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Se recuperaron rápidamente de las fatigas del viaje; la primera de todos, Sitara. William tranquilizó a Mohan y a Winston al atribuir el estado de ella únicamente al agotamiento y a la falta de una buena alimentación; sin embargo, la criatura estaba bien, y a los pocos días de estancia en Saharanpur, Sitara se encontraba de nuevo perfectamente. A excepción de William, nadie sabía adónde se dirigían montados sobre tres robustos caballos de carga, con abundantes provisiones, un mapa detallado y provistos de lo más necesario para el viaje.

Recorrieron el borde de la llanura del Ganges a lo largo de la cordillera de Sivalik, la estribación montañosa paralela al Himalaya, con sus árboles y sus ceibas de hojas anchas. Iban bordeando en todo momento las cumbres nevadas a su derecha, unas cumbres que ninguno de ellos había visto anteriormente y que les quitaron el aliento por lo sublimes que eran, sobre todo por su visible eternidad. Atravesaron innumerables ríos y arroyos por puentes estrechos, o los vadeaban a caballo por los lugares menos profundos. A menudo encontraban una granja solitaria en la que pernoctaban y tomaban una comida caliente; de vez en cuando había, en alguna pequeña localidad, un albergue para pasar la noche. Era Sitara en especial quien parecía ganar fuerzas al poder encontrar por fin a la sombra de las montañas un objetivo para su viaje, y por esta razón, y por las conversaciones silenciosas con la criatura que llevaba en su seno, se encontraba durante más tiempo ensimismada, tanto que Winston no podía reprimir un asomo de celos por el nonato.

Su camino se empinaba adentrándose en un paisaje kárstico y rocoso. Bosques de coníferas ascendían como cojines de musgo por las laderas y descendían del otro lado en tupidos robledales punteados de abetos rojizos y pinares con claros rocosos. Roedores de piel marrón sacaban curiosos la cabeza de agujeros en la tierra, con ojos brillantes e inteligentes, antes de volver a desaparecer a la velocidad del rayo; las cabras montesas se ejercitaban en saltos vertiginosos por las rocas. Resaltaban con su brillo luminoso las bayas maduras de los matorrales y las flores silvestres al borde del camino. El otoño se adueñaba de la tierra. Bandadas de ánsares indios y patos pasaban por encima de sus cabezas en dirección al norte, a los lagos de Cachemira. Conforme avanzaban, las noches se hacían notablemente más frescas, con frecuencia muy estrelladas, pero los días seguían siendo soleados y cálidos, en ocasiones todavía veían revolotear alguna mariposa tardía.

Su camino empezó a ir lentamente cuesta abajo; discurría entre colinas alargadas y de suave pendiente que, aquí y allá, se transformaban en promontorios rocosos donde crecían grupos de árboles o se erguían antiguos templos, y desde alguno una atalaya abandonada oteaba la carretera con recelo. Siguieron por el cauce pedregoso del río, entre paredes verticales y, a continuación, se abrió el valle ante ellos. Detuvieron sus caballos un momento para admirar aquel paisaje que no se parecía a nada de lo que habían visto hasta ese instante.

Praderas moteadas de flores cubrían el valle como una tupida alfombra, ascendían en ondulaciones, volvían a descender, bordeaban espesos bosques y, a la luz del sol de la tarde, los arroyos destellaban atravesando aquel manto verde. Entre las pequeñas parcelas de los campesinos había exuberantes árboles frutales con las últimas frutas del año; como un mar ligeramente encrespado se sucedían los arrozales. Al norte destacaba la cadena montañosa de Dhauladhar, en todo su esplendor y majestuosidad, con destellos azulados en su efusión blanca, por encima de la cual se extendía un amplio cielo azul por el que corrían algunas nubes deshilachadas.

—¡Qué belleza! —murmuró Sitara, dejando vagar su mirada por aquel valle.

—Kangra —dijo Mohan Tajid en voz baja, en un tono reverente—. El valle de la alegría…

Los tres se miraron con una sonrisa y se adentraron en él con sus caballos.

Un palacio rajput abandonado, derruido en parte, situado en un promontorio, no muy lejos de una pequeña aldea, en medio de prados y campos de cultivo, se convirtió en su nuevo hogar. Habían decidido arrendarlo por algunas docenas de lakhs, junto con las tierras aledañas. Las gentes del valle, alegres e imperturbables, no se dejaban impresionar por los sucesos políticos que tenían lugar en la fortaleza, muy alejada, del rajá. Recibieron a los recién llegados con una curiosidad manifiesta pero benevolente, y la expectación que causó su llegada cesó enseguida. Una piedra arrojada al agua ondula la superficie, que al poco rato vuelve a ser un espejo liso: así se fundieron Sitara, Mohan y Winston con las colinas y las montañas que rodeaban el valle, como si no hubieran vivido nunca en otro lugar que en aquel.

Los exteriores del palacio estaban más bien en un estado ruinoso, pero las habitaciones, sobre todo las de la zenana, ubicadas en torno a un espacioso patio interior, se conservaban en buen estado. No obstante, Winston y Mohan repararon las partes dañadas por la mordedura del tiempo, al igual que los viejos muebles que habían dejado sus antiguos propietarios. Una mujer de la aldea, Mira Devi, se mostró muy dispuesta a echar una mano por unos pocos annas a Sitara, quien, pese a su avanzado estado de gestación, procuraba con denuedo barrer por lo menos las habitaciones y hacerlas mínimamente habitables antes de dar a luz. Casi todo lo que precisaban lo podían adquirir en el pueblo a cambio de algunas monedas: tarros, fuentes, cucharas, una marmita, ropa de cama y de vestir. Lo que no podían conseguir allí, Mira Devi se lo encargaba a un pariente o vecino de la ciudad más próxima.

El mes de diciembre trajo consigo un viento seco con un frío cortante, pero los antiguos muros le hicieron frente con firmeza. El horno de la cocina en la que cocinaban alegremente Sitara y Mira Devi, conversando cada una en su dialecto hindustaní, y la chimenea al calor de la cual se sentaban todos con frecuencia al anochecer, mientras Mira Devi y Sitara cosían cojines, mantas y ropita de bebé, irradiaban una calidez reconfortante. Al cabo de poco tiempo, Mira Devi dejó su casa a cargo de su marido, de su hijo y de su nuera y se mudó al pequeño cuarto que lindaba con la cocina.

Fue un invierno desacostumbradamente frío y nevó con excesiva prontitud, cubriendo el valle con un fino manto blanco bajo el que todo estaba silencioso y tranquilo. También sobre el nuevo hogar se extendió un silencio solo roto por la voz susurrante de Mira Devi cuando, al calor del fuego y ocupada con sus trabajos de costura, se ponía a contar las antiguas historias del valle, las kathas, historias de sucesos maravillosos.

«Hay mucha sabiduría en estas historias —explicó en su dialecto kangri—. Son historias sobre el amor. Tratan del moha, el “deslumbramiento”, de la mamata, el “cariño posesivo”, y del prem, el “afecto que nutre”».

Contó la historia de un rey a quien sedujo una bella diablesa; la de una madre que cuidaba de su hija soltera; la de una hermana que vivía en la pobreza y compartía su frugal comida con un misterioso visitante; la de una mujer que parió por el pie a un sapo que se convirtió en príncipe.

Contaba historias de princesas y de príncipes, de reyes y comerciantes, de madrastras malas y sacerdotes insidiosos, de héroes valientes y vírgenes virtuosas hasta que llegaba la hora de irse a dormir: Winston y Sitara en su habitación, Mira Devi en su despensa y Mohan en la más exterior de las habitaciones que habían hecho habitables.

Fue una tarde de esas, ya muy avanzado el mes de enero, cuando Mira Devi contó la historia de un rey que tuvo una hija, bella como el día pero con un estigma en la frente. Cuando llegó a la edad de casarse, envió a su sacerdote de la corte para que buscara a un hombre que tuviera esa misma marca.

El sacerdote caminó y caminó, pero no encontró a ningún hombre con esa misma señal de nacimiento. Finalmente llegó a una selva y encontró allí a un león con una mancha en la frente. Decidió que ese sería el esposo de la hija del rey y se lo llevó consigo a palacio. Cuando Mira Devi llegó al pasaje en el que la hija del rey iba a casarse con el león, notó el sudor en la frente de Sitara y cómo sus dedos empuñaban convulsivamente la costura en la que llevaba un buen rato sin dar ninguna puntada. Sin apresuramientos, ayudó a la joven a ir al dormitorio y, a continuación, se puso a hacer viajes apresurados entre la habitación y la cocina, no sin increpar a Mohan y a Winston con vehemencia para que no la estorbaran y se sentaran junto a la chimenea o se fueran a dar un paseo. Finalmente les cerró en las narices la puerta de madera tallada. Winston tenía un nudo en la garganta de oír los jadeos de Sitara, sus exclamaciones de dolor, y el murmullo tranquilizador de Mira Devi, que se oía a través de la puerta, no aplacaba en absoluto sus temores.

Comenzó una espera llena de miedos, hora tras hora. Mientras Mohan perseveraba inmóvil en un rezo silencioso, levantándose solo de vez en cuando para echar más leña al fuego de la chimenea, Winston caminaba sin parar por la pequeña sala, intranquilo y atemorizado, saliendo una y otra vez al frío exterior bajo el cielo de color tinta oscura con las estrellas relucientes para contemplar el valle iluminado por el reflejo de la nieve y pedir ayuda a un poder sin nombre, con humildad y en silencio. Los jadeos y lamentos de Sitara se convirtieron en gritos prolongados, oscuros.

Luego sobrevino una calma repentina, un sollozo, y sonó entonces el primer grito de una nueva vida, enérgico y desaforado, y Mira Devi se echó a reír a carcajada limpia. Winston se levantó apresuradamente, permaneció ansioso, parado delante de la puerta, pero no se atrevió a entrar. Oyó a Mira Devi correr apresuradamente de un lado a otro y, cuando creyó que no iba a poder contener más su impaciencia, se abrió la puerta y Mira Devi los dejó entrar con una sonrisa radiante en su moreno rostro enjuto.

El olor pesado y dulce a sangre y sudor se mezclaba con el aroma fresco a hierbas del incensario que Mira Devi acababa de prender en un rincón de la habitación, y también con el de la ropa limpia. Sitara yacía apagada en los cojines, pálida de agotamiento, pero con los ojos brillantes, inmensos en aquel rostro lívido.

Temeroso de que se le cayera o de aplastarlo con sus fuertes brazos, Winston tomó el hatillo que le tendió Mira Devi y se dispuso a mirar con todo cuidado entre los pliegues del paño. Contempló con asombro aquel diminuto ser, que parecía tan frágil y al mismo tiempo tan lleno de vitalidad.

—Tu hijo —oyó decir a Sitara con la voz ronca por el esfuerzo pero llena de orgullo y calidez, y Winston creyó que estallaría de felicidad.

—¡Tenía mucha prisa por salir —dijo Mira Devi riendo—, y ya sabe perfectamente lo que quiere y lo que no le gusta!

Mohan lo miró por encima del hombro y no se avergonzó de las lágrimas detenidas en sus ojos.

—¿Cómo se va a llamar? —preguntó en voz baja.

—Ian —dijo Winston con determinación, pensando en su abuelo por parte de madre, un hombre estimado que infundía respeto y que había llevado las riendas de la familia con firmeza hasta una edad muy avanzada.

—Rajiv —dijo Sitara desde la cama con no menos determinación y tendiendo los brazos hacia su hijo—. Rajiv —insistió con énfasis cuando Winston se lo entregó y ella miró la carita diminuta. Había una expresión de amor desbordado en sus ojos cuando besó al recién nacido y añadió en susurros—: Reyecito. —Levantó la vista, miró alternativamente a Winston y a Mohan, y en ese momento se vio por completo como una orgullosa hija rajput—. ¡A pesar de todo lo sucedido, él sigue siendo un descendiente de Krishna y lleva en sus venas sangre de príncipes!

Durante unos instantes reinó el desconcierto por aquel dilema, hasta que el rostro de Mohan se iluminó.

—Es mitad rajput, mitad angrezi. Quizá tenga que decidirse un día por una de las dos partes… Debería llevar los dos nombres.

Y así fue como sucedió.