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Durante el invierno anterior se había levantado por el país un viento susurrante, silencioso, secreto; se había arrastrado por los suelos levantando pequeños remolinos de polvo, primero aquí, luego un poco más allá; había seguido moviéndose con rapidez, saltando de ciudad en ciudad. Los rumores habían comenzado con profecías sobre la próxima resurrección de los tronos abandonados, sobre la desgracia inminente de los ingleses. Algunos los habían puesto adrede en circulación las malas lenguas; otros eran fruto de un deseo impreciso, de un anhelo de tiempos pasados en los que la India no estaba dominada todavía por los ingleses.

Fue en enero cuando el gobernador de la ciudad de Mathura, cercana a Agra, encontró sobre una mesa de su despacho cuatro chapatis de harina gruesa. Cuando preguntó a los empleados por su procedencia, le contestaron que un desconocido había entregado un chapati al vigilante del pueblo vecino dándole además la instrucción de que hiciera cuatro iguales y los repartiera a los vigilantes de los pueblos de los alrededores con el ruego de que procedieran ellos de la misma manera. Este, por prudencia y sentido del deber a partes iguales, hizo llegar las tortas de pan al gobernador, tal como le habían pedido. Informes similares llegaron al día siguiente procedentes de otros distritos, y pronto pudo leerse en el periódico que los chapatis se habían distribuido de la misma manera por todo el norte de la India. Ese suceso era tan desacostumbrado que intervino el Gobierno para iniciar una investigación. Sin embargo, pese a todos los esfuerzos y medios empleados, no pudo aclararse quién o dónde se había iniciado la distribución de las tortas o cuál era su significado. Se decía que había tenido su origen en el principado maratí de Indore, en la India Central, y que, a partir de allí, se había ido extendiendo hacia el norte a por los estados de Gwalior y los territorios de Sagar y Nerbudda, bajo control británico, hasta las provincias del noroeste, Rohilkhand al norte, Oudh al este y Allahabad al sureste, cubriendo rutas de hasta casi trescientos kilómetros por noche.

Los periódicos hindúes de Delhi lo consideraron «una invitación a todo el país a unirse en pro de una meta común que sería desvelada con posterioridad». Mainodin Hassan Khan, un thanadar extramuros de Delhi, adujo en contra de la opinión del gobernador local que consideraba los chapatis «una señal de que grandes disturbios iban a tener lugar pronto», y explicó que, antes de aquello, a los maratís les habían sido entregados, de pueblo en pueblo, una brizna de mijo y un trozo de pan para anunciar un rebelión inminente. Otros creían que las tortas eran un aviso de que los británicos planeaban imponer el cristianismo a los hindúes. «¿Es una traición o una broma?», se preguntaba el periódico inglés Friend of India el 5 de marzo. Al final los sucesos y su posible significado fueron considerados una superstición hindú y olvidados rápidamente, al igual que los rumores según los cuales en los molinos británicos, que producían una harina más barata y de mejor calidad que la molida a mano, se molían también huesos de animales o incluso los huesos de personas muertas recogidas del Ganges, o los que decían que se estaba planeando poner en circulación monedas de piel de cerdo o de vaca.

Por la misma época en la que aparecieron los misteriosos chapatis circulaba otro rumor, muchísimo más explosivo y que, a la postre, tendría consecuencias de mayor alcance. Los tubitos de papel que envolvían los cartuchos de los nuevos rifles Enfield con que se había provisto al Ejército recientemente estaban supuestamente engrasados con manteca de cerdo y de vaca para facilitar la carga. Había que morder el cartucho por un extremo, verter la pólvora contenida en él dentro del cañón y empujar con la baqueta el resto del cartucho con la bala. Antes de realizar siquiera un disparo de prueba con los nuevos rifles, corrió el rumor de que con cada disparo los labios de todos los cipayos entrarían en contacto con la grasa impura, de las vacas en el caso de los hindúes y de los cerdos en el caso de los musulmanes, y que los británicos lo habían planeado así sistemáticamente para convertirlos a todos al cristianismo. Nada más llegar ese rumor a oídos de los oficiales estos reiteraron su falsedad, pero sus palabras no fueron escuchadas.

La protesta se expresaba a voz en grito o con la mano tapando la boca, la desobediencia cundió en las guarniciones del país durante toda la primavera. Hubo pequeños motines, diseminados puntualmente por el mapa, que fueron aplastados con prontitud y sin que dieran pie a mayores preocupaciones. Sin embargo, la historia de los cartuchos impuros que escondía otra intención solapada fue la semilla que cayó en un terreno ya bien abonado, y germinó rápidamente nada más comenzar la estación cálida del año.

Rayos de luz amarillenta iluminaban el cielo de Delhi anunciando la llegada de un nuevo día, tórrido como los anteriores, lleno de polvo que secaba la boca y los ojos y hacía rechinar los dientes; un soplo abrasador recorría las murallas ardientes y calentaba el aire en las calles como hornos. Personas y animales sufrían el calor que volvía viscosa su sangre; hasta las incontables moscas parecían perezosas; cuando las espantaban volaban más por cortesía que por auténtico deseo de hacerlo y volvían a posarse con un zumbido cansino en las comisuras de los labios, en la nariz, en el pelo, en los labios. Para los musulmanes de la ciudad los primeros rayos de luz eran la señal para desayunar rápidamente, porque era el decimosexto día del Ramadán, el mes del ayuno, el undécimo día del mes de mayo para los señores colonizadores, un lunes, y tan pronto como amaneciera no debían tomar ningún alimento ni beber ningún trago de agua hasta la puesta del sol. Resonaron las llamadas guturales de los muecines desde las mezquitas por las calles y callejas del barrio situado por debajo del fuerte: Alla hu akbar!-La ilaha il allah! «¡Alá es grande! ¡No hay otro Dios que Alá!».

Mohan Tajid abrió los ojos y dejó vagar su mirada por aquella estrecha habitación. En la semipenumbra distinguió los vagos contornos de los cuerpos durmientes de su familia, Winston y Sitara, juntos y, pegado a ellos, Ian, abrazando a su hermanita como siempre. Incluso en sueños parecía querer protegerla y consolarla, a Emily, que seguía aturdida y parecía no haber digerido la huida del valle ni se acostumbraba al entorno desconocido de aquella ciudad ruidosa y sucia.

El apellido de un pariente lejano que trataba de prosperar en Delhi con un taller de calzado y de quien le había dado las señas el marido de Mira Devi así como la piedra con el símbolo grabado que este le había puesto en las manos a Mohan en su despedida les habían abierto esta vez las puertas de los thanadars y de los mahallahdars. En una de aquellas estrechas y pobladas callejuelas, entre zapateros, modistas y alfareros, habían encontrado un cobijo más que modesto, «por un tiempo», como se habían asegurado mutuamente. Sin embargo, una resignación fruto del agotamiento se había instalado en cada uno de ellos. No tenían fuerzas para recomenzar desde el principio. El hecho de que los guerreros del rajá hubieran seguido su rastro incluso hasta la apartada región de Kangra para echarlos de su nuevo hogar, de la vida que se habían construido con tantas penas y fatigas, los había sumido en la desilusión. Al amparo de las murallas, Sitara caminaba rápidamente por las callejas como un ratón atemorizado en busca de verduras y de arroz, apenas dejaba a los niños jugar en la calle, y Winston se pasaba las horas cavilando con la mirada perdida. Vivían al día, atrapados por el miedo a ser descubiertos nuevamente.

Mohan andaba lleno de preocupaciones: preocupado por Sitara, quien a pesar de su avanzado embarazo parecía menguar cada vez más; preocupado por los niños, que lo miraban apagados y tristes; preocupado porque pronto se agotaría la fortuna que se había llevado del palacio de Surya Mahal.

Las piedras talladas que formaban parte de esa fortuna despertaban el recelo de los joyeros en los bazares y eran invendibles porque llevaban consigo el riesgo de dejar un rastro muy claro hacia su escondrijo. Todavía no había dicho nada a Winston y a Sitara al respecto, todavía esperaba a que Visnú le indicara el camino.

A orillas del Yamuna soplaba una brisa fresca entre los altos juncos. Los correligionarios de Mohan Tajid se sumergían descendiendo los ghats y tiritaban en las aguas azul acero de aquel afluente del río madre Ganga para lavar sus pecados. El pujari, maestro de ceremonias, trajinaba acuclillado en el barro con pequeños cuencos llenos de cinabrio, madera de sándalo y yeso, con los que volvía a pintar en la frente de los creyentes el símbolo de su casta después del baño ritual. Cuando dirigió su mirada hacia el sol que comenzaba a levantarse se quedó petrificado. Otros que siguieron también su mirada enmudecieron de temor.

Sobre la ancha carretera sin asfaltar que conducía al norte flotaba en suspensión una fina nube de polvo. Al acercarse se oyó nítidamente un fragor polifónico, y todo el mundo contuvo la respiración con sorpresa. Dos mil jinetes se aproximaban, inequívocamente, en formación dispersa y al galope, al Bridge of Boats, que, pasando por encima de bancos de arena y brazos del río, unía la orilla opuesta con la parte del fuerte donde se encontraban los aposentos privados de Bahadur Shah. Con estruendo de herraduras sobre los tablones, los caballos cruzaron el puente. Las barcas de fondo plano de madera amarradas a izquierda y derecha se balancearon. Se dirigían hacia el punto de las murallas rojas de piedra arenisca por el que entraban al palacio quienes tenían que elevar una petición personal al rey, y las murallas devolvían el eco de sus gritos.

Eran los cipayos de la guarnición de Meerut, hinduistas y musulmanes, que el día anterior habían asesinado a cincuenta oficiales suyos, a sus mujeres e hijos, prendido fuego a sus bungalows, y que ahora pretendían solicitar a su legítimo rey, Bahadur Shah, que se pusiera de su lado para despojar a los británicos de su dominio sobre la India.

¡Qué ironía que fuera precisamente en la guarnición de Meerut, a cuarenta millas al norte de Delhi, conocida por sus hermosos bungalows y sus jardines floridos, donde germinara la semilla de la revuelta! Nada menos que en Meerut, donde había soldados británicos y cipayos en una proporción numérica equilibrada, a pesar de que los primeros estaban mejor armados y tenían más prestigio en lo tocante a sus capacidades en la lucha.

Ochenta y cinco cipayos se habían negado a utilizar los nuevos rifles de mala fama y habían sido castigados de manera draconiana: todos los cipayos de la guarnición fueron colocados en hileras bajo la amenaza de bayonetas y sables, y los ochenta y cinco amotinados tuvieron que despojarse ante sus compañeros del uniforme del que tan orgullosos estaban antes de que el herrero les pusiera las cadenas para empezar a cumplir la larga pena de prisión a la que habían sido condenados: diez años de reclusión con trabajos forzados. Era el 9 de mayo de 1857, un sábado, y por la noche, algunos de los compañeros de los cipayos humillados de aquella manera buscaron consuelo en brazos de las rameras del bazar Sudder, pero no obtuvieron sino un rechazo tras otro.

—¡No tenemos besos para los cobardes! —chillaban las mujeres—. ¿Qué clase de hombres sois que dejáis a vuestros compañeros entre rejas en la cárcel? ¡Id y sacadlos de allí antes de venir a pedirnos que os demos besos!

La vergüenza de la humillación que habían experimentado todos los cipayos por la mañana estaba todavía candente en ellos y, atizadas de aquella manera, comenzaron a prender las llamas de la cólera y de la sed de venganza. Se echaron a la calle furiosos, vociferando, portando la antorcha del motín por la ciudad y la guarnición.

El alboroto no pasó desapercibido, pero con aquel calor, desacostumbrado para los europeos, y muchos oficiales de vacaciones en las hill stations, los superiores de los cipayos no dieron mayor importancia a los sucesos y se entregaron a su descanso nocturno.

A la mañana siguiente asistieron a la misa dominical con el uniforme ligero de verano, tomaron el almuerzo con la familia y descansaron en las habitaciones más frescas. Era una tarde tranquila en la guarnición y transcurrían las últimas horas apacibles.

Poco después de las cinco de la tarde sonó un grito de guerra en las callejuelas del bazar Sudder: ¡Allah-i-allah maro maringhi! «¡Con la ayuda de Dios, matemos a los cristianos!». Estalló la tormenta. Herraduras atronadoras, estrepitosos relinchos, campanadas de alarma, el sonoro acero de las espadas, disparos, gritos y, por encima de todo, los silbidos de los tejados de paja en llamas mezclados con otro grito de guerra: ¡Din! ¡Din! ¡Din! «¡Por la fe!». Asaltaron la cárcel, liberaron a los compañeros detenidos y los armaron, saquearon tiendas y bungalows, cortaron los cables de la línea de telégrafos a Delhi, mataron a tiros a los oficiales y masacraron a mujeres y niños. Cuando los británicos quisieron darse cuenta de lo que estaba sucediendo y reunieron a las tropas, la horda de amotinados, que englobaba a todos los cipayos de la guarnición, dos mil hombres, había desaparecido de la ciudad dejando tras de sí el resplandor de las llamas, escombros, caos, cadáveres, terror y sobresalto.

Fue durante las horas oscuras, entre la puesta del sol y la salida de la luna, entre las seis y las nueve. Cabalgaron hasta el pueblo de Rethanee, todavía temblando de rabia y de sed de sangre y de miedo por su propia audacia. Algunos querían regresar a casa, a Rohilkhand o a Agra, pero sabían que no había ya vuelta atrás, sino solo una marcha hacia delante, hacia Delhi, que no tenía tropas intramuros pero sí, en cambio, un inmenso polvorín, y a Bahadur Shah, el rey de Delhi. Así que espolearon los caballos y cabalgaron toda la noche hacia el sur. Con ellos iba ardiendo la chispa junto a la mecha del barril de pólvora que iba a incendiar media India.