EPÍLOGO

Shikhara, abril de 1879

Helena tiró de las riendas, obligando a Lakshmi a detenerse. El animal bajó graciosamente la cabeza y se puso a buscar con su morro suave entre la hierba y a arrancar con gozo manojos enteros al tiempo que meneaba las orejas de satisfacción. Helena se apoyó en el saliente de la montura, respiró profundamente y dejó vagar su mirada por el paisaje. Una ligera brisa proveniente de las montañas movía las hojas de las matas de té. Los campos parecían un mar levemente encrespado de color verde intenso, y su aroma dulce perfumaba el aire claro y soleado. Oyó unas risas; como pájaros de colores picoteando, las mujeres se agachaban recolectando sus two leaves and a bud y arrojándolas con habilidad en los cestos que llevaban a la espalda. Oía en la lejanía el traqueteo de las máquinas que en la manufactura procesaban las first flush del año. Sería un té excelente, casi mejor que el del año anterior, pero exigía de todos ellos mucho esfuerzo. Ese paseo a caballo sin un motivo especial era un lujo inaudito en esa época del año; en los campos, en la manufactura, dentro de la casa y en los alrededores había muchas cosas por hacer, pero Ian y ella se lo habían permitido de todas formas. Junto a la cabeza negra de Lakshmi se movía el morro macizo de Shiva, como si el semental inspeccionara con curiosidad la comida de su hija antes de dar cuenta de ella también él. Helena levantó la vista.

El viento alborotaba el cabello oscuro y ondulado de Ian, y sus labios curvos se arquearon bajo el bigote en una sonrisa.

—Pareces feliz.

Helena se lo quedó mirando un momento, sentado sobre su caballo, con la camisa arremangada, la piel ligeramente tostada por el sol. Su corazón rebosaba de amor. Lo agarró del cuello abierto de la camisa y lo atrajo suavemente hacia sí; lo besó en la boca y murmuró:

—¡Lo soy, sí!

Él contestó a su beso y, cuando sus bocas se separaron, Ian tenía chispitas en los ojos.

Él dio un tirón a la brida para que Shiva avanzara unos pasos.

—¿Vienes?

—Sí, un momento.

Ian asintió con la cabeza y se fue cabalgando lentamente cuesta abajo por el sendero entre los campos. Ella lo miró alejarse y se volvió a contemplar las paredes escarpadas del Kanchenjunga, que, como un guardián silencioso y atento, vigilaba la paz y la felicidad de la casa que tan llena estaba de vida.

Desde que se había vuelto tan hábil cabalgando, Jason solo pasaba las horas de clase en la escuela y alguna tarde con alguno de sus amigos en la ciudad antes de regresar a buen trote cuesta arriba montado en su caballo alazán castrado para no perderse la cena con su familia. Era un buen estudiante, con dudas sobre cuál de sus dos oficios soñados elegir, si el de ingeniero o el de cultivador de té. A menudo se sentaban él y Mohan Tajid y traducían juntos los antiguos escritos de los hindúes y debatían sobre la filosofía que animaba esos escritos. Ian y Jason salían a cabalgar juntos, iban de caza o medían sus fuerzas y su habilidad en juegos de lucha. Desde la primavera anterior vivía Marge con ellos; había insistido en asistir a Helena en el parto de su hija; no la habían podido disuadir del viaje con ningún argumento y luego se había quedado. Entretanto, la pequeña Emily Ameera daba sus primeros pasos tambaleantes de la mano de Marge, y Marge y Shushila se superaban mutuamente dándole mimos a la niña. Shushila y Helena no llegarían nunca a ser amigas, pero habían llegado a un acuerdo; a veces podían incluso bromear y reír juntas, y Helena le dejaba con agrado a Emily durante algunas horas cuando ella tenía que hacer algo en la casa o en el huerto.

Helena no olvidaría jamás las lágrimas en los ojos de Ian cuando tuvo a aquel cachito de persona por primera vez entre sus brazos. Emily Ameera tenía los ojos y el pelo negro de su padre y la piel clara de su madre; todo el mundo en la casa la quería y la mimaba; llevaba su nombre en recuerdo de la hermana de Ian; era la criatura del monzón, de aquel monzón en el que Helena e Ian se habían perdido y vuelto a reencontrar. Y tal vez era en efecto el alma reencarnada de aquella niña, que se había buscado una época mejor, un lugar más dichoso, pensaba Helena en ocasiones.

Se deshicieron de la casa de World’s End y el retrato de Celia colgaba desde entonces en el salón. Ian vendió sus casas: la de Calcuta, en la que Helena no estuvo nunca, y la de Londres. Su lugar estaba en la India. Los inviernos los pasaban en Rajputana, en Surya Mahal o en la casa de Ajit Jai, donde celebraban la Navidad y también el cumpleaños tanto de Ian como de Jason, en una curiosa mezcla de tradición cristiana y heterogeneidad hindú. Allí eran los Chand, con toda naturalidad, como eran los Neville en Darjeeling y sus alrededores. Pudo convencer a Ian de que había llegado el momento de limar asperezas. Al cabo de algunas semanas, una vez finalizada la cosecha, manufacturado el té y transportado en cajas hasta el puerto de Calcuta, celebrarían una fiesta en el huerto de Shikhara para los demás plantadores y sus familias, a cuyos preparativos Helena dedicaba las pocas horas libres que le quedaban.

No volvió a saber nada más de Richard Carter, y aunque sentía en ocasiones un asomo de mala conciencia por haberse marchado de aquella manera de la habitación del hotel, era feliz. El secreto de Ian y de Richard estaba a buen recaudo con ella. Habían dejado atrás las sombras del pasado, y no pasaba ningún día sin que Helena diera las gracias al destino por haberla llevado hasta allí, pese a las muchas piedras puestas en el camino hasta esa felicidad. Como una leona lucharía por esa felicidad si peligraba o se veía amenazada en algún momento.

De vez en cuando se preocupaba por si Emily tendría la dicha de crecer libre y despreocupadamente, cosa que no les había sido concedida a Ian ni a ella. Sin embargo, Helena sabía que el destino recorre sus propios caminos y también que, en ocasiones, una tenía que agarrarlo por los cuernos con valentía y firmeza. Intentaba enseñarle eso a Jason, intentaría enseñárselo a Emily y también a los hijos que quizá tuviera todavía con Ian. Trataría de darles lo mejor de los dos mundos, pues esa era la herencia más valiosa que les podrían legar.

Helena se irguió y respiró profundamente, aspiró el sol, el viento y el aroma a piedra, tierra y té antes de tirar de las riendas y galopar por las colinas verdes cuesta abajo, hacia Ian.