inteligencia? ¿Quién reclutaría espías? ¿Quién evaluaría la información sin procesar? ¿Quién interpretaría esa información para los líderes políticos del país?

La lucha más encarnizada se daba entre el Ministerio de Defensa y el de Asuntos Exteriores: ambos reclamaban el derecho a actuar en el extranjero. Isser Harel, por entonces un joven agente, opinaba que sus colegas «se planteaban el trabajo de inteligencia de un modo romántico y aventurero. Simulaban ser expertos en las costumbres del mundo entero […] e intentaban comportarse como espías internacionales de ficción disfrutando de su gloria mientras vivían a la sombra de la fina línea divisoria entre la ley y el libertinaje».

Mientras tanto seguía muriendo gente asesinada por los terroristas árabes con sus bombas y caza-bobos. Aún amenazaban los Ejércitos de Siria, Egipto, Jordania y el Líbano. Tras ellos, millones de árabes estaban dispuestos a iniciar la jihad,[7] la guerra santa. Ninguna nación del mundo había nacido en un entorno tan hostil como Israel.

A Ben Gurión le producía una sensación casi mesiánica el modo en que su pueblo buscaba que él lo protegiera como siempre habían hecho los grandes líderes de Israel. Pero sabía que no era ningún profeta; sólo un curtido luchador callejero que había ganado la guerra de la independencia contra un enemigo árabe que contaba con una fuerza combinada veinte veces superior a la suya. No se había logrado un triunfo mayor desde que el pastorcillo David matara a Goliat y derrotara a los filisteos.

Sin embargo, el enemigo no se había retirado. Se había vuelto más astuto y más despiadado. Atacaba como un ladrón, de noche, mataba sin escrúpulos y desaparecía.

Durante cuatro largos años se mantuvieron las rivalidades, riñas y discusiones en cada reunión presidida por Ben Gurión, en su intento por resolver los conflictos internos de los servicios de inteligencia. Un prometedor plan del Ministerio de Asuntos Exteriores de utilizar a un diplomático francés como espía en El Cairo había sido frustrado por el Ministerio de Defensa, que quería que uno de sus propios hombres realizara el trabajo. El joven oficial, sin verdadera experiencia en inteligencia, fue capturado por oficiales de seguridad egipcios a las pocas semanas. Agentes israelíes en Europa fueron descubiertos trabajando en el mercado negro para financiar su labor porque el presupuesto oficial era insuficiente para cubrir los gastos de espionaje. Los intentos por reclutar fuerzas drusas moderadas en el Líbano cesaron por desacuerdos entre agencias rivales sobre su utilización. Con frecuencia, estrategias brillantes se malograban por culpa de las sospechas mutuas. La ambición desmedida estaba presente en todos los ámbitos.

Hombres poderosos del momento —el ministro de Asuntos Exteriores israelí, el jefe del Ejército y embajadores— peleaban por imponer su servicio preferido sobre los demás. Uno quería que todos los esfuerzos se concentraran en conseguir información económica y política. Otro exclusivamente en la fuerza militar del enemigo. El embajador en Francia insistió en que la inteligencia debía funcionar como lo había hecho la Resistencia francesa durante la segunda guerra mundial, con todos los judíos movilizados. El embajador en Washington quería que sus espías estuviesen protegidos por fueros diplomáticos e «integrados en el funcionamiento habitual de la embajada, para situarlos por encima de toda sospecha». El ministro israelí en Bucarest deseaba que sus espías trabajaran según las normas del KGB, y que fueran igualmente despiadados. El ministro en Buenos Aires quería que los agentes se concentraran en el papel de la Iglesia católica para ayudar a los nazis a establecerse en la Argentina. Ben Gurión había escuchado cada propuesta con paciencia.

Finalmente, el 2 de marzo de 1951, llamó a los jefes de las cinco agencias de inteligencia a su oficina. Les dijo que era su intención encuadrar las actividades de inteligencia en el exterior en una nueva agencia llamada Ha Mossad le Teum (Instituto de Coordinación). Contaría con un presupuesto inicial de veinte mil libras israelíes, de las cuales cinco mil estarían destinadas a «misiones especiales, pero únicamente con mi autorización previa». La nueva agencia se nutriría del personal de las agencias existentes. En el uso cotidiano se llamaría simplemente Mossad.

«A todos los fines políticos y administrativos» el Mossad estaría bajo el mando del Ministerio de Asuntos Exteriores. Sin embargo, su plana mayor contaría con representantes de las demás organizaciones dentro de la comunidad de inteligencia israelí: Shin Bet, seguridad interna; Aman, inteligencia militar, aérea y naval. La función de los oficiales sería mantener informado al Mossad de las necesidades específicas de sus «clientes». En caso de desacuerdo sobre alguna solicitud, el asunto sería enviado a la oficina del primer ministro.

Ben Gurión lo planteó con su habitual claridad, sin rodeos: «Ustedes entregarán al Mossad una lista de lo que necesitan. El Mossad saldrá a conseguirlo. No es asunto suyo saber dónde lo consiguen ni cuánto cuesta».

Ben Gurión actuaría como elemento de control para el nuevo servicio. En un memorando a su primer jefe, Reuven Shiloah, el primer ministro ordenó: «El Mossad trabajará bajo mi tutela, actuará siguiendo mis instrucciones y me rendirá cuentas constantemente».

Las reglas del juego habían sido fijadas.

Veintiocho años después de aquella reunión de septiembre de 1929, los judíos tenían el servicio de inteligencia más formidable del mundo.

Los comienzos del Mossad, al igual que los de Israel, fueron todo menos fáciles. El servicio se había hecho cargo de una red de espionaje en Iraq que llevaba algunos años funcionando bajo el control del Departamento Político de las Fuerzas de Defensa de Israel. La función principal del grupo era infiltrarse en los estamentos superiores de las fuerzas militares iraquíes y formar una red de inmigración clandestina para sacar a judíos iraquíes del país y llevarlos a Israel.

En mayo de 1951, tan sólo nueve semanas después de que Ben Gurión firmara el decreto de creación del Mossad, agentes de seguridad iraquíes en Bagdad desbarataron la red. Dos agentes israelíes fueron arrestados, junto con docenas de judíos iraquíes y árabes que habían sido sobornados para que manejasen la red de escape, que se extendía a lo largo de todo Oriente Medio. Veintiocho personas fueron procesadas por espionaje. Los dos agentes fueron condenados a muerte y diecisiete de los procesados a cadena perpetua; los demás fueron liberados «como muestra de la equidad de la justicia iraquí».

Con el tiempo, ambos agentes fueron liberados de la cárcel iraquí, donde habían sido sometidos a terribles torturas, a cambio de una importante suma de dinero depositado en la cuenta suiza del ministro del Interior iraquí.

Inmediatamente se produjo otra debacle. Theodore Gross, un espía veterano del Departamento Político, trabajaba ahora con el Mossad de acuerdo con el nuevo orden. En enero de 1952, Isser Harel, por entonces jefe del Shin Bet, servicio de seguridad interna israelí, obtuvo «pruebas irrefutables» de que Gross era un doble agente del servicio secreto egipcio. Harel decidió viajar a Roma, donde persuadió a Gross de que volviese con él a Tel Aviv tras convencerlo de que iba a ocupar un puesto de mando en el Shin Bet. Gross fue juzgado en secreto, condenado y sentenciado a quince años de prisión. Moriría en la cárcel.

Reuven Shiloah, abatido y quebrado, renunció a su cargo. Fue reemplazado por Harel, que permaneció once años al frente del Mossad, un período nunca igualado.

Los miembros de la plana mayor que le dieron la bienvenida en aquella mañana de septiembre de 1952, difícilmente pudieron quedar impresionados por el aspecto físico de Harel. No llegaba al metro y medio, tenía unas orejas enormes y hablaba hebreo con un fuerte acento centro-europeo; su familia había emigrado de Letonia en 1930. Parecía que hubiese dormido con la ropa puesta.

Sus primeras palabras a la plana mayor fueron: «El pasado ha terminado. No habrá más errores. Avanzaremos juntos. No hablaremos con nadie salvo con nosotros mismos».

Ese mismo día dio un ejemplo de a qué se refería. Después del almuerzo llamó a su chófer. Cuando el hombre preguntó adonde se dirigían, le contestó que el destino era secreto. Prescindió del chófer y partió conduciendo él mismo. Regresó con una caja de bagels[8] para el personal. Pero había dejado claro su objetivo: nadie más que él haría las preguntas.

Ése fue el momento decisivo que le valió el afecto de su desmoralizada plantilla. Se propuso darles ánimos con su ejemplo. Viajó en secreto a países árabes hostiles para organizar personalmente las redes del Mossad. Entrevistó a cada individuo que quería unirse al servicio. Buscaba a aquellos que, al igual que él, habían vivido en un kibutz.[9]

«La gente así conoce a nuestro enemigo —le dijo a un ayudante que cuestionó su política—. Los kibbutzniks[10] viven junto a los árabes. Han aprendido no sólo a pensar como ellos, sino a pensar más rápido».

La paciencia de Harel era tan legendaria como sus estallidos de ira; su lealtad hacia sus hombres alcanzó igual fama. Sospechaba de todo el que fuera ajeno a su círculo, hasta considerarlo «un oportunista sin principios». Se negaba a tratar con aquellas personas a las que tildaba de «racistas disfrazados de nacionalistas, especialmente en cuanto a la religión». Cada vez demostraba un mayor desagrado por los judíos ortodoxos.

Había gran cantidad de ellos en el Gobierno de Ben Gurión; su resentimiento hacia Isser Harel creció rápidamente y buscaron revancha. Pero el astuto jefe del Mossad se había asegurado de mantener una estrecha relación con otro kibbutznik: el primer ministro.

Los logros del Mossad le fueron de gran ayuda. Los agentes de Harel habían contribuido al éxito de las escaramuzas en el Sinaí contra los egipcios. Tenía espías ubicados en cada capital árabe que aportaban un flujo continuo de información valiosa. Otro golpe estratégico tuvo lugar cuando viajó a Washington en 1954 para conocer a Allen Dulles, que acababa de ser nombrado jefe de la CIA. Harel le regaló al veterano jefe de espías una daga con la inscripción «El Guardián de Israel nunca duerme ni se descuida».

Dulles le respondió: «Puede contar conmigo para permanecer en vela junto a usted».

Con estas palabras se inició la colaboración entre la CIA y el Mossad. Dulles se encargó de que el Mossad tuviera tecnología de punta: dispositivos de escucha y rastreo, cámaras a control remoto y aparatos que Harel reconoció que ni siquiera sabía que existían. Además crearon entre los dos el primer canal de retro-alimentación entre ambas agencias, a través del cual podían comunicarse de manera segura en caso de emergencia. El canal prescindía de la vía diplomática habitual con eficacia, muy a pesar del Departamento de Estado y el Ministerio de Asuntos Exteriores israelí. Eso no mejoró en absoluto la posición de Harel en los círculos diplomáticos.

En 1961 Harel ideó una operación para traer a miles de judíos marroquíes a Israel. Un año después, el incansable jefe del Mossad estaba en el sur de Sudán brindando asistencia a los rebeldes pro-israelíes contra el régimen. Ese mismo año también ayudó al rey Haile Selassie de Etiopía a aplastar un intento de golpe: el monarca era un antiguo aliado de Israel.

Pero en Israel los judíos ortodoxos del Gabinete se quejaban cada vez más.

Según ellos Harel se había vuelto insoportablemente autoritario e indiferente a su sensibilidad religiosa, era un hombre con sus propias prioridades, y tal vez, incluso aspiraba al puesto político más alto del país. La antena política de Ben Gurión estaba alerta y su relación con Harel se enfrió. Si antes le había dado carta blanca, ahora exigía que le informase hasta de los menores detalles de una operación. Harel se sentía molesto con la rienda corta, pero no dijo nada. La campaña de rumores en su contra se intensificó.

En febrero de 1962, las suspicacias se unieron en torno a la suerte de un niño de ocho años, Joselle Schumacher. El niño había sido secuestrado por una secta ultra-ortodoxa hacía dos años.

El abuelo materno del niño, Nahman Shtarkes, era miembro de la secta Neturei Karta,[11] los Guardianes del Muro de Jerusalén. Se sospechó que era cómplice del secuestro. Se había llevado a cabo una intensa búsqueda policial que no arrojó pistas sobre su paradero. Nahman fue brevemente encarcelado por negarse a colaborar con la investigación. Los judíos ortodoxos habían convertido al anciano en un mártir; miles de ellos desfilaron con pancartas que comparaban a Ben Gurión con los nazis por encarcelar a un anciano. Nahman fue liberado por razones de salud, pero las protestas continuaron.

Los asesores políticos de Ben Gurión le advirtieron que el asunto podía costarle las próximas elecciones. Peor aún, en caso de otra guerra con los árabes, algunos grupos ortodoxos podían llegar a apoyarlos. En pie de guerra, el primer ministro mandó llamar a Harel y ordenó al Mossad encontrar al niño. Harel argumentó que no era tarea para el servicio.

Luego diría: «El ambiente se heló. Repitió que me estaba dando una orden. Le dije que por lo menos necesitaba leer el expediente policial. El primer ministro me concedió una hora».

El expediente era extenso pero, mientras lo leía, algo conmovió profundamente a Isser Harel: el derecho de los padres de criar a su hijo sin la presión del fanatismo religioso.

Joselle había nacido en marzo de 1953, hijo de Arthur e Ida Schumacher.

Debido a las dificultades económicas, Joselle había sido enviado a vivir con su abuelo en Jerusalén. El niño se encontró en un enclave religioso, aislado espiritualmente del resto de la ciudad. Nahman instruyó al niño en las costumbres de la secta. Cuando los padres de Joselle lo visitaron, Nahman los criticó airadamente por lo que él consideraba su descarrío religioso.

El anciano pertenecía a una generación cuya fe la había ayudado a sobrevivir al holocausto. Su hija y su yerno sentían que su deber principal era construir una vida para sí mismos en la joven nación. A menudo, rezar había pasado a un segundo plano.

Cansados de las críticas permanentes de Nahman, los padres de Joselle dijeron que se querían llevar al niño. Nahman se opuso, argumentando que trasladar al niño interrumpiría su adiestramiento en una vida religiosa que le serviría cuando fuese adulto. Hubo más intercambios coléricos. En su siguiente viaje a Jerusalén, Joselle había desaparecido.

Tanto los judíos ortodoxos como los liberales aprovecharon el incidente para dar bombo a un asunto que continuaba dividiendo a la nación. Un claro ejemplo de esto era el hecho de que el Partido Laborista de Ben Gurión sólo pudiera mantenerse en el poder con el apoyo conjunto de varios grupos religiosos opositores en el Knesset.[12] A cambio, estos grupos habían conseguido mayores concesiones para las estrictas leyes de la ortodoxia. Pero sus demandas no tenían fin. Los judíos liberales exigían que Joselle fuera devuelto a su familia.

Una vez leído el expediente, Harel le dijo a Ben Gurión que movilizaría los recursos del Mossad. Formó un equipo compuesto por cuarenta agentes para localizar a Joselle. Muchos de ellos se oponían abiertamente a lo que consideraban el uso indebido de sus habilidades.

Harel aplacó sus críticas con un breve discurso: «Aunque estaremos operando fuera de nuestro ámbito habitual, éste no deja de ser un caso muy importante. Es importante por su faceta social y religiosa. Es importante porque el prestigio y la autoridad de nuestro Gobierno están en juego. Es importante por el aspecto humanitario del caso».

En las primeras semanas de la investigación, el equipo descubrió cuán difícil sería descubrir la verdad. Un futuro jefe del Shin Bet, por entonces agente del Mossad, se dejó las patillas largas y con bucles a la usanza de los ultra-ortodoxos e intentó infiltrarse en sus filas. Fracasó. A otro agente se le ordenó mantener vigilada una escuela judía. Fue descubierto a los pocos días. Un tercero intentó infiltrarse en un grupo hasídico[13] en viaje a Jerusalén para sepultar a un familiar dentro de los muros de la ciudad. Fue descubierto de inmediato porque no pronunció las oraciones correspondientes.

Esos fracasos sólo consiguieron que Harel se empecinara más. Le comunicó a su equipo que estaba seguro de que el niño ya no estaba en Israel sino en Europa o quizá más lejos. Trasladó su cuartel general de operaciones a una casa segura en París. Desde allí envió a sus hombres a cada comunidad ortodoxa de Italia, Austria, Francia y Gran Bretaña. Cuando esto no dio resultado, envió a los agentes a Sudamérica y Estados Unidos.

La investigación se reavivaba con episodios extraños. Diez agentes del Mossad se unieron al servicio sabatino en una sinagoga del suburbio londinense de Hendon. La congregación enfurecida llamó a la policía para que arrestara a los «impostores religiosos» después de que a uno se le despegara la barba falsa. Los agentes fueron liberados tras la intervención del embajador israelí. Un venerado rabino ortodoxo viajó invitado a París con el pretexto de que una familia adinerada deseaba que oficiara una ceremonia de circuncisión. Fue recibido en el aeropuerto por dos hombres que vestían los tradicionales sobretodos y sombreros negros de los judíos ortodoxos. Eran agentes del Mossad. Su informe tiene un aire de novela negra.

«Fue llevado a un prostíbulo de Pigalle, completamente engañado. Dos prostitutas pagadas por nosotros aparecieron repentinamente y se le tiraron encima. Tomamos fotografías con una Polaroid, se las enseñamos y le aseguramos que se las enviaríamos a su congregación si no revelaba el paradero del niño. El rabino finalmente nos convenció de que no tenía ni idea y destruimos las fotografías delante de él».

Otro rabino, Shai Freyer, cayó en la cada vez más intensa búsqueda de Isser Harel por el mundo del judaísmo ortodoxo. El rabino fue raptado por agentes del Mossad mientras viajaba de París a Ginebra. Cuando se convencieron, tras un riguroso interrogatorio, de que nuevamente se encontraban ante un callejón sin salida, Harel ordenó que Freyer fuese mantenido prisionero en una casa segura de Suiza hasta que finalizara la búsqueda. Temía que el rabino alertase a la comunidad ortodoxa.

Apareció otra pista prometedora: Madeleine Freí, hija de una familia aristocrática francesa y heroína de la Resistencia en la segunda guerra mundial.

Madeleine había salvado a un gran número de niños judíos de la deportación hacia los campos de exterminio nazis. Al finalizar la guerra se había convertido al judaísmo.

Los informes solicitados revelaron que visitaba Israel con frecuencia y pasaba su tiempo con miembros de la secta Neturei Karta. En varias ocasiones se había encontrado con el abuelo de Joselle. Su última visita a Israel coincidía con la fecha del secuestro del niño. Desde entonces Madeleine no había vuelto a Israel.

En agosto de 1962, agentes del Mossad la siguieron hasta las afueras de París. Cuando se presentaron, los agredió físicamente. Uno de los agentes llamó a Isser Harel.

Él le explicó a Madeleine «el gran daño» hecho a los padres de Joselle. Tenían el derecho moral de criar a su hijo como ellos desearan. A ningún padre se le debía negar ese derecho. Madeleine insistía en que no sabía nada de Joselle.

Harel vio que sus propios hombres le creían.

Pidió el pasaporte de Madeleine. Debajo de su fotografía había una de su hija.

Le pidió a un agente que le trajera una fotografía de Joselle. Las estructuras faciales de ambos niños eran casi idénticas. Harel llamó a Tel Aviv.

Al cabo de un par de horas tenía todo lo que necesitaba saber, desde detalles de su vida amorosa durante su época de estudiante hasta su decisión de unirse al movimiento ortodoxo tras renunciar a su fe católica. Volví con Madeleine y le dije, como si lo supiera, que le había teñido el cabello a Joselle para disfrazarlo y lo había sacado de Israel de manera clandestina. Ella lo negó rotundamente. Le dije que debía comprender que el futuro del país que amaba corría un grave peligro, que en las calles de Jerusalén las personas que ella quería se estaban arrojando piedras unas a otras. Aún se negaba a admitir nada. Le dije que el niño tenía una madre que lo amaba tanto como ella amaba a todos aquellos niños que había ayudado en la segunda guerra mundial.

El recordatorio funcionó. De repente Madeleine comenzó a explicar que había viajado por mar hasta Haifa, como una turista que visitaba Israel. En el barco se había hecho amiga de una familia de inmigrantes recientes que tenían una hija de la edad de Joselle. Ella había desembarcado junto a la niña en Haifa y el agente de inmigración había creído que era hija de Madeleine. Redactó una nota al respecto en su acta. Una semana después, bajo las narices de la policía israelí, embarcó en un vuelo a Zurich con su «hija». Madeleine incluso había persuadido a Joselle para que vistiera ropa de niña y permitiera que le tiñesen el cabello.

Joselle había pasado una temporada interno en una escuela ortodoxa, en Suiza, donde ejercía como maestro el rabino Shai Freyer. Después de su arresto, Madeleine viajó con Joselle a Nueva York y lo alojó con una familia de la secta Neturei Karta. Harel tenía una última pregunta: «¿Me dará el nombre y la dirección de la familia?».

Hubo un largo silencio antes de que Madeleine dijera con calma: «Vive en el 126 de la calle Penn, en Brooklyn, Nueva York. Se lo conoce como Yankale Gertner».

Por primera vez desde que se conocían, Harel le sonrió. «Gracias Madeleine. Quisiera felicitarla ofreciéndole trabajo en el Mossad. Su talento podría servir bien a Israel».

Madeleine rechazó la oferta.

Agentes del Mossad viajaron a Nueva York. Los esperaba un equipo del FBI autorizado a cooperar por el procurador general de Estados Unidos, Robert Kennedy. Había recibido una petición personal de Ben Gurión para hacerlo. Los agentes se trasladaron hasta el apartamento de la calle Penn. La señora Gertner les abrió la puerta. Los agentes ignoraron a la mujer y entraron en el apartamento.

Su esposo estaba rezando. A su lado había un niño de cara pálida con una kipá[14] cubriéndole la cabeza y patillas con bucles enmarcando su rostro.

«Hola Joselle, hemos venido para llevarte a casa», dijo con suavidad uno de los agentes.

Ocho meses habían transcurrido desde que el Mossad iniciara su búsqueda.

La operación había costado cerca de un millón de dólares estadounidenses.

El regreso a salvo de Joselle no ayudó a cerrar la brecha religiosa en el país.

Sucesivos gobiernos seguirían tambaleándose y cayendo según el capricho de pequeños grupos ultra-ortodoxos integrantes del Knesset.

Con el éxito de haber encontrado al niño, Isser Harel regresó a Israel para enfrentarse a un poderoso nuevo crítico, el general Meir Amit, el recién nombrado jefe de Aman, la inteligencia militar. Tal como Harel había conspirado contra su predecesor, ahora él era el blanco de las críticas de Amit a la operación de rescate de Joselle.

Amit, un temible comandante de campo, se había acercado a Ben Gurión en las siempre variables arenas políticas de Israel. Le dijo al primer ministro que Harel había «derrochado recursos», que toda la operación de rescate era un signo de que el jefe de inteligencia había permanecido demasiado tiempo en el cargo.

Olvidando que él mismo había ordenado a Harel organizar la operación, Ben Gurión estuvo de acuerdo. El 25 de marzo, herido por muchas semanas de intensas críticas, a la edad de cincuenta años, Isser Harel renunció. Hombres maduros estuvieron al borde de las lágrimas cuando estrechó sus manos y abandonó el cuartel general del Mossad. Todos sabían que aquello marcaba el fin de una época.

Horas más tarde, un hombre alto, delgado y agraciado entró por la puerta: Meir Amit tomaba el mando. Nadie necesitó que le dijeran que se avecinaban cambios radicales.

Quince minutos después de acomodarse tras su escritorio, el nuevo jefe del Mossad mandó llamar a sus jefes de área. Permanecieron de pie en grupo mientras los inspeccionaba en silencio. Luego, con la voz vigorosa que había dirigido innumerables ataques en el campo de batalla, habló.

No habría más operaciones para recuperar niños extraviados ni ninguna intromisión política innecesaria. Él protegería a cada uno de las críticas externas, pero nada los mantendría en sus puestos si le fallaban. Pelearía por obtener más dinero del presupuesto de defensa para equipos de última generación y recursos de refuerzo. Esto no significaba sin embargo que olvidara el bien que valoraba por encima de cualquier otro: el humint, el arte del trabajo de la inteligencia humana.

Quería que ésa fuera la mayor destreza del Mossad.

Su personal descubrió que trabajaba para un hombre que veía más allá de las operaciones día a día para lograr resultados en años venideros. La adquisición de tecnología militar pasó a formar parte de este planteamiento.

Poco después de que Meir Amit asumiera el mando, un hombre que se presentó como Salman entró en la embajada israelí en París con una propuesta asombrosa. Por un millón de dólares estadounidenses en efectivo podía garantizar la entrega de la aeronave de combate más secreta del mundo, el MiG-21 ruso.

Salman había concluido su oferta a un diplomático israelí con una extraña petición:

«Envíe a alguien a Bagdad, llame a este número y pregunte por Joseph. Y tenga disponible nuestro millón de dólares».

El diplomático envió su informe al katsa residente de la embajada. Había sido uno de los que sobrevivió a la purga que se produjo tras la designación de Meir Amit. El hombre cursó el informe a Tel Aviv junto con el número telefónico que había dado Salman.

Durante días Meir Amit sopesó y consideró la oferta. Salman podía ser un farsante o un loco, o incluso formar parte de un complot iraquí para atrapar a un agente del Mossad. Existía un riesgo real de que otros agentes secretos en Iraq pudieran resultar comprometidos. Pero la perspectiva de echar mano a un MiG-21 era irresistible.

Su autonomía de vuelo, altitud, velocidad, armamento y el poco tiempo que requería su mantenimiento lo habían convertido en el principal avión de combate del mundo árabe. Los jefes de las Fuerzas Aéreas israelíes hubiesen pagado gustosos varios millones sólo por echar un vistazo a sus planos, y no digamos por el avión mismo. Meir Amit «se acostaba pensando en ello. Se despertaba pensando en ello. Pensaba en ello bajo la ducha y durante la cena. Pensaba en ello en cada momento libre que tenía. Mantenerse al tanto del sistema de armamento avanzado de un enemigo era una prioridad para cualquier servicio de inteligencia. Poder realmente echarle mano casi nunca sucedía».

El primer paso era enviar un agente a Bagdad. Meir Amit le facilitó un alias, tan inglés como el nombre de su pasaporte, George Bacon: «A nadie se le ocurriría que un judío tuviera un nombre así». Bacon viajaría a Bagdad como el gerente de ventas de una compañía con sede en Londres para ofrecer equipos hospitalarios de rayos X.

Llegó a Bagdad en un vuelo de Iraqi Airways con varias muestras de equipamiento y demostró lo bien que había asimilado su entrenamiento al vender varios artículos a los hospitales. A comienzos de su segunda semana en Bagdad, Bacon llamó al número que había dado Salman. Los informes de Bacon al Mossad estaban llenos de descripciones muy gráficas.

«Utilicé un teléfono público del vestíbulo del hotel. El riesgo de que estuviera intervenido era menor que si usaba el teléfono de mi habitación. Contestaron de inmediato. Una voz preguntó en persa quién hablaba. Yo respondí en inglés, disculpándome, que me había equivocado de número. Entonces la voz preguntó, esta vez en inglés, quién hablaba. Dije que era un amigo de Joseph».

»¿Había alguien allí con ese nombre? Me dijeron que esperara. Pensé que tal vez estuvieran rastreando la llamada, que era una trampa al fin y al cabo.

»Entonces se oyó por la línea una voz muy educada. Dijo que era Joseph y que se alegraba de que hubiese llamado. Luego preguntó si conocía París. Pensé: ¡Contacto!

Bacon acordó una cita en una cafetería de Bagdad para el mediodía siguiente.

A la hora señalada, un hombre sonriente se presentó como Joseph. Tenía profundos surcos en el rostro y el cabello blanco. Un informe posterior del agente nuevamente transmitía el surrealismo del momento:

«Joseph dijo lo complacido que estaba de verme, como si fuese algún pariente muy esperado. Luego comenzó a hablar sobre el clima y de cómo había bajado la calidad del servicio en los cafés como aquél. Yo pensé "aquí estoy, en un país hostil cuyo servicio de seguridad sin duda me mataría a la mínima oportunidad, escuchando divagar a un anciano". Decidí que quienquiera que fuera, cualquiera que fuera su vínculo con Salman en París, Joseph definitivamente no era un oficial de contra-espionaje iraquí. Eso me calmó. Le dije que mis amigos estaban muy interesados en la mercancía que había mencionado su amigo».

»El respondió: «Salman es mi sobrino, vive en París. Es camarero en un café. Todos los buenos camareros se han ido de aquí». Entonces Joseph se inclinó sobre la mesa y dijo: «¿Has venido por el MiG? Puedo hacer los arreglos. Pero costará un millón de dólares». Así, tal cual.

»Bacon se dijo que tal vez, después de todo, Joseph era más de lo que aparentaba ser. Tenía un sereno aire de certeza. Pero cuando comenzó a interrogarlo, el viejo sacudió la cabeza. «Aquí no. Nos pueden estar escuchando».

Acordaron encontrase nuevamente al día siguiente a orillas del Éufrates, que atraviesa la ciudad. Esa noche Bacon durmió muy poco preguntándose si, después de todo, no estaba siendo reclutado, si no por la inteligencia iraquí, por unos estafadores muy astutos que utilizaban a Joseph como portavoz.

La reunión del día siguiente reveló un poco más sobre los antecedentes y motivos de Joseph.

Provenía de una familia iraquí judía pobre. De niño había trabajado como sirviente para una familia rica de cristianos maronitas en Bagdad. Después de treinta años de servicio leal había sido repentinamente despedido, acusado injustamente de robar comida. Con cincuenta años, se encontró en la calle.

Demasiado viejo para conseguir otro empleo, subsistió con una modesta pensión.

También había decidido investigar sus raíces judías. Habló de su búsqueda con su hermana viuda, Manu, cuyo hijo, Muñir, era piloto de las Fuerzas Aéreas iraquíes.

Manu admitió que ella también tenía un fuerte deseo de ir a Israel. Pero ¿cómo iban a lograrlo? En Irak el hecho de mencionar la idea era ya arriesgarse a ser encarcelados. Dejar a alguien atrás garantizaría que las autoridades lo castigaran severamente, tal vez incluso lo mataran. ¿Y de dónde sacarían el dinero? Ella había suspirado y dicho que era un sueño imposible.

Pero la idea arraigó en la mente de Joseph. En varias ocasiones Muñir había contado que su comandante se jactaba de que Israel pagaría una fortuna por un MiG como el que él pilotaba. «Tal vez hasta un millón de dólares, tío Joseph».

La suma había entusiasmado a Joseph. Podía sobornar oficiales, establecer una vía de escape. Con ese dinero podía de alguna manera sacar a toda la familia de Irak. Cuanto más lo pensaba, más factible le parecía. Muñir amaba a su madre: haría cualquier cosa por ella, hasta robar su avión por un millón de dólares. Y no habría necesidad de que Joseph organizara la huida de la familia. Dejaría que los israelíes se encargaran de eso. Todo el mundo sabía que eran astutos para estas cosas. Por eso había enviado a Salman a la embajada.

—¡Y ahora estás aquí mi amigo! —le dijo Joseph a Bacon.

—¿Qué hay de Muñir? ¿Sabe algo de todo este asunto?

—Ah, sí. Está de acuerdo en robar el MiG. Pero quiere la mitad del dinero por adelantado ahora y, el resto, justo antes de hacerlo.

Bacon quedó asombrado. Todo lo que había escuchado parecía verdad y factible. Pero antes debía informar a Meir Amit.

En Tel Aviv, el jefe del Mossad escuchó durante una tarde entera mientras Bacon lo ponía al corriente de cada detalle.

—¿A donde desea Joseph que se transfiera el pago? —preguntó finalmente Meir Amit.

—A un banco suizo. Tiene un primo que necesita atención médica urgente inexistente en Bagdad. Las autoridades iraquíes le darán permiso para viajar a Suiza. Lo que pretende es que cuando llegue ya le hayamos transferido el dinero.

—Un hombre ingenioso, tu Joseph —comentó Meir Amit sarcástico—. Una vez que el dinero esté depositado en esa cuenta, nunca lo recuperaremos.

Le hizo una pregunta más a Bacon.

—¿Por qué confías en Joseph?

—Confío en él porque es la única opción —respondió Bacon.

Meir Amit autorizó que se depositara medio millón de dólares en la central del Crédit Suisse de Ginebra. Se estaba jugando más que el dinero. Sabía que no sobreviviría si Joseph resultaba ser el astuto farsante que algunos oficiales del Mossad aún creían que era.

Había llegado el momento de informar al primer ministro Ben Gurión y a su jefe de gabinete, Yitzhak Rabin. Ambos dieron luz verde a la operación. Meir Amit no les dijo que había tomado una medida más; había retirado toda la red del Mossad de Irak.

Si la misión fracasaba, no quería que le costara la cabeza a nadie más que a mí. Organicé cinco equipos. El primero era el enlace de comunicaciones entre Bagdad y yo. Se pondrían en contacto por radio únicamente si se desencadenaba una crisis; de lo contrario, no quería tener noticias suyas. El segundo debía estar en Bagdad sin que nadie lo supiera. Ni Bacon, ni el primer equipo. Estaba allí para sacar a Bacon del país si había problemas, y a Joseph también, si era posible. El tercer equipo debía vigilar a la familia. El cuarto debía organizar a los kurdos que ayudarían, en la última etapa, a sacar a la familia. Israel les estaba proporcionando armamento. El quinto equipo debía enlazar con Washington y Turquía. Para salir de Irak el avión debía sobrevolar el espacio aéreo turco para llegar a nosotros. Washington, que tenía bases en el norte de Turquía, debía persuadir a los turcos de que colaboraran diciendo que el destino final del MiG era Estados Unidos. Ahora sabía que los iraquíes temían que algún piloto desertara a Occidente y, por lo tanto, mantenían los tanques de combustible a la mitad de su capacidad. No podíamos hacer nada al respecto.

Todavía se planteaban otros problemas. Joseph había decidido que no sólo su familia inmediata sino también algunos primos lejanos debían tener la oportunidad de escapar al duro régimen iraquí. En total quería que cuarenta y tres personas fueran trasladadas por vía aérea a un lugar seguro.

Meir Amit accedió, sólo para afrontar una nueva preocupación. Desde Bagdad, Bacon envió un mensaje en clave: Muñir estaba teniendo dudas.

El jefe del Mossad presintió lo que estaba sucediendo. Primero y principal, Muñir era iraquí. Irak había sido bueno con él. Traicionar a su país por Israel no le sentaba bien. Nosotros éramos el enemigo. Toda su vida le habían enseñado eso. Decidí que la única manera de convencerlo era diciéndole que el MiG iría directamente a América. Así que viaje a Washington para ver a Richard Helms, entonces director de la CIA. Escuchó y dijo que no había problema. Siempre era muy accesible. Arregló todo para que el agregado militar de Estados Unidos en Bagdad se reuniera con Muñir. El agregado confirmó que el avión sería entregado a Estados Unidos. Le hizo un discurso sobre cómo estaría ayudando a América a alcanzar a los rusos. Muñir se lo tragó y aceptó seguir adelante.

A partir de entonces la operación continuó a su propio ritmo. El primo de Joseph recibió su permiso de salida y viajó a Ginebra. Desde allí, envío una postal: «Las instalaciones hospitalarias son excelentes. Me aseguran una completa recuperación». El mensaje era la señal de que los quinientos mil dólares restantes habían sido depositados.

Tranquilizado por la noticia, Joseph le dijo a Bacon que la familia estaba lista.

La noche anterior al vuelo de Muñir, Joseph los llevó en una caravana de vehículos hacia el norte, al fresco de las montañas. Los puestos de control iraquíes no los molestaron: todos los veranos muchos residentes se mudaban huyendo del calor de Bagdad. En el monte aguardaban los kurdos junto al equipo de enlace israelí. Guiaron a la familia por las montañas hasta helicópteros de las Fuerzas Aéreas turcas. Volando por debajo de los radares, cruzaron de regreso a Turquía.

Un agente israelí hizo una llamada a Muñir diciendo que su hermana había dado a luz a una niña, sin inconvenientes. Otro mensaje en clave había sido transmitido.

Al amanecer de la mañana siguiente, el 15 de agosto de 1966, Muñir despegó para un ejercicio de rutina. Una vez alejado de la pista, llevó el MiG a plena potencia y cruzó la frontera con Turquía antes de que los demás pilotos recibieran la orden de dispararle. Escoltado por varios Phantom de la Fuerza Aérea de Estados Unidos, Muñir aterrizó en una base aérea turca, se reabasteció de combustible y despegó nuevamente. Por los auriculares escuchó el mensaje, esta vez sin cifrar: «Toda su familia está a salvo y en camino para encontrarse con usted».

Una hora después, el MiG aterrizó en una base aérea militar, en el norte de Israel.

El Mossad se había convertido en un protagonista de la escena mundial para tener en cuenta. En la comunidad de inteligencia de Israel la manera de hacer las cosas en el futuro se clasificaría como «AA» (antes de Amit) o «DM» (después de Meir).