Los trinos claros y polifónicos de los pájaros despertaron a Helena de su profundo sueño. Parpadeó con cansancio hacia la luz azul acero que entraba en la habitación a través de las ligeras cortinas. La brisa de la mañana se colaba por la ventana abierta. Olía a roca y a vegetación húmeda de rocío. Comenzó a desperezarse hasta que un dolor punzante le sacudió sus músculos. Se estremeció y se volvió de lado con lentitud. Recostada en las almohadas blancas bordadas se puso a recordar los agobios del viaje.
El cómodo vagón de ferrocarril los había llevado durante tres días a través del subcontinente. Desde las murallas rosadas de Jaipur, sumergida en el dramatismo de la luz broncínea y púrpura de la puesta de sol, habían viajado de noche sin volver a visitar la casa de los Chand. Desde aquel día en el desierto, cuando Mohan Tajid creyó haber observado una presencia, los hombres, presa del desasosiego, se habían afanado por sacarlos cuanto antes de campo abierto para llevarlos a un lugar seguro. Nada se había dicho que hubiera proporcionado información a Helena al respecto, pero ella lo percibió así. Se percató de lo que sucedía por la alerta constante que observó tanto en los ojos de Ian como en los de Mohan, asombrosamente parecidos, como piedras negras pulidas, duras e impenetrables. Apenas subieron al vagón de ferrocarril que los esperaba, Ian desapareció en su departamento; el olor a humo de cigarrillo delataba su presencia.
El nuevo día trajo un nuevo paisaje, completamente diferente del yermo seco que se había vuelto tan familiar para Helena, y una nueva visión de la tierra que iba a ser su hogar. A su izquierda, la ondulación del Ganges con destellos plateados, translúcido y verdoso allí donde avanzaba con rapidez, turbio y fangoso donde se estancaba. Enjambres de barcas de pescadores danzaban sobre las olas de los corpulentos barcos de vapor. Había búfalos y vacas bañándose y animales salvajes que corrían por los taludes. Cigüeñas y grullas permanecían inmóviles en las aguas someras y, en las orillas, levantaban el vuelo los gansos. Los imponentes troncos retorcidos de los banianos, con sus raíces aéreas con forma de dedos, los plumosos arbustos de bambú, los sublimes tamarindos, las palmeras, los plátanos y las matas silvestres de algodón, cuyo dulce aroma se mezclaba con el del hollín de la locomotora, alternaban con praderas llenas de rebaños de vacas, campos en los que trabajaban campesinos, mujeres con sus saris de colores vivos que lavaban la ropa, niños que chapoteaban, aldeas y grandes ciudades como joyas prendidas en una vestimenta valiosa de terciopelo verde, palacios y templos, y los escalones de piedra omnipresentes, los ghats, testigos pétreos de una historia milenaria.
—Ganga ma ki jai, alabada sea la madre Ganga —había dicho Mohan Tajid en voz baja—. Aquí late el corazón de la India, aquí está la cuna de nuestra cultura. Este río eterno nace en lo más alto, en el Himalaya, en el centro del universo. Por orden de Shiva, Ganga, la hija del rey de la nieve, hizo correr torrencialmente sus aguas hacia las tierras quemadas por el sol. Shiva atrapó el agua en sus cabellos y la dividió en siete ríos para alimentar a los necesitados y purificar a los muertos. Mediante el baño en las aguas del Ganga se limpia el karma de las vidas pasadas y de la actual. Y quien muere en Benarés, la más sagrada de todas las ciudades, a orillas del Ganges, queda redimido del ciclo de la reencarnación.
En Siliguri los habían estado esperando robustos caballos de carga y dos sirvientes, que se hicieron cargo de ellos y de las numerosas cajas. Emprendieron el último tramo de su camino sin la compañía protectora de los guerreros rajputs. Solo los acompañaba Shushila, vestida con pantalones azules ceñidos, túnica a juego ceñida al talle y botas. Su vestimenta no solo era adecuada para la ocasión, sino además elegante, tal como Helena tuvo que reconocer con envidia. Una vez más, volvió a sentirse tosca y zafia a su lado.
Abruptos se alzaban desde la llanura los roquedales por encima de los cuales serpenteaba cuesta arriba la carretera, salvando profundos desfiladeros y barrancos. A paso lento escalaron la empinada cuesta pasando junto a exuberantes plantaciones de té, bosques de bambú y arrozales; entre pinares, castaños y abedules, rododendros y hortensias todavía con nieve pues solo estaban a comienzos de marzo.
Anochecía cuando llegaron a Darjeeling. La noche se había tragado ya las crestas del Himalaya. Vagamente distinguió Helena entre las siluetas negras de las altas coníferas los contornos de las casas arracimadas en la pendiente. La ascensión había sido fatigosa. Se agotaba con aquel aire pobre en oxígeno, pese a lo fresco y aromático que era. Ansiaba echarse, acampar para pasar la noche; sin embargo, Ian seguía cabalgando implacablemente, como si cualquier retraso significara una pérdida irreparable. Hacía ya rato que Jason se había quedado dormido en la silla de montar, recostado contra el amplio pecho de Mohan Tajid, protegido del frío por una manta fina de cachemira. A Helena le habría gustado hacer lo mismo, pero el orgullo le hizo apretar los dientes y mantenerse erguida en su montura.
Se despertó sobresaltada de un sueño de un segundo de duración cuando el cuerpo cálido de un caballo le rozó una bota. Ian, que se había rezagado, juntó su caballo al suyo y tendió un brazo hacia ella. Quiso defenderse, pero el cuerpo le exigía obstinadamente sus derechos. Dejó pasivamente que Ian la pasara a su montura. Se quedó dormida inmediatamente, apoyada en él.
Helena se desperezó con cuidado y se incorporó lentamente hasta quedar sentada. Ebria de sueño, observó parpadeando la habitación en la que se hallaba. La cama, con dosel de delicada muselina bordada, era de una madera casi negra que parecía brillar desde dentro con tonos rojizos. Sobre las sábanas blancas había una manta bordada con todo lujo en tonos rojos, naranja y púrpura. En el otro extremo de la habitación, en cuyas paredes enjalbegadas destacaban las puertas y ventanas de madera oscura, había un tocador ancho con un tallado muy artístico cuyo espejo reflejaba la imagen de Helena. Sobre el suelo de madera, de un brillo mate y cubierto con alfombras mullidas, había algunas sillas con cojines blancos y de seda de colores, mesitas con estatuas de dioses en plata y bronce, libros lujosamente encuadernados, un jarrón de cristal con un ramo de rosas rojo sangre. La brisa de la mañana se mezclaba con el aroma de las flores, de la madera encerada y de la ropa limpia. Cada rincón exhalaba feminidad, y Helena se preguntó disgustada si habría habido alguna vez una mujer según cuyo gusto se había decorado aquel dormitorio. Ese pensamiento la afligió. Sacó con brusquedad las piernas de la cama, se calzó las zapatillas bordadas y se puso la bata por encima del camisón. Tenía necesidad de salir fuera, al aire claro, al nítido canto de los pájaros. Abrió con suavidad la puerta situada junto a las dos ventanas y salió al balcón.
A sus pies se extendían como un mar de color verde profundo las plantaciones de té, que a lo lejos se fundían con praderas moteadas por las primeras flores amarillas y blancas de la primavera, rodeadas de bosques frondosos. Sin embargo, quedó fascinada por la cadena montañosa del Himalaya: grandiosa, orgullosa, magnífica. Cubría la piedra azulada un manto de nieve colosal que imponía respeto, como una ola de pleamar congelada, con un hálito rosado y aparentemente fundiéndose bajo el sol en ascenso.
—Impresionante, ¿verdad?
Helena se volvió y se ciñó aún más la bata al pecho. A Ian no le pasó inadvertido ese gesto breve y Helena vio en sus ojos un brillo burlón cuando se acercó.
—Buenos días. Espero que hayas dormido y descansado bien. —Sus labios rozaron fugazmente su mejilla. Durante una milésima de segundo se miraron a los ojos, antes de que Ian se irguiera de nuevo para contemplar las montañas. Estaban tan cerca que Helena notaba el aliento de Ian en la piel.
»Eso de ahí es el Kanchenjunga —dijo, señalando el pico más alto de aquella cadena montañosa—. En el idioma tibetano su nombre significa “las cinco joyas de la nieve eterna”. Según la tradición, el dios tibetano de la riqueza guarda ahí sus tesoros: oro, plata, cobre, cereales y las escrituras sagradas. Y los hindúes creen que es en el monte Kailash, la “montaña de plata”, donde habita Shiva. Todos los dioses y demonios tienen su lugar en esta cordillera. Por eso la gente la considera sagrada. Se dice que los pecados humanos desaparecen a la vista del Himalaya igual que se evapora el rocío antes de que salga el sol. —Se quedó mirando fijamente a Helena con un aire serio en sus insondables ojos—. Seguramente no existe persona alguna para quien esto tenga menos validez que para ti, mi pequeña e inocente Helena —añadió en voz baja, pasándole el dorso del dedo índice por el contorno de la mejilla antes de besarla.
Algo en su voz, una profunda tristeza, casi una desesperación, la conmovía a la vez que la dejaba helada. Cuando la besaba parecía que algo oscuro se apoderaba de ella, algo que la atemorizaba, de lo cual quería sustraerse pero a lo que se sentía expuesta irremediablemente.
Ian apartó la boca de pronto y con igual brusquedad cambió de humor. Daba la impresión de estar sereno, alegre, el brillo de sus ojos era casi insolente.
—Vamos a desayunar, después te mostraré tu nuevo hogar.
A pesar del hambre que tenía y de las exquisiteces servidas en la mesa (panecillos blancos esponjosos que todavía humeaban, mantequilla cremosa, diferentes mermeladas, huevos con la yema de color amarillo oscuro, vaporosas tortillas rellenas de chutneys de frutas, té especiado y chocolate espeso), Helena apenas pudo probar bocado. Eso se debía en parte a la opresión que seguía sintiendo como un anillo de hierro en torno a su pecho, en parte por el panorama imponente que veía desde su butaca de ratán, encarada hacia el balcón alargado, que le cortaba la respiración. Las cumbres nevadas de las montañas resplandecían como oro líquido bajo el sol en ascenso rápido, resplandecían como plata y reflejaban de una manera cegadora la luz blanca mientras ascendía una bruma tenue desde las praderas y las pendientes de la plantación de té, que se iba diluyendo para volver aún más claros los colores diurnos.
Tras un breve aseo matinal seguía Helena poco después a Ian por la casa, vestida con camisa y pantalones de montar, y con el pelo indómito sujeto en una trenza. En comparación con el lujo de Surya Mahal y la elegancia de la casa de Grosvenor Square, Shikhara era una construcción austera y sencilla, pero de una sencillez selecta, ostensiblemente lujosa. Las paredes enjalbegadas alternaban con las maderas nobles; por las elevadas ventanas entraba sin obstáculos la luz del sol, dando a las habitaciones buena ventilación y al mismo tiempo creando un ambiente acogedor y hogareño. Construido en dos plantas, al igual que los típicos bungalows de los propietarios de las plantaciones de té, no tenía, en cuanto a dimensiones, nada que ver con ellos. El centro de la planta baja era un generoso vestíbulo con el suelo de baldosas blancas y marrones alrededor del cual se distribuían el salón, el comedor y la biblioteca con los cuartos de trabajo colindantes. Bordeaba el conjunto una terraza acristalada con columnas que daba al jardín exuberante más allá del cual la vista se perdía en las colinas de color verde oscuro. Una amplia escalera conducía desde el vestíbulo hasta el piso de arriba, donde, circundados por la galería exterior, estaban los dormitorios, cada uno con su baño propio. Un laborioso trabajo de tallado adornaba ventanas y puertas. Algunas parecían de encaje. Los creadores de aquellas sillas, mesas, lechos, divanes y armarios parecían más artistas que artesanos. Unas alfombras de colores cubrían los suelos, en parte embaldosados, en parte entarimados. Candelabros y lámparas de plata y cristal translúcido, trofeos de caza, escenas enmarcadas del mundo mítico de la India, porcelana auténtica, relojes de pausado tictac, colchas y cojines con bordados de los tejidos más delicados, todo era de una sencillez selecta pero completamente alejada de la sobriedad puritana.
En la parte trasera de la casa se ubicaban la gran cocina y las despensas llenas a rebosar de fruta y verduras, tarros de extrañas especias de muchos colores, sacos de harina y arroz, café en grano, azúcar y sal. Los suministros diarios de carne, pescado y aves de corral se guardaban frescos en la cámara fría, sobre lechos de hielo, a la espera de ser aderezados. Toda una multitud de sirvientes poblaba la casa, en su mayoría mujeres de diferentes edades con sari de algodón, pero también algunos hombres, desde el mayordomo, ataviado con una chaqueta blanca sin cuello y dhotis, hasta los sirvientes, vestidos con sencillez pero sin tacha, que mantenían limpia la casa, cuidaban del jardín o partían y apilaban leña para la chimenea. Ian les presentó a Helena como su nueva memsahib. La saludaron con una respetuosa reverencia y se la quedaron mirando fijamente con los párpados entornados. Helena les llamaba poderosamente la atención, principalmente porque su aspecto no tenía nada que ver con el del resto de las memsahibs que habían conocido hasta entonces o de las que habían oído hablar. Sus miradas, aunque tímidas, la habían avergonzado y tenía las mejillas coloradas.
No lejos de la casa estaban los espaciosos establos, detrás de los cuales se extendía una extensa dehesa. En ellos había más de una docena de caballos esbeltos y majestuosos; su pelaje sedoso negro noche, blanco nieve, rojo alazán, relucía a la luz del sol. Helena inspiró profundamente, sorprendida de ver a Shiva y a Shaktí conducidos por dos mozos de cuadra.
La yegua blanca relinchó suavemente y dio un empellón a Helena cuando esta agarró las riendas. La muchacha respondió a su saludo acariciándole con delicadeza el costado y susurrándole palabras cariñosas.
—¡Oh, Ian! —exclamó de repente—. ¿Cómo has hecho para traerlos a los dos tan rápidamente? —Con manifiesta alegría lo miró radiante, sin percatarse de la expresión atenta y cálida de sus ojos al observar su trato cariñoso con el caballo.
Sonreía cuando pasó la mano suavemente por la piel brillante de Shaktí, cuya blancura recordaba las extensiones nevadas de la cumbre del Kanchenjunga, a escasa distancia de Helena.
—Es un secreto que me guardo.
«Y de esos tienes un montón», se dijo Helena, bajando los ojos con rabia. ¡Qué fugaces eran los momentos de distensión con Ian!
Cabalgaron muy pegados el uno al otro por un camino pedregoso recién rastrillado, pasaron junto a rododendros altísimos, arbustos de bambú, robustos robles, cedros y arriates de flores. Todo tenía el aspecto de un parque bien cuidado. De vez en cuando se cruzaban con uno de los jardineros vestidos de blanco que, provistos de rastrillos y tijeras de podar, se esforzaban por mantener aquel orden y que los saludaban con tanta amabilidad como respeto.
El camino se volvió empinado en las plantaciones de té, que formaban una alfombra verde de hebras altas: una vegetación reluciente de color verde botella hasta donde alcanzaba la vista. A lo lejos se divisaba un edificio enjalbegado y alargado, en forma de «L», en torno al cual se agrupaban numerosas casitas.
—Es la manufactura —dijo Ian—. En ella se tratan las hojas recolectadas. Es allí donde viven, además, la mayor parte de mis trabajadores, exceptuando las temporeras, que vienen desde los valles vecinos del Himalaya para la recolección. Ahora todo está tranquilo, pero dentro de dos o tres semanas se trabajará aquí desde la salida del sol hasta bien entrada la noche; las manos de centenares de personas estarán ocupadas.
La senda, angosta y empinada, los condujo entre campos de té que impregnaban el aire con su aroma fresco y especiado.
—Dicen que los orígenes del té se remontan a unos cuatro mil quinientos años. Shen Nung, el último emperador divino a quien los seres humanos deben el invento de la agricultura y de la medicina, ordenó a sus súbditos beber agua hervida. Un día de mucho calor, se encontraba Shen Nung a la sombra de un arbusto, hirviendo agua para aplacar su sed. Una brisa ligera pasó por entre las ramas del arbusto y soltó tres hojas, que fueron a caer en el agua hirviendo y le proporcionaron una delicada coloración. Shen Nung esperó un poco antes de probar aquello, lo encontró deliciosamente refrescante y estimulante, y fue así, según la leyenda, cómo nació el té.
Helena escuchaba atenta, como hipnotizada, la voz de Ian, mientras Shiva y Shaktí seguían trotando alegremente cuesta arriba.
—El té tiene, efectivamente, una larga tradición en China, Corea y Japón. Los documentos más antiguos se remontan al siglo VIII antes de Cristo, y con el transcurso de los siglos se fueron desarrollando complicados y estrictos rituales para la preparación del té. Fueron primero los comerciantes portugueses y posteriormente los ingleses quienes, desde China, llevaron a Europa el té en el siglo XVII, llamado tay o te en la China meridional. Como los comerciantes de té chinos se embolsaban la parte del león de las ganancias, a finales del siglo pasado la Compañía de las Indias Orientales trató de tener sus propias plantaciones de té. Las condiciones climáticas eran favorables en la colonia hindú y, de hecho, los resultados de las primeras plantaciones de té experimentales fueron muy prometedores. Cuando en mil ochocientos veintiséis fueron conquistados los territorios de Assam para la Corona británica y los hermanos Bruce descubrieron té silvestre en ellos, empezaron los experimentos para cultivar esas plantas y observar su desarrollo en diferentes condiciones para su cultivo. Finalmente se creó, en 1839, la Compañía Assam. No solo se cultiva té en Assam, sino también en algunas zonas de Bengala y en la parte occidental del Himalaya, pero ninguno tiene la calidad del té de Darjeeling. El té requiere una humedad y una temperatura constantes, la acción equilibrada del sol y la lluvia, la proximidad de las montañas. La razón última de que la tierra y el clima de aquí produzcan el mejor té del mundo es un secreto de las montañas de Darjeeling.
Habían alcanzado la cima del cerro desde el cual divisaban las suaves ondulaciones de las colinas con las plantaciones de té y detuvieron caballos. A su espalda se extendía la densa y oscura selva a lo largo de la cadena montañosa cuyas rocas despedían un tenue brillo azulado mientras la costra blanca de nieve reflejaba cegadoramente la luz del sol. Ian se apoyó en la silla contemplando aquellas tierras con aire meditabundo.
Allí arriba reinaba el silencio. Solo el gorjeo lejano de los pájaros y una brisa que hacía susurrar las matas de té y los árboles daban vida al paisaje. Una paz increíble se extendía por las colinas y valles y colmaba el alma de Helena. Comprendió lo que había querido decir Mohan Tajid al describir Shikhara como el paraíso y afirmar que el corazón de Ian pertenecía a esa parte del país, aún más que al desierto de Rajputana. Pero no sintió celos, porque percibió cómo se ensanchaba y engrandecía también su propio corazón, conmovido por la paz y la belleza silenciosa de las montañas, los prados y los bosques.
Ian desmontó. Las matas de té le llegaban casi hasta la cintura. Hizo un gesto a Helena para que lo imitara. Pasó las dos manos por las hojas relucientes y finalmente cortó un brote verde claro. Puso en la mano de Helena la ramita, como si fuera un tesoro. Ella notó la jugosa solidez de las hojas y olió su aroma húmedo y almizclado, cuando él le cerró la mano con una suave presión.
—Este, Helena, es el oro verde de la India.
Ella levantó la vista. Los ojos negros de Ian eran cálidos y le permitieron mirar abiertamente en su interior por primera vez desde que lo había conocido. Aquello, junto a la calidez de su mano, hizo que la mirada de él penetrara hasta el fondo de su alma.
Había sido un día largo, duro, su primer día en Shikhara, que tanto había temido. Sin embargo, la amabilidad de la gente que trabajaba dentro y fuera de la casa rápidamente disipó su temor y su timidez. La sorprendió lo bien que se entendía y funcionaba el servicio doméstico, y sintió muy pronto que era más que bienvenida como memsahib, pero que no esperaban de ella otra cosa que la expresión de sus deseos. Se había demorado muchas horas en el reino de la corpulenta cocinera, quien, a pesar de su sobrepeso, vestida con un sari violáceo, se movía con agilidad entre los fogones al rojo y las cámaras de la despensa. Daba órdenes y reprendía a los pinches cariñosamente con una voz áspera, a la vez cálida y melodiosa. Había puesto bajo la nariz de Helena docenas de especias diferentes, le había dado a probar las exquisiteces más variadas y había esperado con ojos expectantes que eligiera vacilante algunas para el almuerzo o la cena. Luego había prorrumpido en una queja por los precios desorbitados del pescadero y había insistido en que Helena, como memsahib, hiciera valer su autoridad al día siguiente con él. Una de las criadas fue corriendo muy agitada para saber si memsahib quería para esa noche la vajilla con el borde blanco o azul y también el número de candelabros que deseaba. Helena comprendió rápidamente que el servicio doméstico en Shikhara había funcionado impecablemente sin ella, pero que a esas personas que trabajaban para Ian les gustaba que fuera ella la que tomara las decisiones. Inspeccionó los armarios que contenían la mantelería y la ropa de cama, la porcelana y la cubertería de plata. Se movía con admiración, casi con veneración entre todos los hermosos objetos que había en la casa, y decidió, a falta de indicaciones concretas de Ian, decidir ella misma según su parecer. Y constató que aquello le procuraba placer. Recién bañada y vestida con un sari turquesa con ribete dorado, fue poco antes de la cena al jardín y cortó una brazada de ramitas con flores blancas que colocó en un jarrón alto en el centro de la mesa, porque le pareció que armonizaban muy bien con la porcelana blanca azulada y las velas blancas. Notó la aprobación en los ojos de Ian.
Helena notaba cada músculo de su cuerpo y le pesaban los párpados, pero la brisa nocturna la había llevado de nuevo a salir al balcón. Se ciñó el chal por encima del camisón fino. A través de él notaba la humedad fresca que ascendía por las colinas como una caricia. Aspiró profundamente aquella brisa ligera y dulce, con una satisfacción desconocida para ella hasta aquel instante.
—¿No estás cansada?
Una sonrisa se insinuó involuntariamente en la comisura de los labios de Helena. Había contado con encontrar allí a Ian y se volvió a medias. Estaba sentado en uno de los sillones de ratán a la luz plateada de las estrellas, con las botas de montar encima de otro asiento. La miraba a través del humo de su cigarro casi consumido. Ella asintió con la cabeza.
—Sí, mucho.
Apagó la colilla y se levantó, se colocó pegado a ella junto a la barandilla y miró hacia la oscura noche.
—Me pregunté muchas veces si era correcto traerte aquí —dijo finalmente en voz baja—, y pienso que lo ha sido. —La miró inquisitivo, escrutándola.
Helena asintió con la cabeza, un tanto aturdida.
—Yo también lo creo.
Ian alzó una mano y enrolló en torno a sus dedos un mechón ondulado del cabello de Helena. Pareció titubear antes de darle un beso suave y cauteloso, de una delicadeza sorprendente. Sus brazos rodearon su cuello como si tuvieran autonomía; se apretó contra él y se le hizo dolorosamente consciente lo mucho que había echado de menos su cercanía física, lo alejado que había estado Ian de ella durante las últimas semanas a pesar de no haber estado muy lejos. Respondió a su beso con avidez, con ansia, y percibió las convulsiones de una risa ligera en el cuerpo de él. Ian tomó su rostro con las manos y lo inclinó suavemente hacia atrás.
—Desde el primer momento supe que dormitaba en ti una gata montesa —le susurró con la voz ronca de deseo antes de besarla de nuevo, esta vez de manera apasionada y salvaje, arrancándole suspiros de placer. La cogió en brazos y la llevó a su dormitorio, la llenó de besos y caricias suaves y ardientes, cubrió la desnudez de su cuerpo con el suyo hasta que ella gritó suavemente en la culminación de su deseo.
El sol de la mañana dibujaba rayas cálidas en las sábanas y almohadas, en la piel y en los párpados de Helena. Abrió los ojos y vio que Ian dormía profundamente a su lado. Miró el mechón de reluciente pelo negro que le caía sobre la frente; su rostro, que dormido parecía joven y relajado y vulnerable; su pecho desnudo, cubierto de espeso vello oscuro, que ascendía y descendía. Se detuvo a observar la cicatriz de su hombro izquierdo. Suavemente, como el ala de una mariposa, teniendo cuidado de no despertarlo, le apartó el mechón del rostro, pasó los dedos por las duras y desiguales crestas de la cicatriz con pena en el corazón.
—Te quiero, Ian —susurró con un hilo de voz apenas audible y con la garganta atenazada por lágrimas contenidas de felicidad y tristeza—. Te quiero.