El péndulo se movía sobre la India sin decidirse, oscilaba hacia un lado, luego hacia el otro, trazaba curvas y elipses, se detenía unos instantes cuando oficiales sensatos y decididos lograban desarmar a sus soldados hindúes o asegurarse su lealtad en Lahore, Agra, Calcuta, y de este modo, el Panyab y Bengala permanecían en calma en su mayor parte. Sin embargo, ardía un fuego latente bajo la tierra quemada; no había pasado lo peor ni mucho menos, como algunos irreflexivos proclamaban a voz en grito. La nota redactada por lord Canning y difundida por el país, en la que se decía que el Gobierno no se entrometería en asuntos religiosos ni en las costumbres de las castas de sus súbditos, cayó en saco roto. Estallaron nuevos focos en Rohilkhand y en Oudh, aguas del Ganges abajo, y otros aislados hasta Rajputana, que acabaron finalmente por prender en el corazón del subcontinente una guerra que arrasó una superficie equivalente a la cuarta parte de Europa cuando los hindúes se levantaron contra sus señores coloniales: en Mathura, Bharatpur, Gwalior, Jhansi, Allahabad, Saharanpur, Benarés, Lucknow, Jodhpur. Y Bahadur Shah, proclamado nuevo emperador mogol de la India, compuso jubilosa y conscientemente esta frase tan lograda: Na Iran, ne kiya, ne Shah russe ne - Angrez ko tabah kiya Kartoosh ne. «Conquistaron Persia y derrocaron al zar de Rusia, y esos mismos ingleses cayeron por un simple cartucho».
En Bareilly, una bala disparada por su propio cipayo hizo trizas la espina dorsal de un general de brigada, que murió lentamente, retorciéndose de dolor, oyendo las campanadas del domingo; su sangre empapó la paja y el abono del corral de los camellos. Los insurgentes ataron por los pies a un trabajador que se había convertido del hinduismo al cristianismo y lo arrastraron por las calles de Delhi para que la gente lo pisara, le escupiera y se burlara de él; finalmente lo decapitaron de un golpe de espada, de modo que la sangre manó de su torso derramándose por la calle. Enseñando los dientes como perros sedientos de sangre, unos hombres con turbante asaltaron una iglesia durante la oración, despedazaron a hombres, mujeres y niños; una niña de cinco años que sobrevivió milagrosamente a la masacre despertaría el resto de sus días gritando, acosada por pesadillas que tenían por escenario esa iglesia. Un juez esperaba en Fatehpur, Biblia en mano, el asalto de los rebeldes. Consciente de su deber, había enviado a todos los demás europeos de la ciudad a Allahabad, río abajo, y se había impuesto a sí mismo la misión de una resistencia heroica. Cuando llegó la oleada de chusma a la casa, en la que había montado una barricada, consiguió matar a disparos a dieciséis antes de que acabaran con él. Sus rabiosos asesinos entraron a saquear el edificio pasando al lado de la columna en la que el mismo juez había colocado en su día un cartel con la inscripción de los diez mandamientos en inglés e hindustaní: «No robarás. No matarás». A partir de entonces lo único que tenía validez era el «ojo por ojo, diente por diente».
El péndulo de la guerra oscilaba frenético, se sucedían día a día los informes con detalles cada vez más crueles, más exagerados, sobre las acciones cometidas por almas agitadas de ambos bandos. Los soldados se convirtieron en ángeles vengadores que intentaban apresar con espada y fuego el demonio desatado de la rebelión; estaban orgullosos de sus actos, que consideraban justificados después de las atrocidades de Meerut y Delhi y los crímenes de las semanas y los meses posteriores.
A once hombres sospechosos de haber asesinado a un médico huido de Delhi y a su familia después de violar a la esposa les frotaron el cuerpo con manteca de cerdo, les embutieron a cada uno un trozo de carne de cerdo en la garganta y los ahorcaron. Colgados de las ramas de los árboles se bamboleaban los cuerpos de hindúes que, justa o injustamente, habían sido ahorcados acusados de rebeldía. Algunos cuerpos estaban agrupados formando conjuntos estrafalarios debidos a la imaginación cruel de alguno; tales escenas se veían en las calles por aquellos días. Los cipayos amotinados de un regimiento fueron reducidos y congregados en el patio del cuartel y destrozados por fuego de artillería. Cualquier hindú que apresaban era ahorcado, quemado, fusilado, masacrado; saqueaban los pueblos, ultrajaban a sus mujeres. Los hindúes, enfurecidos por esas acciones, se desquitaban a su vez masacrando a hombres, mujeres y niños.
Durante mucho tiempo, Mohan Tajid se debatió entre la vida y la muerte, moviéndose en un mundo de sombras en el que caminaba por los pasillos y patios del palacio convertido nuevamente en un niño pequeño, seguido por Sitara, que se esforzaba por seguirle y no podía porque se lo impedían las tiras de tela de su sari. Le gritaba entonces que la esperara, pero, al volverse con una sonrisa, lo alcanzaba la onda expansiva de la explosión. Lo último que veía antes de caer al suelo era el asombro en el rostro de Sitara, que se solapaba con el de Emily, en cuyos ojos anidaba una angustia mortal. Volvía a encontrarse en las calles de Delhi, desiertas y en un silencio opresivo. El suelo cedía bajos sus pies y cuando bajaba la vista veía el pavimento cubierto de cuerpos inertes. Por mucho que se esforzaba en no pisar ningún muerto para no infamarlo, no lo conseguía porque eran demasiados. Veía todos aquellos rostros desfigurados por la agonía de la muerte y buscaba a su familia en ellos, pero todos los rasgos le eran desconocidos. Tropezaba, se caía, no aguantaba más sobre sus piernas, seguía hacia delante arrastrándose y apretando los dientes. Haces de luz se elevaban frente a él como dedos y sabía que debía llegar, tenía que llegar al final de la carretera; cuando creía que ya no podía seguir porque el sol era demasiado doloroso para sus ojos, la carretera dio paso a un amplio valle verde en el que soplaba una brisa suave que refrescó agradablemente su piel quemada.
—Mohan —oyó que susurraba a lo lejos una voz suave y, cuando levantó la vista, ante él estaba Winston abrazando por la cintura a Sitara y con la otra mano sobre el hombro de Ian.
Emily se le echó encima de un salto con una risa argentina y alegre. Suspiró de alivio y se arrastró hacia su familia, pero entonces el suelo se abrió y cayó en el abismo, incapaz de distinguir nada más.
Abrió los ojos. Lo veía todo borroso. Alzó una mano pesada y algodonosa para frotarse los ojos, pero alguien lo sujetó por la muñeca.
—¡No! —exclamó una voz masculina en hindustaní con acento rajput—. ¡De lo contrario no hará efecto el ungüento!
Mohan intentó hablar pero sus cuerdas vocales no emitieron ningún sonido. Carraspeó y la garganta le dolió tanto que se estremeció. Lo intentó otra vez, y otra, y por fin graznó:
—¿Y el chico?
—Se salvará. Los dioses han sido más que generosos con vosotros.
Mohan quiso levantarse para ir a ver a Ian, pero una mano lo empujó para que apoyara de nuevo la cabeza en la almohada.
—Quedaos tumbado. Todavía os queda mucho para recuperaros.
—El rajá… al chico… no hacer nada… su nieto —dijo atropelladamente Mohan, y cada palabra le arañaba la garganta como una piedra cortante.
—Tranquilizaos, Alteza —dijo la voz en tono apaciguador y autoritario a partes iguales—. Estáis sanos y salvos, los dos.
Mohan no podía asentir todavía.
Cayó de nuevo en la negrura de la inconsciencia, en el reino de las sombras, donde se topó con Krishna y le exigió acaloradamente una respuesta a por qué habían tenido que morir Sitara y Emily. Krishna lo miró, le dio la espalda y se fue sin más. Mohan, incapaz de moverse, como si hubiera echado raíces, le gritó, lloró, imploró, blasfemó. Pero los dioses, tanto Krishna como Visnú y Shiva, permanecieron en silencio. Mohan Tajid tuvo que seguir caminando una vez más por el desierto, y el sol quemaba tanto que las zarzas entre las rocas estallaban espontáneamente en llamas claras. Un fuerte crujido hizo que levantara la vista. El ala de un águila le rozó y le hizo caer al suelo. Luego se vio a lomos del ave, con Ian durmiendo a su lado. El águila remontó el vuelo hasta alcanzar una altura vertiginosa, y el viento secaba las lágrimas de Mohan y le cerraba los párpados con suavidad hasta que se quedó dormido.
Parpadeó. Le llegó desde lejos un sonido que no supo identificar, uniforme, susurrante. A continuación, su rostro se contrajo involuntariamente en una sonrisa. Llovía. Alzó bruscamente la cabeza, pero la dejó caer de nuevo con un quejido de intenso dolor. «El monzón…». Debían haber pasado muchas semanas desde su huida de Delhi aquel horroroso día. Giró la cabeza e intentó reconocer algo, pero todo se le nublaba. Volvió a parpadear y, poco a poco, enfocó la vista. A partir de formas vagas fueron dibujándose los contornos de una mesita llena de botellitas y pequeños cuencos de barro. Apareció en su campo visual la figura de un anciano de barba blanca. La imagen se desdibujó y recuperó la nitidez. El viejo reapareció y, con el pulgar y el índice, le abrió los párpados y examinó sucesivamente los ojos de su paciente. Luego le cogió la muñeca y le tomó el pulso con toda atención.
—Amjad Das —dijo Mohan a duras penas, perplejo tanto por recordar aquel nombre después de tantos años como por el hecho de no sentir ya apenas dolor al hablar.
Las arrugas en torno a los ojos del anciano médico se hicieron más profundas cuando sonrió.
—El mismo, Vuestra Alteza. Con ello deduzco que vuestra memoria ha resistido bien.
—El chico…
—Duerme, gracias a Visnú. Tendrá que vivir con unas cicatrices muy feas, pero se restablecerá por completo.
El médico vaciló un instante, como si fuera a añadir algo, pero permaneció en silencio y, muy serio, se puso a preparar una medicina junto a la mesa.
Mohan se incorporó a duras penas y apartó la fina sábana.
—¡Alto! —le espetó bruscamente Amjad Das, casi con enfado—. ¡No os podéis levantar todavía!
Mohan Tajid estuvo tentado de darle la razón. Le dolía cada centímetro del cuerpo; se notaba los huesos, los músculos y los tendones blandos como col hervida.
—Tengo que levantarme —replicó, apretando los dientes. Se incorporó hasta quedar sentado y arrastró una pierna por encima del borde de la cama.
El médico dejó de golpe el cuenco en la mesita.
—Con todos mis respetos, Vuestra Alteza, ¡los Chand están todos cortados por el mismo patrón!
Mohan respondió a esa observación con una sonrisa cansina.
—Con todos los años que lleva usted al servicio de la familia no debería esperar otra cosa.
—En efecto —dijo Amjad Das, resoplando—. ¡Pero ahora quedaos donde estáis! Voy a enviaros a alguien para que se ocupe de Vuestra Alteza…
A Mohan le pareció que pasaban horas hasta que estuvo bañado, afeitado y vestido. Continuamente veía chiribitas y las piernas se le doblaban. Sin embargo, cuando se dispuso a abandonar la habitación rechazó toda ayuda. Con un brazo vendado todavía, fue tanteando con cuidado, apoyándose en las paredes. Sentía una extraña sensación al ir cojeando por el pasillo en el que había crecido y que hacía tanto que no veía, profundamente familiar y al mismo tiempo horrorosamente ajeno.
Abrió la puerta con suavidad y se adentró en la fresca semipenumbra del cuarto. En la ventana murmuraba la lluvia monzónica, a lo lejos retumbaban los truenos. Una corriente de aire hinchaba las ligeras cortinas, mezclando el aire que olía a hierbas y ungüentos de la habitación con el aroma fresco de la tierra recién mojada. Ian dormía como un tronco un sueño tranquilo, sin fiebre, con vendas en la cabeza, la mitad del rostro y un brazo, hasta el hombro. Fue entonces cuando Mohan notó la presencia del hombre que estaba sentado en una silla, al lado de la cama, contemplando al chico, y necesitó unos instantes para reconocer a su padre, el rajá.
Había envejecido, tenía el pelo cano bajo el turbante ricamente guarnecido y su barba era tan blanca como su chaqueta bordada, extrañamente gruesa y a la vez encogida. Mohan creyó que no le había oído entrar y ya se disponía a salir a hurtadillas de la habitación cuando el rajá dijo en un tono suave:
—Se parece a ella.
Las lágrimas afloraron a los ojos de Mohan Tajid. El dolor por Sitara fue como un puñetazo del que la mano bondadosa de Krishna lo había protegido durante mucho tiempo. Quiso responder, pero la tristeza y la cólera le cerraron la garganta.
El anciano Chand alzó la cabeza y, por primera vez tras todos aquellos años, se miraron de nuevo a los ojos padre e hijo.
—Cuéntame lo que pasó.
Los dos caminaban en silencio: Mohan con andar lento e inseguro pero recuperando las fuerzas con cada paso que daba; el rajá pesadamente, sus pasos acompañados por el repiqueteo de su bastón con empuñadura de plata repujada en las losas de piedra. Se sentaron en una sala lujosamente decorada con sillones a la moda occidental y, cuando se retiraron las criadas que les habían servido refrescos y encendido los quinqués para iluminar la luz crepuscular de aquella tarde lluviosa, Mohan Tajid comenzó a relatar lo sucedido de una manera sobria y objetiva. El rajá le escuchaba en silencio, sin moverse ni interrumpirlo una sola vez, sin mirarle a la cara.
Cuando acabó su relato, Mohan se humedeció la garganta seca con un vaso de chai. El rajá continuó en silencio, contemplando un punto en algún lugar del triángulo formado por la alfombra, la punta del bastón y sus pantuflas bordadas. Finalmente carraspeó y tomó la palabra.
—Rani nunca me perdonó que ordenara vuestra persecución todos estos años. Nunca lo dijo, porque para eso era una esposa demasiado sumisa, pero me lo hizo sentir cada día, hasta en su lecho de muerte.
Mohan Tajid se quedó mirando fijamente al frente, apático. Así pues, Kamala, su madre, tampoco vivía ya… Le asustó que le afectara tan poco esa noticia, como si hubiera consumido toda la tristeza, todo el dolor del que era capaz. Hubo una pausa muy larga, en la que el rajá fue repasando con su bastón los arabescos de la alfombra.
—Siempre he vivido y actuado según dictan la fe y las leyes de nuestros antepasados —dijo el anciano finalmente con la voz ronca.
—Lo sé —respondió Mohan Tajid. Conocía a su padre y sabía que sus palabras eran un intento de justificación, un ruego de perdón, aunque Dheeraj Chand fuera demasiado orgulloso para formularlo así.
El anciano Chand asintió meditabundo antes de mirar a la cara a su hijo.
—¿Os quedaréis aquí?
—No sabemos adónde ir —dijo Mohan Tajid con esfuerzo y tirando del vendaje de su brazo.
Su padre volvió a asentir con la cabeza y se levantó.
—Siempre es bueno regresar a donde arraigaron los abuelos.
Se dispuso a abandonar la habitación, y Mohan sintió una opresión dolorosa en el corazón cuando vio el aspecto cansino del anciano, como roto a pesar de su esfuerzo por mantenerse erguido. De camino hacia la puerta el rajá se volvió.
—¿Cómo se llama el chico?
Mohan titubeó brevemente y decidió darle el nombre hindú de Ian.
—Rajiv.
El anciano Chand escuchó con atención los ecos de aquel nombre antes de asentir con la cabeza.
—Un buen nombre para un guerrero.
Cuando la puerta se cerró suavemente tras su padre, Mohan Tajid se recostó con cansancio en el sillón. Le dolía todo el cuerpo y estaba exhausto. Se preguntó si había obrado correctamente al llevar a Ian hasta allí; sin embargo, sabía perfectamente que no le había quedado más remedio que decidirse por esa opción.