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Nada de todo esto presentían Mohan Tajid ni las demás almas que moraban en Delhi: hinduistas, musulmanes y cristianos comenzaban a moverse aquella mañana tan temprano, desperezándose entre bostezos y levantándose de la cama para comenzar su trabajo diario, en un día que no parecía distinguirse en nada de los anteriores. Sin embargo, mientras la población de Delhi seguía sus rutinas diarias, una parte de las hordas guerreras se había presentado ante Bahadur Shah para solicitarle ayuda y liderazgo. Y mientras el anciano, halagado y aterrorizado a partes iguales, reflexionaba sobre el desarrollo inesperado de los acontecimientos y sobre lo que hacer a continuación, los restantes cipayos amotinados se desplegaron, mataron a los pocos oficiales y soldados británicos estacionados en el fuerte y se adentraron rápidamente en la ciudad, donde, llenos de odio, comenzaron a dar caza a todo europeo.

El director del Banco de Delhi y Londres Bank se puso a salvo con su familia subiéndose al tejado de la casa, pero los rebeldes escalaron a un tejado vecino, más alto, desde el que saltaron para despedazar a sus víctimas. En las oficinas de la Delhi Gazette estaban los impresores a punto de imprimir a toda prisa una edición extraordinaria sobre la oleada de violencia que recorría la ciudad cuando la chusma entró al asalto matando a palos a los hombres y arrojando al río las hojas del periódico y los tipos de imprenta. Asaltaron incluso la iglesia de San Jaime e hicieron pedazos con las espadas el altar y los bancos. Algunos sublevados asaltaron el campanario e hicieron sonar las campanas con todo su desprecio antes de cortar las cuerdas y arrojarlas fuera de la torre estrecha. El sonido que emitieron al estamparse contra el suelo fue un estrépito que penetró muy dentro de la ciudad, anunciando ruidosamente el final de los tiempos pacíficos.

La mano de Winston, que iba a llevarse a la boca en ese momento un trozo de pan ácimo relleno de verdura, se detuvo a medio camino.

—¿Qué ha sido eso?

Mohan Tajid vio el temor en los rostros de Sitara y de los niños, que como él y Winston estaban sentados en la tierra compacta, rodeando en círculo los cuencos de barro del desayuno. Llegó hasta ellos un griterío desde la callejuela.

—Sea lo que sea no es nada bueno.

Se levantó a la velocidad del rayo, agarró a Emily, que se había echado a llorar, y se puso a espantar a su familia.

—¡Fuera, hay que salir de la ciudad rápidamente! ¡Al río!

En la calle reinaba el caos. Gente gritando y corriendo enloquecida, caballos espantados, bueyes mugiendo. Cuando vio pasar a dos cipayos al galope con las espadas desenvainadas barruntó que se hallaban en guerra y que no podían esperar nada bueno de ninguno de los dos bandos puesto que pertenecían a una familia con miembros mestizos. Les resultaba difícil permanecer juntos; una y otra vez corrían el peligro de dispersarse porque una vaca obstaculizaba con tozudez el camino o la masa de gente avanzaba en sentido opuesto o corrían peligro de caer bajo las ruedas de un carro que circulaba a toda velocidad o bajo las herraduras de un caballo desbocado.

Como si un virus de violencia y caos de efecto rápido hubiera infestado la ciudad, los primeros saqueadores se abalanzaban sobre los escaparates de las tiendas, apaleaban a los comerciantes indefensos o prendían fuego a las casas. Durante horas fueron abriéndose paso por las callejuelas intrincadas de su barrio. El sol había traspasado ya su cenit hacía rato cuando llegaron a la calle más ancha, por la que el gentío podía moverse con más holgura. Tableteaban por el aire las salvas de fusil desde el fuerte, y más de una vez vieron con el rabillo del ojo cómo los cipayos salían precipitadamente de las casas de los ingleses con los sables ensangrentados.

Mohan dio las gracias a Krishna porque a Winston, con el turbante que llevaba ya siempre y la cara sucia, no se le reconocía como angrezi a primera vista. Emily, agarrada a él, le pesaba cada vez más, y Winston e Ian sostenían a Sitara, que jadeaba de calor y por el peso de su hijo en el vientre. Corrieron en línea recta, con los muros del cementerio cristiano ya a la vista. Enseguida se bifurcaría el camino, enseguida podrían torcer hacia los ghats del río Yamuna. Mohan se sorprendió hablándole en voz baja a Emily:

—Enseguida lo habremos conseguido, enseguida, solo queda un pequeño trecho…

Un hombre saltó ante ellos a la calle, los detuvo con los brazos abiertos y un sable reluciente. Fue Winston el primero en pararse y obligar a detenerse a los demás con el terror pintado en el rostro, como si en medio de aquel horror se le hubiera aparecido, además, el más espeluznante de todos los demonios. Realmente el hombre parecía más un demonio que una persona. Flaco como era y encorvado, con una pierna torcida y más corta que la otra, el rostro deformado y lleno de cicatrices, con una barba blanca muy crecida y uno ojo lechoso. Mohan quería seguir adelante, pero estaba paralizado mientras su cerebro trabajaba febrilmente hurgando en su memoria el motivo por el que le resultaba tan conocido ese hombre.

—Bábú Sa’íd —murmuró finalmente, y un espasmo le contrajo las tripas. El antiguo cipayo de Winston, con una sonrisa desdentada en su rostro deforme y lleno de cicatrices.

—¡Qué bien que me hayáis reconocido, «príncipe» Mohan! —El ojo sano brillaba con odio infinito—. Como veis, he resucitado de entre los muertos. Los médicos del rajá me fueron remendando cada vez después de que sus hombres me torturaran para que revelara vuestro paradero. —Bábú Sa’íd dejó vagar su mirada por cada uno de ellos hasta que se detuvo en Winston—. Por desgracia no lo sabía. De lo contrario os habría traicionado como me traicionasteis vosotros dejándome abandonado en el desierto. —Bajó los brazos. Lo tenían allí delante, completamente relajado, y era como estar en el ojo de un huracán—. Pero estaba seguro de que algún día vendríais a Delhi. ¿Dónde puede uno esconderse mejor que en un lugar donde pululan tantas personas? ¡Y mira qué feliz coincidencia! —Señaló al caos que los rodeaba—. ¡Os encuentro aquí y precisamente hoy! Voy a poder ahorrarme el esfuerzo de andar buscándoos. Ni siquiera tengo que entregaros al rajá o a sus guerreros. Puedo haceros desaparecer, simplemente.

—Bábú Sa’íd —comenzó a decir Mohan con mucha prudencia, pensando febrilmente cómo escapar de allí con la suficiente rapidez como para no poner en peligro a Sitara.

Sin embargo, Bábú Sa’íd no le prestaba atención. Contemplaba meditabundo a Ian y dijo, más para sí mismo, que para Winston:

—Tu hijo, ¿verdad? Un chico guapo. Seguramente estás muy orgulloso de él.

Con una agilidad mayor de lo que habría cabido esperar de un hombre tullido como aquel, dio un salto hacia delante, agarró a Ian y llevó el filo de su sable al cuello del chico. Miró con malicia a Winston y a Mohan, que estaban como petrificados.

—¿Qué os parece? ¿Comienzo por él?

Mohan sabía que no tenía ninguna posibilidad. Solo podía ganar un poco de tiempo.

Dejó en el suelo lentamente a la llorosa Emily, que se aferró de inmediato al borde de la kurta de Sitara y se pegó a su madre. Mohan agarró sin miramientos a su hermana, por cuyo rostro corrían incesantes las lágrimas del miedo, y la empujó junto con Emily a un lado, hacia el centro de la calle, donde las dos se abrazaron con la mirada aterrorizada puesta en ellos.

—Bábú Sa’íd… —comenzó diciendo Mohan con sumo cuidado, estudiando con detenimiento la postura del cipayo y esperando encontrar un punto débil para liberar a Ian de su garra—. El chico es quien menos culpa tiene de lo que sucedió en aquel entonces. Déjalo ir… por favor…

Eran las tres y media de la tarde. Desde primera hora de la mañana, el teniente George Willoughby y ocho de sus hombres se habían atrincherado en el polvorín, detrás del cementerio. Sabían que era cuestión de tiempo que los rebeldes intentaran apoderarse de las municiones y estaban pobremente armados para resistir un ataque: nueve cañones de campaña del calibre seis y un obús del calibre veinticuatro apostado frente al edificio de las oficinas no bastaban para mantener a raya un asalto de los furiosos cipayos. Había que impedir a toda costa que la munición cayera en manos de los sublevados, aunque les fuera la vida en ello. Regueros negros de pólvora iban desde el limonero marchito del centro del patio de armas hasta el corazón del arsenal. Los soldados esperaban su rescate por las tropas estacionadas en la guarnición situada a escasos kilómetros de la ciudad o la ejecución de su misión suicida.

Con el clamor y los aullidos de la chusma que los habían acompañado durante esas largas horas, llegaba otro sonido, el golpeteo del hierro sobre la piedra. Por encima de los muros distinguieron las cabezas de los rebeldes que trataban de entrar en el polvorín pertrechados con escaleras reforzadas con hierro. El hombre de confianza de Willoughby, el teniente George Forrest, y el sargento Buckley dispararon metralla con uno de los cañones de campaña, abriendo brechas en las filas de los insurgentes, que contraatacaron con disparos de fusil. Las primeras balas silbaron cerca de los ingleses y dos de los hombres gritaron al ser alcanzados.

—¡Ahora, por favor! —exclamó en ese instante Willoughby y, tal como habían acordado, Buckley le hizo una seña con la gorra para indicar que había oído la orden.

Silbando como una cobra corrió el ascua a lo largo del reguero de pólvora y desapareció en el arsenal.

La tierra tembló hasta Amballa, situada a doscientos kilómetros de distancia. Algo golpeó a Mohan en la cabeza arrojándolo al suelo; lo único a lo que pudo asirse fue Winston, al que arrastró consigo; con el rabillo del ojo llegó a ver cómo la onda expansiva de la explosión llevaba fragmentos de piedra y de hierro. Llovía polvo del cielo y, al golpearse contra el suelo perdió la conciencia y quedó tendido.

Durante unos instantes reinó el silencio, un silencio de estupefacción, horror y muerte. A continuación, como un mar encolerizado en ebullición, llegó un murmullo ensordecedor procedente de la ciudad que fue convirtiéndose en gritos y carreras enloquecidas de masas aterrorizadas que veían su única salvación en la huida.

Mohan volvió en sí, aturdido. Parpadeó varias veces, movió con cuidado los miembros doloridos, se puso a gatas apoyándose penosamente en las rodillas. Le zumbaba la cabeza y tuvo que esforzarse para ver con claridad. En el cielo flotaba una nube de humo blanco amarillento rodeada por una corona de polvo fino y rojo. Tosió, estornudó, estaba vivo. Junto a él se movió algo y reconoció a Winston, que suspiraba hondamente; fue entonces cuando le vino a la memoria dónde se encontraba y qué había sucedido inmediatamente antes de la explosión. Miró a su alrededor buscando, tanteó entre las piedras, el polvo, un charco de sangre, metal retorcido, jirones de tela de uniforme. Su mirada se detuvo en un trozo de una prenda de algodón fino que en su momento había sido roja. Apenas se veía el bordado verde, porque estaba empapada de sangre con una costra de suciedad. Alargó la mano, porque aquella prenda le resultaba extrañamente familiar sin que supiera por qué cuando vio dos cuerpos desfigurados, inertes. Emily y Sitara. Tragó saliva, haciendo un enorme esfuerzo; el dolor que recorría su cuerpo amenazaba con dejarle sin conocimiento. Temblando, siguió arrastrándose a gatas buscando a Ian. Lo encontró enterrado bajo el cadáver de Bábú Sa’íd, cuya espalda, reventada longitudinalmente, dejaba ver la columna vertebral. Jadeando, Mohan hizo rodar el cuerpo y, con sus últimas fuerzas, tiró del chico, que tenía el brazo izquierdo desgarrado desde el hombro hasta el codo y una herida sangrante en el rostro, pero vivía, respiraba aunque débilmente. Meciendo a su sobrino inconsciente, Mohan Tajid se echó a llorar. Lloró por su hermana, por su pequeña; maldijo a Shiva el destructor y a Visnú, que no la había mantenido con vida.

Levantó la vista, nublada por las lágrimas, cuando una sombra alargada cayó sobre él. Winston, cubierto de polvo y lleno de arañazos, miraba en silencio y fijamente los dos cadáveres de su esposa embarazada y de su hijita.

—Tenemos que irnos de la ciudad —articuló a duras penas Mohan, con una voz áspera que era más bien un susurro debido al polvo y a las lágrimas.

Sin embargo, Winston no le prestaba atención.

—Winston… —insistió Mohan.

Con aire distraído, Winston se llevó la mano al cuello, al medallón que llevaba debajo de la camisa destrozada y que Sitara había mandado hacer para él, de plata fina repujada con retratos, en miniatura de ella misma y de los niños, y que él había llevado desde entonces colgado de una cadena. Lo apretó fuertemente en el puño, como si contuviera su corazón, que amenazaba con romperse. A continuación se dio la vuelta, sin siquiera mirar una vez más a Mohan o a su hijo, y se fue cuesta abajo hacia la ciudad.

—¡Winston! —gritó Mohan a su espalda. Fue la única palabra que lograron articular sus labios y su lengua, aunque quería decir: «¡Tu hijo vive, Winston, te necesita! ¡Quédate, quédate con nosotros! Piensa en tu hijo».

Gritó su nombre hasta que la voz le falló y no le quedó más remedio que ver en silencio cómo el río de fugitivos que corrían por la calle se tragaba a Winston. Entonces apretó los dientes y carraspeó. Tambaleándose, cargó a Ian sobre su hombro y se unió a la muchedumbre que se apresuraba en dirección a la puerta de Nigambodh-Darwazah, hacia la orilla del río. Allí consiguió sosegar un caballo de la caballería, sobresaltado y atemorizado, que había perdido a su jinete entre los juncos, de modo que pudo dejar a Ian encima y subirse a la montura. Cansado, presionó con los talones los flancos del animal y lo dirigió hacia el sur, dando la vuelta a la ciudad en sentido contrario a la marcha de los fugitivos, porque no quería arriesgarse a encontrarse de frente con las tropas, que seguramente ya estaban de camino desde la guarnición del norte y que podrían tomarlo por uno de los rebeldes y en caso de duda no perderían el tiempo con ningún interrogatorio concienzudo.

Pero ¿hacia dónde dirigirse? No conocía las dimensiones del alzamiento en el país. Al anochecer se apercibió de que había tomado rumbo hacia Rajputana. Sin ningún plan, sin ninguna idea clara en mente, continuó cabalgando, siguiendo su brújula interior, que le marcaba inequívocamente un destino: Surya Mahal.