Los británicos llevaban meses luchando por mantener la India para la Corona y fueron llegando poco a poco tropas de otras partes del Imperio: soldados estacionados en Birmania, procedentes de Persia, de China y de Mauricio; escoceses de las Tierras Altas con sus kilts y sus barbas pelirrojas; regimientos procedentes de Malta y de Suráfrica en otoño; finalmente, en noviembre, desembarcó en el puerto de Bombay un regimiento de húsares procedente de Southampton. En septiembre cayó Delhi después de más de dos meses de sitio, y los ingleses festejaron su victoria con saqueos, asesinatos y ejecuciones.
Se había demostrado que era válida la estrategia de Dheeraj Chand de escapar inteligentemente de los tentáculos del Imperio británico. La situación apartada de su principado también era conveniente. Las olas de la guerra llegaban hasta Jaipur, pero en las estepas y desiertos de Rajputana reinaba la calma, y en especial Surya Mahal era una de las pocas islas de paz en las que no descargó la tormenta que tenía su centro en el valle del Ganges y cuyos ramales alcanzaban las fronteras de ese vasto país.
Fue también en septiembre cuando Ian regresó definitivamente al reino de los vivos. Los médicos del rajá, al frente de los cuales estaba Amjad Das, lograron realizar un buen trabajo en todo lo que estaba en sus manos. A pesar de que tenía el brazo hasta el hombro todavía débil y macilento por las largas semanas de inmovilización, las heridas estaban bien curadas y podría volver a utilizarlo igual que su brazo sano. Sin embargo, llevaría de por vida las cicatrices, también en la mejilla.
«Igual que si Brahma me hubiera regalado a mi sobrino una segunda vez», pensó Mohan el día que entró en la habitación del enfermo y vio a Ian con la mirada clara y despierta.
—¿Dónde estamos? —le preguntó el chico en lugar de saludarlo.
—En el palacio de Surya Mahal —respondió Mohan. Cogió una silla y se sentó al lado de la cama—. En el corazón de Rajputana. Aquí nacimos… aquí nací y me crie yo.
—¿Dónde está mi madre? —la pregunta de Ian fue así de simple y precisa, sin titubeos, como si presintiera cuál era la respuesta.
Era ese el momento que tanto había temido Mohan Tajid todo el tiempo que había estado pendiente de Ian en aquella habitación de enfermo. Bajó la vista y sintió cómo le perforaban los ojos del chico.
—Está muerta —dijo Mohan en voz baja—. Como… como tu hermana.
Cuando alzó la vista vio que Ian miraba fijamente un punto en el cuarto; sus ojos, ya en absoluto infantiles, eran duros cómo el ónice.
—¿Cómo murieron?
—Hubo… hubo una explosión. —Mohan inspiró profundamente—. Cuando intentábamos huir de la ciudad. No sé nada más con detalle.
—Yo… yo me acuerdo del estallido —dijo el chico, e involuntariamente se pasó la mano derecha sin vendar por el cuello, como si siguiera notando allí la presión del filo del sable de Bábú Sa’íd—. Recuerdo también el desierto, el calor. —Se quedó un rato abismado en sus recuerdos, hasta que volvió a fijar su mirada en Mohan—. ¿Y mi padre?
Mohan tragó saliva y permaneció en silencio unos instantes. ¿Cómo habría podido explicarle lo que él mismo no entendía, lo que él mismo no sabía? Le describió aquellos últimos minutos con todo detalle, tal como lo guardaba todavía en su recuerdo.
—¿Nos encontrará aquí? —Ian lo miraba con una expresión más inquisitiva que implorante. Volvía a ser un niño vulnerable y desamparado cuando añadió en voz baja—: Porque nos estará buscando, ¿verdad?
Mohan asintió con la cabeza y le aseguró, con una opresión dolorosa en el pecho:
—Seguro que sí. Lo más tardar cuando acabe la guerra.
Sin embargo, lo dudaba y, lo que era peor, constató en la mirada de Ian que también él dudaba de tal cosa.
Amjad Das les prescribió ejercicio a los dos para robustecer nuevamente sus músculos atrofiados, así que Mohan e Ian caminaban por el palacio a diario y cada día una hora más por los interminables pasillos y los patios interiores, en los que entretanto volvía a brillar el sol. No le pasaban inadvertidas a Ian la destreza de generaciones de canteros y tallistas, la suntuosidad de las telas bordadas, de la marquetería, de los muebles valiosos, los candelabros, las estatuas, las alfombras, y no se hartaba de admirar la belleza opulenta del palacio. Formulaba miles de preguntas. Preguntaba por su abuelo, el rajá, por la vida que había llevado Mohan Tajid allí, por su madre, por su padre. Mohan Tajid dudaba al principio si contarle las circunstancias de su huida del palacio, la causa de su partida abrupta del valle de Kangra. Sin embargo, Ian se obstinaba en querer saber, lo acribillaba a preguntas y asimilaba con todo detalle las descripciones de Mohan. A continuación caía en un silencio ensimismado que se fue convirtiendo en un rasgo característico de su personalidad. Parecía haber desaparecido el niño que había en él. Era precoz, demasiado precoz, había madurado y se había hecho adulto.
—Aquí —dijo Mohan cuando pisaron el jardín asilvestrado, descolorido y polvoriento a la pálida luz del atardecer—. Aquí nos encontrábamos siempre tu padre y yo en secreto. Y aquí se tropezó con tu madre.
Ian miró a su alrededor en silencio, contempló las ramas, que habían crecido en exceso, llenas de flores mustias, la maleza seca de varios otoños sobre las baldosas sucias que en su día fueron blancas y azuladas, la fuente seca. Se encontraba, callado y ensimismado, en el mismo lugar en el que había sido engendrado. Levantó la vista hacia el Ánsú Berdj, la cárcel de su madre.
—¿Por qué nos ha dejado con vida? —preguntó finalmente.
Mohan sacudió la cabeza.
—No lo sé. Quizá porque pensó que ya había ocurrido más que suficiente para el honor de la familia.
Ian contempló el manzano con sus frutos manchados y arrugados. Muchos habían caído del árbol y se pudrían en el suelo.
—Nunca más quiero depender del favor de otra persona —murmuró, más para sí mismo que para Mohan, y este último sintió un escalofrío en la espalda por la dureza de su voz.
—Ven —tocó a Ian con suavidad en el hombro—, tenemos que irnos. El rajá quiere conocerte.
Ya era de noche, los quinqués estaban encendidos. Dheeraj Chand los esperaba en uno de sus aposentos, sentado en una silla tapizada de madera de cerezo tallada. Detrás de él había un guerrero armado con mirada vigilante.
Ian, vestido con un traje claro confeccionado a medida al estilo de los uniformes rajputs, el brazo izquierdo todavía en cabestrillo y con Mohan pegado a su espalda, examinó con atención al anciano, ataviado con una chaqueta bordada y un turbante rojo adornado con joyas. Estuvieron un rato mirándose, abuelo y nieto, antes de que el rajá tomara la palabra.
—¿Sabes quién soy?
—El rajá Dheeraj Chand —respondió Ian con voz firme—, mi abuelo. El mismo que persiguió a mis padres por toda la India antes de que yo naciera y el que nos obligó a huir a Delhi, donde yo perdí a mis padres y a mi hermana —añadió con acritud.
—Disculpad, él… —se apresuró a decir Mohan, intentando reparar la afrenta de Ian, pero el rajá le hizo callar con un gesto imperioso de su mano cargada de anillos.
—De la misma manera estuvo tu padre frente a mí hace muchos años —dijo el anciano Chand con gesto meditabundo—, y exactamente igual que en aquella ocasión no sé si atribuir tu conducta a la intrepidez o a la arrogancia.
Apoyó las dos manos en la empuñadura del bastón.
—No era tonto tu padre. Quizá se hubiera convertido incluso en un gran guerrero con el tiempo. Pero… —se levantó, expulsó largamente el aire de los pulmones y se acercó unos pasos a Ian—, pero era y siguió siendo un feringhi. Un blanco, un infiel lo bastante estúpido como para ignorar los usos y costumbres de este país y creer que no tenía por qué acarrear con las consecuencias de su actitud. Por eso os llevó a la ruina. Y esto… —Ian se estremeció cuando el anciano rozó ligeramente la herida de su mejilla que estaba cicatrizando lentamente—. Esto te lo recordará siempre. —Contempló al chico con una mirada escrutadora—. Me gustaría mucho ver cuánto tienes de verdadero rajput y saber si eres digno de tu genealogía. Es mi sangre la que corre por tus venas, una sangre principesca, pero nunca olvidaré que está mezclada con la del feringhi que tanto oprobio trajo sobre nosotros, que eres hijo de una unión impura y no consagrada. Y tú… —volvió a erguirse en toda su estatura y dio un paso atrás—, tú harás bien en no olvidarlo nunca tampoco.
Volvió a sentarse en el sillón con torpeza.
—Eres mi nieto, pero también eres un bastardo. Esa es la herencia que te han dejado tus padres. No lo olvides jamás.