Era un camino fatigoso. Recorrían largos trechos a pie, pernoctaban al aire libre con los miembros doloridos. Una caravana de camellos los llevó de Baghpat a Kandhla y les procuró allí un techo para pasar la noche. Por un precio descomunal pudieron comprarle a un campesino a la mañana siguiente un carro medio destartalado y un buey decrépito con el que siguieron avanzando lentamente hacia al norte. Su aspecto cansino, andrajoso, les era de provecho allí, en la llanura fértil entre los ríos Yamuna y Ganges, por los ondulantes campos de cereales y los exuberantes pastos de las vacas. La gente de la zona era pobre, tenía lo estrictamente necesario para sobrevivir, aunque no llegaba a pasar hambre, y aquellos viajeros de aspecto mísero procedentes del sur parecían de los suyos. No había ningún motivo para sospechar de ellos, por lo menos para no compartir con ellos chapatis recién hechos, una jarra de leche o un cuenco de pilaw. Mohan y Winston se alternaban en el pescante del carro mientras Sitara, hecha un ovillo en la caja del carro bajo una manta rala, dormía casi ininterrumpidamente, menos cuando Winston intentaba que tomara un pedazo de chapati y algunos tragos de agua. La criatura había comenzado a producirle algunas molestias desde hacía algunos días y el recorrido por carreteras malas en las que el carro traqueteaba constantemente no contribuía en absoluto a su restablecimiento. El camino parecía infinito, una odisea. Un entumecimiento silencioso debido al agotamiento se había apoderado por completo de ellos. No parecía importarles nada más que la ruta hacia el norte, que no perdían de vista en ningún momento.
Mohan no volvió a hablar, por primera vez desde hacía varios días, hasta que no tomaron la carretera principal de Saharanpur, una pequeña ciudad dedicada a la artesanía.
—¿De qué conoces a ese…?
—William —completó la pregunta Winston, mirando preocupado hacia atrás, a Sitara, semiincorporada tras el pescante, aparentemente durmiendo con los ojos abiertos, y volviendo de nuevo la vista al frente—. William Jameson. Viajamos en el mismo barco de vela en el verano del treinta y ocho hacia Calcuta. Él ocupaba su cargo como capitán médico en el Servicio Médico Bengalí y yo prestaba servicio en el Ejército. Nos hicimos amigos rápidamente. Se quedó muy poco tiempo en Calcuta, lo trasladaron a Kanpur, posteriormente a Amballa y, desde hace dos años, dirige el Jardín Botánico de aquí. Siempre le han gustado más las ciencias naturales que a la medicina.
—¿Estás seguro de que nos ayudará?
Winston se encogió de hombros con cierta amargura.
—Eso espero.
Volvieron a enmudecer mientras seguían la ruta que les había indicado un zapatero a la entrada de la localidad.
Igual que el paraíso, el jardín del Edén, surgió ante ellos el Jardín Botánico de Saharanpur. Cercados por una tapia baja florecían hibiscos, rododendros y adelfas en un opulento esplendor. Cuando el carro cruzó la puerta abierta sobre la gravilla de la entrada, les salieron al encuentro bancales primorosamente cuidados con plantones y hierbas. Unos letreritos anunciaban al mundo con orgullo su nombre en latín y su difusión geográfica.
Uno de los muchos jardineros que por todas partes, bajo la vegetación de gran altura, rastrillaban las hojas caídas, arrancaban las malas hierbas y cortaban las flores mustias, se acercó corriendo a ellos gritándoles. ¿Qué buscaban allí? Mohan saltó del pescante y los dos se enredaron en un ruidoso y acalorado enfrentamiento verbal en urdu, que Winston, pese a sus aceptables conocimientos lingüísticos, solo pudo seguir con bastantes lagunas. Se acercaron presuroso otros jardineros, no con intención de devolver la paz a aquel paraíso, sino por mera curiosidad, y se inmiscuyeron en la disputa con no menos ruido y apasionamiento.
—Kyâ hai, ¿qué sucede? —exclamó con disgusto un hombre.
Un europeo larguirucho de aproximadamente la misma edad que Winston se les acercó a grandes zancadas, con la camisa arremangada mojada de sudor y las perneras embutidas en unas botas de color tierra. Su rostro delgado, con un bigote rubio ceniza, enrojecido por el esfuerzo y por un disgusto manifiesto, quedaba a la sombra de un sombrero de ala ancha. Cuando ya casi había llegado al centro del tumulto se detuvo de pronto, mirando fijamente a Winston, con incredulidad o con desconfianza.
Solo entonces cayó en la cuenta Winston del espantoso aspecto que debía de tener, lleno de polvo y empapado de sudor, con los ojos rojos y la cara chupada, con la vestimenta usada de un campesino, con el pelo largo y greñudo, con el rostro agrietado y quemado por el sol y una barba muy crecida de color rubio cobrizo.
—¿Winston? —preguntó William Jameson titubeando, desconcertado y feliz a partes iguales, y un instante después el aludido se vio abrazado con toda cordialidad y recibió unas palmadas alegres en la espalda.
Winston cerró un instante los ojos, haciendo un esfuerzo sobrehumano para no romper a llorar con lágrimas poco varoniles, porque el abrazo del amigo era el primer gesto familiar para él tras semanas entre desconocidos, corriendo aventuras y peligros, y sintió la alegría profundamente emotiva y a la vez apagada de quien regresa a casa exhausto.
—Entra y date un baño lo primero. Luego nos sentamos los dos a tomar una taza de té y me cuentas qué ha sucedido —le propuso William cariñosamente, y añadió, mirando a Mohan y a Sitara, que se había sentado en el carro y examinaba con atención medrosa el nuevo entorno con ojos ojerosos—: Masud los alojará con los criados.
Winston iba a corregir el malentendido, pero Mohan asintió imperceptiblemente con la cabeza y se dispuso a levantar a Sitara del carro y seguir al jardinero jefe, que los miraba hosco. Con el brazo de William sobre los hombros, Winston se dejó conducir por el camino de guijarros hasta el bungalow de una sola planta con el tejado de paja. Se trataba de una casa pequeña, sencilla, pero a Winston le pareció más seductora que todos los lejanos palacios de Rajputana.
Bañado y afeitado, con ropa de William que le quedaba muy justa, Winston volvió a sentirse por fin un ser humano. Volvía a ser inglés cuando se sentó en el sillón, frente a Willam, en un cuarto lleno a rebosar de libros, vajilla y recuerdos de la patria lejana. El escritorio estaba completamente cubierto de papeles llenos de apuntes y de plantas prensadas todavía por etiquetar y catalogar. La habitación era sala de estar, comedor y cuarto de trabajo a la vez, y por ello triplemente acogedora.
Hambriento y casi olvidando los buenos modales a la mesa se abalanzó, bajo la atenta mirada de su amigo, sobre los gruesos bocadillos y los jugosos pasteles, bebiendo una taza de té con leche tras otra, antes de arrellanarse en el sillón con una sensación casi dolorosa de hartazgo después de zamparse las últimas migajas. William agarró la petaca y comenzó a llenar la pipa con ceremonia. Tomó la palabra cuando el tabaco ya ardía y él había dado las primeras caladas, con el rostro anguloso y moreno casi oculto en una espesa nube de humo.
—Venga, suéltalo ya.
Cuando Winston hubo acabado su relato, William siguió chupando la boquilla de su pipa antes de darse cuenta de que hacía un buen rato que se había apagado. En silencio se inclinó hacia la mesa que estaba al lado de su sillón, golpeó la pipa en el cenicero y la volvió a llenar con más lentitud esta vez, meditabundo. Winston lo miraba angustiado.
William Jameson era dos años más joven que él, pero, debido a su delgadez y a su carácter serio e introvertido, parecía de la misma edad o incluso mayor. Nacido en Escocia, en Leith, se había criado en el seno de una familia de académicos. Sus rasgos faciales eran ásperos como los altos pantanos de su tierra, con unos ojos grises que parecían reflejar el cielo frecuentemente nublado de Escocia y una cabellera rubia oscura que se estaba volviendo ya rala. Sin embargo, Winston sabía por el tiempo pasado con él que también era un hombre de humor, incluso de ingenio, alguien con quien se podía estar bebiendo hasta desfallecer sin que se volviera nunca grosero, alguien para quien la amistad era uno de los bienes más excelsos. Con el corazón en un puño, esperaba la reacción de su amigo, y confiaba fervorosamente en no haberse equivocado en lo relativo a su lealtad.
William expulsó el humo y se arrellanó en el sillón mirando fijamente a Winston.
—Supongo que eres consciente del endemoniado embrollo en que te has metido —dijo tras un leve carraspeo.
Winston se puso rojo hasta las raíces del cabello, pero no dijo nada.
—Pero para tu tranquilidad te diré que no te buscan —prosiguió William, sentándose más cómodamente y cruzando las piernas—, al menos no en estos momentos. Debido a mis cartas, tu compañía se dirigió a mí por el asunto de tus pertenencias en el cuartel, al haber transcurrido tanto tiempo sin tener noticias tuyas y, cuando yo, preocupado por ti, volví a preguntarles por escrito algunas semanas después, me comunicaron que te habían dado por desaparecido. Te creen muerto, Winston, si bien la nota oficial no se publicará hasta dentro de algunos meses.
Winston se quedó mirando fijamente al frente, como hipnotizado. Una cosa era hundir uno por su propia mano todos los puentes y marcharse, otra bien distinta no existir oficialmente, desaparecer de los documentos de los vivos. Ni en sueños se le habría ocurrido regresar al servicio en el Ejército, pero saber que si las cosas se complicaban mucho podía tener en él una puertecita trasera le daba sensación de seguridad. Le suprimirían de los listados, se lo notificarían a su familia y mandarían sus escasas pertenencias en una caja a ultramar, donde lamentarían su pérdida, llorarían su muerte y mandarían levantar una lápida conmemorativa en el cementerio. Pasaría a ser para siempre uno de los que perdieron la vida en el desempeño fiel y leal de su servicio a Inglaterra y a la Corona; sería un héroe, y eso le parecía una fama extremadamente incierta en sus actuales circunstancias. Sin embargo, con cada día que pasaba disminuía la probabilidad de que creyeran la historia de su cautividad y su fuga errática por la India, y la deserción se pagaba con la muerte. Independientemente de la alternativa por la que se decidiera, le esperaba la muerte, física o administrativa. En ese momento se dio cuenta de que había esperado del encuentro con William una solución menos radical, que le allanara el camino hacia una vida que, al menos en parte, se pareciera a su antigua vida. Pero la suerte estaba echada, la decisión tomada y no había marcha atrás.
Miró perplejo a William, quien había permanecido en silencio esperando a que Winston asimilara el verdadero alcance de las consecuencias de sus acciones.
—No me entiendas mal, Winston —retomó entonces la palabra—. Os podéis quedar aquí algunos días, hasta que os hayáis recuperado, pero entonces, y por desgracia, mi hospitalidad habrá terminado por la seguridad de todos. Saharanpur es un nido, hay soldados estacionados aquí; con frecuencia vienen a verme funcionarios de la Sociedad Asiática o del Gobierno, y también otros botánicos interesados en mi trabajo. Puede que vaya bien durante algún tiempo, pero el peligro de que te descubran es demasiado grande, y entonces te habrá llegado la hora. Por mi parte no creo que merezca mucho la pena que una noche me despierten unos guerreros armados hasta los dientes, llámame cobarde si quieres. Además, tengo la intención de casarme dentro de poco y, permíteme que te diga, no podría exigir a mi prometida tras nuestra boda que viviera bajo el mismo techo que un soldado desertor y su amante hindú. —Hizo una breve pausa—. Sabes que soy escéptico acerca de vuestra… hummm… relación, ¿verdad?
Winston asintió con la cabeza. Le hacía gracia recordar que unos meses antes él pensaba de manera similar, hasta que aquella noche en el jardín de Surya Mahal lo cambió todo.
—No quiero decir con ello que considere inferior a la población hindú —prosiguió con discreción—, ni que sea de la opinión de que las razas no deben mezclarse, pero bien sabes que soy pragmático, y vosotros no tendréis ya ninguna relación de pertenencia en ninguna de las dos partes, y después de vosotros, vuestros hijos y vuestros nietos. Ambas partes os tratarán como a proscritos, y aunque las sociedades sean más progresistas en un futuro, vosotros procedéis de culturas diferentes, de maneras de ver el mundo y de religiones diferentes. No te engañes creyendo que ese no es motivo para conflictos profundos.
—Guárdate el sermón para el domingo —replicó Winston, y su voz apagada quitó todo el veneno a sus palabras.
William sonrió burlón antes de volver a ponerse serio.
—Tenéis que iros lo antes posible y lo más lejos que podáis. Y quiero ayudaros de alguna manera.
—¿Qué propones?
Winston dirigió una sucesión de nubecillas de humo espeso hacia Winston.
—Una de mis tareas como responsable de este jardín consiste en cultivar plantas de té para que resulten lo más productivas y de la mayor calidad posible, a partir de las semillas y plantas importadas de China, de manera experimental, en diferentes lugares de la India. —Se levantó e hizo una seña a Winston para que se acercara al escritorio, del que cogió un mapa de la India de entre apuntes ordenados en abanico, y con la boquilla de su pipa trazó un arco de derecha a izquierda a lo largo de la cordillera del Himalaya, de este a oeste, nombrando por orden las localidades subrayadas.
—Las montañas Hazari, Kumaon, Garhwal, Mussorie, Dehra Dun. Muchas están todavía en pañales y se pondrán en funcionamiento en los próximos años, pero ya ha sido dado el visto bueno a los planes y se ha concedido la financiación. —Miró a Winston a la cara—. Me convendría tener in situ a alguien de mi confianza para la tala, la plantación, la cosecha y la producción. El sueldo no sería nada del otro mundo, pero alcanzaría bien para una pequeña familia.
Winston sacudió la cabeza.
—No entiendo nada de plantas, y menos aún de té.
—Eso se puede aprender. De todas formas, tengo la intención de mandar traer a uno o varios manufactureros de China. Y ellos son muy duchos en la materia. Bien, entonces, ¿qué te parece mi oferta?
Winston se quedó mirando meditabundo el mapa. ¿Le quedaba acaso elección?
—¿No hay un sitio todavía más lejano? —preguntó finalmente con una risa nerviosa, tensa.
William respondió con una amplia sonrisa y tocó ligeramente con la boquilla un nombre sin subrayar en la parte occidental del Himalaya, no muy lejos de la frontera con Cachemira.
—Kangra. Un valle encantador con un clima asombrosamente benigno y unas gentes muy amables y abiertas.
—¿Por qué razón no lo tienes marcado en tu mapa? —preguntó Winston con desconfianza, oliéndose algún defecto.
—Pertenece al territorio soberano de los sikhs, con un rajá marioneta procedente de una antigua dinastía rajput. Sé de fuentes bien informadas que Inglaterra está interesada en poner bajo el control de la Corona esa parte del Himalaya. Digamos que los relojes ya se han puesto en marcha.
—¿Quieres enviarnos a un territorio potencialmente en guerra?
William sacudió la cabeza.
—De ninguna manera. Este territorio tiene importancia estratégica, desde luego, pero no es de máxima prioridad. La intención de incorporarlo al territorio de soberanía inglesa es únicamente una medida preventiva. Los generales se sentirían mejor si la frontera política de la India colonial coincidiera con las fronteras naturales del país. Kangra es un valle perdido, con asentamientos y pueblecitos muy diseminados, alejado de todos los conflictos y todas las crisis políticas. El Ejército británico seguro que no lo invadirá, para empezar no merece ni el esfuerzo. Si en algún lugar podéis llevar una vida clandestina es allí, sin duda.
—Dame un día para reflexionar —repuso Winston con la voz ronca y la garganta seca.
—Por supuesto —asintió su amigo, volviendo a colocar el mapa debajo de sus apuntes—. Ocupémonos ahora de tu… hummm… esposa. Quizá pueda hacer algo por ella…
Fue como una bofetada para Winston, porque en ese instante comprendió que no podría casarse jamás con Sitara; un muerto no puede firmar un acta matrimonial, y una boda con un nombre falso tendría tanto valor como no casarse. Una sensación de culpa profunda se apoderó de él, y se preguntó si estarían alguna vez en condiciones de llevar una vida pacífica, honrosa, o si con sus pecados habían perdido para siempre la gracia de Dios.
Mientras William se ocupaba de Sitara, Mohan y Winston paseaban por el jardín, sumido en el silencio vespertino, y mientras el crepúsculo iba posando lentamente sus alas sobre el cielo frondoso, Winston le expuso la oferta de William. Cuando mencionó el nombre del valle, Mohan soltó un silbido suave.
—El viejo Kangra…
Winston lo miró con cara de asombro.
—¿Lo conoces?
—Solo por los libros de historia y por haberlo oído nombrar. Su nombre significa «la fortaleza de la oreja». Según la leyenda, fue construida sobre la oreja del demonio Jalandhara, enterrado allí. Algunos opinan que se llama así porque la colina sobre la que está emplazada es similar a una oreja humana. En tiempos antiguos, esa fortaleza era famosa en toda la India, y se decía que era inexpugnable. Los soberanos mogoles tuvieron que emplearse a fondo para conquistarla. Los rajputs Chand demostraron sus extraordinarias dotes defensivas hasta que la fortaleza cayó finalmente tras un largo asedio; necesitaron casi doscientos años para recuperarla antes de caer bajo el dominio de los sikhs.
—¿Rajputs Chand? ¿Estáis…?
—¿Emparentados? No de forma directa. Seguramente tenemos antepasados comunes, porque nuestros orígenes se derivan de la Luna y de Krishna, pero el punto exacto de ramificación de las dos líneas es desconocido y no hay ninguna conexión entre ellas. —Mohan sonrió—. Mi padre, el rajá, se enfurecía porque los Chand de Kangra se vanaglorian de tener la ascendencia más antigua de todos los Chandravanshis y nos miran con desprecio a nosotros, los Chand de Rajputana. Nos consideran unos advenedizos y, a su modo de ver, no podemos presumir de tener un árbol genealógico comparable al suyo. —Miró a Winston con gesto reflexivo pero con una chispa de satisfacción en los ojos—. No hay, en efecto, ningún lugar mejor para estar seguros. Mayor oprobio que nuestra fuga sería para el rajá enviar a sus guerreros al territorio de los Chand de Kangra o solicitar su ayuda. Establecernos allí sería una jugada de ajedrez sensata en extremo.