Por fin, a comienzos de septiembre, se abrieron las nubes bajas de color gris plomizo y paró el torrente de lluvia; solo lloviznaba de vez en cuando y, finalmente, dejó de llover del todo. La pared de nubes dio paso a un cielo gris blanquecino al que sucedió rápidamente un azul luminoso, mientras las nubes seguían su curso anual hacia el noroeste atravesando en diagonal el desierto de Thar hasta alcanzar el macizo montañoso del Hindukush. Fue Anwar, el escribano, quien les procuró secretamente tres robustos caballos de buena planta, provisiones y ropa para cambiarse. Fue capaz de ahogar con habilidad en su mismo inicio las incómodas preguntas y las miradas recelosas, aprovechándose tanto de su buena fama en el barrio como de su exuberante imaginación. Fue él también quien una mañana, de madrugada, condujo a los tres viajeros medio embozados bajo sus turbantes y disfrazados de habitantes del desierto por las callejuelas del bazar, donde de un momento a otro se congregaría un hervidero de gente. Caminaron entre vacas que los miraban indiferentes, camellos apáticos y monos que saltaban por todas partes; pasaron al lado de la imponente fachada del Hawa Mahal, el Palacio de los Vientos, que debe su nombre a las miles de ventanas por las que las mujeres del palacio contemplan el trajín de la calle sin ser vistas y por las que penetra continuamente una agradable corriente de aire que recorre los aposentos de las plantas inferiores. En el Chand Pol, Anwar les hizo entrega de los caballos ya aprestados, mientras el sol de la mañana resplandecía amable por encima de las almenas de la ciudad amurallada. Una despedida precipitada y los caballos se pusieron a trotar con vivacidad, cruzaron la puerta de entrada a la ciudad, con la tierra todavía mojada bajo las pezuñas olfatearon curiosos, con los ollares dilatados, el aire que olía a tierra húmeda, a vegetación, a hierba y plantas aromáticas.
Era un paisaje completamente distinto el que acogió a los tres jinetes acompañándolos en su viaje. La tierra, que se iba secando lentamente, todavía retenía la arena y las piedras. Estaba lisa y resistía las pisadas; un sol suave calentaba el aire agradablemente húmedo y claro. Las cimas cristalinas de los montes Aravalli sobresalían por encima de los mares de un verde resplandeciente de sus laderas. Colinas de suave ondulación, algunas coronadas por antiguas murallas de fortificaciones, alternaban con valles profundos. Dejaron pasar a su izquierda diminutos pueblos y pequeñas o grandes ciudades con sus fuertes, así como havelis pintadas de todos los colores, espaciosas casas de campo de ricas familias de comerciantes, manteniéndose alejados de las caravanas de camellos que cruzaban el país. Ríos caudalosos y arroyos vivaces atravesaban el manto verde de vegetación exuberante. Matorrales, arbustos y arboledas formaban en algunos lugares un oasis de color verde intenso alrededor de un estanque o de un lago que destellaba al sol.
Como un rayo de colores vivos se precipitaba el martín pescador en las aguas, y centenares de grullas alzaban el vuelo agitando las alas desde la superficie del agua. De color gris piedra y corpulentas, se reunían en las orillas colmadas de juncos y hierbas sus parientes más toscas, las avutardas. En las primeras horas de la mañana se reunían en las aguadas, con un alboroto ensordecedor, miles de palomas gangas moteadas para calmar la sed y desaparecían luego súbitamente, dejando tras de sí solamente el silencio. Como plumas de flamenco se balanceaban las flores de las alcaparras de sus ramas y en umbelas colgaban cantidades inmensas de diminutas hojas de las ramas espinosas del árbol khjeri. Rebaños de gráciles gacelas y cervicabras de cornamenta enroscada pasaban a cierta distancia de ellos y, de noche, oían el aullido de los lobos y a los zorros ladrar desde su sencillo campamento. Una vez incluso divisaron un león que deambulaba en solitario por aquellos parajes. Atravesaban a caballo con alborozo, como si volaran, un paisaje pacífico y limpio por el monzón, y la presencia de animales salvajes, la soledad que los rodeaba los llenaban de júbilo. Se encontraban de un humor alegre, en algunos momentos su alegría era incluso desbordante, y de no haber sido por los vigilantes ojos de Mohan Tajid, que siempre andaban a la caza de posibles perseguidores, en aquel entorno habrían podido olvidarse de que eran fugitivos.
Cuanto más avanzaban hacia el norte, más llano se iba volviendo el paisaje, más boscoso y también más rocoso. Apareció ante ellos Delhi, extendiéndose ampliamente por la llanura, casi como un sueño, iluminada por el resplandor de la luz del sol, que incidía en los tejados y torres. Pero esa apariencia era engañosa. Tras la puerta de entrada a la ciudad, situada en la muralla de piedra arenisca roja, los esperaba un mundo vivaz y ruidoso, marcado por el transcurso de los siglos, de las masas humanas que lo poblaban desde tiempos inmemoriales.
Delhi cambiaba de nombre casi con tanta frecuencia como de aspecto. Desde hacía casi tres mil años, el poder se concentraba a orillas del río Yamuna, y ese era exactamente el tiempo que llevaba la ciudad siendo un símbolo de su carácter transitorio. Llamada «cementerio de las dinastías», se decía que una maldición pendía sobre ella, un mal presagio que dictaba que ningún poder basado en ella tendría una existencia duradera. La ciudad había sido destruida siete veces y reconstruida otras tantas. Cada vez resurgía como el ave Fénix de sus cenizas y se extendía más por la llanura, por encima y más allá de las ruinas.
Dhilika era el nombre de la población construida a orillas del cauce ramificado, entre los siglos VIII y IX de la dinastía rajput de los Tomar, protegida por la fortaleza de piedra llamada Lal Kot, con ostentosos templos, depósitos de agua y otras grandes construcciones, testigos de piedra del poder y la riqueza. Los Chauhan, una dinastía rajput rival, reemplazaron a los Tomar y ampliaron tanto la fortificación como la ciudad. Los turcos de Asia Central, los afganos y los mogoles se habían sucedido rápidamente. A principios del siglo XIII, los hijos afganos del islam erigieron una columna de piedra estriada de casi ochenta metros de altura sobre las ruinas de Lal Kot, para simbolizar el triunfo del islam sobre el corazón de la India, y los caracteres cúficos grabados en la piedra anunciaban que esa columna arrojaría la sombra de Alá al este y al oeste.
Finalmente, el soberano mogol Shah Jahan, a quien la ciudad de Agra debe el Taj Mahal, construyó la séptima ciudad a orillas del río Yamuna, Shahjahanabad. Infundiendo respeto en el extremo oriental de la muralla de la ciudad y la orilla occidental del río, dominaba la ciudad la amplísima residencia fortificada del Lal Qila, el Fuerte Rojo, de casi tres kilómetros de longitud por uno de anchura, construida enteramente en piedra roja. La puerta de Lahore, flanqueada por torres octogonales, da entrada a pabellones bien aireados y a innumerables torrecitas laterales con apariencia de minaretes. En el interior, los hábiles artesanos se habían superado en la decoración de la Diwan-i-Khas, la Sala de las Audiencias privadas, de mármol guarnecido con piedras preciosas, donde se hallaba el legendario trono dorado en forma de pavo real de los mogoles hasta que en 1739, durante el saqueo de Delhi, fue destruido. Aquí residió desde 1837 Bahadur Shah II, nieto de Shah Alam, el último emperador mogol, mitad hinduista, mitad musulmán, un hombre mayor, frágil, de barba cana y nariz aguileña, apegado a la poesía tanto como al opio. Tenía el cargo nominal de rey de Delhi y su retrato adornaba las monedas que circulaban por la ciudad, aunque las acuñaban los británicos, al igual que era la Corona la que financiaba el estilo de vida de Bahadur Shah, quien a cambio de una considerable renta anual había renunciado al poder.
No menos magnífica, no menos grandiosa, sobre un pequeño promontorio cercano se levantaba para gloria de Alá la mezquita de Jama Masjid, con sus cúpulas resplandecientes, sus minaretes estriados apuntando vertiginosamente al cielo y un patio interior adoquinado con el suficiente espacio para albergar a veinte mil creyentes en oración. Era una de las mezquitas más grandes del mundo islámico.
Sin embargo, también el Imperio mogol se había debilitado, víctima de la maldición de la ciudad a orillas del río Yamuna y de la superioridad militar de los ingleses. Delhi seguía siendo, incluso en el siglo XIX, la capital de los mogoles, pero al soberano de turno no le quedaba otra cosa de su antiguo poder sobre las llanuras de Delhi que el título y una generosa renta anual. El cuartel militar, centro del poder británico, era claramente visible apenas a cinco kilómetros del centro de la ciudad, al norte de la puerta de Cachemira.
No había otra ciudad que mostrara con tanta claridad el rostro hindú del islam, y el idioma de Delhi era el urdu, el lenguaje de los antiguos poetas que cantaban a los ruiseñores y a las rosaledas y relataban las leyendas de los orgullosos soberanos mogoles. Sin embargo, la variedad de pueblos de la India y el dominio inglés habían estampado su huella también en Delhi. Además de mezquitas y mausoleos islámicos había en la ciudad templos hinduistas dedicados a Shiva, Jánuman y Ganesha, y una iglesia, la de San Jaime, decorada con artísticas esculturas, mientras que en el Raj Ghat, a orillas del Yamuna, los hinduistas entregaban a sus muertos a las llamas sagradas. En las calles había edificios coloniales que albergaban la sede del gobernador británico, la oficina de Telégrafos, la comisaría de Policía o el instituto; casas particulares de funcionarios y militares; jardines y parques primorosamente cuidados.
Los canales de suministro de agua rodeaban la muralla de arenisca roja, recorrían las calles, desembocaban en cisternas públicas situadas en las esquinas y las plazas y en los patios interiores de las viviendas señoriales, que, con sus innumerables patios e instalaciones adyacentes, a menudo formaban un barrio. Desde el Fuerte Rojo, la avenida Chandni Chowk, el Paraje de la Luz de la Luna, con sus cuarenta metros de anchura, dividía la ciudad en dos partes a lo largo de un canal. Flanqueada de cafés y tiendas, hoteles y bancos bajo sus arcadas, era más el símbolo de un modo de vida que una mera arteria principal del tráfico de la ciudad. Los visitantes europeos se deleitaban comparándola con París, Londres, Moscú o Versalles cuando veían los jardines, los baghs, opulentos en su amplitud, desbordantes y efectistas por igual, en paralelo a lo largo de casi toda la Chandni Chowk.
Calles anchas por las que transitaban elefantes, peatones, carruajes elegantes tirados por caballos nobles, carros destartalados arrastrados por una pareja de bueyes fornidos, porteadores descalzos que se abrían paso a toda prisa, soldados de la Compañía Británica de las Indias Orientales con sus suntuosos uniformes, elegantes damas con sombrilla en calesa, aventureros y turistas presuntuosos, misioneros que caminaban apresuradamente como ratones grises en compañía de sus esposas, e incluso, de vez en cuando, alguna monja. Ricos comerciantes musulmanes, mulás, artesanos, los vigorosos sadhus polvorientos con taparrabos y una larga barba enredada, de pie o sentados en la misma postura desde hacía varios años y en la misma esquina, para redimirse del ciclo de la reencarnación.
El ajetreo de las calles se colaba en las callejuelas tortuosas y por las peligrosísimas escaleras. Hombres, mujeres, niños y ancianos, engalanados con plata y oro, envueltos en seda o en algodón limpio de colores vivos, sucios, piojosos, harapientos, rebosantes de vitalidad y dedicándose a su actividad diaria o al callejeo, caminando un pie tras otro, muertos de cansancio, sentados en una esquina. Músicos callejeros, vendedores, mendigos, putas; plateros que con mirada ausente masticaban alguna hierba o bebían té mientras esperaban al siguiente cliente; artesanos concentrados en su trabajo, fabricando zapatos, martilleando el metal, tejiendo telas; el olor penetrante a pintura, cuero y orina emanaba de las tinas de los curtidores y tintoreros. Olía a sudor, a polvo y a excrementos, a madera recién cortada y a brasas recientes, a curry y pimienta y nuez moscada, a palo de rosa y canela, a piedra húmeda y, acto seguido, a piedra abrasada por el sol, a frutos secos tostados y a sangre de animales sacrificados. A podredumbre, a muerte, a agua limpia y a hierba y a la vegetación de los árboles en los innumerables baghs, a arroz cocido y a chispas de hierro forjado. Por el aire circulaban canciones que serpenteaban como una humareda fina a través de la red finamente entramada de hindustaní, urdu, bengalí, inglés, persa, árabe, guyaratí y todos los idiomas y dialectos del subcontinente, una red que cubría toda la ciudad.
Que la ciudad, no obstante, no cayera en el caos absoluto se debía a un código estricto y a una burocracia global. El término municipal de Delhi estaba dividido en doce distritos, los thanas. Al frente de cada uno de ellos había un thanadar, y cada thana a su vez era un conjunto de mahallahs, vecindarios. El responsable de cada vecindario era el mahallahdar.
Y justamente esta organización administrativa se convirtió en una barrera invisible para los tres fugitivos. Los fueron enviando con recelo de un thanadar a otro cuando trataban de pasar por las diferentes puertas de la ciudad. Algunas veces los rechazaban debido a su agotamiento manifiesto y su aspecto sencillo; sin embargo, la mayoría era debido a la presencia del sucio y andrajoso sahib de piel blanca y ojos azules lo que decidía que su solicitud de entrada en el thana recibiera por respuesta un rotundo Nahîñ! De nada servían las monedas que Mohan mostraba al thanadar, unas veces con gesto humilde y otras desafiante, para demostrar su solvencia; incluso aumentaban el recelo que despertaban. Les negaron hasta un techo para la mujer embarazada.
El sol empezó a bajar hasta que se sumergió con un resplandor rojo detrás de la muralla occidental de la ciudad, arrojando una luz cegadora sobre el Fuerte Rojo, cuyos muros parecían teñidos de sangre. Pronto cerrarían las puertas de entrada a la ciudad y seguían sin un alojamiento para pasar la noche.
Desconcertados y cansados, seguían en sus monturas cuando de nuevo les cerraron la puerta de entrada a un thana, de malos modos y en las narices. Casi habían rodeado la ciudad entera y tenían a la vista la puerta por la que habían llegado a Delhi aquella la mañana.
Sitara se volvió a mirar a un anciano ciego que iba tanteando el muro, encorvado y arrastrando los pies, con el cuenco de las limosnas bajo el brazo decrépito. Un escalofrío que no fue capaz de reprimir la sacudió.
—Este no es sitio para nosotros —dijo en voz baja—. Esta ciudad está cubierta por un hálito de muerte. —Con gesto suplicante, casi desesperada, miró consecutivamente a su hermano y a Winston—. ¡Prosigamos, no puedo quedarme en este lugar!
—Bien —asintió Mohan—, pero esta noche necesitamos un alojamiento. En la calle despertaremos todavía más sospechas. —Desmontó y se dirigió al mendigo anciano en urdu—. Mihrbânî karke, por favor, yahâñ dharamsala kahâñ hai?
El anciano respondió en un tono apenas audible, con la voz ronca por la edad y la debilidad, con los ojos muertos fijos en Mohan, que le dio las gracias poniéndole unas monedas en las manos como garras.
—¿Y bien? —Winston miró a Mohan expectante cuando este volvió a montar en su caballo.
—No muy lejos de aquí hay un albergue para peregrinos. Ojalá podamos alojarnos en él.
Cabalgaron a lo largo de la ancha avenida Kuchah Qamr ad-din Khan, que llevaba desde la muralla de arenisca al centro de la ciudad. El golpeteo de las herraduras en las calles, que se estaban quedando rápidamente desiertas, resonaba delator. La calle desembocaba en una plaza en forma de medialuna con una fuente en la que el agua borboteaba con un sonido reconfortante. En la esquina de dos calles confluyentes se encontraba el albergue cuyas luces parecían darles la bienvenida.
Y fueron bienvenidos. Había allí gente sencilla, exhausta, entre los peregrinos andrajosos que acudían desde muy lejos a visitar a las divinidades hinduistas más variadas de los templos de la ciudad, para hacer sus ofrendas y solicitar su bendición. En aquel barullo de sadhus, ancianos, jóvenes campesinos con sus esposas, niños que chillaban o berreaban, nadie prestó mucha atención a los tres recién llegados que, a cambio de unas pocas rupias, se instalaron en un dormitorio abarrotado en la parte trasera de la planta baja. Nadie les dirigió la palabra, nadie les hizo preguntas. Reposo nocturno debía de ser una expresión foránea; viajeros agotados dormían sobre simples jergones de paja entre niños alborotadores, mujeres y hombres que cotilleaban arracimados en torno a un sencillo juego de dados y mientras algunas personas religiosas se sumergían en sus rezos.
Winston se quedó mirando un rato aquel espacio, echado sobre su jergón pegado a la pared, con una sensación de absoluta irrealidad, y se dio cuenta entonces de que las semanas pasadas habían transcurrido como en un sueño. Nada más lejos de la vida que había llevado hasta entonces que lo que estaba viviendo. «¿Cómo he venido a parar aquí?», se preguntó, antes de que el cuerpo cálido y cada vez más orondo de Sitara se pegara a él y el sueño lo sumergiera en una negrura agradable.
Le pareció que había dormido muy brevemente cuando sintió una sacudida leve. Le costó un esfuerzo increíble abrir los párpados. Sitara lo estaba mirando asustada y él percibió su rigidez. Era Mohan quien lo había despertado y quien le puso rápidamente un dedo sobre los labios en un gesto de aviso. Winston parpadeó y levantó la cabeza. Había todavía algunos quinqués encendidos que arrojaban sombras que fluctuaban sobre los viajeros dormidos. Ya no quedaba nadie despierto; había cesado toda la agitación, todos los nervios del viaje. Los cuerpos y las almas habían reclamado tenazmente sus derechos. Se oían los ronquidos sincopados, y en algún lugar lloraba suavemente un bebé. Winston contrajo el ceño sin entender, miró a Mohan inquisitivo y entonces oyó el ruido de botas de montar pisando el suelo de piedra, haciendo crujir los juncos esparcidos, voces de hombres en una cadencia dura, militar.
Mohan le hizo una seña con la cabeza señalando una puerta de madera situada al otro extremo de la sala. Se levantaron los tres sin hacer ruido, agradecidos de que no pudieran oírse los latidos de sus corazones, recogieron a toda prisa sus escasas pertenencias y se deslizaron agachados y con movimientos lentos y controlados por la sala, esforzándose al máximo para no pisar a ninguno de los durmientes apretujados ni asustarlos con algún movimiento demasiado acelerado.
Con lentitud, centímetro a centímetro, Mohan abrió la puerta lo suficiente como para salir uno tras otro por ella a la suave brisa de la noche, y volvió a cerrarla con suavidad justo a tiempo, porque instantes después estalló un tumulto tras ellos, apenas sofocado por las tablas de la puerta. Mujeres chillando, niños berreando a pleno pulmón, hombres vociferando todavía en duermevela mientras los guerreros del rajá ponían patas arriba el albergue buscando a los tres fugitivos.
Echaron a correr tan rápido como podían desde el patio interior hasta la calle, a la sombra protectora de las casas alineadas. Las ratas saltaban asustadas, se movían rápidamente por el pavimento, miraban atrás con curiosidad, huían de las botas estridentes y de las voces chillonas que siguieron después tras un intervalo de tiempo. Las contraventanas y las puertas los miraban correr rechazándolos, una única pared lisa sin el menor escondrijo. Por fin llegaron a una callejuela angosta por la que doblaron cuando ya oían a lo lejos a sus perseguidores.
Winston corría a ciegas detrás de Mohan y de Sitara, asombrado de que ella fuera capaz de correr tanto a pesar de su embarazo. Doblaron a la derecha, luego de nuevo a la izquierda por callejuelas que se estrechaban cada vez más. Luego Mohan golpeó un portón. Cerrado.
Se detuvieron jadeantes, se llevaron las manos a los costados y trataron de orientarse en la oscuridad.
—¿Sabes dónde estamos? —preguntó Winston, estrechando contra su cuerpo a Sitara, que temblaba de miedo y agotamiento.
—No, ¿cómo voy a saberlo? —replicó Mohan sin fuelle y, un instante después, lo agarró fuertemente del brazo.
Winston contuvo la respiración y se puso a escuchar atentamente en la oscuridad. Se acercaban pasos ruidosos, pasos amenazadores y decididos, como si supieran que su presa había caído en una trampa. Sus ojos se habían habituado a la oscuridad y distinguió la silueta de Mohan, que se deslizaba de vuelta al último recodo de la callejuela por la que habían pasado. Un músculo del muslo de Winston se contrajo incontroladamente, dispuesto para la fuga, y le costó un increíble esfuerzo de voluntad encomendar su vida y la de Sitara a Mohan.
No fue hasta después, una vez pasado todo, cuando consiguió unir los fragmentos de los segundos que siguieron. Los dos guerreros rajputs doblaron la esquina con las espadas desenvainadas y las antorchas en alto. Mohan se echó encima de uno y le rebanó el cuello con un rápido movimiento de su daga antes de dejarlo caer suavemente al suelo. Sitara, que se había separado de Winston, clavó la daga certeramente al segundo soldado en el pecho antes de que este pudiera proferir ningún grito. Su cuerpo se desplomó silenciosamente sobre el cadáver de su compañero.
Un mono pasó chillando a su lado y los dientes de Mohan brillaron claramente en aquella oscuridad.
—Saludos de Jánuman.
Winston sintió que lo agarraban y tiraban de él violentamente en dirección opuesta por la callejuela, y al instante siguiente se los tragó un edificio, los absorbió un pasillo oscuro que desembocaba en una sala espaciosa de techo alto, débilmente iluminada por lamparillas de aceite. Las rodillas de Winston cedieron y se dejó caer sobre una repisa de piedra, mudo y rígido por el horror, con el rostro hundido apoyado en las manos. No levantó la vista hasta que sintió un tirón firme en la pernera de su pantalón.
Un monito estaba sentado frente a él, con sus deditos clavados en la tela rígida por la suciedad de su pantalón, y lo miraba con sus grandes ojos redondos. Enseñó los dientes finalmente con agresividad y profirió un sonido de desaprobación antes de marcharse dando saltos.
Winston lo siguió con la mirada, como hipnotizado, antes de que se desvaneciera en la semipenumbra. Lentamente comenzó a percibir las formas del interior de aquel templo, y miró a su alrededor. Baldosas blanquiazules cubrían el suelo y las paredes. Por todas partes había sencillas lamparillas de aceite de barro cocido, la mayoría apagadas, pero las sombras de las llamas de las restantes bailaban en paredes y techos de un modo amenazador, como demonios nocturnos. Fue entonces cuando los vio. Había monos, en cantidades ingentes, saltando en la bóveda del pequeño templo, empujándose descaradamente o despiojándose con confianza, meditando y observando con los ojos muy abiertos de asombro a los tres intrusos nocturnos.
Luego vio a Sitara, sentada en el suelo no muy lejos de él, abrazándose las rodillas y mirando fijamente al frente. Ante sus ojos se desarrollaba otra imagen: a la luz casi extinta de las antorchas caídas al suelo, ella, de pie, con las piernas separadas, estaba encima del hombre, que acababa de matar; la mano con la que había ejecutado el golpe mortal seguía en el aire, tenía la boca ligeramente abierta y una mirada salvaje, asustada y satisfecha a partes iguales, como una leona que ha defendido con éxito su vida y la de su cría.
Como si le hubiera leído el pensamiento lo miró. Winston se estremeció, porque creyó tener delante a una extraña. Quería ir hasta ella y estrecharla entre sus brazos, pero no podía. Lo atenazaba una timidez inexplicable y apartó los ojos, avergonzado.
—Pareces tan cortado como una santurrona conmocionada.
La voz de Mohan lo arrancó de sus pensamientos.
—No pretenderás hacerme creer que no has matado a nadie en tu vida, ¿verdad?
Winston no se atrevía apenas a devolverle la mirada a Mohan. La de Tajir le quemaba la piel. La sangre se le agolpó en el rostro cuando finalmente sacudió la cabeza. En sus años de servicio había tenido la suerte de que no lo destinaran al frente, a pequeñas refriegas ni a la guerra aniquiladora en las escabrosas montañas de Afganistán. Sin embargo, en aquel momento se sentía desenmascarado y expuesto al ridículo por tal razón.
Mohan chasqueó con la lengua en señal de desprecio.
—Visnú, asísteme… ¡Pero si eres un soldado, Winston! ¿Qué es lo que aprendéis realmente en vuestro grandioso ejército? Podéis consideraros afortunados de que no se hayan producido grandes disturbios en el país hasta el momento. Si los hinduistas y los musulmanes dejaran un día al margen sus disputas y se unieran contra vosotros, feringhi, entonces tendríais que rogar clemencia a vuestro todopoderoso Dios, pues eso sería lo único que os podría salvar. —Conciliador, añadió—: Toma, come. —Y le puso un cuenco de madera con fruta bajo la nariz.
Winston lo rechazó con un gesto.
—Son ofrendas.
Los ojos de Mohan se iluminaron de pronto. Con gesto travieso movió la cabeza ligeramente hacia el interior de aquel espacio.
—Jánuman nos lo perdonará. —Y dio un buen mordisco a un higo.
En ese momento se dio cuenta Winston de la presencia de una estatua de tamaño natural en el centro del templo y se levantó para mirarla más de cerca. Una figura masculina, musculosa, ataviada únicamente con un taparrabos, estaba arrodillada encima de un estrado. Su rostro, muy huesudo, con una mandíbula muy marcada, era ser humano y mono a partes iguales, y con ambas manos se abría el pecho permitiendo ver a una pareja de dioses, un hombre y una mujer.
—Son Rama y Sita —explicó Mohan en voz baja a su espalda—. Jánuman es el héroe del Ramayana. Es hijo de Vaiú, el dios del viento, de quien recibe la fuerza del ciclón y la facultad de volar. Es fuerte y listo, y nadie lo iguala en erudición. Un buen día, Jánuman se escondió en el bosque y encontró allí a Rama. Rama le contó que el demonio Rávana había secuestrado a su querida esposa, Sita, y que él había salido en su busca. Profundamente emocionado por esta historia, Jánuman reconoció que había sido elegido por el destino para ser el sirviente de Rama, y reunió un ejército. Ese ejército no pudo encontrar a Rávana y a Sita, pero Jánuman descubrió el escondrijo de Rávana. Adoptó la forma de un mono común para sortear las legiones de poderosos demonios y entrar de ese modo en el magnífico palacio de Rávana. Allí encontró a Sita, sentada en el jardín, con aire atribulado y custodiada por algunos demonios. Jánuman abandonó su escondrijo, se acercó a ella y le entregó un anillo de Rama. Le contó que Rama estaba desconsolado sin ella, y se ofreció a llevarla sobre sus espaldas y escapar de allí. Sin embargo, Sita rechazó el plan por respeto a su marido, ya que lo deshonraría si no era él mismo quien acudía a salvarla.
»Así pues, Jánuman se aprestó a la lucha contra el rey de los demonios, destruyó las murallas de la ciudad y aniquiló a miles de demonios. Durante la contienda, Rávana prendió fuego al rabo de Jánuman, que adoptó una forma gigantesca e hizo que las llamas devoraran la ciudad de Havana. Regresó hasta donde se encontraba Rama y le contó que había encontrado a Sita. Jánuman y su ejército de monos destruyeron a Rávana y su imperio, y Rama pudo liberar a Sita. Jánuman es el símbolo de la entrega del servidor a su señor y la del creyente a su ishta.
La historia del dios mono y el nombre de la heroína, tan parecido al de Sitara, le hicieron dirigir la vista hacia ella, quien le devolvió la mirada con orgullo de sí misma y por lo que había hecho, y al mismo tiempo había tanto amor y un poco de temor en ellos que Winston se sintió infinitamente avergonzado y a la vez invadido por una sensación de calidez. Se recostaron abrazados para descansar unas pocas horas antes de que aparecieran de madrugada por el templo los primeros fieles a orar bajo la protección y los ojos benevolentes de Jánuman, el luchador que toma partido por los amantes.
Winston parpadeó con la luz pálidamente azulada de la mañana que se colaba en el interior del templo por las ventanas en arco. La luz dorada de las últimas lamparillas de aceite, a punto de consumirse, parecía sucia. Desde lejos le llegaban las voces de los muecines llamando a los creyentes a la oración de la mañana desde los minaretes de la ciudad. Tardó unos instantes en ser consciente de dónde se hallaba y lo que lo había llevado hasta allí, y el recuerdo de los sucesos de la noche anterior fue para él como un puñetazo en el estómago. Tenía los músculos doloridos de estar echado sobre la dura piedra y percibió cómo el cuerpo caliente de Sitara se apretaba contra el suyo en el sueño. Pero había algo más que no conseguía recordar: fragmentos vaporosos de un sueño que habían dejado en él una sensación de nostalgia y de alegría. Intentó con todas sus fuerzas recordar ese sueño… Se levantó precipitadamente y sacudió el hombro de Mohan Tajid, quien al instante se despejó y se incorporó.
—Saharanpur —le dijo y, cuando Mohan frunció el ceño sin entender, añadió, agitado—: Allí vive un amigo mío. ¡Él nos ayudará!
Mohan hizo una mueca de escepticismo, pero al mismo tiempo se encendió en sus ojos una chispa de afán de aventuras y de satisfacción.
—Por fin comienzas a pensar por ti mismo…
Fueron a pie por las callejuelas dejándose llevar por la corriente de personas que iban en dirección a la muralla de la ciudad; no se volvieron siquiera a mirar, y nadie se atrevió a hablarles de la muerte de los dos guerreros rajput. A pie, pequeños y humildes, salieron de la ciudad por la puerta que con tantas esperanzas habían atravesado el día anterior a caballo.
Un campesino amable los llevó un trecho en su traqueteante carro de bueyes hacia el norte. Les costaba no mirar con cierta sensación de ansiedad la muralla de la ciudad, cobriza a la luz del sol, tras la cual habían buscado amparo y que había sido una decepción tan amarga para ellos.
Sin embargo, sin decaer, pusieron sus esperanzas de nuevo en manos del azar.