Debió de quedarse dormida otra vez porque, al abrir de nuevo los ojos, Ian se había ido. El contorno de su cuerpo estaba marcado en las sábanas, que conservaban todavía su calor. Cuando Helena hundió la cabeza en ellas pudo oler todavía su aroma, y un deseo anhelante recorrió su cuerpo. Fue entonces cuando oyó sus pasos, su susurro alegre y una sonrisa de felicidad le iluminó el rostro. Sin embargo, se le apagó cuando oyó risas y bromas amortiguadas a través de la puerta y de la pared, con la cadencia inconfundible, rápida y bailarina del hindi, y la voz femenina que replicaba con claridad a sus risas era la de Shushila.
La cólera y la vergüenza se mezclaron en un sentimiento de desdicha. Helena se cubrió la cabeza con una almohada y apretó los dientes para contener las lágrimas y no tener que escuchar más aquello. Cuando una mano le rozó el hombro, se incorporó sobresaltada. Era Yasmina, que la miraba con culpabilidad porque creía que la había arrancado del sueño.
—He preparado el baño para usted, memsahib. Por favor, dese prisa, huzoor la espera para el desayuno.
Helena se movía adrede con mucha lentitud. Yasmina tuvo que insistir para que saliera del baño, que olía a rosas. Siguiendo su costumbre, echó mano de la camisa y los pantalones de montar, pero Yasmina sacudió la cabeza con timidez.
—Huzoor desea que lleve usted hoy algo diferente.
Fue entonces cuando Helena vio el vestido de color blanco crema con un estampado de zarcillos y hojas verdes extendido sobre la cama recién hecha; Yasmina debía de haberla hecho mientras ella se bañaba. Se vio momentáneamente tentada de contravenir la orden de Ian, pero finalmente se encogió de hombros con indiferencia.
—Bueno, por mí…
Aunque Yasmina se esforzó en apretar el corsé todo lo que pudo, al final tuvo que emplear la fuerza para cerrar los ganchitos de la trasera del vestido. Cuando Helena se contempló en el espejo alto tuvo que reconocer que le quedaba verdaderamente apretado. En efecto, había engordado desde que se probó el vestido en Londres. Tragó saliva cuando constató ese hecho y entonces se apareció ante su ojo interior la figura de Shushila, tan bella y seductora con sus saris. Desafiante, casi con porfía, elevó la barbilla frente a su imagen reflejada en el espejo. «¡Bien! —se dijo—. ¡Me estoy convirtiendo en una matrona fea, sin encantos! ¿A quién le importa?». Sin volver a mirarse, dejó que Yasmina le cepillara el pelo sentada al tocador y se lo recogiera en un moño holgado que los hábiles dedos de la joven adornaron con algunas flores blancas de seda y hojas verdes artificiales.
Cuando, poco después, Helena pisó la terraza con sus ligeros mocasines de piel clara, sin ojos para la belleza matinal del jardín ni para la mesa preparada con primor, se esforzó por ignorar las miradas de Ian, y, sin embargo, las sentía sobre su piel.
—Buenos días —la saludó él alegremente, tendiendo la mano hacia ella, que, haciendo caso omiso, se sentó en silencio al otro lado de la mesa con la mirada clavada en el plato.
Cuando el criado le alcanzó la cestita de los panecillos los rechazó con un movimiento de cabeza y solo tomó té a sorbitos, con desgana.
—Deberías comer algo, tenemos un día muy largo por delante —le recomendó Ian.
—Gracias, no tengo hambre —repuso ella con irritación, y observó con el rabillo del ojo que Ian sonreía de oreja a oreja.
Él se inclinó hacia delante y susurró por encima de la mesa:
—¿Después de lo de la noche pasada? ¡Me puedes decir lo que quieras, pero no que no tienes hambre!
Helena se puso roja como un tomate. Con las cejas contraídas en un gesto huraño, le espetó:
—¡Si no me cuido, dentro de poco no me podré poner ningún vestido!
—De todas maneras estabas demasiado delgada —repuso Ian con calma. Se interrumpió como si se le hubiera ocurrido algo, y añadió en voz baja—: ¿Acaso estás…?
Helena volvió a ponerse roja y sacudió avergonzada la cabeza.
Aquella noche en el patio interior de Surya Mahal, cuando dentro del círculo de mujeres le pintaron las palmas de las manos y las plantas de los pies con aquellas líneas rojas, comprendió por las canciones y versos antiguos qué era lo que llevaba a hombres y mujeres a formar pareja, cómo la unión de los dos sexos y el malestar de cada mes estaban relacionados con la generación de los hijos. Pero seguía habiendo algo en ella que la alborotaba, un pequeño demonio de cólera que no le daba descanso y, en una revelación repentina, alzó la vista hacia él con los ojos fríos y duros como diamantes azules.
—Eso era lo que te importaba, ¿verdad? Era el motivo de tus prisas… Por eso querías desposarme tan rápidamente, para tener lo antes posible un heredero, un heredero legítimo, ¡no a un bastardo de piel oscura! ¡Para ti no soy más que una yegua paridora, nada más!
Helena hablaba cada vez más atropelladamente, llevada por la rabia, sin ver cómo el rostro de Ian se iba crispando y cómo sus ojos se estaban volviendo de un negro profundo y amenazador. Solo se interrumpió asustada al escuchar un golpe y el tintineo de la vajilla. Ian se había quitado la servilleta del regazo y la había estampado junto con el puño sobre la mesa, barriendo al mismo tiempo su taza, que cayó al suelo haciéndose añicos, diminutos y blancos, como una cáscara de huevo rota.
—¡Ya basta! ¡Si hubiera sabido que ibas a hablar a tontas y a locas, como una estúpida, seguro que no me habría casado contigo! ¡Tenía intención de pasar el día contigo en la ciudad, pero has hecho que se me quiten del todo las ganas! —Se levantó encolerizado del asiento y se fue a grandes zancadas.
La cólera de Helena se había desvanecido, tan solo permanecía en ella el torturador sentimiento de la vergüenza. Estaba ahí sentada, ensimismada, mirando fijamente el plato vacío. El criado, a la vista de la tormenta que se avecinaba entre huzoor y memsahib, se había metido a tiempo en la casa. Durante mucho rato estuvo ella sola allí con las mejillas arrasadas de lágrimas. Como a través de un velo vio que Mohan Tajid y Jason llegaban a la terraza acristalada, de regreso de un paseo matinal a caballo, ambos de muy buen humor. A Mohan le bastó una mirada. De inmediato ordenó cariñosamente a Jason que entrara en casa. El chico titubeó momentáneamente, miró asustado a Helena y, finalmente, se marchó a regañadientes, porque Mohan se valió de un cachete suave para apremiarlo a obedecer su orden.
Helena lo miró a través de las lágrimas.
—Lo he echado todo a perder —le espetó entre sollozos, y cuando él acercó una silla para estar más cerca, lloró sobre su hombro y echó todas sus penas fuera: sus celos de Shushila, su preocupación por el vestido demasiado ceñido y la disputa de antes. Mohan la escuchó atentamente, en silencio.
Finalmente ella levantó la cabeza de su hombro, se enjugó las mejillas y, cuando Mohan le tendió su pañuelo, se sonó ruidosamente la nariz.
—Seguro que ahora me detesta —murmuró.
Mohan sacudió la cabeza.
—No, seguro que no. Para llegar a odiar a una persona, Ian necesita mucho más que una pequeña disputa. Volverá a sosegarse, le doy mi palabra —añadió para corroborar su afirmación, puesto que Helena parecía dudarlo.
Se incorporó sorbiéndose los mocos.
—Tengo que ir a verlo. ¿Sabe usted dónde está?
Mohan volvió a sacudir la cabeza.
—No, pero aunque lo supiera la haría desistir de tal cosa, no sería buena idea ahora. Espere hasta que se haya desvanecido su cólera; antes no tiene ningún sentido.
—¿Y qué hago mientras todo este tiempo?
La miró con seriedad, pero, al mismo tiempo, con el asomo de una sonrisa en los ojos.
—Vaya arriba, le enviaré a alguien para que se ocupe de usted. Descanse. Diré en la casa que no se encuentra bien. Y a Jason sabré mantenerlo ocupado.
Helena subió despacio la escalera como una escolar castigada. Sabía que se había comportado estúpidamente. Estaba tan arrepentida que habría hecho todo lo posible para deshacer lo sucedido. Se dejó caer con cansancio en el taburete, frente a su tocador, pero evitó todo contacto visual con la superficie plateada del espejo.
Unos golpes suaves en la puerta la hicieron ponerse bruscamente en pie, apartarse rápidamente del rostro los mechones sueltos y enjugarse las últimas lágrimas de la cara. Se quedó helada cuando Shushila entró con cuidado en el cuarto. Realzaba el tono cobrizo de su piel un sari amarillo claro con un ribete de tonos verdes luminosos. Ya no le quedaban fuerzas para estar iracunda, así que solo miraba a la joven con una sensación de humillación por el hecho de que Mohan Tajid la hubiera enviado precisamente a ella.
Tampoco Shushila parecía cómoda. Miró a Helena con cautela, con los párpados entrecerrados, hasta que esta comprendió que Shushila tenía miedo. Miedo de que Helena prorrumpiera en un ataque de rabia, de que le pegara o de que, incluso, la echara de la casa. Pero a Helena no le salió ninguna palabra de su boca, solo inclinó la cabeza y las lágrimas volvieron a correr por sus mejillas.
—¡Chisss! —susurró Shushila, y se colocó detrás de Helena—. No llore, memsahib.
Con cuidado, le quitó las flores y las hojas del moño. A continuación le sacó las agujas que se lo sostenían y el cabello de Helena cayó espalda abajo libremente. Con peine y cepillo comenzó a desenredárselo con cuidado y a conciencia, alisándoselo. Tras un largo silencio, Helena escuchó la voz tierna de Shushila a su espalda. Se esforzaba por hablar con lentitud y de manera clara, para que Helena entendiera cada palabra que pronunciaba.
—No debe usted pensar mal de huzoor. A veces puede ponerse muy furioso, pero eso no le dura mucho. Es un señor justo y nos trata bien a todos. Nunca nos pega y nos da mucho dinero por nuestro trabajo. Casi todos los de esta casa le estamos muy agradecidos por poder trabajar para él. En especial yo. —Permaneció un instante en silencio, como si le resultara difícil continuar hablando—. Mis padres me vendieron cuando yo era muy niña todavía… No había comida suficiente para todos los hijos. Yo me crie en uno de los lal bazaars de Calcuta y, cuando fui lo suficientemente mayor y había aprendido todo lo que necesitaba saber, fui entonces una chica nauj. Me pegaban con frecuencia y los hombres me trataban muy mal. La cosa fue especialmente grave en una ocasión, y huzoor, que estaba presente con otros sahibs, lo vio. Le dio mucho dinero por mí a aquella bruja asquerosa, mucho más de lo que yo valía, y me llevó a su casa de Calcuta. Me dio de comer y también ropa limpia y no exigió de mí nada más que ayudara en la cocina. Y volvió a llevarme consigo cuando se vino aquí. Nunca me exigió nada… pero en algún momento lo quise yo también. Eso no resulta nada difícil con un hombre como huzoor.
Volvió a enmudecer. En el interior de Helena estaba todo convulsionado. La compasión por el destino de Shushila, un rastro de agradecimiento y un poco de orgullo por haberla sacado del burdel y celos por las noches en que había amado a Shushila formaron un ovillo inextricable en la boca de su estómago. Sin darse cuenta había ido girando en el taburete y, cuando levantó la vista, su mirada se encontró con la de Shushila antes de que esta se apresurara avergonzada a mirar de nuevo los rizos del cabello de Helena. Inspiró profundamente y prosiguió su narración.
—Nunca esperé nada más que lo que recibía, pues esto era ya más de lo que había soñado nunca. Me prometió que me dejaría ir cuando encontrara a un hombre que quisiera tenerme y que me daría incluso una buena dote. Como es natural, yo oía decir todo tipo de cosas, como que huzoor prefería en realidad a memsahibs de piel clara cuando estaba en Calcuta o en Inglaterra. Pero nunca me encontré con ninguna frente a frente, aunque estaba a la espera. Una vez… una vez le pregunté por qué estaba sin memsahib. Él se limitó a reír y dijo que porque no había ninguna que lo soportara ni ninguna de la que no se hartara enseguida.
»Pero cuando llegó el “telegrama” —dijo, utilizando la palabra inglesa— con las indicaciones de cómo había que arreglar esta habitación, entonces supe que había encontrado a su memsahib. —Shushila tiró de los pelos sueltos que se habían quedado enganchados en el cepillo y los dejó caer con cuidado en la papelera—. Y cuando estuve esperando su llegada en Bombay y la vi a usted, entonces supe que había elegido bien y también que ya no pasaría ninguna noche más conmigo. Y así ha sido. —Dejó el peine y el cepillo encima del tocador—. ¿Quiere que la ayude a cambiarse de ropa? —preguntó con absoluta naturalidad, como si no hubiera revelado unos instantes antes tantos asuntos íntimos.
Helena sacudió la cabeza. Shushila hizo una breve reverencia y se dirigió hacia la puerta. Se volvió de nuevo.
—Huzoor siempre puso mucho cuidado en no engendrar ningún… ningún hijo del placer, a pesar de que yo deseé con frecuencia concebir uno.
Había abierto la puerta cuando Helena gritó su nombre.
—¡Shushila! —Las dos mujeres se miraron, y lo único que Helena pudo pronunciar fue—: Shukriya, gracias.
La hindú juntó las palmas de las manos y se inclinó antes de cerrar la puerta tras de sí.
Con gesto de cansancio contempló Helena su imagen reflejada en el espejo. Tenía la cara hinchada por las lágrimas y los ojos enrojecidos. La había conmovido el destino de Shushila, y se avergonzó de sus celos por haber sido capaz de ver en ella a una rival. A fin de cuentas habría tenido que ser al revés, porque había sido ella, Helena, quien había apartado a Shushila de sus noches con Ian. Sin embargo, Shushila no parecía guardarle rencor, parecía haber aceptado ese hecho sin protestar. Como es natural, Helena ya había intuido que Ian no era ninguna hoja en blanco, que debía haber habido otras mujeres antes que ella, pero aun así… envidiaba a todas y cada una de ellas, pese a que no tenían rostro ni nombre; envidiaba cada minuto que Ian las había mirado, las había acariciado. Pese a todo, él se había casado nada menos que con ella, la muchacha sin encantos, díscola, que no tenía nada que ofrecerle, de la que no podía pavonearse; él, tan bien parecido, tan rico y un hombre de mundo. ¿Por qué?
Su mirada resbaló por el escote cuadrado del vestido orlado con una labor de encaje verde, escote que apenas podía contener su pecho, que tan exuberante se había vuelto. Se levantó y se contempló en el espejo grande, volviendo a un lado y del otro, se puso las manos en el talle, se puso de espaldas y se contempló por detrás mirándose por encima del hombro. Nunca antes había prestado tanta atención a su imagen. Se acercó al espejo, se apartó los mechones de pelo del rostro y se los pasó por encima de los hombros para formar un moño en la coronilla.
¿Era guapa? No lo sabía. ¿Le gustaba a Ian? Tampoco sabía eso. Alastair Claydon había dicho un día que tenía el cabello como un campo de cereal maduro a la luz del atardecer y unos ojos como el mar en un hermoso día de verano, y ella se había burlado de él porque sus palabras le habían sonado muy bobas. ¿Sería cierto? Examinó su rostro, cada vez con más atención, hasta que la nariz chocó con el cristal frío. Asustada de su vanidad, se apartó apresuradamente del espejo y dejó vagar su mirada por el cuarto. ¿Era verdad eso que había contado Shushila de que Ian lo había mandado amueblar y decorar para ella? ¿Solo para ella? Con aire meditabundo se mordió el labio inferior. Tenía mala conciencia por haber creído que la habitación reflejaba el gusto de otra mujer. Sin embargo, tampoco se alegraba de ese hecho… Volvió a examinar con atención su reflejo en el espejo.
¿Por qué se había casado Ian con ella? ¿Por qué no lo había hecho con Amelia Claydon, que era mucho más guapa? ¿Por qué no con una dama de la alta sociedad de Londres o de la misma Calcuta? ¿Quizá porque la encontraba algo atractiva? Desgarrada entre el deseo de ser guapa y el miedo a ser una pava presumida y empingorotada como Amelia Claydon, tardó un buen rato en llamar a Yasmina.
Avergonzada, luchaba por encontrar las palabras justas.
—Me gustaría ponerme guapa para… para huzoor —dijo por fin—. ¿Sabes qué le gusta?
Yasmina estaba entusiasmada. Hizo ir a un puñado de chicas que se dispusieron enseguida a calentar el agua para el baño, a mezclar aceites y esencias. Iban y venían de la cocina con frasquitos llenos de hierbas machacadas. Frotaron y embadurnaron a Helena, la peinaron y depilaron durante muchas horas. A regañadientes, tuvo que reconocer que disfrutaba de todo. Finalmente, Yasmina escogió un choli colorado y anaranjado y la tira correspondiente de seda con ribetes bordados de colores rojo y dorado, y envolvió a Helena en él. De un cajón del tocador sacó una cajita de palo de rosa. Helena jadeó cuando Yasmina lo abrió. En aquel expositor aterciopelado había un abigarrado montón de collares, anillos y brazaletes de oro y plata, algunos con piedras de color turquesa, azul claro, rojo, verde, azul marino, transparente.
—¿De dónde sale todo esto?
Yasmina la miró sorprendida.
—¡De huzoor, por supuesto! —Al ver la mirada de asombro en los ojos de Helena, se apresuró a añadir—: ¡Seguramente quería darle una sorpresa a usted, memsahib!
Helena se decidió por un collar sencillo de rubíes engastados en oro, algunos brazaletes dorados y una cadena fina con cascabeles para los tobillos. Yasmina la agarró de los hombros y la hizo girar ante el alto espejo. Entretanto había oscurecido y los quinqués extendían su reflejo dorado por la habitación.
Helena apenas se reconoció, y no se dio cuenta de que Yasmina se iba con una sonrisa de satisfacción. Su piel brillaba aterciopelada, sus ojos resplandecían y el cabello le caía en rizos relucientes por la espalda. El choli le quedaba apretado y el sari marcaba las redondeces de su cuerpo, tan novedosas para ella. Tenía un aspecto extraño, bello y seductor. Estaba impaciente por que Ian la viese de ese modo, enseguida. Se quedó una eternidad contemplándose en el espejo, de cerca, de lejos, de costado, por todos lados; no se cansaba de verse reflejada. Agitada, daba unos pasos por la habitación y regresaba de nuevo al espejo; se alisaba la seda, gozaba con el tacto de su piel, se sentía sensual y femenina.
Sin embargo, el tiempo iba transcurriendo y, con cada hora de espera, se iba apagando su buena disposición. Era ya noche cerrada y dejaron de oírse ruidos en la casa, pero Ian seguía sin regresar. Desalentada, se sentaba en el taburete, se levantaba, daba unos cuantos pasos y se dejaba caer en la cama.
Por fin, en plena noche, oyó los pasos de Ian subiendo pesadamente la escalera. Corrió apresuradamente hacia la puerta, se compuso una vez más el pelo y salió al pasillo.
—¿Ian?
Aunque estaba ante ella tieso como una vela, vio que había bebido, que había bebido mucho. Lo pudo oler incluso estando a varios pasos de distancia. Llevaba la camisa desabrochada, el pelo desordenado, las botas polvorientas, el abrigo colgando indolentemente de los hombros.
—¿Dónde has estado? —preguntó ella tímidamente—. Te he esperado todo el día.
La miró unos instantes, pero Helena no estaba segura de si se había dado cuenta de la ropa que llevaba, de lo que había cambiado en ella. Se esforzó por sonreír, pero las comisuras de sus labios se crisparon porque él siguió obstinadamente en silencio.
—¿Dónde iba a estar? —respondió finalmente, con aspereza—. ¡Pues engendrando bastardos!
Helena se sobresaltó cuando él cerró estrepitosamente la puerta de su dormitorio. A paso lento y cabizbaja se retiró de nuevo a su habitación. Con lágrimas de rabia se desprendió de la seda, liberándose del sari con violentos movimientos. Se puso el camisón, temblorosa. Al meterse en la cama bajo la mantita ligera, se sintió pequeña, fea e infinitamente humillada.
Apenas llevaba durmiendo unas horas cuando la despertó un alboroto de voces y pasos apresurados. Permaneció aturdida todavía unos instantes antes de salir de la cama y abrir la puerta con cautela. Una de las chicas pasaba presurosa por delante en ese momento, con ojos de sueño.
—Kyaa húaa, ¿qué ha pasado? —le preguntó Helena en un susurro.
La muchacha titubeó e hizo un gesto con la mano como indicando que memsahib volviera a la cama, pero luego se lo pensó mejor y le soltó a Helena un torrente de palabras, de las que ella solo entendió algunas como «huzoor» «yegua», «potro», antes de correr escaleras abajo.
Helena dudó unos instantes si regresar a su cama, pero se había despejado. Se apresuró a ponerse una blusa y unos pantalones, se sujetó el pelo en la nuca y se calzó las botas; a continuación, se fue corriendo abajo.
La noche era fresca. Lloviznaba, apenas poco más que una neblina y, sin embargo, le castañetearon los dientes. Abrazándose, corrió a grandes zancadas a los establos. Ya de lejos vio luz y reconoció una, dos siluetas en movimiento sobre el fondo más claro. Un mozo de cuadras la miró asombrado y la saludó con un murmullo cuando entró.
Dentro el ambiente era cálido y los caballos la recibieron con su olor familiar y la miraron por encima de sus boxes con curiosidad, inquisitivos; uno o dos de ellos relincharon con cierta inquietud. El box central del lado derecho estaba más iluminado que el resto del establo, y Helena vio a Mohan Tajid de pie en la puerta abierta. La situación debía ser realmente muy seria, porque no se había tomado siquiera la molestia de enrollarse el turbante y vestía una camisa sencilla y pantalones de montar. Era la primera vez que lo veía sin tocado en la cabeza. Su pelo corto, que antaño debió de ser negrísimo, había encanecido casi por completo, si bien seguía teniéndolo muy espeso. La vio y ella se quedó allí parada. Fue un instante terrible, porque temía que la conminara a marcharse con un gesto. En lugar de eso, inclinó la cabeza brevemente, y Helena creyó percibir una sonrisa en su cara. Se acercó un poco más, con cautela.
Ian estaba arrodillado junto a una yegua negra que yacía sobre la paja, contra un rincón, con los costados hinchados, a punto de reventar. Helena no sabía si él había llegado a dormir algo; llevaba la misma camisa que unas horas antes, solo que ahora daba la impresión de estar lúcido y sobrio.
Al tiempo que exploraba el cuerpo del animal le hablaba en un tono tranquilizador. La yegua estaba atemorizada y era evidente que sufría mucho; su respiración era rápida, superficial; tenía los ollares y los ojos dilatados. Miró cansada a Helena, aunque no pareció verla. Helena se sentía impotente. Entendía poco de caballos, solo sabía cómo montarlos y cuidarlos, pero nunca había asistido al parto de una yegua.
—Sarasvati —susurró Mohan a su lado—. Es su primer potrillo. Shiva es el padre. Hasta esta noche todo parecía ir bien y apuntaba a un parto normal, pero ahora… —Se encogió de hombros, confundido.
—¿Y un veterinario? —susurró Helena como respuesta. Mohan sacudió la cabeza.
—El único que vive en un radio de muchos kilómetros es un carnicero. Ian no le confiaría jamás uno de sus caballos. Por suerte nos ha despertado uno de los mozos nada más darse cuenta de la situación.
Tras un breve titubeo, Helena entró en el box a paso muy lento para no asustar a la yegua. Crujió la paja cuando se arrodilló para acariciarle la testuz. Las herraduras de Sarasvati se movieron sin control cuando un dolor violento recorrió todo su cuerpo. Llena de dolor y de miedo levantó la cabeza hacia Helena para recostarla a continuación en su regazo, exhausta. Helena le acariciaba la piel sudorosa, le susurraba palabras cariñosas, le pedía que aguantara y le prometía que todo saldría bien.
Disimuladamente miró a Ian, quien no parecía haberse dado siquiera cuenta de su presencia. Su rostro, oscurecido por la barba, era una máscara de desesperación y rabia. Al mismo tiempo trataba al animal con tanto amor que el corazón de Helena se ablandó contra su voluntad.
Fue una noche muy larga para todos y, acabado ya todo, Helena no habría sabido decir cómo lo consiguieron ella, Ian, Mohan Tajid, Sarasvati y dos de los mozos de cuadra. Le parecía que todo se había desarrollado en ese espacio difuso que hay entre el sueño y la vigilia, pero cuando despuntó el día el potrillo estaba allí, real y tangible, negro como su madre, envuelto en una membrana viscosa de color blanquecino y violeta que se apresuraron a retirarle para frotar luego su cuerpo delgado y húmedo con manojos de paja.
Sarasvati estaba levantada, con las patas temblorosas, mirando con párpados cansinos, casi con perplejidad, el pequeño que tanto trabajo le había dado, que tantos dolores le había ocasionado. Aturdido, el potro yacía como si no pudiera creer haber logrado encontrar el camino para salir del vientre de su madre. Un espasmo le recorrió el cuerpo; resolló de un modo que pareció un estornudo, irguió la cabeza y se puso a mover inquieto las pezuñas, como si, después de haber tardado tanto en llegar, tuviera mucha prisa por explorar el mundo. Todos prorrumpieron en una carcajada, liberados y sin aliento, e Ian miró a la cara a Helena.
—¿Cómo quieres que se llame?
—Lakshmi —respondió Helena sin titubear—. La diosa de la fortuna debe de haber puesto su mano sobre ella esta noche.
Ian se la quedó mirando fijamente con una expresión en los ojos que ella no era capaz de interpretar y, por un instante, creyó haber dicho algo equivocado; luego sonrió y asintió con la cabeza.
—Eso mismo estaba pensando yo.
Helena oyó a Mohan murmurar algo sobre preparar un desayuno en la cocina y vio cómo se alejaba, pero apenas le prestó atención, fascinada mirando cómo Lakshmi se ponía en pie con gran esfuerzo, cómo sus patas finas, que daban la sensación de ser demasiado largas, se le doblaban por las rodillas nudosas, le resbalaban las pezuñas y parecía enfadada por no haberlo conseguido al primer intento. Helena se disponía a ayudarla, pero Ian le puso una mano en el brazo.
—Déjala —dijo con suavidad—, tiene que lograrlo por sí sola.
Por fin pudo mantenerse en pie el recién nacido, si bien con inseguridad todavía, y relinchó brevemente como una exclamación de triunfo. Sarasvati la empujó con cuidado con el hocico; Lakshmi volvió la cabeza hacia su madre y respondió a su saludo con tanta vehemencia que las patas traseras se le doblaron de nuevo, aunque volvió a estirarlas con obstinación antes de pegarse con resolución al cuerpo de la yegua. Poco después la oyeron chupar con avidez su primera leche.
Helena no pudo reprimir algunas lágrimas de alegría, y fue feliz cuando Ian se puso detrás de ella y la abrazó estrechándola contra sí. Sentía sus latidos a través de las camisas de ambos, húmedas de sudor por tantas horas de esfuerzo. Helena creyó percibir en el ritmo del corazón de Ian el eco del suyo.
—Es tuya —murmuró él en su pelo, y su aliento cálido hizo que un agradable estremecimiento le recorriera la nuca—. Porque es igual de enérgica y obstinada que tú. —Pareció titubear, y a continuación añadió—: Vamos a desayunar a la ciudad.
No era eso lo que ella hubiese querido escuchar después de su disputa, después de las palabras hirientes de hacía unas horas, pero intuyó que estaba haciendo más concesiones de lo habitual y eso fue suficiente para ella.