Noche tras noche regresaba Winston como embrujado al jardín para ver a Sitara; hacía que sus encuentros con Mohan Tajid tuvieran lugar durante el día o los suspendía. Estaba encantado con su manera de hablar, por cómo se movía, y la conmoción por su destino cruel fue dejando paso poco a poco a la alegría. Alegría de verla sonreír cada vez con mayor frecuencia hasta reír finalmente a carcajadas, con una risa cálida que hacía vibrar todo su cuerpo. Él le hablaba de Inglaterra, de su tierra natal de Yorkshire, con sus lúgubres pantanos grises y su cielo nublado, de las escarpadas rocas de la costa rociadas por la espuma de las olas y de la amplitud del océano, a ella, que nunca había visto el mar y no conocía superficies mayores de agua que los estanques que se llenaban después de las precipitaciones del monzón. También le contó sus impresiones de la India, de su vida en el cuartel de Calcuta. Sitara le escuchaba con atención y le formulaba preguntas con curiosidad, igual que hacía él cuando ella le contaba las antiguas leyendas de Rajputana o las travesuras que ella y Mohan habían hecho en otros tiempos. Disminuían cada vez más las palabras de ambos, perdiéndose en un silencio muy elocuente en el que mantenían diálogos mudos con sus miradas.
Una noche en que la luna era una hoz luminosa en el cielo azul tinta, Sitara se calló súbitamente. Winston vio el resplandor de las lágrimas en sus ojos cuando volvió la cabeza.
—¿Qué ocurre? —La miró desconcertado.
—Yo… —Tragó saliva y la primera lágrima se le deslizó por el pómulo mientras se miraba los dedos hundidos en el regazo—. No he podido menos que pensar que en algún momento te marcharás de nuevo.
Winston permaneció en silencio, confuso. Él mismo había apartado cualquier pensamiento relacionado con el final de su estancia en el palacio y con el regreso a Calcuta. Desde aquella noche en la que se había encontrado con Sitara el tiempo no parecía existir para él, como si el mundo se hubiera detenido por completo, pero su comentario hizo que el mundo extramuros del palacio reapareciera bruscamente en su conciencia alcanzándolo de lleno, como un puñetazo en la boca del estómago.
Le habría gustado consolarla prometiéndole regresar, pero sabía que no podría mantener su promesa. Sus últimos encuentros con el rajá habían puesto de manifiesto que este jamás cedería su poder a la Corona, ni siquiera con la garantía de mantener su nombre y su estatus. Su misión había fracasado y tendría que enfrentarse a ese fracaso en Calcuta. No le darían seguramente una segunda oportunidad, y no era de esperar que las tropas de la Compañía Británica de las Indias Orientales ocuparan el principado.
—Winston… —El susurro ronco de ella le hizo alzar la vista.
Sitara se había levantado y colocado frente a él. Como hipnotizado, vio que se desprendía de su sari. Vuelta tras vuelta de tela blanca fue cayendo al suelo hasta que quedó desnuda en toda su belleza. Su piel parecía irradiar una luz plateada, y Winston vio con sorpresa que no era ni de lejos tan delgada ni delicada como le había parecido bajo los pliegues del sari. Sus pechos eran llenos y grávidos; su talle fino describía una curva en la suave redondez de las caderas. Su cuerpo estaba enmarcado por la negra melena sedosa, y la vulnerabilidad de su desnudez contradecía la mirada de sus ojos, que anunciaban orgullosamente su feminidad.
—Hazme mujer antes de irte. Ahora. Aquí.
Sin rechistar, consintió que lo tomara de la mano y tirara de él hasta tumbarlo en el suelo. La piel y el pelo de Sitara eran indistinguibles de la seda del sari, y comprendió que deseaba exactamente lo mismo.
Sus encuentros carnales habían sido hasta ese momento breves y apresurados; primero con las criadas complacientes, en el pajar, más tarde con las rameras de los lal bazaars de Calcuta, muy maquilladas y que olían a perfume barato, con las que se había procurado alivio por algunas rupias y que le habían hecho sentirse asqueado y sucio. Siempre le había resultado incomprensible el entusiasmo y la codicia de sus compañeros por las mujeres de piel morena. La belleza de Sitara, sin embargo, la inocencia y a la vez el hambre de sus ojos otorgaron a ese momento algo de solemnidad, de pureza.
Los besos de ella eran cálidos, su cuerpo ardía con las caricias, y los dedos que rozaban su piel con ternura lo iban liberando prenda a prenda del uniforme, abrasándolo y refrescándolo a la vez. Aspiró profundamente su olor almizclado mientras dibujaba con sus manos y su boca cada hueco de su cuerpo y lo cubría con su propia piel, admirando su elasticidad firme, su suavidad y su calor. El temblor que recorría el cuerpo de ella cada vez con mayor intensidad, los sonidos guturales que emitía intensificaban aún más su ansia. Cuando creyó que iba a reventar de deseo la penetró, sintió el desgarro del himen, el estremecimiento asustado de ella, luego un acaloramiento que la hizo suspirar profundamente. Sin temor aguantó ella firmemente su mirada, lo rodeó con brazos y piernas, con un ardor que los fundió el uno con el otro.
Sus cuerpos estaban perlados de sudor cuando más tarde se arrimaron el uno al otro, ardiendo y sin embargo temblando de frío en la cálida brisa nocturna. Winston se sentía satisfecho y bendito, acechaba el sonido de su propio corazón palpitante, el pulso de Sitara bajo la piel, su respiración acelerada, el canto de los grillos, el silencio atronador cuando cesaban estos su cricrí durante unos momentos. Levantó la vista cuando sintió a Sitara moverse y rozarle el codo. Ella lo estaba mirando fijamente, con lágrimas de profunda felicidad en sus ojos negros. Se llevó la mano de él al bajo vientre, sobre el oscuro triángulo de entre sus piernas.
—Llevaré a tu hijo dentro de mí. Lo sé.