En aquellos días, la India pasó a estar bajo el control de un ejército extraño, un ejército de mercenarios compuesto mayoritariamente por hindúes de las castas superiores, brahmanes y rajputs, así como por musulmanes, y en el que había un soldado inglés por cada cinco hindúes. Era un ejército de mercenarios autóctonos, capitaneado por oficiales británicos, soldados que se precipitaban a la muerte con una orden, que salvaban a su oficial de las balas arriesgando su vida, pero que tiraban al suelo la comida y preferían pasar hambre si la sombra de ese mismo oficial caía sobre su plato, ensuciándolo.
Los oficiales y sus hombres no solo eran extraños entre sí, sino que tenían además una fe distinta. Sus respectivas formas de vida eran tan diferentes que cada parte contemplaba a la otra con repugnancia. Las castas y la fe obligaban al ejército a detenerse durante una marcha a mediodía y permitir a los soldados desprenderse de cinturones, botas y armamento para encender setecientas pequeñas hogueras en las que se cocían mil cuatrocientas tortas de trigo, una para cada soldado, o para desenrollar las esterillas de oración sobre las que los musulmanes efectuaban sus rezos orientados hacia La Meca. No eran motivos patrióticos los que movían al cipayo a alistarse. Era soldado porque ese había sido su oficio por tradición, porque le aportaba unos ingresos adecuados y un estatus social, influencia y honor. Estaba orgulloso de sí mismo y de su oficio, y llevaba con orgullo los colores de su regimiento. Los hindúes lo veneraban con los mismos ritos que el campesino su arado o que el herrero su yunque. El cipayo, de una manera asombrosa y emotiva, era fiel a algo que en el fondo no entendía. Los cipayos habían luchado para la Compañía Británica de las Indias Orientales y entregado la vida porque la Compañía los alimentaba y les pagaba en las épocas de paz, y porque confiaban y admiraban a sus oficiales.
Sin embargo, esa confianza había comenzado a resquebrajarse con la ampliación del territorio de soberanía británica, con la entrada del progreso técnico y de la ideología occidental. Cuando un soberano moría sin un descendiente varón directo los británicos se lo anexionaban, como había ocurrido por última vez en 1856 con el reino de Oudh, del que procedían la mayoría de los cipayos. Esta práctica dejaba numerosos herederos amargados que ponían todo su empeño en perjudicar a los gobernantes foráneos, aunque solo fuera con rumores insidiosos, a menudo completamente inventados, que ponían en circulación y luego se difundían ampliamente.
Muchos estados hasta entonces independientes temían ser los siguientes. Los grandes terratenientes estaban furiosos con una política que aseguraba más derechos a sus pobres arrendatarios. La ciencia de Occidente, sus conocimientos médicos, los caballos de acero del ferrocarril, sus vías, que atravesaban y cortaban el país, el tendido infinito de los cables del telégrafo, todo ello anunciaba una era de saber que hacía temer la pérdida de su poder a brahmanes, sacerdotes y eruditos. Y, por si no bastara, los ingleses habían comenzado a inmiscuirse en la legislación: prohibiendo el sati, permitiendo que las viudas volvieran a contraer matrimonio; quien se convertía a otra religión mantenía su derecho de sucesión, y a los presos de las cárceles los obligaban a comer juntos en el mismo comedor en lugar de permitir a cada cual preparar su comida tal como dictaba la ley religiosa.
Convencidos de aportar un progreso beneficioso para el país y sacarlo del atraso en que se hallaba, según su manera de ver las cosas, los británicos hurgaban en los cimientos del ordenamiento social hindú, la tradición y la fe, y comenzaban a minar, sin darse cuenta, el fundamento sobre el que se había basado su poder hasta entonces.
Al mismo tiempo, las derrotas aplastantes en Kabul y en la península de Crimea habían demostrado que las tropas de la Corona no eran ni de lejos tan invencibles como habían creído, y el rencor de príncipes y sacerdotes se filtró en el país y en sus gentes, se extendió y comenzó a fermentar bajo el sol.
Era un fantástico día de primavera. El viento de las montañas empujaba a lo más alto del cielo los blancos jirones de las nubes, demasiado finas para soportar el calor del sol. Había llovido por la noche y las gotas de agua se deslizaban por las hojas de las matas de té de color verde intenso que se balanceaban ociosas con el viento. Ian observaba a Tientsin cortar, a modo de prueba, el brote superior de una mata, examinarlo detenidamente y olisquearlo. Una mariposa de colores que revoloteaba como ebria por encima de las flores blancas y sedosas captó por unos instantes la atención de Ian, que sonrió. El invierno anterior había dado un estirón y era muy alto para sus doce años. El día anterior su madre se había dado cuenta de que los pantalones no le llegaban ya ni a los tobillos y, con un suspiro, le había rogado a Mira Devi que consiguiera tela en el pueblo para unos nuevos. Por esa razón tenía un ligero remordimiento de conciencia. Sabía que en menos de medio año él y Emily tendrían otro hermanito. Por ello su madre se sentía desde hacía unas cuantas semanas frecuentemente indispuesta, y deseaba ahorrarle todo el trabajo posible.
Siguió con la mirada la mariposa, la vio revolotear por encima de las largas hileras de matas de té, hacia los muros del palacio. Reconoció a lo lejos a Mira Devi con su kurta azul y los pantalones rojos, subiendo a toda prisa la colina, con el dupatta ondeando al viento como una bandera, porque se le había soltado de la cabeza, ya prácticamente cana del todo. Tropezó, cayó, volvió a incorporarse a duras penas, siguió corriendo, aguantando el dolor. Por el modo en que gritaba el nombre de su madre se le encogió el estómago. Ignorando la perplejidad de Tientsin echó a correr con el miedo en el cuerpo, presintiendo una terrible desgracia.
Sin aliento, entró como un vendaval en la cocina. Mira Devi hablaba con excitación a Sitara, tratando de convencerla, interrumpiéndose con jadeos violentos para tomar aire convulsivamente. Sitara, envarada y pálida como una muerta, con los ojos oscuros muy abiertos de horror, estaba junto al horno, con una cuchara de palo en la mano. A sus pies se hallaban dispersos los pedazos de una fuente de barro de la que iba derramándose la sopa por el suelo de piedra formando un charco. Emily, arrimada a la pared de un rincón, atemorizada, abrazaba firmemente la muñeca de trapo ya muy vieja que Mira Devi le había cosido. En la cocina se olían el miedo, la agitación, el horror. Aunque Ian no comprendía lo que en realidad había sucedido, dedujo por lo que Mira Devi decía en kangri al menos algunas cosas: «Rajputs. Guerreros. En la ciudad. Os buscan».
A pesar de tener cuatro años más que su hermanita, comprendía tan poco como ella por qué los enviaban a la habitación que Winston había acondicionado para ellos dos, donde les ordenaron esperar hasta que fueran a buscarlos. No entendía sobre qué discutían en la cocina a gritos sus padres, su tío, Mira Devi, el marido de esta, que trabajaba en la plantación de té bajo las órdenes de Tientsin, y el propio Tientsin, en una mezcla de hindustaní, kangri e inglés de la que apenas podía sacar en claro alguna palabra por mucho que aguzara el oído. Emily, pegada a él, le mojaba la camisa con sus lágrimas, mientras los dos permanecían acurrucados en la cama donde solían dormir con las almohadas que había bordado Mira Devi. Solo una vez oyó el golpe de un puño sobre una superficie dura y a su padre, vociferando en inglés:
—Pero ¿adónde? ¡Maldita sea! ¿Adónde?
Siguió un silencio peor que las voces excitadas de antes y se reanudaron los murmullos de agitación. Solo sabía que tenía miedo, miedo como nunca antes había sentido en su vida y que tenía que haber sucedido algo que iba a transformarlo todo. La respiración de Emily fue sosegándose cada vez más y él le pasó la mano consoladora por la cabeza cuando se quedó dormida, murmurando palabras tranquilizadoras en el pelo castaño claro de su hermana. También deseó que alguien lo estrechara a él entre sus brazos y le dijera que todo iba a volver a estar bien, que no tenían nada que temer. Pero no acudía nadie.
El tiempo pareció detenerse; puede que solo hubieran pasado unos minutos o quizás horas cuando el barullo de voces se disolvió en frases aisladas, órdenes, exclamaciones, pasos apresurados en una y otra dirección, que se repartían por todas las habitaciones y volvían a reunirse. Sonidos traqueteantes, tintineantes, una exclamación de horror de su madre, un breve sollozo, luego un murmullo tranquilizador, susurros, voces de llamada, el relincho furioso de un caballo en el exterior. Ian pensó con ansiedad en las praderas iluminadas por el sol más allá de ese cuarto, en la brisa suave y dulce de la primavera y en el aroma de las hojas de té mojadas.
Se puso en pie de un salto cuando por fin se abrió la puerta y entró su tío.
—¡Sorpresa! ¡Vamos a dar un largo paseo a caballo, todos juntos!
Mohan ponía cara de satisfacción, pero la alegría de sus palabras sonaba falsa, tenían un matiz sombrío. Ian se lo quedó mirando con un gesto escrutador y cuando Mohan vio que no le creía apartó confuso la mirada. Alzó suavemente de la cama a la durmiente Emily e Ian le siguió con el corazón en un puño.
La luz del sol le deslumbró cuando atravesó el umbral, y parpadeó varias veces antes de reconocer los cuatro caballos ensillados y cargados que se movían con inquietud sobre sus patas. En uno de ellos iba sentado el marido de Mira Devi, huraño, otro lo mantenía sujeto por las riendas su padre, con una expresión en el rostro no menos furiosa. En un primer momento lo invadió una sensación de alivio cuando se dio cuenta del poco equipaje con el que iban a viajar, pero cuando vio cómo se abrazaban llorando su madre y Mira Devi, se le hizo un nudo en el estómago. Al pasar por su lado, Mira Devi tendió una mano hacia Emily y realizó un gesto de bendición sobre la niña dormida; a él le abrazó el cuerpo flaco con tanta fuerza que sintió dolor. Se dejó, como anestesiado, aspirando inconscientemente una vez más el olor de ella, a sal y tierra y hierbas, que le era tan familiar desde la hora de su nacimiento. A una señal de su padre se subió a su montura. Winston montó detrás de él. Sitara se arremangó el kurta para montar, se enjugó las mejillas mojadas antes de asir con determinación las riendas con una amargura en la cara que asustó a Ian. Sin demorarse un segundo más, los caballos se pusieron al trote. Ian se volvió a mirar cómo dejaban lentamente atrás el palacio. Mira Devi lloraba desconsoladamente y se enjugaba las lágrimas con el extremo suelto de su dupatta, Tientsin se llevaba un dedo a los ojos por debajo de los cristales de sus gafas, e Ian supo entonces que aquella era una despedida para siempre.
Algo le empujó el brazo y miró al frente. Mohan, con Emily durmiendo en brazos, había puesto su caballo junto al de Winston. Sus ojos tenían un brillo duro, como piedras pulidas, y con voz ronca dijo:
—Nunca mires atrás. Nunca.
Desaparecieron en la espesura de los bosques y el marido de Mira Devi los condujo por senderos antiquísimos, prácticamente borrados por la vegetación, que solo conocían unos pocos nativos de ese valle y prácticamente ningún forastero. Bordearon peñas escarpadas, atravesaron aguas de deshielo y arroyos y cauces de ríos crecidos por las lluvias. Aquel paisaje poco acogedor que tan poco se parecía al suave valle que conocían no hacía sino reforzar la sensación de amenaza que se había cernido sobre ellos, que perseveraban en un silencio obstinado. Cabalgaron muy juntos hasta el borde de la cordillera Shiválik, día tras día, noche tras noche, sin apenas tiempo para un descanso breve tanto para ellos como para los animales. Cuando por fin, muchos días y muchas noches después, el angosto y pedregoso sendero volvió a descender y a ensancharse, el marido de Mira Devi detuvo su caballo y volvió grupas.
Mohan cabalgó hasta él, y su acompañante le dijo algo en voz baja. Mohan asentía una y otra vez en señal de que había entendido. Finalmente, el marido de Mira Devi sacó un pequeño objeto de su chaqueta y se lo puso a Mohan en la mano, cerrándosela a continuación. Los dos hombres se miraron a la cara un instante, luego Mohan le dio unos golpes en el hombro con rudeza y cordialidad a partes iguales y arreó su caballo sin volverse a mirar. Los demás animales le siguieron por la senda empinada y llena de guijarros sueltos, que volvió a estrecharse hasta que solo pasaban los caballos en fila inda. Ian creyó notar en la espalda la mirada inquieta del marido de Mira Devi.
El sol ardía tórrido sobre la llanura que estaban atravesando, a buen paso pero con la suficiente lentitud para que no sufrieran los caballos ni ellos. Ciegos a la particular belleza del paisaje, seguían a Mohan Tajid, que se atenía estrictamente a la descripción del camino, que conducía por parajes vírgenes con lugares apropiados en los que había agua fresca para tomarse un respiro. Por fin, cuando sus provisiones estaban a punto de acabarse, vieron ante sí el centelleo de tejados y murallas vibrando en el aire, y algunas horas después se los tragó un hervidero de gente tras las murallas de la ciudad de Delhi.