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Mientras, iban saliendo nuevos brotes en las matas de té con el ciclo de las estaciones, bajo el sol y la lluvia. Recomenzaba todo después de podarlas, a intervalos regulares, hasta que desarrollaron su amplia corona característica. En sus hojas maduraba el aroma del futuro té y en Ian los planes de aniquilación de los asesinos de su padre. Tres años pasaron desde los primeros rodrigones hasta la primera cosecha, y tres años tardaron en averiguar el paradero de los hombres del coronel Claydon, ya fuese en la India o en Inglaterra. Tres años transcurrieron hasta que Ian supo cuáles eran sus puntos débiles, hasta que urdió un plan perfecto para dar con cada uno de ellos en el lugar preciso y destruirlos. Se tomó su tiempo, saboreó cada uno de los preparativos y se puso a esperar el momento propicio; sabía que llegaría ese momento para cada uno de los nueve hombres. Procedió con mucha sangre fría, calculadamente; ponía cerco a su víctima, él personalmente o algún agente bien pagado, el tiempo necesario hasta que caía en la trampa que le había tendido Ian. Para tal fin cambiaba de identidad constantemente. Pasaba de ser hindú a ser inglés tan fácilmente como cambiaba de traje a medida.

El primero fue James Haldane, a quien Ian localizó en septiembre de 1873 en un fumadero de opio de Bombay. Los dos hombres se pusieron a hablar y pasaron una velada muy placentera en cuyo transcurso Haldane se quedó dormido benditamente sobre los cojines de seda; ya no despertaría de ese sueño porque presumiblemente se excedió en el cálculo de la dosis para su pipa.

Thomas Cripps se ahorcó después de haber perdido todos sus bienes en una partida ilegal con un forastero de cuyo nombre nadie se acordaba en la mal iluminada trastienda del local.

Un destino similar tuvo Leslie Mallory, quien se entregó a la bebida, lo que tuvo como consecuencia su expulsión deshonrosa del Ejército, lo cual, a su vez, le acarreó el repudio de su familia.

Emma Franklin tuvo una aventura que salió a la luz mediante una nota anónima. Como el caballero en cuestión le había dado un nombre falso y por esa razón resultaba imposible dar con él, Robert Franklin, un hombre muy celoso, agarró su arma de servicio, mató a su hermosa esposa pelirroja de un tiro y, acto seguido, se voló la tapa de los sesos.

Tobías Bingham empezó a oír voces y sus parientes lo encerraron en un sanatorio; según el diagnóstico, no había esperanzas de una mejoría.

Algunos sahibs se enzarzaron en una disputa en un lal bazaar de Calcuta. Samuel Greenwood, conocido por su mala leche y sus ataques de rabia, comenzó a disparar a diestro y siniestro cegado por la furia. Mató a tres de las chicas y, por desgracia, también a su superior, razón por la cual fue condenado a muerte.

Solo se le pudo imputar a Ian el duelo en el que luchó cara a cara con Edward Fox, pero hubo suficientes testigos que confirmaron ante el tribunal que este le había atosigado tanto que no le había quedado más remedio que aceptar el desafío. Salió absuelto con una multa irrisoria y recibió grandes muestras susurradas de respeto.

Ya solo quedaba el coronel, que, entretanto, se había jubilado con el título de sir Henry Claydon y vivía cómodamente en la finca de su familia en Cornualles. Él… y uno de los cabos, el hombre que tuvo una participación notable en el interrogatorio de Kala Nandi; un hombre que sabía borrar tan hábilmente su rastro como Ian y a quien este había ido pisando los talones para perderle de nuevo el rastro.

Aunque Ian no se situaba siempre en primer plano de la acción, organizaba las cosas de tal manera que estaba presente cuando su víctima recibía el golpe de gracia y asumía el riesgo de que algunas situaciones conllevaran una escalada y se complicaran mucho más de lo planeado originalmente. Sabía que se trataba de un juego arriesgado y que un golpe de azar podía llevarlo a la ruina; sin embargo, ni siquiera esto parecía afectarle demasiado.

Ian disfrutaba de la vida mientras bailaba sobre la cuerda floja, porque podía permitírselo. Tientsin había sido un magnífico maestro; en Calcuta y en Londres se disputaban el té de Shikhara y los mayoristas de la Mincing Lane pujaban entre sí hasta alcanzar sumas vertiginosas para asegurarse algunas de aquellas cajas de madera tan poco llamativas. A la casa en Shikhara con el personal doméstico correspondiente siguieron una en Londres, en la elegante Grosvenor Square, y otra en Calcuta, algunos carruajes, un vagón de ferrocarril propio y, por último, el Kalika, construido en los astilleros londinenses con los últimos avances técnicos. A Mohan le entraba en ocasiones un vértigo en toda regla a la vista del ritmo con el que Ian avanzaba desde la primera cosecha en abril de 1873.

Sacó provecho del veloz desarrollo técnico de su época: el ferrocarril, el barco de vapor, el telégrafo. Iba de una parte a otra del mundo: de Shikhara a Calcuta, de Calcuta a Surya Mahal, de Surya Mahal a Jaipur o Bombay, de allí a Londres y de regreso nuevamente a la India. Pero allí donde iba Ian, Mohan lo seguía como una sombra.

Su fama como magnate del té, su aspecto llamativo y elegante, el encanto que sabía darle al día cuando algo le importaba, abrieron a Ian rápidamente las puertas de la sociedad que solían permanecer férreamente cerradas a los advenedizos.

Tomaba a las mujeres que le gustaban y ellas se lo ponían fácil. Le encantaban sobre todo las mujeres inglesas casadas de clase alta, porque estaban obligadas a una prudente discreción, igual que él, y podía librarse de ellas cuando se hartaba sin consecuencias desagradables. Era un hábil embaucador y todas se dejaban embaucar gustosamente, cegadas por su porte, por su fortuna. Ian Neville poseía el mayor de los poderes: el poder del dinero, y era absolutamente consciente de tal cosa.

—¡Ah, Sofia, aquí estás! —circuló la voz sonora de sir Henry por encima de las cabezas de las damas y los caballeros presentes, imponiéndose al zumbido de la sociedad locuaz y las agradables melodías del cuarteto de cuerda—. ¿Me permite hacer las presentaciones? Mi esposa, lady Sofia. Imagínate, cariño, este —dijo dando unos golpecitos joviales en el hombro al joven que tenía a su lado— es el hombre de cuyo té te he hablado con tanto entusiasmo. El señor Ian Neville, de Darjeeling. Acabamos de tener una conversación sobre la India, la buena y antigua India de los tiempos de lord Canning…

—Encantada —dijo con un arrullo lady Sofia tendiendo al joven graciosamente su mano derecha, enfundada en un guante de seda hasta el codo.

—Señora mía, es un honor para mí —susurró Ian Neville.

A lady Sofia su voz profunda le recordó el terciopelo púrpura que había encargado por la tarde en Savile Row, y la manera en que le tocó la mano, estampando en el dorso los labios bajo aquel oscuro bigote, desencadenó un placentero estremecimiento en su espalda. Mientras le asaltaba con las habituales preguntas acerca de su bienestar, de la duración de su estancia y de su relación con los demás invitados, examinó al joven con una mirada escrutadora y penetrante. ¿Un plantador? «De ninguna manera —diagnosticó para sí—. Sin duda un caballero que lleva ese negocio del té por afición, para aumentar su fortuna». En cualquier caso decidió, movida por su aspecto, su porte y su manera de hablar, que merecería sin duda la pena trabar amistad con él y le sonrió con mucha simpatía.

—Venimos algunas veces al año a Londres. ¡En nuestra casa de Cornualles es todo tan tremendamente tranquilo! ¿Ha estado usted alguna vez en Cornualles, señor Neville? ¿No? ¡Oh, debería usted conocer esa región! ¡Ah, señor Neville! ¿Le han presentado ya a mi hija Amelia?

La conversación fue entretenida y volvieron a encontrarse de nuevo esa misma semana en otra reunión social. La información que lady Sofia obtuvo de conocidos comunes fue bastante satisfactoria, así que se citaron para dar un paseo en carruaje y, al día siguiente, revoloteaba una nota por la casa de la Grosvenor Square en la que lady Sofia Claydon, en nombre de toda su familia, expresaba su ilusión por poder dar la bienvenida lo más pronto posible al señor Ian Neville en su casa señorial de Oakesley. Transcurrido un tiempo prudencial, el secretario hindú del señor Neville comunicó que su señor aceptaba con sumo agrado la invitación y preguntaba si resultaba oportuno fijar una fecha para principios de noviembre.

Ian levantó la vista con impaciencia cuando Mohan Tajid entró en el salón del ala reservada para los invitados de la mansión señorial de Oakesley.

—¿Y bien?

Mohan Tajid asintió con la cabeza.

—Me lo han vuelto a confirmar por otras fuentes. Los Claydon están completamente arruinados.

Una sonrisa se deslizó rápidamente por el rostro de Ian.

—Muy bien. —A grandes zancadas se acercó al escritorio y escribió rápidamente una nota que plegó y entregó a Mohan—. Esta nota tiene que salir hoy mismo por mensajero hacia Jennings, en Londres. Veamos si podemos ayudar al honorable coronel en su precaria situación económica. —Hizo un guiño a Mohan, burlón.

—¿Cómo lo llevas? —quiso saber este.

—Estupendamente. La madre y la hija solo aguardan a que me declare, como se suele decir, pero todavía las tendré en vilo uno o dos días. Mohan… —Este se volvió a mirar con la mano ya en el pomo de la puerta—. Deja dicho, por favor, que nos ensillen dos caballos. Me parece que está clareando y me gustaría cabalgar por la playa, por el acantilado. Las vistas desde allí son espectaculares, según me han comentado.