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La nieve se derritió por la acción de los aguaceros que descargaron sobre las colinas de Kangra, y lo que quedaba del invierno transcurrió al ritmo que fija un recién nacido a su mundo. Winston, condenado a la inactividad, se pasaba con frecuencia las horas al lado de la sencilla cuna que había construido con más sentido práctico que habilidad, y contemplaba con asombro a su hijo dormir y soñar, crecer y transformarse a diario. Se turnaba con Mohan Tajid para mecerlo por las habitaciones cuando lloraba de noche. Su piel era clara, casi blanca, y Winston se avergonzaba de sentir alivio porque su hijo era indistinguible de un niño de origen europeo puro. El parto había debilitado mucho a Sitara; había perdido mucha sangre y solo poco a poco iba recuperando las fuerzas; sin embargo, insistió en alimentar al pequeño ella misma, y Mira Devi, que seguía esperando la llegada de su propio nieto, velaba por él con todo el cariño.

El mes de marzo no sabía si mantenerse fiel al invierno o dar paso a la primavera en el valle. Oscuras y dramáticas se apelotonaban las nubes sobre los campos nevados y los glaciares de las montañas al noreste, pero al este brillaba siempre el sol, trayendo consigo el brillo de la vegetación, que brotaba verde en los campos que las mujeres del pueblo trabajaban con sencillas azadas. Desde lejos, con sus vestimentas variopintas, parecían aves del paraíso picando en el suelo fértil. Las delicadas flores de los frutales temblaban cuando se levantaba viento y las ovejas balaban malhumoradas en los apriscos. El marido de Mira Devi, venido desde el pueblo, los ayudó a cultivar un huerto frutal y algunos campos, sacudiendo la cabeza por la ignorancia de aquellos forasteros.

El mes de abril trajo el calor del sol y un verde rebosante por todas partes, aunque las cumbres de la cordillera Dhauladhar seguían destellando con el blanco de la nieve. Sitara, apenas se sintió mejor, se dedicó con denuedo a dar retoques a la casa y en el huerto, con el bebé atado a la espalda y la vestimenta tradicional de las mujeres del valle: salwar, pantalones anchos ceñidos a los tobillos, y una túnica de manga larga hasta las rodillas, la kurta. Un chal transparente, el dupatta, por encima del pecho y los hombros, le cubría el cabello, atado muy tirante en una trenza. Llevaba con orgullo el punto rojo en la frente, símbolo de la mujer casada. Nadie le pidió ningún documento y la misma Sitara no precisaba de ninguno para sentirse la esposa legítima de Winston. También llevaba adornos realizados por un orfebre; sin remordimientos había empleado Winston dinero de la Sociedad que le había dado su amigo para comprarle esas alhajas. Las había adquirido en el pueblo, un día que fue con el marido de Mira Devi a buscar semillas, plantas y sus primeras ovejas y cabras. Se sentía un poco culpable porque solo le habían costado unos pocos annas; sin embargo, Sitara lucía con alegría y orgullo todas aquellas pulseras, los adornos para la nariz y las cadenitas de los pies con cascabeles.

Prosperaba a ojos vista como madre y como sencilla mujer campesina, se mezclaba en la comunidad de las mujeres del pueblo, rezaba con ellas a los dioses, en primer lugar a Shaktí, la Madre Divina, y Winston la encontraba más bella y deseable que nunca. Sin embargo, a menudo se sorprendía a sí mismo pensando cosas que lo obligaban a detenerse mientras trabajaba en el campo al lado de Mohan. «Pero ¿en qué me he convertido?», pensaba con frecuencia cuando divagaba sobre épocas anteriores de su vida, sobre los sueños de una carrera militar, la fama y el éxito, sueños que había tenido en su momento y que le parecían muy lejanos. «¡De soldado a campesino!». La amargura se apoderaba de él, haciéndole reaccionar a menudo con irritación y agresividad. Sentía profundos remordimientos cada vez que Sitara apartaba de él, herida, la mirada. Envidiaba a Mohan Tajid, quien, al parecer, no se lamentaba en absoluto de la pérdida de su condición de príncipe rajput; hacía su duro trabajo en el campo sin que otra cosa lo perturbara, bromeaba con los campesinos y artesanos del pueblo, andaba piropeando a las mujeres solteras y a las ancianas desdentadas y jugaba durante horas con su sobrino, al que adoraba. Winston no comprendía cómo su amigo y hermano había podido adaptarse tan fácilmente a esa nueva vida sin remordimientos, sin nostalgia, cuando él andaba siempre insatisfecho, lamentándose continuamente por lo que había dejado atrás.

El verano cubrió el valle con las brasas del sol y los vientos cálidos trajeron algunos días al valle el polvo de las llanuras del Panyab. Florecían en los jardines los lirios canna, de color escarlata, y numerosos árboles se habían puesto un vestido de fiesta de color rosa intenso. Las montañas estaban desnudas y el granito negro mostraba las manchas amarillentas de los glaciares perpetuos. El arroyo cristalino que se encontraba a poca distancia del palacio, crecido con las aguas del deshielo de la cordillera y de los chaparrones, corría deprisa murmurando por su cauce pedregoso.

En julio disminuyó el calor, las nubes hinchadas se cernían sobre el valle tapando las omnipresentes montañas, y el monzón se derramó. El maíz estaba ya muy crecido; bajo las lluvias torrenciales, los hombres arrancaban las plantas de arroz y, tras sus huellas, las mujeres enterraban nuevos brotes. Los nuevos matices de verde lo cubrían todo y de las hendiduras de los troncos nudosos de los árboles brotaban orquídeas amarillas, rojas y de color rosa.

La lluvia cesó y llegaron los días dorados de la cosecha. Había frutas y verduras en abundancia y, tras la recolección del maíz, comenzó a madurar el trigo.

Llegó un nuevo invierno, más suave en esta ocasión y, tras él, una nueva primavera con praderas floridas sobre las cuales revoloteaban en danzas las mariposas. Una de las yeguas parió un potro, las ovejas parieron corderos, el huerto dio abundante fruta.

Así transcurría el tiempo en el valle de la alegría, tranquilo y reposado, siguiendo el ciclo de las estaciones y de la vida. En aquel valle verde, a la sombra de las montañas, entre los muros pintados del palacio rajput, iba prosperando Ian como las plantas en el huerto de su madre; comenzó a gatear, a balbucir sus primeras palabras, a hacer sus primeros progresos de la mano de Mira Devi. Fue descubriendo el pequeño mundo que le rodeaba. Era un niño alegre, protegido por el amor de su familia, de la comunidad del pueblo, en la paz del valle que nada era capaz de perturbar.

Solo mucho más tarde se enteraron de que los sikhs del Panyab, alarmados por el rumor de que los británicos planeaban una invasión, habían desfilado por el río Sutlej y habían sido aniquilados. De esta manera, Kangra, por el tratado del 9 de marzo de 1846, había pasado a formar parte del Imperio británico. La comandancia sikh se había hecho fuerte en la fortaleza de Kotla y resistido el acoso de la artillería británica apostada frente a sus muros durante dos meses de asedio, tras los cuales fue entregada sin derramamiento de sangre.

Solo en contadas ocasiones miraba Sitara a su hijo con aire meditabundo, cuando escarbaba con las dos manos en la tierra, como había visto hacer a su madre, o mientras contemplaba con asombro en sus ojos oscuros que tanto se asemejaban a los de ella la flor que acababa de arrancar, y no podía menos que pensar en las palabras que le había dicho Mira Devi al poner en sus brazos al recién nacido: «Lo que a un ser humano le es dado realizar en la vida, el jori, está determinado por aquello que uno trae de una vida anterior, por cómo actúa en esta vida y por aquello que la vidhi mata, la Madre Destino, escribe sobre su frente al nacer; por todas estas cosas, Dharmraj, el Soberano Justo que todo lo anota, juzgará las acciones de cada alma en el mundo».

Sitara solía abrazar a su hijo en tales ocasiones y le cantaba en voz baja al oído los versos que había aprendido de Mira Devi: Han kinni tere lekh like, kinni kalam pheriyan, dharmraj meralekh like, vidhi mata kalam pheriyan. «¿Quién escribió las líneas de tu destino? ¿Quién movía la pluma sobre el papel? Dharmraj escribió las líneas de mi destino. Vidhi Mata movía la pluma sobre el papel».

A menudo salía a hurtadillas de la casa y, al amparo de la oscuridad, encendía una lamparita de aceite al pie de la gigantesca higuera sagrada que crecía a orillas del arroyo, con su corteza pálida y sus hojas acorazonadas, y depositaba al lado una ramita florida como ofrenda para pedirle a Brahma, el Creador, que proporcionara a su hijo un buen destino.

Era su cuarto verano en el valle de la alegría, caluroso y soleado, y Sitara llevaba de nuevo una criatura bajo su corazón cuando William Jameson llegó a Kangra portando en las alforjas, cuidadosamente empaquetadas, semillas de camilla sinensis, la planta china del té, acompañado de un gran maestro chino en la materia. Conforme a sus instrucciones, cultivaron un jardín experimental de esa planta no muy lejos del palacio. William se marchó, pero dejó allí a Tientsin, quien iba cada día a ver el crecimiento de las plantas jóvenes incluso bajo el monzón torrencial. Rápidamente se convirtió en un miembro más de la familia. Las espesas nubes del monzón que se cernían sobre el valle se disolvieron y, cuando el sol del otoño secó el suelo, Winston contrató a unos trabajadores del pueblo para que levantaran una pequeña manufactura de adobe junto al huerto conforme a los deseos de Tientsin, todo ello pagado con el dinero de la Sociedad que llegaba cada medio año con las visitas de William.

Tientsin se instaló en un cuartito de la manufactura, pero comía siempre en el palacio y alguna noche la pasaba allí también meciendo con agrado en sus brazos a la hijita a quien Sitara había traído al mundo ese mismo otoño y que llevaba los nombres de Emily Ameera, «flor de loto».

La supervisión de la construcción de la manufactura, la contratación y la vigilancia de los ayudantes del pueblo que debían echar una mano a Tientsin, la redacción de los informes para William y para la Sociedad, con estas tareas Winston había encontrado por fin algo que le satisfacía, aunque muy pronto quedó claro que, a pesar de llevar la dirección del huerto experimental en Kangra, en realidad era Tientsin quien, chapurreando el kangri que había aprendido, decía a los trabajadores lo que había que hacer y les enseñaba cómo. Y era también Tientsin quien velaba por las valiosas plantas, cortando aquí un brote que había crecido en exceso, intentando allí un nuevo cultivo, experimentando con vapor de agua para el marchitado de las hojas, con diferentes temperaturas y distintos intervalos de tiempo para el secado, clasificando las hojas de té en cribas de bambú y valorando su aspecto, color, olor y sabor. La verdad era que Winston no entendía absolutamente nada de té por mucho que se esforzaba, una verdad amarga como las propias hojas.

Ian seguía al chino como una pequeña sombra entre las plantas de té, en el ambiente de aire caliente de la manufactura, fascinado con la entrega de ese hombre delgado con gafas de cristales redondos y larga coleta a esas insignificantes plantitas de hojas lisas y relucientes, a los trocitos arrugados de color violeta y marrón en que se convertían después.

Por su parte, Tientsin tomó enseguida mucho afecto al joven de ojos oscuros e inteligentes, que absorbía como una esponja todo lo que él le contaba en su inglés plagado de faltas: las leyendas acerca del origen del té, su historia centenaria en China, desde donde se expandió por toda Asia. Educó los sentidos del chico poniéndole en la mano hojas recién recolectadas para que las frotara y las oliera a continuación, pidiéndole que prestara atención a todos los matices de color, al leve crujido de las hojas cuando las presionaba sobre la palma de la mano. Le enseñó cómo se enrollaban las hojas frescas con el vapor de agua, cómo cambios mínimos en el calor y en la intensidad producían resultados extremadamente diferentes. Le hizo mirar, palpar, oler, degustar y escuchar, y a menudo le citaba pasajes del Chai Ching, el libro del té de Lu Yu, escrito en el siglo VIII: «Las mejores hojas de té tienen que arrugarse como las botas de piel de los jinetes tártaros, rizarse como el pliegue de la piel entre el cuello y el pecho de un búfalo robusto, resplandecer como un lago movido por el viento del suroeste, desplegar un aroma como la niebla que asciende desde la quebrada solitaria de una montaña y ser jugosas y blandas como la tierra refrescada por la llovizna».

Y Tientsin confió a Ian un gran secreto: no creía que en Kangra pudiera cultivarse nunca un té verdaderamente bueno. El clima era demasiado seco, el verano demasiado tórrido; el suelo resultaba más apropiado para cereales, fruta y verdura que para las sensibles matas de té. Con una mirada cómplice, el chino le habló de un valle muy alejado, en la parte oriental del Himalaya, más fresco y lluvioso que Kangra, que los tibetanos llamaban Rdo-rje-ling.

El huerto del té que iba aumentando de tamaño año tras año, los campos y los bancales de verduras de su madre, las habitaciones pequeñas y acogedoras del palacio: ese era el mundo de Ian, el hogar de Rajiv. El hindustaní, el inglés y el kangri eran sus idiomas; el kangri se lo oía a Mira Devi y lo aprendía en la escuela del pueblo y con los chicos con los que se peleaba por las tardes o con quienes capturaba pequeños lagartos antes de tomar el camino cuesta arriba hacia el palacio. Emily Ameera, a la que tenía un gran cariño y al cual la pequeña correspondía agitadamente con sus grandes ojos de color castaño claro, y su madre, que le contaba historias de acciones heroicas de sus antepasados, le hablaban en hindustaní. Su padre lo hacía en inglés al hablarle de la lejana y lluviosa isla donde había nacido.

Formaban su mundo las crestas de la cordillera Dhauladhar, de un blanco resplandeciente a la luz del sol de mediodía, y rojizas y doradas con la luz del atardecer y su caballo. Montaba con tanta seguridad como caminaba. Acompañaba a su tío Mohan a caballo de excursión por campos y bosques hacia antiguos templos abandonados diseminados por el valle, pináculos de piedra, denominados shikharas, esculpidos y con cavidades cuadradas para ofrendas y lamparillas de aceite, a imagen de las cumbres del Himalaya, en las que los dioses tenían su morada, aquellos dioses de los que le hablaba Mohan: Shiva y Shaktí, Brahma y Visnú.

Escuchaba las historias de Jánuman, Krishna y Ganeshaa, cuyas imágenes encontraba luego en los muros semiderruidos de los palacios abandonados, donde podía pasarse horas a solas contemplando fascinado los frescos descoloridos. Reencontraba una y otra vez las representaciones de aquellos dioses en diminutas miniaturas tiradas entre los escombros después de pasar la mano para retirar el polvo, miniaturas en las que los artistas de siglos pasados habían inmortalizado un mundo entero en una superficie mínima: un mundo lleno de héroes y amores inmortales por las damas de su corazón, de luchas y victorias, de riqueza y poder, de dioses y demonios; un mundo que visitaba repetidamente por las noches en sueños.

No había ninguna diferencia entre Ian y Rajiv, él era ambos; igual que su familia lo llamaba de las dos maneras, él cambiaba de un idioma a otro, pensaba y soñaba en los tres.

Kangra, con su ciclo regular de las estaciones, permanente como los peñascos de la cordillera Dhauladhar, era su tierra, su mundo, y no habría podido imaginar que cambiaría algo algún día, ni tampoco que, más allá del valle, en la inmensidad de la India, las manecillas del reloj de la historia seguían imparables su marcha y estaban a punto de barrer la vida que él conocía.