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Reinaba el silencio en el palacio. Todavía no había concluido la época de luto, si bien habían transcurrido ya los doce días de actos solemnes y festivos que debían contribuir a que al difunto se le concediera una feliz reencarnación. Doce días en los que se entregaron en ofrenda a los dioses arroz, frutos y flores con gestos, cánticos y oraciones de cientos de años de antigüedad; doce días de ceremonias interminables conducidas por diecinueve brahmanes a las que tenían que asistir todos los allegados, si bien la mayor carga de los ritos recaía sobre los hombros del heredero, en este caso Manjeet Jai Chand, el nuevo rajá del principado.

Hacía catorce días que el alma guerrera de Dheeraj Chand se había despojado de su envoltorio mortal, a los ochenta y tres años de la encarnación de su atman. Durante los últimos cuatro se había ido apartando cada vez más de los asuntos de Surya Mahal y de los territorios correspondientes para recluirse en sus aposentos privados, donde ayunaba, meditaba y oraba preparando su alma para el viaje. Había ido entregando a su nieto los destinos del palacio, de los campesinos, pastores y trabajadores que vivían en los alrededores.

Mohan Tajid levantó la vista del fuego que ardía en la chimenea porque el año era todavía joven, y frías las noches, y se quedó mirando fijamente a Ian, que tenía lo ojos fijos en las llamas. Recordó a Ian, fuera, en la estepa, frente a los baldaquines de piedra de los chattris, el primer día de ritos funerarios. Manjeet, como hijo primogénito, había cogido de manos del brahmán principal la antorcha con el fuego sagrado, había rodeado con paso sosegado la pira funeraria y prendido fuego por los cuatro costados a la leña sobre la que se hallaba el cadáver adornado con flores de Dheeraj Chand. Acompañadas por el monótono «ram-ram, ram-ram» de los brahmanes, las llamas habían ascendido con rapidez hacia el cielo, envolviendo los restos mortales del rajá. El reflejo del fuego daba un brillo rojizo dorado a los asistentes, vestidos de blanco, sin adornos, que lloraban y se lamentaban de la pérdida ruidosamente, o lo aparentaban al menos. Ian, el único que no se había rapado la cabeza en señal de luto, había permanecido silencioso e inmóvil junto a la pila funeraria, completamente sereno. Mohan no estaba seguro de si el brillo de sus ojos se debía a lágrimas contenidas o expresaba la satisfacción más profunda.

Ian tenía veintidós años, y era desde hacía una hora, cuando el brahmán principal, en presencia de los miembros varones de la familia, había roto el sobre lacrado del rajá que contenía las últimas voluntades de Dheeraj Chand, el nuevo señor de Surya Mahal. Un murmullo había recorrido la sala, y Mohan no había podido reprimir una sonrisa maliciosa enseñando los dientes cuando Manjeet, ignorando las reglas del decoro, había salido de la sala hecho una furia. Pero Manjeet sabía igual que todos los demás que no poseía ninguna herramienta jurídica para revocar la decisión de su padre difunto. Dos brahmanes de alto rango habían dado fe por escrito de que «Surya Mahal, regalo de boda de mi querida y dolorosamente llorada esposa Kamala, será la herencia que concedo a las leales manos de mi nieto Rajiv Chand», tal como el rajá había redactado en el pergamino hacía algunos años. Sin embargo, no le había legado el rango correspondiente de príncipe; ese título lo ostentaría Manjeet, sumado a una serie ya considerable de otros títulos. Ian era ahora rico, muy rico. Las tierras de Surya Mahal eran diminutas en lo tocante a extensión en comparación con el tamaño total del principado, pero desde siempre habían sido las más opulentas, y bajo la dirección de Ian, esa opulencia había seguido creciendo aún más en los últimos cuatro años. No obstante, a Ian parecía no impresionarle en absoluto su riqueza repentina, y Mohan presentía el motivo.

—Tú lo sabías, ¿no es verdad?

Ian encendió un cigarrillo y aspiró profundamente el humo sin dejar de mirar el fuego de la chimenea.

—Sí. Me lo dijo cuando regresé aquí. Estuve presente cuando los dos brahmanes estamparon sus firmas al pie y él cerró el escrito, lo lacró y se lo entregó a uno de ellos para que lo leyera en el momento inmediatamente posterior a su muerte.

Volvieron a guardar silencio, cada uno absorto en sus propios pensamientos. Mohan se acordó de lo que había dicho en su día el rajá acerca de que Ian regresaría un día al mundo de los ingleses.

—¿Te quedarás aquí?

Ian sacudió la cabeza y arrojó, la colilla del cigarrillo al fuego.

—No. Tengo otros planes.

Se levantó y se acercó al escritorio en el que había un montón de papeles. Mohan lo siguió con la mirada.

—Quiero ir al norte —explicó Ian tras desplegar un mapa de la parte oriental del Himalaya. A los pies de la cadena montañosa, más arriba de la pequeña ciudad de Darjeeling, había una zona sombreada sobre la que Ian puso el dedo—. Mandé comprar estas tierras hace algún tiempo. Cuando al principio me interesé por ellas no se les permitía a los europeos adquirir terrenos allí. Después se modificaron las leyes y ahora a ningún hindú ni a ningún euroasiático se le permite poseer tierras allí. Así pues, Rajiv Chand retiró su oferta e Ian Neville entró en negociaciones con el Gobierno. —Dirigió a Mohan una mirada divertida de soslayo—. ¡Qué ironía! ¿No es verdad?

«Rajiv el Camaleón», se le pasó a Mohan por la cabeza. Miró la escala del margen inferior del mapa y calculó mentalmente la extensión de aquellas tierras.

—¿Qué planes tienes para tanto terreno?

—Voy a cultivar té. —Los dedos de Ian pasaron casi con ternura por encima de la superficie marcada—. Y mi té será el mejor a lo largo y ancho de estas tierras. —Debió de notar la mirada sorprendida de Mohan, porque levantó la vista con una sonrisa—. No he olvidado nada de lo que aprendí con Tientsin en aquellos días. Absolutamente nada.

Mohan comprendió que aquello había sido lo que había ocupado su mente todos esos años, lo que había soñado; igual que un sadhu, con una paciencia de verdadero sabio, había estado esperando su hora, la hora en la que Surya Mahal y la fortuna correspondiente fueran suyas. Y, si conocía a Ian, seguramente habría ultimado su plan hasta el más mínimo detalle, sin dejar nada al azar.

Señaló el mapa con la barbilla.

—¿Tienes ya un nombre pensado?

—Las tierras están inscritas en el registro de la propiedad con el nombre de Shikhara. —Y con un murmullo añadió—: Desde allí puede verse el Kanchenjunga… —Y en sus ojos asomó la nostalgia.

«Shikhara…». Mohan repitió mentalmente el nombre buscando su significado. «Cumbre», porque desde allí se veían la montaña sagrada de Shiva y otras cumbres del Himalaya. «Templo», por los monumentos de piedra de Kangra, el valle en el que Ian había pasado su niñez, que daban nombre al estilo de construcción shikhara. Shikhara reproducía de alguna manera el sonido del nombre de su madre, Sitara. Pero las raíces de ese nombre podían hallarse también en los términos shikar y shikari, «caza» y «cazador».

Mohan miró atentamente a Ian. «¿A la caza de qué?». En voz alta preguntó:

—¿Y qué será de Surya Mahal?

Ian plegó de nuevo el mapa.

—Mañana daré a conocer que Djanahara me sustituirá durante mi ausencia. También se ocupará de que el jardín prohibido vuelva a ser cuidado y de que alguien se encargue de Ánsú Berdj para que se conserve y sea accesible pero permanezca deshabitada como hasta ahora.

La Torre de las Lágrimas. Mohan había supuesto siempre que Ian pasaba allí mucho tiempo a escondidas, siempre que no había manera de encontrarlo en ninguna otra parte del palacio. ¿Forjaría allí sus planes, en la planta superior, cuyo suelo estaba pulido por las pisadas de su madre prisionera y desde donde se veía muy tierra adentro?

A Mohan le pareció acertada la elección de Djanahara como su sustituta. Era su hermana mayor, una mujer enérgica e inteligente, y vivía desde hacía un año y pico con ellos en Surya Mahal. Les había llegado una carta de petición de ayuda, porque su marido había fallecido tras una larga enfermedad y sus hijos querían que subiera a la pira funeraria para consumar la ceremonia honrosa del sati. Ian le aseguró de inmediato un refugio en su casa y mandó un destacamento de guerreros rajputs en su busca. Fue entonces cuando comprendió Mohan por qué el rajá, obstinado en la conservación de las leyes religiosas, le había dado completa libertad de acción, porque sabía que Ian iba a ser el futuro nuevo soberano de Surya Mahal y respetaba sus decisiones por mucho que contradijeran su propia visión del mundo.

—¿Cuándo partirás?

—En cuanto pueda, dentro de dos o tres días.

—Me gustaría acompañarte —dijo Mohan, mirando expectante al joven.

Ian le devolvió la mirada y una sonrisita se dibujó en su rostro cuando asintió con la cabeza.

—Esperaba que me dijeras eso. —De repente se puso serio, dio unos pasos por la sala, se detuvo, respiró profundamente como si le costara un esfuerzo tremendo pronunciar las siguientes palabras—: Yo… quiero pedirte una cosa más, Mohan. —Miró a su tío a los ojos con desesperación pero decidido al añadir—: Ayúdame a encontrar a Winston.