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Ningún viaje de los que Mohan había emprendido jamás, ninguno de los que haría con posterioridad en su vida estuvo tan en la cuerda floja entre el reino de los vivos y el abismo de la muerte como en esa huida del infierno de Delhi durante aquellos días y semanas. Un rescoldo de razón le advertía de que era una locura recorrer un trayecto tan largo con un chico gravemente herido bajo el sol tórrido del verano, desarmado, sin provisiones ni agua potable, en una estación del año en la que la tierra de la India se resecaba; le advertía que significaba la amenaza del rajá si lograban llegar con vida a Surya Mahal. La razón le aconsejaba buscar cobijo en una ciudad, en un pueblo o en una casa de campo, al menos hasta que las heridas de Ian estuvieran mínimamente curadas y se hubieran abastecido con lo más imprescindible para el viaje. Sin embargo, no poseía nada para efectuar un canje, porque el último resto de su fortuna, el dinero en efectivo y las joyas sin engastar, se habían quedado en Delhi. Su instinto le decía que en gran parte del país se habían producido sublevaciones o se producirían en breve, y también que el rajá no ocasionaría ningún daño a su nieto indefenso. Finalmente prefirió consumirse en alguna parte del desierto de Rajputana a caer entre las dos líneas del frente sin estar en disposición de poder defenderse ni defender a Ian.

Así que cabalgó día y noche por las llanuras yermas y secas de los alrededores de Delhi, por las estepas polvorientas y muertas de Rajputana, evitando cualquier población, aunque eso significara muchas veces un rodeo de varias millas. Durante el día, el sol, de un color blanco cegador, lo abrasaba todo desde un cielo que parecía disiparse en torno a la corona solar en burbujas. El suelo, que reverberaba, le hizo creer en más de una ocasión que se habían desviado del camino y que cabalgaban hacia una de las zonas donde Winston le había contado que podían caer en cualquier momento en arenas movedizas. Por las noches, el calor que ascendía de la tierra resquebrajada, la arena y el polvo apenas permitía que el aire se refrescara. Mohan creía poder tocar las estrellas con la coronilla. Los aguaderos eran muy poco frecuentes, pero cuando daban con alguno Mohan desmontaba, hacía un cuenco con las manos y vertía el valioso líquido en la boca ligeramente abierta de Ian antes de ponerse a beber él. Masticaba hierbas, hojas secas y bayas hasta formar una papilla que ponía en la garganta del chico, como si fuera una cría de pájaro, estimulando así su reflejo de deglución, mientras su caballo arrancaba con desesperación la paja seca y las ramas duras de la tierra. Dos veces se levantó una nube de polvo como por arte de magia, extendió sus alas y se precipitó sobre ellos rugiendo, bramando, engullendo. En una ocasión fue en unas rocas, y en la otra, en los cimientos de un chattris semiderruido donde encontraron refugio de las mortales tormentas de arena que barrían la estepa sin previo aviso, metiéndose en ojos, boca y nariz, arañando, ahogando y tragándose caravanas enteras de camellos sin que volviera a saberse de ellas. A veces despertaba Ian de su estado y, sin decir palabra, mantenía abiertos un buen rato los ojos enfebrecidos, sin soltar una lágrima, sin una queja, antes de volver a desmayarse. Se había secado la sangre de sus heridas en torno a la carne viva, y en algún momento Mohan dejó de tener fuerzas para espantar las moscas irisadas que revoloteaban a su alrededor y caían en bandada sobre ellos como si estuvieran marcados por la infamia. Sobre sus cabezas sobrevolaban los buitres, y de noche los rodeaban las hienas de ojos luminosos, que se atrevían a acercarse hasta una distancia de pocos pasos del rocín cansino.

Al principio Mohan le mostraba su descontento a Visnú y hablaba enfurecido con Krishna, exigiendo respuesta y guía, pero como los dioses se mantenían en silencio, como parecían haber apartado su rostro de ellos definitivamente, él se calló también y siguió cabalgando ciego y sordo, con el alma y el espíritu vacíos, minados y resecos, sin espacio para el dolor ni tampoco para la tristeza.

Mientras iban avanzando así, a trancas y barrancas, el teniente Willoughby y sus hombres, que habían escapado todos milagrosamente a la explosión del polvorín, huían de la ciudad con otros oficiales y civiles con esposas e hijos, en carruajes, a caballo y a pie. Huían de una ciudad en la que aquellos que no habían conseguido escapar se entregaban a un macabro juego del escondite con los sublevados en el que nadie sabía cuál de los criados en los que había confiado durante tanto tiempo era amigo o enemigo, quién le escondería a uno en el armario ropero o en el establo, y quién, en un arranque de odio largamente reprimido, optaría por echar mano del cuchillo de cocina.

Muchos escaparon por los pelos a la chusma, pero cincuenta británicos, hindúes y euroasiáticos convertidos al cristianismo fueron capturados y reunidos en la ciudad, encarcelados en el Fuerte Rojo y masacrados en un patio interior del palacio en presencia de Bahadur Shah y de su familia.

En Simla, ciento sesenta millas al norte de Delhi, en medio de rododendros de flores escarlata, llegó el 12 de mayo un telegrama dirigido al excelentísimo general George Anson durante una velada social. Molesto por aquella interrupción en su período de veraneo, deslizó el fino sobre azul debajo del plato sin prestarle mayor atención y siguió dedicado a la conversación ligera con sus invitados, al menú de varios platos en vajilla de plata y cristal fino, a los excelentes vinos. Cuando se retiraron las señoras se sirvió el oporto y el humo de los puros ascendió al techo. Abrió entonces el telegrama mientras hacía un comentario chistoso y se quedó blanco.

La defensa de la India estaba orientada a ataques más allá de sus fronteras. La munición y los almacenes de artillería se encontraban al noroeste, a cientos de kilómetros de distancia. En el Panyab, la «tierra de los cinco ríos», diez mil soldados británicos salvaguardaban desde hacía ocho años los muchos kilómetros de frontera que los separaban de los belicosos afganos. Desde el final de la guerra de los sij, en 1846, se había prohibido a los comandantes del Ejército mantener trenes de artillería debido a su elevado coste. Para el transporte de tropas, municiones y provisiones se utilizaron carros tirados por bueyes, elefantes para el transporte de los cañones, camellos para el equipaje, y hubo que contratar a mozos de cuadra y aguadores.

Cuando el general Anson partió, dos días más tarde, hacia Delhi, estaba claro que transcurrirían entre dieciséis y veinte días hasta poder concentrar unas fuerzas completas de ataque en torno a los muros de la ciudad ocupada. No había vendas ni medicinas, no había carros ni camillas para los heridos, no había munición; las tiendas de campaña no estaban preparadas y no había tropas inglesas en ninguna ciudad grande en un radio de cientos de kilómetros. Y los únicos cañones de que disponían para asaltar la muralla, que en algunos puntos tenía cuatro metros de grosor, eran cañones de campaña del calibre seis y nueve, cuyos proyectiles, en el mejor de los casos, podían abrir un agujero de un metro en aquellos gruesos muros de barro. Los rebeldes de Delhi tenían a su disposición el mayor arsenal de la India, compuesto por cientos de piezas de artillería pesada, decenas de miles de equipaciones completas para los soldados y millones de cartuchos… y quien dominaba el valle del Ganges dominaba la India, tal como se solía decir.

Ni el mismo Anson sabía cómo cumplir la orden de lord Canning, el gobernador general de Calcuta, que vivía a mil quinientos kilómetros de distancia, de proteger Kanpur, situada a cuatrocientos kilómetros al sureste y, al mismo tiempo, con tan solo dos mil novecientos hombres, tomar Delhi al asalto.

La lentitud con la que se ponía en marcha el aparato militar de los británicos contrastaba con la rapidez con la que se difundía el anuncio de la rebelión de boca en boca. Mientras se celebraba el baile de gala en conmemoración del aniversario de Su Majestad la reina Victoria, el 25 de mayo, y lady Canning seguía con sus paseos vespertinos por la ciudad, familias enteras huían de Calcuta en barcos de vapor atestados por el curso lodoso del río Hugli y civiles armados hasta los dientes velaban el sueño inquieto de sus esposas e hijos. El calor tórrido, la fiebre y el cólera abrieron un nuevo frente de guerra, y el general Anson fue uno de los primeros en caer durante la marcha a Delhi de finales de mayo.

Igual que un intenso seísmo, la revuelta abrió una zanja divisoria por todo el país. Numerosos hindúes se pasaron al bando de los rebeldes con entusiasmo, mientras que otros anteponían a su orgullo nacional el provecho que habían sacado de la dominación británica y defendían la causa británica, entre ellos los sijhs y los gurkhas, dos pueblos tradicionalmente guerreros. Algunos marajás que demostraron su gratitud a los ingleses esperaban recibir una compensación por su apoyo; otros vieron llegada la hora de la venganza y de la reconquista de su antiguo poder. Sin embargo, la gran mayoría en la India, millones y millones de hinduistas y musulmanes, campesinos y artesanos, hablaran hindustaní o urdu o el dialecto o idioma que fuera, perseveraban en su condición de espectadores, esperando asustados a ver hacia qué bando del poder se decantaría finalmente el péndulo.

Mohan Tajid libraba su propia batalla contra el calor, contra el hambre y la sed, también contra el tiempo, que se le escapaba inexorablemente a él, pero sobre todo a Ian, llevándose consigo su vitalidad. Cuando el caballo llegó al agotamiento y, cubierto de espuma, se desplomó bajo ellos, Mohan se puso al chico a los hombros y siguió dando tumbos por aquel calor tórrido que cocía y pulverizaba las llanuras de Rajputana. Tenía los labios llenos de llagas y las cuerdas vocales inflamadas, de modo que era silenciosa la oración con la que encomendaba su vida y la de Ian a Visnú, mientras iba dando un paso tambaleante tras otro, y uno más, y otro. La arena le quemaba las plantas de los pies descalzos y el aire ardía a su alrededor, cintilaba, reverberaba, le dolía en los ojos hinchados. Una ola de pleamar fue rodando hacia él, se detuvo de pronto y se levantó formando los tejados y muros de un palacio que parecían querer volver a disolverse enseguida. Sin embargo, permanecieron sólidos y sus contornos se hicieron nítidos con aquel viento ardiente a pesar de que no se acercaban lo más mínimo con el paso de las horas. Mohan arrastraba los pies con obstinación, tambaleándose bajo el peso de Ian, y en su cráneo dolorido resonaban las mudas exclamaciones con las que rogaba que se abrieran aquellas puertas y contraventanas cerradas. Siguió adelante jadeando. La puerta norte, maciza, permanecía en su campo visual, unas veces tan cerca que parecía al alcance de la mano, otras a una distancia enorme, inalcanzable. Cuando le cedieron las rodillas y se hundió en el suelo ardiente, sintió el hálito fresco de las alas de un ave en la piel quemada. Feliz de constatar que Visnú había enviado el águila Garuda a salvarlos, contrajo los labios agrietados en una sonrisa antes de caer en la negrura de la inconsciencia.