Siguieron unos meses y unos años muy duros. Las tierras que había comprado Ian eran vírgenes, no habían sido tocadas por la mano humana. Estaban pobladas por una jungla de siglos, habitadas por animales salvajes en cuyo hábitat se inmiscuían. En más de una ocasión intentó un tigre resarcirse con furia de la presencia de aquellos intrusos en su territorio.
Hubo que talar los árboles centenarios y transportarlos con rocines robustos. Se retiró la maleza, se removió la tierra y se pasó el arado. Era un trabajo que hacía sudar, un trabajo peligroso, pero Mohan no había visto a Ian tan feliz desde que los guerreros del rajá lo habían expulsado del valle del Kangra. Disfrutaba a ojos vista echando una mano, trabajando codo con codo con los hombres a los que había contratado para talar palmo a palmo la selva virgen, viendo cómo la plantación que había imaginado durante tanto tiempo iba cobrando forma día a día, y Mohan comprendió que Ian estaba haciendo realidad el sueño de toda una vida.
Fueron muchos los trabajadores a los que Ian contrató, tantos, que otros ingleses que estaban también entregados a la tarea de talar para organizar sus propias plantaciones de té lo miraban con malos ojos porque les quitaba los mejores hombres delante de sus narices al poder permitirse pagarles mejor. Mohan fruncía en ocasiones el ceño cuando echaba un vistazo a las sumas que aparecían en los libros de contabilidad dedicados a la plantación. Pero se callaba porque el dinero era de Ian, dinero que había heredado de su abuelo, oro y plata que habían dormitado durante décadas, quizá durante siglos, custodiados en los sótanos de Surya Mahal.
Pero los gastos merecieron la pena. Mucho antes de lo planeado, las primeras laderas de Shikhara mostraron el marrón sedoso de la tierra fresca sin plantar. No muy lejos del lugar en el que se levantaría la manufactura posteriormente, se labró un huerto como plantel. Mohan vio cómo manejaba Ian las semillas que había mandado traer de China, no por vía completamente legal, tal como suponía Mohan; al menos el jinete que llegó del norte por la cordillera y entregó a Ian los saquitos a cambio de una suma elevada de dinero no daba la impresión de ser un emisario oficial. Ian vertió las semillas en un cuenco lleno de agua. Recogió y tiró a continuación las que quedaron flotando en la superficie; las que permanecieron en el fondo fueron puestas a germinar en la más absoluta oscuridad, entre sacos húmedos. Al cabo de seis semanas habían crecido unos brotes muy frágiles que Ian plantó cuidadosamente en una tierra bien preparada, bajo un tejado protector de ramas y paja.
A los trabajadores que preparaban el cultivo de las tierras y los campesinos y jardineros dedicados al cuidado de las plantas de té en el extenso plantel, los siguieron albañiles, carpinteros y ebanistas que Ian hizo acudir desde las llanuras de la India. Construyeron, en parte con la madera de los viejos árboles talados, la casa grande que Ian mandó proyectar en Calcuta y que sustituyó la sencilla cabaña de madera que él y Mohan habían compartido al principio.
Ian realizó varios viajes a Calcuta para ver muebles y otros objetos de decoración o para mandarlos fabricar según sus deseos. También ordenó traer alguna que otra pieza de Surya Mahal o de Jaipur a lo largo de toda la ruta ascendente hasta Shikhara.
Dos años tardó en estar acabada la casa tal como Ian la había proyectado, el huerto cultivado, construidos los establos, vallada la dehesa para los caballos que se había llevado consigo en su último viaje desde Surya Mahal. En esos dos años, los brotes del plantel se convirtieron en plantas robustas de una altura aproximada de más de un metro, que fueron trasplantadas a los campos: mil quinientas plantas en una yugada de tierra. Se allanó una gran parte del plantel y se construyó allí la manufactura en la que se tratarían posteriormente las hojas de té. Durante los siguientes tres años no hubo nada más que hacer que ver cómo las matas de té se estiraban hacia el cielo sobre Darjeeling, así que Ian y Mohan pudieron iniciar la búsqueda de Winston.
Fue una tarea ardua y penosa la búsqueda de testigos que habían visto quizás a Winston aquel día en Delhi o hablado con él, de documentos en los que pudiera aparecer su nombre, listas de muertos, heridos, desaparecidos en el motín. Ian permanecía siempre en un segundo plano; fue Mohan Tajid quien cabalgó a Delhi y a Jaipur, donde pusieron al corriente a Ajit Jai Chand, quien les aseguró todo su apoyo. Mohan y Ajit contrataron a numerosos agentes que realizaban las pesquisas en su nombre, huroneaban en busca de información, echaban una ojeada a documentos secretos o andaban revolviendo actas. Los hilos que tendían hacia aquella época llegaban incluso hasta Inglaterra. Copias e informes, por atajos hábilmente ideados, llegaban finalmente a Shikhara. Y en las largas tardes Mohan e Ian se ocupaban de aquellos escritos, meditaban largamente sobre planos de ciudades y mapas, se desesperaban a menudo por la falta de perspectivas, y sin darse nunca por vencidos urdían teorías y las descartaban. La India era un país de dimensiones enormes y la situación durante el levantamiento había sido intrincada. Habría dado lo mismo si se hubieran puesto a buscar la tan citada aguja del pajar.
Si Winston había dado la espalda a la India en algún momento de los diez años transcurridos desde entonces, sus posibilidades de averiguar algo sobre él serían casi nulas.
No obstante, de una cosa se enteraron con relativa rapidez: Winston Neville, cuyo nacimiento estaba inscrito en el registro parroquial de la ciudad de Burton Fleming, Yorkshire, el 30 de abril de 1817, tercer hijo de George Neville e Isabell Neville, con apellido de soltera Simms, había sido declarado desaparecido a finales de 1844 y muerto un año más tarde. «Desaparecido, presumiblemente caído al honroso servicio de la patria y de la Corona», tal como rezaba en las actas de la Compañía Británica de las Indias Orientales. Esa era la versión oficial que se le dio también a la familia de Winston, orgullosa de su heroico hijo soldado, y de la cual solo seguía vivo un hermano de Winston. William Jameson, que había salido ileso de la rebelión en su Jardín Botánico de Saharanpore y era ya esposo y padre de varios niños, no había vuelto a saber nada de Winston. A Mohan Tajid le parecía mezquino y deshonroso mandar a terceros para tantearlo a él, a quien tenían que agradecer que les hubiera encontrado refugio en el valle del Kangra, pero sabía que lo más inteligente era mantener sus pesquisas en el mayor de los secretos.
Su búsqueda resultó infructuosa durante muchos meses. Entonces apareció por fin un rastro. Alguien se acordaba del inglés alto y fornido con los ojos azules y el cabello claro, soldado de formación, que hablaba con fluidez el hindustaní; sin embargo, la pista no condujo a nada. Dieron con otro informe de un testigo ocular, pero tampoco los llevó mucho más allá. Siguieron cartas y más cartas con indicios que se repetían, se ampliaban, que permitían hacer suposiciones. Finalmente fueron capaces de reunir las piezas del rompecabezas. Ian y Mohan estuvieron en condiciones de seguir la ruta que Winston había emprendido desde la polvorienta calle de Delhi aquel 12 de mayo, si bien les faltaba alguna que otra etapa del recorrido.
Esa ruta había llevado a Winston al Fuerte Rojo para unirse al bando de los rebeldes. Allí había prestado el juramento de fidelidad a Bahadur Shah. Era conocido por el mote de Kala Nandi, «Toro Negro», como la montura de Shiva, y temido por la sangre fría con la que masacraba a sus compatriotas. Era admirado y querido por los cipayos amotinados a los que capitaneaba. Había sido visto por última vez cerca de Nana Sahib, el soberano de Bhithur, y se decía que había desempeñado un papel no insignificante en las masacres de Kanpur, al este del país, durante los meses de junio y julio de 1857. Allí desapareció repentinamente hasta que, meses más tarde, un pelotón de hombres del trigésimo tercer regimiento, a las órdenes del coronel Henry Claydon, se dispuso a perseguir a aquel traidor asesino. A partir de entonces, cada paso de la ruta estaba documentado con prolijidad militar. Tanto Mohan como Ian eran conscientes de que lo arriesgaban absolutamente todo mandando espiar entre documentos mantenidos en estricto secreto y bajo llave, pero asumieron los riesgos e Ian pagó sin pestañear las elevadas sumas de dinero que le exigieron para los sobornos.
Los soldados necesitaron casi un año para dar con la pista de Kala Nandi. Cayó en sus manos en el desierto de Rajputana, más allá de Jaipur, a menos de ciento cincuenta kilómetros de Surya Mahal. Hasta el último momento se negó a revelar su identidad inglesa. A pesar de que lo sometieron a «duras fórmulas de interrogatorio», insistió en llamarse Kala Nandi, aunque admitió, «de manera complaciente y con repugnante orgullo», haber cometido los delitos de sangre que se le imputaban, para «vengar a su familia, que había muerto, según sus palabras, a manos de los británicos». Declarado rebelde, traidor y asesino conforme a la ley militar, una higuera seca se convirtió en su patíbulo y su cadáver fue enterrado en aquella tierra polvorienta. «Misión cumplida, a día 27 del mes de octubre de 1858».
«Misión cumplida», murmuró Mohan Tajid mecánicamente cuando leyó las últimas líneas; a continuación apoyó en la mesa el escrito y se quedó mirando fijamente, como aturdido, el fuego de la chimenea. Necesitó un momento para comprender el alcance de todo aquello y a punto estuvo de prorrumpir en una sonora carcajada cuando captó la ironía. Winston, quien como soldado de la Compañía no había matado nunca a nadie y que quedó tan impresionado cuando Mohan y Sitara mataron a los dos rajputs durante su huida nocturna por las callejuelas, había acabado convirtiéndose en un asesino sanguinario para vengar a su familia.
«Quizás habría acabado siendo incluso un gran guerrero con el paso del tiempo», había dicho el anciano rajá acerca de Winston. Y tenía razón; con la rebelión llegó también el momento de que Winston se convirtiera en un guerrero, en su propia guerra, contra su propio pueblo. Lo que más le dolió fue que Winston había intentado buscar refugio en Surya Mahal. Algunos días más y se habría puesto a salvo, se habría reunido con su hijo.
Mohan miró a Ian, que estaba sentado frente a la chimenea mirando el fuego, inmóvil, como petrificado.
—Por lo menos ahora sabes que te estaba buscando —dijo Mohan con cautela, intentando dar algún consuelo a Ian.
Pero él mismo se daba cuenta de lo débil que era ese consuelo e Ian no reaccionó a él, sino que siguió mirando el fuego sin moverse. Mohan hizo lo mismo, y permanecieron un buen rato los dos sentados, juntos, en completo silencio. Exceptuando la lluvia que golpeaba la ventana y el crepitar de la leña en la chimenea, no se oía nada más.
—Pagarán por lo que hicieron.
Mohan levantó la vista. Ian seguía mirando fijamente las llamas, pero la mano que reposaba sobre el brazo de la silla se había cerrado en puño.
—Todos y cada uno de ellos.
Por fin se volvió Ian hacia Mohan. Este, que ya le creía curado de todos los horrores para siempre, vio el odio puro, casi inhumano, que destilaban sus ojos. Aquello le aterrorizó. El reflejo del fuego convertía el rostro del muchacho en una máscara demoníaca.
—Los perseguiré como ellos persiguieron a mi padre, y acabaré con todos y cada uno de ellos.
—Estás loco —se le escapó sin querer a Mohan.
—No, Mohan. —Ian se levantó despacio, cogió la pitillera de la repisa de la chimenea, se encendió un cigarrillo y expulsó ruidosamente el humo—. Solo hago lo que me ha enseñado Ajit. Lo que me ha enseñado el rajá. Y si tú eres un rajput de verdad, me ayudarás.
Mohan miró las páginas que seguía teniendo en la mano: «… a saber, los cabos Thomas Cripps, Richard Deacon, Edward Fox, Robert Franklin, y James Haldane, y los tenientes Tobías Bingham, Samuel Greenwood y Leslie Mallory, a las órdenes del coronel Henry Claydon…». Nueve hombres que seguían prestando servicio en alguna parte para la Corona británica, que eran esposos, quizá padres de familia.
—¿Qué vas a hacer? ¿Vas a retarlos en duelo o los vas a asesinar por la espalda?
Ian se recostó en el antepecho de la chimenea y miró a la cara a Mohan a través de la densa nube de humo.
—No. Cada persona tiene su punto débil. Averiguaré cuál es y golpearé en el momento adecuado.
—¡Eso puede durar años!
Ian permaneció unos instantes en silencio y miró de soslayo a Mohan en la semipenumbra de la habitación.
—Me da lo mismo. —Dio una calada profunda a su cigarrillo—. En una ocasión, Ajit me hizo aprender de memoria un verso antiguo: «No te entregues al pensamiento de la venganza antes de poder ejercerla; el garbanzo que salta arriba y abajo en la sartén al freírlo no rompe a pesar de ello el hierro». Nunca lo he olvidado, como si todos estos años hubiera presentido que algún día tendría que actuar de esta manera. —Lanzó al fuego con un golpe de dedo la colilla y miró fijamente a su tío—. Bueno, Mohan, o recorres esta senda conmigo o nuestros caminos se separan aquí.
Mohan sintió un escalofrío cuando le pasaron por la cabeza las palabras shikar y shikari, «la caza» y «el cazador».
Bajo una lluvia torrencial se pusieron en marcha a la mañana siguiente, cuesta arriba, en dirección a las montañas. Y cuando Ian se arañó la piel con el lingam de piedra de Shiva y juró por su sangre hindú e inglesa a partes iguales, ante el dios de la venganza, no descansar hasta haber reparado la deshonrosa muerte de su padre, Mohan Tajid comprendió lo que los cristianos querían decir con la frase «vender el alma al diablo».