Las herraduras de los caballos levantaban la arena y la gravilla en delicados velos de polvo. A pesar de que las noches eran todavía frías bajo el cielo estrellado, el sol calentaba durante el día la tierra rala, anunciando el final del corto invierno. Helena echaba de menos tanto los frescos patios interiores y los aposentos ventilados de Surya Mahal como los fuegos crepitantes de las chimeneas que habían dado calor a las tardes y las noches. Sin embargo, disfrutaba del sol sobre su piel, del viento que arrastraba bolas sueltas de hierba seca, del olor a tierra seca y a rocas polvorientas que reflejaban la claridad del cielo de seda azul.
Fue una partida planeada concienzudamente, cuyos preparativos se prolongaron durante varios días en los cuales se empaquetó todo y se colocó la carga sobre los caballos. Nada había tenido que ver con el apresuramiento de Ian hasta entonces cuando se trataba de emprender un viaje, como si la despedida de Surya Mahal le resultara tan difícil como a Helena. De todas maneras, apenas se habían visto las caras y no se sentía más importante que cualquiera de los numerosos bultos preparados para ser cargados. Ya hacía cuatro días que Djanahara la había vuelto a abrazar con lágrimas en los ojos y, entre lamentos de las mujeres y los hombres reunidos antes de que se abrieran las hojas del portón, la pequeña caravana había partido aquella mañana del desierto, clara como el oro. Tras la vida suntuosa en el palacio, la cabalgada por tierras yermas resultaba aún más monótona, más cansina que la primera vez, con el añadido además de la tensión de saber que iba hacia su futura tierra de acogida. Sin embargo, a pesar de que anhelaba la llegada a Shikhara y le parecía que el trote de los caballos era de una lentitud enervante, Helena estaba afligida por la incertidumbre de lo que se encontraría a su llegada. Aquel lugar que a ella le costaba imaginar sería su nuevo y definitivo hogar.
Soltó las riendas para arremangarse más la camisa y perdió momentáneamente el equilibrio, porque Mohan Tajid detuvo de pronto su oscuro caballo castrado y la yegua alazana hizo lo mismo. Con sus pobladas cejas entrecanas fruncidas, Mohan miraba a su alrededor como si estuviera venteando un rastro con todos los sentidos.
—¿Qué sucede? —Ian había vuelto grupas y se había reunido con ellos.
Con expresión de tensa concentración, Mohan Tajid sacudió imperceptiblemente la cabeza mientras la mirada de sus brillantes ojos negros vagaba por la amplia superficie y el altiplano situado a su izquierda.
—Alguien nos está siguiendo.
Helena hizo pantalla con la mano para protegerse del sol cegador y siguió la mirada de Mohan. A pesar de no ver nada más que guijarros y piedras y tierra quemada por el sol dejada de la mano de Dios, la actitud vigilante de Mohan le encogió el estómago.
—Llévate al chico —ordenó Ian a Mohan antes de desmontar, sin apresuramiento pero con un movimiento rápido, y de bajar a Helena de su silla de montar. Ella iba a protestar, pero pudo más el miedo que sentía y que la invadió como la pleamar. Se subió al caballo de Ian. Al mismo tiempo, uno de los guerreros de la escolta pasó a Jason de su alazán a la montura de Mohan Tajid.
Helena se acaloró cuando Ian montó detrás de ella. Con los muslos contra los suyos, notaba el calor de su cuerpo en la espalda, la elevación y el descenso de su tórax con cada respiración.
La lánguida calma en la que había estado sumido el grupo de jinetes durante las últimas semanas dio paso a un silencio tenso cuando prosiguieron la marcha. Aun sin verlos, Helena percibía cómo los rajputs que los acompañaban andaban ojo avizor, oteando incesantemente la llanura y las estribaciones montañosas, atentos a cualquier sonido y dispuestos en todo momento para la defensa.
—Huele bien tu pelo —murmuró Ian pegado a su melena, y ella volvió la cabeza.
Tenía una sonrisa en la comisura de sus labios, bajo el bigote negro, y sus ojos resplandecían. Parecía casi como si disfrutara de la amenaza que los acechaba. Debió de ver el miedo en la mirada de ella, porque soltó una mano de las riendas para estrecharla más contra su cuerpo.
—No te preocupes —susurró—. No nos va a pasar nada.
Pese a la sensación de indefensión de Helena en aquel paraje abierto y peligroso, se sentía muy segura en brazos de Ian. La embargaba una curiosa sensación en su presencia, que por eso le resultaba tan preciada.
Igual que si hubieran trasladado a Calcuta una parte de los Campos Elíseos, las farolas de la Chowringhee Road brillaban al caer la noche frente a las fachadas con columnas. Los faroles de los coches de caballos se sucedían en una corriente incesante, sin que pudiera distinguirse dónde empezaba el coche y terminaban los caballos en aquel crepúsculo de un color azul polvoriento. Los magníficos vestidos de gala, las plumas de avestruz y las joyas centelleaban cuando incidía en ellas la luz. Los simones daban vueltas por la ciudad antes de la hora de acudir a las cenas y sentarse a las mesas cargadas de cristalería fina y cubertería de plata.
La alfombra mullida amortiguaba cada paso, cada conversación; en el latón reluciente y en la madera pulida se reflejaban uniformes, trajes elegantes y algún que otro vestido de moda de seda con adornos refinados. La música de un pianista situado en un rincón sonaba discretamente en la sala. En esa sólida atmósfera de lujo, el bar del Gran Hotel encarnaba el orgullo de los ingleses por su Imperio y la riqueza de este. Richard Carter bebía a sorbos su whisky, enfrascado en la lectura de la última edición del Punch. En esos días no tenía otra cosa que hacer que esperar, e intentaba que las interminables horas transcurrieran de la manera más agradable posible.
Evitaba los placeres de la ciudad, los bailes, las veladas sociales, los clubes de nobles y las carreras en el Maidan, aunque conocía a suficientes personajes ilustres a los que podría haber recurrido para asistir a cualquier evento. Tampoco lo seducían el abigarrado bazar rebosante de vida ni las casas de citas situadas en lugares apartados. Lo que él esperaba era iniciar su viaje hacia el norte, al Himalaya, en cuanto un determinado convoy emprendiera también el camino hacia allí desde el corazón de Rajputana. Le llegaban ocasionalmente algunos telegramas de sus agencias, que él leía y respondía con concentración. Por lo demás, dedicaba sus días al aseo matinal y la cena en el hotel, la lectura de los periódicos en el bar y la información bursátil, sobre la cual telegrafiaba a ultramar alguna que otra instrucción.
A lo largo del mes de febrero fueron llegando al Gran Hotel casi a diario sobres en blanco traídos por recaderos sin nombre ni rostro, sobres que contenían la información que él pagaba tan cara. Según esa información no parecía haber nada en lo que Ian Neville no estuviera metido: extorsión, juego ilegal, soborno, incluso un duelo. Había indicios de que de sus bolsillos fluía dinero destinado a grupos que trataban clandestinamente de derribar el dominio inglés sobre la India. No obstante, no había nada de lo que se le pudiera acusar directamente. Todo eran suposiciones, indicios vagos, y Richard había comenzado a preguntarse si en aquel país se podía comprar a cualquiera o bien había muchas personas que odiaban a Ian Neville. Motivos los habría habido a montones: hombres de negocios puestos de patitas en la calle; aventureros que se habían jugado en una sola noche a las cartas todas sus propiedades; maridos cornudos; damas humilladas y deshonradas; hindúes que se sentían traicionados; otros cultivadores de té carcomidos por la envidia a causa de la calidad inigualable del té de Shikhara.
Richard Carter sentía casi admiración, o en todo caso respeto, por ese hombre que tan hábilmente sabía navegar en ambos bandos, tanto en el de los autóctonos como en el de los dominadores coloniales, siguiendo su propio camino y sin irritar a ninguna de las dos partes. Lo asombraba su diestra manera de proceder, tanto en los negocios como en sociedad, su desconsideración rayana en la brutalidad. Carta tras carta se iba completando el rompecabezas de su imagen, y Richard no podía menos que dar la razón a Holingbrooke, que le había dicho que era mejor no tener a Ian Neville por enemigo. Sin embargo, a pesar de ya se había enterado de muchas cosas acerca de su rival, parecía imposible enterarse de algún detalle preciso acerca de sus orígenes. Ian Neville había aparecido de la nada hacía más de diez años, con suficiente dinero en el bolsillo para adquirir setecientas yugadas de terreno boscoso en las colinas de Darjeeling, suficiente para pagar a cientos de trabajadores, talar la selva y plantar matas de té; suficiente para edificar la vivienda más suntuosa con diferencia del lugar, sin comparación con los primitivos bungalows de otros propietarios de plantaciones. ¿De dónde era, de dónde procedía su fortuna? Nadie lo sabía y, por ello, tanto más disparatadas eran las especulaciones al respecto.
Richard no habría sabido decir qué pensaba hacer con todas aquella información. Destruía cuidadosamente cada prueba escrita, igual que había hecho antaño al borrar toda huella de su vida anterior. Sin embargo, el recuerdo de aquella vida que él creía haber olvidado ya hacía mucho, que solo acudía a él de vez en cuando en las sombras de las pesadillas, le perseguía ahora a cada paso que daba por las calles de Calcuta. Casi estuvo tentado de regresar, pero el recuerdo de Helena era más intenso. ¡Qué desgraciada, qué aspecto de hallarse perdida en medio de todos aquellos caballeros y damas ególatras y engreídos! Apenas toleraba imaginársela en manos de aquel hombre a quien precedía la fama de fauno lascivo, a la vez concupiscente y gélido.
—¿Dick? ¿Dick Deacon? ¡Qué casualidad más increíble después de todos estos jodidos años…! ¡Eh, tú, Dick!
Richard no levantó los ojos hasta que la mano tosca que pertenecía al dueño de aquel vozarrón le sacudió el hombro.
—¿Puedo servirle en algo, señor? —preguntó con amabilidad.
—¡Eres tú de verdad! —Aquel hombre rollizo, embutido en un traje de corte elegante pero un tanto raído, prorrumpió en una sonora carcajada y sacudió con entusiasmo los anchos hombros de Richard antes de dejarse caer a su lado en un sillón con un suspiro, derramando el whisky de su copa. Estiró las cortas piernas. Olía a alcohol y sudor.
Cuando miró radiante a Richard había un brillo en sus ojos azules, casi sumergidos en el rostro fofo e hinchado coronado por un pelo rubio pajizo ya algo ralo.
—¡Por Dios, que tenga que vivir estas cosas! ¡Al menos a uno de nosotros no lo afectó en absoluto la maldición! —Frunció el ceño con aire de preocupación y se inclinó hacia Richard—. Porque te están yendo bien las cosas, ¿verdad, Dick? ¿Qué me dices?
Richard le sonrió por encima de las hojas del periódico y asintió con la cabeza.
—Muchas gracias por su interés, señor, todo me está yendo estupendamente.
Su interlocutor suspiró aliviado y volvió a dejarse caer en el sillón.
—¡Dick, no soy capaz de expresarte lo que me alivia oírte decir eso! El adiestramiento a las órdenes del viejo Claydon, la escabechina de aquel verano… ¡Todo aquello no fue nada en comparación con lo que nos pasaría después a nosotros! Jimmy Haldane, hallado muerto en un fumadero de opio. Tom Cripps se ahorcó. Bob Franklin le pegó un tiro a la guarra de su esposa y luego se disparó. Toby Bingham está como un vegetal en el manicomio. A Eddie Fox le atravesaron un pulmón en un duelo. Sam Greenwood se volvió loco en un burdel y empezó a matar a todo el mundo. Por desgracia, no solo mató a unas cuantas putas, sino también a un oficial: lo condenaron a la horca. El viejo Claydon también… Bueno, ya lo habrás leído en el periódico. Y yo… —con un movimiento brusco se señaló, derramando el resto del whisky—, lo perdí todo, absolutamente todo jugando a las cartas contra el mismísimo satán en persona. Mi familia me desheredó y mi mujer me repudió; me queda la escasísima pensión que me paga el Ejército por mis servicios de entonces.
—Me apena oír eso —repuso Richard con sequedad a la mirada provocativa de aquel interlocutor forzoso antes de seguir pasando las hojas de su periódico.
—Fue aquel traidor hijo de puta… ¿Te acuerdas de aquel tío, fuerte como un roble, al que perseguimos durante meses? Ese que peleando con los negros liquidó a algunos de nosotros en una emboscada y luego se escondió. Kala Nandi, así lo llamaban. Nunca llegamos a enterarnos de quién era en realidad, algún renegado del ejército que se había pasado al otro bando. Tiene las manos manchadas de sangre inglesa, nuestra sangre. Se negó hasta el final a revelar su identidad, todos aquellos latigazos no sirvieron para nada, ni las noches enteras de interrogatorios con los que le torturaste. Tú y yo nos lo cargamos aquel día en pleno desierto… ¿Te acuerdas? ¿Te acuerdas de cómo escupía ante nosotros en la horca y juraba venganza… venganza por su mujer y sus hijos? Te digo que nos ha alcanzado su maldición, a todos nosotros, a todo el regimiento… —Los ojos casi se salían del rostro deforme cuando se incorporó en su asiento y agarró el brazo de Richard—. ¡Ándate con cuidado, Dick, también dará contigo! ¡Lo enterramos en la tierra reseca de este maldito país, pero sigue errante, te lo digo yo, y vendrá también por ti! —Al pronunciar las últimas palabras, su voz había alcanzado la estridencia que imprime el miedo.
—Disculpe, señor. —Uno de los camareros con chaleco a rayas se inclinó sobre el incómodo huésped—. Quisiera pedirle en nombre de nuestra casa que modere su actitud. No es habitual aquí, en el Gran Hotel…
El aludido se apresuró a ponerse en pie. Se tambaleaba.
—¡Déjame en paz, lechuguino! ¿Qué coño sabéis vosotros, civiles? ¡Fuimos nosotros los que en su momento sofocamos la rebelión, los que volvimos a traer a estas tierras la paz de la que disfrutáis hoy en día con tanta presunción! ¡Fuimos nosotros los que nos arrastramos en aquel entonces por el polvo para esquivar las balas, los que enterramos a nuestros compañeros y los cadáveres de Kanpur, solo para que vosotros podáis conduciros ahora como sahibs dentro de vuestros malditos chalecos de seda!
A una señal del camarero, se apresuraron dos más a agarrar al molesto huésped para llevárselo sin miramientos en volandas, bajo la mirada indignada de los caballeros, hacia la puerta de cristal.
—Soltadme, hijos de puta… Subteniente Leslie Mallory de la treinta y tres, por supuesto. Ese soy yo, así que dejadme en paz… —Sus gritos se fueron diluyendo tras la puerta cerrada a toda prisa. La madera cara, la música burbujeante y las conversaciones terminaron por ahogarlos definitivamente.
—Lamento profundamente este desagradable incidente, señor Carter. —El camarero se inclinó ante él—. Espero que no culpe a nuestro establecimiento. ¿Me permite ofrecerle un whisky para aliviar el susto, señor? Tendríamos a tal efecto un malta escocés de veinte años que seguramente será de su agrado.
—Con mucho gusto, gracias —aprobó Richard con la cabeza y, cuando poco más tarde alzó la copa, la superficie del líquido de color ámbar estaba en calma como un espejo.