Independientemente de lo secreto que pueda ser el amor, lo propio y característico de él es que delata al amante con una ligereza en el andar cuando anteriormente arrastraba los pies, con un brillo en los ojos cuando anteriormente parecían apagados, con una aureola tenue en torno a esa persona que hace saltar chispas en cada uno de sus movimientos. Y por muy prudentes y seguros que se imaginaban estar Winston y Sitara, lo cierto era que su secreto no podía tardar mucho en ser descubierto.
Noche tras noche se encontraban los dos en aquel patio interior, hambrientos de la cercanía del otro, colmando los deseos del cuerpo y del alma, y no quedaban nunca ahítos y se prohibían cualquier pensamiento sobre el tiempo que se les iba escurriendo inexorablemente entre los dedos.
La luna se volvió redonda, menguó de nuevo y brillaba escéptica a través de una brisa cálida y bochornosa sobre Winston y Sitara, que estaban abrazados sobre la chaqueta del uniforme de él, besándose y riéndose mientras Winston empezaba a ocuparse torpemente del extremo del sari de Sitara. En ese instante oyeron un ruido de metal contra metal y los dos se incorporaron asustados. Pareció que la luna se oscurecía y apartaba su mirada llena de malos presagios.
Con su larga espada rajput desenvainada se encontraba ante ellos Mohan Tajid, y un odio puro ardía en sus ojos.
—Aparta tus sucios dedos de feringhi de mi hermana.
Winston iba a levantarse de un salto para defenderse y defender a Sitara, pero ella lo obligó a permanecer sentado clavándole dolorosamente las uñas de una mano en el muslo. Ella sí que se levantó, pero sin prisas, sin miedo, y apoyó su espalda en él mientras con la otra mano se protegía el vientre.
—No, Mohan. Antes de matarlo a él, tienes que matarme a mí. A mí y a la criatura que llevo en mí.
Su voz era tranquila y decidida, con un ligero tono de enfado, como el gruñido amenazador de una leona que ve en peligro a su familia.
—Tanto mejor. Un golpe con la espada y se habrá saldado el oprobio que los dos habéis arrojado sobre nuestra familia y sobre nuestra casta —replicó imperturbable, demostrando por primera vez un gran parecido con su padre, el rajá.
Winston apartó con brusquedad a Sitara y se plantó en toda su estatura frente a Mohan Tajid, mirándolo fijamente.
—Hazlo si tienes que hacerlo, pero a ella déjala marchar.
Mohan le clavó los ojos y enarboló la espada lentamente. Winston no hizo ningún gesto para atacarlo o para zafarse, ni siquiera cuando sintió contra su camisa, la punta metálica que, con una respiración demasiado profunda, le habría cortado la piel.
—¡Loco! ¿Darías realmente la vida por una pequeña «negra» que te ha deparado algunas horas de placer? —dijo, escupiendo esa palabra en inglés con dureza en medio de la cadencia suave del hindustaní.
—Es Sitara, y es tu hermana —le replicó Winston cortante, y vio cómo la mirada de Mohan Tajid llameaba una fracción de segundo y se volvía hacia Sitara.
—Nos amamos, Mohan —escuchó Winston la voz de ella a su espalda, intransigente—. Estaba predestinado, y tú lo sabes.
Con gesto de enojo volvió Mohan a envainar la espada.
—Sí, lo sé, y supe desde el instante en que cruzó el umbral del salón del trono que traería la desgracia a nuestra casa. —Los miró consecutivamente, con las pobladas cejas negras fruncidas—. ¿Cómo habéis podido ser tan insensatos? ¿No sabéis que os hará el rajá si se enterara de esto? Y se enterará. Estoy seguro de que no soy el único que se ha dado cuenta de lo mucho que has cambiado —dijo, dirigiéndose a Winston en un tono grosero—. ¡Es solo cuestión de tiempo que los espías del rajá sigan tus pasos hasta aquí, como yo lo he hecho esta noche!
Sitara se levantó y agarró a su hermano del brazo, implorante.
—¡Ayúdanos, Mohan! Ayúdanos a huir de aquí… a cualquier parte.
Mohan miró a Winston, en cuyos ojos leyó el mismo deseo, y sacudió la cabeza.
—Estáis completamente locos. Incluso en el caso de que consiguiera sacaros de aquí sanos y salvos, ¿adónde queréis ir? El palacio está rodeado por kilómetros y kilómetros de desierto. En ninguna parte os darán cobijo ni seréis bienvenidos. ¡El brazo del rajá llega hasta muy lejos!
—La India es grande —se le escapó a Winston con aspereza.
Mohan rio, despectivo.
—¡Pero no lo suficiente! —Agarró con tosquedad a su hermana del hombro y la sacudió ligeramente—. Allí adonde vayáis, tú serás siempre la ramera del sahib, vuestros hijos serán bastardos. ¿Eso es lo que quieres?
En los ojos de Sitara brillaban las lágrimas, pero también una voluntad inquebrantable.
—Tú, él y yo sabemos que no es así. Eso debe bastarnos.
Winston vio que Mohan Tajid luchaba consigo mismo, y con todo lo que ahora sabía acerca del honor y de la tradición de los rajputs intuía vagamente lo que estaba sucediendo en su interior. Por mucho que le repugnara no podía hacer otra cosa que darle la razón a Mohan. Las relaciones entre los señores coloniales y sus súbditos estaban mal vistas por ambas partes, y los descendientes de una relación semejante eran tachados de bastardos toda su vida. Sabía que a los ojos de los hindúes, y aún más a los ojos de los rajputs, había deshonrado a Sitara, no solo porque su unión no había sido sancionada por un enlace matrimonial, sino sobre todo porque él era blanco. Y aunque no podía imaginarse cómo sería su vida fuera del palacio, le resultaba inimaginable e insoportable plantearse la vida sin Sitara.
Veloz como un rayo, Mohan Tajid cerró el puño de la mano derecha y le propinó a Winston un gancho en la mandíbula que lo derribó al suelo. Sintió más sorpresa que dolor antes de que Tajid le tendiera la misma mano para ayudarlo a levantarse.
—Vaya eso por el honor de la familia —explicó Mohan con sobriedad mientras Winston se frotaba la barbilla perplejo y furioso. Miró muy serio a Sitara y al inglés—. Os voy a ayudar, pero no por gusto y solo con la condición de acompañaros. Necesitaréis la protección de un guerrero.
Solo a regañadientes consintió Winston que Mohan se encargara él solo del plan de fuga. Tuvo que tragarse el reproche de este, que le dijo que no era dueño de sus sentidos. Sufrió al no poder ver durante mucho tiempo a Sitara para no correr riesgos innecesarios. Sus nervios se iban tensando hasta el punto de ruptura conforme iban pasando los días, en los que se esforzaba por mantener la apariencia de normalidad, y las noches, en las que escuchaba atentamente en la oscuridad callada del palacio para no pasar por alto la señal más débil de la partida inminente. Cada vez quedaba menos tiempo. El rajá lo mandaba llamar a su presencia cada vez con menor frecuencia y por menos tiempo. Además, la mirada errática y el tono de voz ligeramente irritado de Dheeraj Chand eran la prueba de que se estaba cansando de su juego. Solo era cuestión de tiempo que el príncipe eligiera deshacerse de él de la manera que fuese. Además se aproximaba la época de las lluvias, aunque con retraso este año. Un velo lechoso cubría a menudo el cielo; en el horizonte llano se apelotonaban las nubes y se oía tronar a lo lejos en el silencio del desierto, si bien el canto de los grillos era más fuerte. Se movían por terreno cada vez más resbaladizo para todos ellos, pero no sucedía nada.
Entonces, una noche, el suave chasquido de la puerta secreta arrancó de su sueño intranquilo a Winston, que se levantó de un salto.
Como una sombra negra en la oscuridad, flexible y silencioso como un gato, se deslizó Mohan Tajid por la habitación, les arrojó a él y a Bábú Sa’íd, tan sorprendido como él, un hatillo de ropa oscura, les indicó cómo envolverse las botas con tiras de tela para silenciar sus pasos y les tendió carbón para ennegrecerse la cara bajo el turbante oscuro. Luego desaparecieron los tres como sombras tras el friso de madera.
Winston tenía la garganta seca y su corazón palpitaba acelerado mientras caminaba a tientas detrás de Mohan Tajid por el pasadizo, completamente a oscuras. Chocó contra el joven cuando este se detuvo abruptamente.
—Una cosa por si nos hubieran escuchado o si no tuviéramos tiempo luego: en cuanto lleguemos a los caballos, montad y salid al galope, lo más rápidamente que podáis. No os deis la vuelta, pase lo que pase a vuestra espalda. El paisaje en torno al palacio es llano, y aunque el cielo está encapotado, desde las almenas se divisa hasta varias millas de distancia. Habría preferido una noche sin luna, pero el rajá planea librarse de vosotros lo antes posible, así que era imposible postergarlo más.
Mientras susurraba, se sacó de debajo de la chaqueta una pequeña antorcha y la encendió. El débil resplandor de la llama era devorado a medias por aquellos muros agrietados, pero de esa manera podían avanzar con mayor rapidez. En esta ocasión, Mohan Tajid pasó de largo sin prestar atención frente a la puerta que daba a la parte prohibida del palacio. El pasadizo se terminó; la llama amarillenta iluminó una pared de piedra toscamente labrada. Winston interrogó a Mohan Tajid con la mirada y este le respondió con una sonrisa burlona, enseñando los dientes.
—Es una ilusión óptica —aclaró con un susurro—. Dos paredes que se solapan con una angosta rendija entre ambas. A la luz de una antorcha produce el efecto de ser una única pared sólida. Mis antepasados tenían un extraño sentido del humor. Agradeced a los dioses que haya descubierto yo este pasadizo.
Mohan se metió de lado por la derecha detrás de la primera pared. Con la cabeza gacha y conteniendo el aliento, Winston metió barriga para pasar detrás de él, convencido de que iba a quedarse atascado en aquella rendija. La roca ruda le apretaba dolorosamente la caja torácica, la espina dorsal y le comprimía las costillas. Había apenas suficiente espacio para pasar entre las dos paredes, en el mejor de los casos apretujándose de lado. A continuación venía la abertura, igual de angosta, en sentido opuesto. El pasillo de roca era un poco más ancho al otro lado; una y otra vez chocaba Winston con sus anchos hombros contra las paredes y apenas podía caminar erguido mientras se apresuraba por perseguir lo más rápidamente posible la silueta de Mohan Tajid. El príncipe parecía poseído por una prisa repentina. La llama que iluminaba su camino más mal que bien comenzó a vacilar, próxima a apagarse. Mohan la arrojó al suelo y la apagó con el pie. La oscuridad repentina dejó a Winston sin aliento. Poco después notó un chorro de aire puro y vio la negrura azulada de la noche por un tragaluz.
Winston comprendió lo minuciosa que había sido planeada su fuga. Aunque el firmamento estaba cubierto por una oscura capa de nubes, lo atravesaba sin embargo un haz de rayos de luz grisácea proveniente de las estrellas y de la hoz lunar. La mole imponente del palacio arrojaba una oscura sombra en el ángulo de dos muros, lo suficientemente grande como para albergar cuatro caballos muy juntos sin apenas carga y lo que parecía la silueta de una persona muy corpulenta que se escindió en las figuras vestidas con prendas oscuras y encapuchadas de Sarasvati, Paramjeet y Sitara.
Tal como se les había indicado, Winston y Bábú Sa’íd se subieron de inmediato a sus monturas, al igual que Sitara y Mohan Tajid, espolearon a los animales y se adentraron en la noche sin volver la vista atrás.
Los cuatro caballos de pelaje oscuro llevaban la cabeza cubierta por un saco provisto de aberturas para los ojos cuya finalidad era ahogar los relinchos y resoplidos indeseados; sin embargo, a pesar de que sus pezuñas estaban envueltas en gruesas tiras de tela para sofocar el delatador ruido de las herraduras sobre la piedra, su galope retumbaba en la llanura como el de un rebaño de búfalos mientras iba en aumento el fragor de los truenos. El viento cortante les azotaba el rostro haciendo que les lloraran los ojos y sudaban a chorros debido al bochorno de aquella noche. Se iban apelotonando las nubes oscuras en el horizonte, iluminadas esporádicamente por los primeros relámpagos de color azufre.
Un grito resonó a su espalda, como un disparo. Un grito estremecedor que se extinguió borboteando; a continuación llegó como en un susurro el bramido de innumerables voces. Completamente pegado a las crines de su caballo, Winston miró de reojo a Sitara. Bajo el turbante de tela oscura, con la cara ennegrecida, parecía un personaje de cuento oriental. Mantenía el paso sin dificultad, como los hombres, y parecía una unidad con su caballo. Miraba fijamente la oscuridad que tenían ante sí; solo una leve convulsión en los dedos que sujetaban tensas las riendas delataba que presentía lo que estaba sucediendo en esos momentos entre los muros del palacio.
La ventaja que llevaban era considerable, pero enseguida avanzaron por la tierra las ondas sonoras de innumerables herraduras, como una tormenta de arena que arremolina una nube y la impulsa hacia delante sin parar, y un escalofrío les corrió por la nuca. Hendían la noche exclamaciones ruidosas, que fueron luego salvas de fusil y el silbido de las balas. Uno de los caballos relinchó de dolor y, por instinto, Winston miró atrás por encima del hombro y vio que era la montura de Bábú la que se encabritaba para luego desplomarse sepultando debajo al cipayo de Winston. En ese mismo instante sintió un puñetazo en el hombro. Oyó a Mohan Tajid exclamar «o él o nosotros» y, como por iniciativa propia, sus muslos presionaron con más fuerza el caballo azuzándolo para seguir al galope.
De un lado iban aproximándose las mesetas, y Mohan Tajid cambió repentinamente de rumbo. Les gritó una palabra que Winston no comprendió pero a la que Sitara reaccionó de inmediato forzando a Winston abruptamente en la misma dirección. Antes de que comprendiera que ante ellos se quebraba el suelo, su caballo ya había seguido a ciegas al de Mohan Tajid, se deslizó sin aminorar apenas la velocidad por el talud empinado, giró en ángulo agudo y volvió a recuperar jadeando el trote sobre rocas. De repente los rodeó la oscuridad, más negra que la noche.
Transcurrieron unos instantes antes de que Winston pudiera adivinar algunos contornos. Desmontó del caballo, imitando a Mohan y a Sitara. Temblaba, tenía la sensación de que le dolían todos los músculos del cuerpo y se notaba la garganta completamente seca.
El aire comenzó a vibrar con un sonido sordo y pesado. Un zumbido oscuro creció por momentos y acabó en un estruendo que hizo temblar las rocas a su alrededor. El ruido de los cascos de los caballos que se aproximaban era su eco. El estrépito de las herraduras fue disolviéndose en trotes aislados de los jinetes, ahora dispersos, cuyos gritos resultaban imposibles de ubicar en una determinada dirección. Un rayo hendió la noche iluminando durante un brevísimo instante la entrada a la cueva en la que se encontraban antes de que volviera a reinar la oscuridad absoluta.
En la lejanía volvieron a oír trotes apresurados, en menor cantidad esta vez. En el tono imperioso que exigía a gritos una explicación, Winston reconoció la voz de Dheeraj Chand. Murmullos de hombres desconcertados. El golpeteo de los cascos de un caballo nervioso sobre las piedras. Otro rayo, un trueno estrepitoso y, a continuación, multiplicado por mil, el sonido de la lluvia, aumentando de intensidad con cada segundo que pasaba. Agua a raudales, a cántaros, lluvia torrencial. Winston creyó ver en la penumbra el resplandor de la dentadura de Mohan Tajid, que sonreía burlón.
Se oyó una orden ahogada por el aluvión del cielo, la concentración lenta de herraduras que hendían la tierra y comenzaban a alejarse. Y luego en tono amenazador, resonando más allá de las llanuras de Rajputana, la voz del rajá maldiciendo el monzón.
—¡Soy Dheeraj Chand, del linaje de los Chandravanshis, y por las almas de mis antepasados os maldigo! Mohan, ya no eres mi hijo. Sitara, ya no eres mi hija. No descansaré hasta que vuestra sangre y la del feringhi haya lavado el oprobio de nuestro clan y de nuestra varna. ¡Lo juro ante los ojos de Shiva!
Como si los dioses atestiguaran su juramento, hubo un tremendo trueno cuyo estampido fue dispersándose. A continuación, silencio, un silencio opresivo, paralizador bajo el peso de la lluvia.
Con signos de agotamiento, Winston se puso en cuclillas, se apoyó contra la pared de piedra y hundió la cabeza entre sus manos. De golpe comprendió que esa noche había perdido todo aquello que había sido su vida hasta entonces. Vio mentalmente la chaqueta roja de su uniforme, en el respaldo de la silla de su habitación del palacio, chaqueta que Bábú Sa’íd había cepillado a conciencia esa misma mañana. Con ella dejaba atrás todo lo demás: su carrera militar, a Edwina, incluso a su familia en la lejana Inglaterra. No había vuelta atrás; desde aquel momento su destino estaba inseparablemente unido al de aquellas otras dos personas que lo acompañaban en la oscuridad. El dolor por esas pérdidas y la tristeza por el destino de su fiel cipayo lo alcanzaron y dejó que sus lágrimas fluyeran sin cortapisas.
El cálido cuerpo de Sitara se arrimó cariñosamente al suyo, de una manera silenciosa pero elocuente. La estrechó entre sus brazos, buscando apoyo y consuelo en ella, sepultando la cara en la curva de su cuello. Aspiró el aroma de su piel y supo que había sido lo correcto pagar ese elevado precio. Alzó la cabeza.
—¿Mohan? —susurró en dirección a la oscuridad y al no hallar respuesta, repitió—: ¿Mohan?
Se puso a palpar con cuidado en la oscuridad, con Sitara de la mano, hasta que notó la calidez del cuerpo del joven Chand, como una sombra tangible. Mohan le apartó la mano con rudeza.
—Has renunciado a tu familia por nuestra causa arriesgando también tu vida. No lo olvidaré nunca —susurró Winston con voz áspera.
Mohan no reaccionó. Luego, tras lo que pareció una eternidad, Winston lo oyó moverse. Buscó a tientas la mano de Winston y depositó en ella algo frío, metálico, afilado, caliente y húmedo por un lado.
—Ahora sois mi familia —oyó decir a Mohan con voz ronca, apenas audible—, y tú eres mi hermano.
Winston tragó saliva, titubeó un momento antes de pasarse con decisión el filo de la daga por la palma de la mano. Un dolor ardiente y sintió manar la sangre caliente; agarró la mano de Mohan, y la estrechó firmemente con la suya.
—Hasta la muerte —juró, con la voz temblorosa.
—Y más allá.