Esperó bajo los arcos a que uno de los mozos de cuadra trajera a Shaktí. El sirviente del hotel que esa mañana la había recibido con tan poca amabilidad se acercó a ella, esta vez con el uniforme impecable.
—¿Está usted segura de querer salir con este tiempo? —Con la barbilla señaló la lluvia torrencial, que las ráfagas de viento arrojaban contra el pavimento. Pequeños torrentes borboteaban en los dos márgenes de la calle.
Helena titubeó. No la asustaba cabalgar bajo la lluvia y la tormenta; lo que temía era lo que le esperaba en Shikhara. ¿Seguiría Ian allí o se habría marchado, como tantas veces había hecho en su vida? Peor aún, ¿le haría sentir su cólera y la enviaría al diablo? Sin embargo, no tenía elección, tenía que arriesgarse, que jugarse el todo por el todo.
Inspiró profundamente y asintió.
—Sí, completamente segura.
Ya tenía la punta de la bota en el estribo cuando el sirviente del hotel le gritó:
—¿Le dejo dicho algo al señor Carter de su parte?
Helena se lo quedó mirando un instante, luego sacudió la cabeza y montó.
En pocos segundos quedó calada hasta los huesos, y también Shaktí, que se sacudía de mala gana pero trotaba a buen paso. El viento le arrojaba la lluvia a la cara como pinchazos finos, el agua corría por su piel en una extraña mezcla de calor y frescor, se le colaba bajo las prendas mojadas hasta las botas ceñidas. Los relámpagos centelleaban, los truenos retumbaban, pero ella no estaba atemorizada, se sentía unida a los elementos, rebosante de vitalidad. Todo su ser estaba concentrado en el paso siguiente, porque las calles y los caminos estaban resbaladizos, enfangados, llenos de piedras sueltas. Los arroyos caían en cascadas desde las alturas pobladas de bosques tupidos negros como la noche. En más de una ocasión resbaló Shaktí al ceder el camino bajo su peso. Helena le hablaba a la yegua en tono tranquilizador, animándola a continuar, la gobernaba siguiendo su deseo de avanzar a toda costa. «A casa… A casa…».
Y rezaba a Visnú y a Krishna, rezaba para llegar a Shikhara antes de que se hiciera de noche, porque a la luz crepuscular, bajo las nubes densas y a la sombra de los árboles, resultaba ya muy difícil distinguir el camino. A ambos lados se extendían las plantaciones de té, oscuras superficies relucientes, y Helena creía oír la respiración de los arbustos, que absorbían ávidos la lluvia, que les proporcionaría el fuerte aroma de la cosecha de otoño. La tarde comenzaba a teñir las colinas de gris cuando la puerta de entrada a Shikhara apareció ante ella recortada en negro. Abierta, sin vigilante.
Helena refrenó a la yegua y se detuvo, confusa. La casa estaba a oscuras, en silencio, no era acogedora. No había ninguna luz en las ventanas. Sintió un escalofrío y se desinfló. ¿Qué estaba haciendo allí? Titubeó durante un instante terrible con la sensación de hallarse perdida, luego espoleó a Shaktí con decisión y se acercó a paso rápido hacia la casa por el camino pedregoso.
Desmontó apresuradamente y subió los escalones. La puerta de entrada no estaba cerrada con llave. El vestíbulo se hallaba apenas iluminado. El silencio era fantasmal. La casa estaba desierta y muerta, como en una pesadilla, y los relámpagos que la iluminaban a intervalos breves hacían que pareciera encantada. Helena tragó saliva. No habría sabido decir cuándo había sido la última vez que se había sentido tan terriblemente sola y abandonada. Ese no era el hogar por el que había sentido añoranza, por el que había emprendido una cabalgada tan temeraria. Quería gritar los nombres de Yasmina, de Mohan y de Ian, pero no se atrevía, como si tuviera miedo de despertar demonios escondidos en los rincones.
Subió lentamente la escalera; sus botas llenas de barro fueron dejando un rastro oscuro, pero le dio igual. Arriba estaba todo tal como ella lo había dejado la noche anterior; sobre su cama seguía estando el lío de prendas de vestir. Se quedó un instante sin saber qué hacer. ¿Se había perdido todo? ¿Había llegado todo a su final?
El murmullo del monzón la llevó a salir fuera, al balcón. Y allí estaba Ian, sentado.
Un pequeño quinqué iluminaba con luz amarillenta y temblorosa el cenicero lleno a rebosar, la copa vacía, la botella en la que quedaba un resto y proyectaba sombras sobre Ian, que miraba fijamente la lluvia torrencial.
Un relámpago restalló, y otro más, y con esos jirones de luz azulada vio lo cansado que parecía. Era como si estuviera vacío de la cólera que le había impulsado siempre.
Allí estaba ella, como fascinada, contemplando al hombre que mediante coacción y contra su voluntad la había sacado de su mundo para introducirla en la vida de él, al hombre que le había proporcionado tantos momentos de felicidad y tantos otros de sufrimiento. Tuvo el presentimiento de que también él estaba intentando luchar contra su destino.
Como si hubiera notado la mirada de ella, levantó la cabeza y la vio. Las nubes se incendiaron momentáneamente y entonces vio Helena el desamparo y la vulnerabilidad en sus ojos, llegó a ver hasta el fondo de su alma. Se puso a temblar de frío, por la humedad, por la rabia, por la tristeza y por el avasallador sentimiento de amor que recorría su interior y que le cortaba el aliento.
—¿Qué buscas aquí? —Sus palabras eran ásperas, nada acogedoras, pero ella no se dejó amedrentar. Ya no.
—A ti —repuso con decisión.
—¿Por qué razón? —Su tono era cansino—. ¿Para reprocharme que no te contara que soy un bastardo, hindú a medias, que tengo vidas humanas sobre mi conciencia?
—No, no por esa razón. —Bajó la voz hasta convertirla en un susurro frente al rugido del monzón—. Cuéntame el cuento del león y de la hija del rey.
Un rayo atravesó las nubes y Helena vio la confusión en el rostro de Ian.
—Entonces lo contaré yo, tal como creo que acontecieron las cosas en realidad —prosiguió—. La hija del rey le tenía miedo al león, porque amar no forma parte de la naturaleza del león. Su naturaleza es dar caza y matar, y la hija del rey se resistía con todas sus fuerzas a que la casaran con él, porque temía por su propia vida. Se resistió hasta que vio en su frente el estigma, el mismo que ella llevaba desde su nacimiento en la frente también. Entonces reconoció que no era un león corriente, sino que su naturaleza era distinta, del mismo modo que ella no era la hija corriente de un rey; los dos estaban hechos el uno para el otro. Y ella dejó de sentir miedo y se enamoró del león. —El estruendo de un trueno la interrumpió, y esperó a que disminuyera para proseguir—. Tenías razón, Ian, aquel día en la dehesa, cuando dijiste que somos parecidos, muy parecidos. Llevamos el mismo estigma en la frente. Nuestros padres se amaron más entre sí de lo que nos amaron a nosotros, y eso nos hizo huérfanos, sin patria, sin raíces. Lo que hicieron por ese amor tuvo sus consecuencias, y esa fue la herencia desdichada que nos han legado. Pero lo que hagamos nosotros, eso está exclusivamente en nuestras manos. —Tragó saliva, hizo acopio de fuerzas y dijo en voz alta—: Déjalo ya, Ian. Deja en paz a los muertos. Tu caza se acaba aquí.
Él se levantó, inseguro, a tientas, más por la sorpresa que por la embriaguez. Dio algunos pasos, se detuvo frente a ella. La miró a los ojos un buen rato, como si la viera por primera vez; le pasó despacio el dorso de la mano por la mejilla, como si tuviera que asegurarse de que era real.
—Sí, se acabó —dijo finalmente con voz ronca. Iba a añadir algo, pero calló, titubeó. Luego afloró una sonrisa en su rostro—. Por favor, quédate, leona mía. —Y la tierna aspereza de sus palabras hizo que a Helena se le encogiera el corazón para luego ensancharse.
Cuando la abrazó, mientras el monzón susurraba sobre las plantaciones de té, tamborileando en la madera, limpiando el aire y trayendo consigo el aroma de la vegetación mojada, de la tierra húmeda y de las montañas eternas, en un abrazo tan firme que Helena apenas podía respirar, entonces supo que había llegado a casa.