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Perdida en sus pensamientos, Helena mordía el extremo de la pluma. Luego, furiosa, hacía una bola con la hoja a medio escribir y la echaba descuidadamente al suelo con las que había en la alfombra, en torno al escritorio. Dando un suspiro se arrellanó en el sillón con un susurro de seda de su sari azul turquesa, apoyando la cabeza en el respaldo liso y fresco, y se quedó mirando un punto fijo del aposento.

Incluso a plena luz del día, la luz era crepuscular. El sol que entraba por las elevadas ventanas, con las cortinillas de color rojo oscuro corridas, iluminaba un pequeño rectángulo del suelo perfectamente delimitado. Vagamente se distinguían las imágenes de los cuadros encajados en las paredes, entre el friso de madera y las librerías: paisajes y retratos de orgullosos príncipes rajput. Destacaban en la penumbra las formas de animales disecados: un águila ratonera, una pantera cuya dentadura brillaba en la oscuridad de un rincón, cabezas de ciervos y corzos de majestuosa cornamenta, el imponente colmillo de un elefante que se estiraba hacia el techo desde su base de bronce cincelado.

Llevaba horas allí sentada, recomenzando una y otra vez la carta a Margaret cuya redacción había pospuesto ya demasiado tiempo. Era la primera que le escribía desde la nota breve que le había mandado desde Bombay anunciando su llegada, sanos y salvos. Descartó otro borrador, a pesar de que tenía muchas cosas que contar. Mucho era lo que había visto y le había sucedido durante las semanas anteriores: su viaje en ferrocarril y a caballo; el palacio; los paseos a caballo al lado de Ian, a menudo en compañía de Mohan Tajid y de Jason, durante los cuales había explorado el entorno; los chattris, baldaquines de mármol en torno al lugar en el que los príncipes difuntos eran incinerados en una ceremonia solemne, y las huellas de manos inmortalizadas en la piedra con pintura roja de sus ranis, quienes, siguiendo la costumbre del sati, se habían arrojado a la pira de sus maridos para unirse a ellos de nuevo en la muerte, purificadas y santificadas por las llamas, que les ahorraban una existencia deshonrosa como viudas, a pesar de la prohibición impuesta por los ingleses hacía cincuenta años; las aldeas que habían visitado; la amabilidad de la gente que se les acercaba ofreciéndoles compartir con ellos sus chapatis y su arroz, y les regalaba en el camino saris de colores, tazas decoradas, brazaletes de plata repujada, sandalias primorosamente recamadas y mocasines de piel aterciopelada.

Apenas podía creer que aquella tierra muerta en torno a las aldeas diseminadas sería un mar de espigas en otras estaciones del año y proporcionaría suficiente forraje a cientos y cientos de ovejas y de cabras que balaban en los apriscos y miraban tranquilas aquel paisaje ahora yermo. Tampoco podía creer que bajo la dura costra del suelo hubiera plata y esmeraldas, hierro y cinc. Además, la gente que vivía cerca del palacio no parecía pasar hambre ni sufrir ninguna necesidad material; como mucho pedían consejo a Ian y a Mohan en disputas familiares o acerca de algún aspecto jurídico poco claro de un negocio.

Mohan Tajid le relató la historia de los rajputs, desde sus comienzos en el siglo VI y VII del calendario cristiano, cuando se hicieron con el dominio de las estepas, bosques y desiertos a ambos lados de la sierra de Aravalli. Gravaron con impuestos a campesinos, comerciantes y artesanos garantizándoles la protección con sus espadas. Los eruditos no se ponían de acuerdo sobre su procedencia. Para que no quedara ninguna duda sobre la legitimidad de su poder, se nombraron a sí mismos rajputs, hijos del rey, y se atribuyeron un origen mítico en el Sol y la Luna.

A partir del primer milenio fueron penetrando cada vez más monarcas musulmanes desde el norte, ávidos de los tesoros de la India. Uno de ellos fue, por ejemplo, Mahmud de Gazni, quien en una sola incursión hostil tomó como botín seis toneladas y media de oro. En torno al año 1200 se creó el sultanato de Delhi, y el Imperio musulmán siguió extendiéndose durante los siguientes trescientos años, desde Bombay hasta las estribaciones del Himalaya, desde el río Indo hasta el delta del Ganges. Sin embargo, Rajputana permaneció firme. Durante trescientos cincuenta años, el sultanato de Delhi y los soberanos rajputs estuvieron en guerra, librando sangrientas batallas con cuantiosas bajas, sin que ninguno de los dos bandos obtuviera nunca una victoria decisiva.

Surgieron leyendas, adornadas y transmitidas al calor del fuego, como la de la fortaleza de Chittor, que se convirtió en símbolo del honor y la invencibilidad de los rajputs más allá de la muerte. En el año 1303, Alaudín, sultán de Delhi, sitió la fortaleza con un ejército imponente, muy superior al de los sitiados, pero no obtuvo la victoria. Ataviadas con sus saris matrimoniales y engalanadas con todas sus joyas, las mujeres de Chittor, mientras se entonaban antiguos himnos, subieron con sus hijos a la pira que se había levantado en la fortificación y se entregaron en el jauhar a las llamas. Sus maridos las miraron inexpresivos antes de ponerse sus túnicas azafrán, pintarse la frente con las cenizas sagradas de sus familiares, abrir los portones de la fortificación, descender monte abajo y precipitarse hacia las líneas enemigas, hacia una muerte segura.

Con Zahir-ud-din Mohammad Babur, descendiente de Gengis Kan y de Tamerlán el Grande, quien a comienzos del siglo XVI derrotó al ejército del sultán de Delhi, comenzó el dominio mogol; pero este dominio tampoco trajo la paz a Rajputana. Era al propio Babur a quien se atribuían estas palabras: «Los rajputs saben morir en la lucha, cierto, pero no saben ganar una batalla». No obstante, los principados resistieron valientemente el asalto de los mogoles, si bien tuvieron que pagar a cambio un elevado tributo de sangre. Generación tras generación de rajputs sacrificó su poder, sus tierras y su vida para defender su libertad y su fe frente al poder musulmán.

Tras la muerte del emperador mogol Aurangzeb comenzó a desintegrarse el poder de los mogoles y, con él, el de los rajputs, quienes, con el ansia de alcanzar la supremacía, se atacaron entre sí como tigres combativos.

Mohan le habló de las intrigas, traiciones, conspiraciones y asesinatos por envenenamiento entre clanes y dentro de ellos. Los maratís del sur y el marajá de Gwalior se habían aprovechado de esas disputas para caer sobre los principados, saquearlos y obligarlos al pago de tributos muy elevados. Algún que otro príncipe había perdido de esta manera los últimos rubíes y esmeraldas de sus tesorerías.

El país se desintegró en los conflictos bélicos entre mogoles y marajás, rajputs y maratís. Al igual que las virutas de hierro se decantan hacia ambos polos de un imán, las partes enemistadas se concentraron en torno a británicos y franceses, que había llevado su vieja disputa por la hegemonía mundial al subcontinente, en el que finalmente habían logrado imponerse los británicos en el siglo XVIII.

Apurados, los rajputs habían pedido ayuda a los ingleses, superiores desde un punto de vista militar. Varios principados firmaron acuerdos con los ingleses, quienes les ofrecían protección a cambio del pago de impuestos; sin embargo, a menudo el precio fue también una intervención de los colonos en los asuntos internos de los estados rajputs. En esa época se prohibieron el sati y el asesinato de las hijas recién nacidas para evitar el pago posterior de una dote elevada, la incineración de mujeres sospechosas de hechicería y se abolió la servidumbre. La dependencia de algunos de los principados se hizo evidente en el levantamiento de la población hindú en el año del Señor de 1857, sangriento punto de inflexión en la historia del Imperio británico, en que los rajputs se solidarizaron con los británicos o se mantuvieron neutrales.

Esa fragmentación de Rajputana desde tiempos inmemoriales se reflejaba en su posicionamiento heterogéneo dentro de la India colonial. Algunos principados, de una manera más o menos abierta, estaban contra el dominio inglés, entre ellos el principado de los Chand. Surya Mahal y los territorios de su jurisdicción habían conservado su soberanía gracias la marcialidad de sus guerreros y a la habilidad diplomática sobre todo del último rajá, Dheeraj Chand. Era uno de los últimos principados libres e independientes. Con todo, era de justicia admitir que en aquellos años tumultuosos había perdido la grandeza e importancia que tuvo en sus orígenes.

Boquiabierto y con los ojos brillantes, Jason había escuchado atentamente las historias de batallas y luchas por el poder, las leyendas de porfiados guerreros y valerosos héroes. Tampoco Helena había podido sustraerse a su magia. Empezaba a presentir que ese paisaje pelado y, pese a todo, dolorosamente bello, que exploraban a caballo, estaba impregnado de la sangre de muchas generaciones, que, inmisericordes, habían luchado tanto entre sí como contra sus enemigos por su libertad, su independencia y su honor. Era un país duro, orgulloso como las personas que lo habitaban, e involuntariamente se le iba la mirada hacia Ian, a quien las explicaciones de Mohan no parecían afectarle, como si no despertaran en él el menor interés o como si ya las hubiera escuchado innumerables veces.

Helena habría tenido muchas cosas que contar a Margaret sobre la espléndida fiesta que se había organizado a finales de enero en Surya Mahal para celebrar que Jason cumplía doce años; sobre el paciente caballo castrado («¡No un poni, sino un caballo grande de verdad!») que Ian le había regalado y con el que tanto Ian como Mohan se turnaban para darle clases de equitación, al principio en el gran patio del palacio, posteriormente a una distancia cada vez mayor de la seguridad de los muros en aquella estepa invernal. Habría podido escribirle cómo, bajo la dirección de Djanahara, estaba aprendiendo los puntos de los bordados tradicionales en seda fina y en paños de lana más toscos, así como la preparación de los chutneys y de las mezclas de especias, las masa-las de la cocina de Rajputana, y que todo eso le deparaba una gran alegría contra todo pronóstico; de las largas veladas junto al fuego de la chimenea, en las que Mohan Tajid e Ian jugaban en silencio al ajedrez, mientras Jason se enfrascaba en la lectura de uno de los voluminosos libros de la biblioteca y los dedos todavía inexpertos de Helena luchaban con los hilos de colores, finos como cabellos, que no había manera de encajar en los modelos afiligranados o Mohan le leía en voz alta los antiguos mitos y epopeyas: la Bhagavadgita o todo el Mahabharata, las Upanishad y el Ramayana. En estas historias, los dioses y demonios luchaban entre sí; guerreros y reyes, familias enteras de la nobleza sufrían y se amaban, se odiaban y morían y se les rendía honor en versos compuestos con mucho arte.

Habría sido la verdad, y sin embargo, ese relato de un idilio sin tacha habría resultado falso, incompleto, pues también estaban esos momentos en los que su mirada se encontraba con la de Ian, en los que el fuego en sus ojos le hacía tragar saliva y le quitaba el aliento; noches en las que creía consumirse y diluirse bajo sus caricias y sus besos, y que convertían aún en más heladas las sábanas vacías a su lado a la mañana siguiente. Había momentos en los que él reía y bromeaba con ella, se volvía locuaz hablándole de la historia del palacio, las familias de los Chand y los Surya, de que había pasado casi una década de su vida en Surya Mahal… De pronto, al instante siguiente, enmudecía y, cuando ella le preguntaba por el motivo, sus ojos se volvían fríos como el ónice y su rostro se contraía en una mueca impenetrable. Había momentos de felicidad en los que ambos estaban tan cerca el uno del otro que Helena apenas lo soportaba, y otros tantos en los que Ian irradiaba esa frialdad y esa dureza tan propias de él con las que la mantenía a distancia, tanto que ella sentía frío en su presencia.

¿Cómo habría podido expresar con palabras lo que a ella misma le parecía completamente incomprensible? ¿Cómo habría podido contarle a Margaret, a su Marge, que anhelaba tanto entenderlo, compartir su vida y todo lo que lo emocionaba y ocupaba, si ese deseo era también nuevo e inconcebible para ella misma? Le habría parecido casi una traición acusarlo de algo, pues no había motivo para tal cosa. No obstante, no podía considerarse feliz. Era como si sintiera la cercanía de la felicidad y no supiera por dónde agarrarla para poseerla.

Helena dejó la pluma. Le dolía el bajo vientre. El período se le había presentado siempre de manera irregular, y le había venido hacía dos días. Tan asombrada como extrañada, roja como un tomate de vergüenza, le había pedido a Nazreen que le mostrara el musgo que debía recoger la sangre del interior de su cuerpo. En un principio le pareció raro, incluso indecente, pero se acostumbró rápidamente a la libertad y a la despreocupación que nunca había experimentado con las incómodas y gruesas tiras de tela sujetas a un cinturón bajo las largas faldas. Conforme a las estrictas reglas del hinduismo, no debía estar en ese lugar, pues durante el período de la menstruación las mujeres debían quedarse en la zenana, entre sus iguales, para su propia protección y la de los hombres: para mantenerlos a distancia de su impureza. ¿La había evitado Ian aquellos últimos días por esa razón? A las preguntas que ella le formuló le había respondido únicamente con evasivas y frases desconcertantes. Por lo visto se había ido de Surya Mahal, a saber dónde y por cuánto tiempo. Aunque era reacia a admitirlo, su ausencia, en la inmensidad del palacio, había dejado en ella un vacío difícil de llenar.

Volvió a sentarse exhalando un suspiro; empuñó la pluma y, tras algunas palabras introductorias, escribió con letra briosa una descripción muy pintoresca acerca de las etapas de su viaje pasando luego a la de la vida en la India. Se despreció por el tono de la misiva, aparentemente despreocupado y gozoso, lleno de falsedad.

Largo, corto, corto, largo… sonaron los toques acordados en la puerta de vetas oscuras de la habitación del hotel. Con un suave campanilleo, el reloj de la repisa de la chimenea confirmó la puntualidad del visitante. Antes de abrir, Richard Carter inspiró profundamente para dominar la impaciencia que había vagado libremente durante horas por el suelo de madera cubierto de alfombras. El personaje delgado, vestido con unos sencillos jodhpurs y una levita, entró rápidamente en la habitación y realizó una breve reverencia, ágil y silencioso como una serpiente. Con mirada atenta y concentrada, Richard Carter comprobó que no hubiera testigos inoportunos a ambos lados del largo pasillo antes de cerrar suavemente la puerta.

Sin más preámbulos, el invitado anónimo, con el rostro pálido habitual de tantos euroasiáticos, casi gris a la luz del fuego de la chimenea, extrajo de un bolsillo interior de la chaqueta un sobre grueso y se lo tendió a Richard.

—Aquí tiene, sahib.

Richard rasgó el sobre apresuradamente y leyó por encima las hojas escritas con letra menuda y apretada. Levantó la mirada.

—Me dijeron que podía confiar en su discreción.

El euroasiático se inclinó en una reverencia.

—Así es, sahib.

A Richard no se le escapó el brillo codicioso en los ojos hundidos del visitante cuando echó mano del sobre que había dejado apoyado en el reloj de la repisa de la chimenea. Desde el primer momento había sentido una aversión rayana en la repugnancia por aquel hombre, que al parecer estaba dispuesto a hacer cualquier cosa por dinero. Sin embargo, su experiencia como hombre de negocios le había enseñado a subordinar sus sentimientos en provecho de su empresa.

—Manténgame al corriente —dijo, entregándole al euroasiático los honorarios.

—Por supuesto, sahib —dijo este, y le dio las gracias con una profunda reverencia—. Aunque, a decir verdad, la cosa se complicará aún más en un futuro próximo. Los hombres que la acompañan son personas de confianza, guerreros rajputs, acostumbrados desde que aprenden a andar a percibir el menor movimiento en el desierto. No hay ninguna posibilidad de infiltrar a uno de los nuestros.

Richard Carter no dudó un solo instante en sacarse del bolsillo interior de su abrigo gris antracita un buen fajo de billetes de banco.

—Estoy seguro de que se le ocurrirá alguna solución.

El rostro hundido del visitante se iluminó.

—Haré todo lo que esté en mis manos, sahib.

Tras otra reverencia solícita, el euroasiático salió de la habitación y cerró la puerta tras de sí sin hacer apenas ruido.

Richard acercó una silla a la chimenea y comenzó a leer con atención las hojas. Memorizaba su contenido y las iba arrojando al fuego una tras otra. Con una copa de jerez en una mano y un puro en la otra, observaba cómo el papel se oscurecía y las llamas lo consumían hasta convertirlo en cenizas.